Capítulo XV

Fueron en el coche de Volodya. Ella lo había tomado prestado para la noche. Él había de esperarla delante de la estación de Metro del Aeropuerto a las nueve, y a las nueve en punto el «Lada» se detenía precariamente a su lado.

– No debías haber insistido -dijo ella.

Brillaban los altos edificios sobre ellos, pero en las calles se instalaba ya la amenazadora atmósfera del toque de queda. Aromas otoñales saturaban el húmedo aire nocturno. Una media luna envuelta en velos de niebla permanecía suspendida en el firmamento ante ellos. Ocasionalmente, sus manos se rozaban. Ocasionalmente, sus manos se agarraban en fuerte abrazo. Barley observaba el espejo retrovisor. Estaba roto y le faltaban algunos pedazos, pero podía ver en él lo suficiente como para distinguir a los coches que les seguían sin alcanzarles. Katya torció a la izquierda, pero continuó sin adelantarles nadie.

Ella se mantenía sin hablar, así que tampoco él lo hacía. Se preguntó cómo aprenderían dónde se podía hablar y dónde no. ¿En la escuela? ¿De otras chicas mayores a medida que crecían? ¿O era ésa la primera plática del médico de familia hacia el segundo año de la pubertad? «Ha llegado el momento de que sepas que los coches y las paredes tienen oídos igual que las personas…»

El coche avanzaba a sacudidas por una carretera lateral llena de baches que conducía a un aparcamiento a medio terminar.

– Imagina que eres un médico -le advirtió ella cuando se miraron uno a otro por encima del techo del coche-. Debes tener un aire muy severo.

– Soy un médico -dijo Barley. Ninguno de los dos bromeaba. Avanzaron por un laberinto de charcos iluminados por la luz de la luna hasta un sendero cubierto por un techo de amianto que conducía a unas puertas dobles y un vacío mostrador de recepción. Barley captó los primeros y alarmantes olores a hospital: desinfectante, cera de suelos, alcohol. Con paso vivo, ella le guió a través de un vestíbulo circular de cemento veteado, a lo largo de un pasillo con suelo de linóleo y por delante de un mostrador de mármol atendido por mujeres de gesto hosco. Un reloj señalaba las diez y veinticinco. Con ademán deliberadamente oficioso, Barley lo comparó con su reloj de pulsera. El del hospital iba diez minutos atrasado. El pasillo siguiente estaba flanqueado por figuras derrumbadas en sillas de cocina.

La sala de espera era una sombría catacumba sostenida por inmensas columnas y con un estrado elevado en un extremo. En el otro, unas puertas batientes daban acceso a los lavabos. Alguien había instalado una luz provisional para mostrar el camino. A su débil resplandor, Barley distinguió una hilera de colgadores vacíos detrás de un mostrador de madera, camillas con ruedas y, sujeto a la columna más próxima, un viejo teléfono. Junto a la pared había un banco. Katya se sentó en él, así que Barley tomó asiento también junto a ella.

– Siempre procura ser puntual. A veces se retrasa por la conexión -dijo ella.

– ¿Puedo hablar yo con él?

– Se enfadaría.

– ¿Por qué?

– Si oyen hablar en inglés en una conferencia interurbana prestarán atención inmediatamente. Es normal.

Por las puertas batientes, un hombre con la cabeza vendada, que parecía un soldado aturdido llegado del frente, entró en el lavabo de mujeres en el momento en que dos mujeres salían de él. Éstas le agarraron y le colocaron en la dirección correcta. Katya abrió su bolso y sacó una libreta de notas y una pluma.

Lo intentará a las diez cuarenta, había dicho. A las diez cuarenta intentará el primer contacto. No hablará mucho tiempo, había insistido. Es imprudente hablar demasiado tiempo aun entre teléfonos seguros. Se puso en pie y se dirigió hacia el teléfono, agachándose con soltura para pasar bajo el mostrador del guardarropa.

¿Le dirá que la quiere?, se preguntó Barley. ¿«Te quiero lo suficiente como para poner en peligro tu vida por mí»? ¿Le hablará de amor como hacía en su carta? ¿O le dirá que ella es un precio aceptable por la purificación de su desasosegada alma?

Ella estaba en pie, oblicuamente con respecto a él, mirando atentamente a través de las puertas batientes. ¿Había visto algo malo? ¿Había oído algo? ¿O estaba ya su mente muy lejos, con Yakov?

Es su postura cuando le está esperando, pensó…, como alguien dispuesto a esperar todo el día.

Sonó el teléfono, roncamente, como si tuviese polvo en la laringe. Un sexto sentido había guiado ya a Katya hacia él, por lo que no tuvo oportunidad de lanzar un segundo graznido antes de que ella lo cogiese. Barley estaba sólo a unos pasos de ella, pero apenas si podía oír su voz por encima del ruido de fondo que llenaba el edificio. Katya se había vuelto de espaldas a él, presumiblemente para proteger su intimidad, y se había tapado con la mano la oreja libre a fin de poder oír mejor a su amante por el auricular. Barley sólo podía escucharla decir «sí» y de nuevo «sí», sumisamente.

¡Déjala en paz!, pensó airadamente Barley. Te lo he dicho antes y te lo volveré a decir el fin de semana. Déjala en paz, mantenla fuera de esto. ¡Trata con los hombres grises o conmigo!

La libreta de notas yacía abierta sobre un desvencijado estante sujeto a la columna, con la pluma encima, pero no había tocado ni una ni otra. Sí. Sí. Sí. Yo hice eso en la isla. Sí. Sí. Sí. Vio sus hombros elevarse y permanecer así, y su espalda distenderse después como si hubiera hecho una profunda inspiración o hubiera disfrutado de un momento placentero en su interior. Su codo se separó de su costado para apretar más firmemente el auricular contra su cabeza. Sí. Sí. ¿Qué tal no por una sola vez? ¡No, no me someteré por ti!

Su mano libre había encontrado la columna, y Barley pudo ver cómo los dedos se separaban y se tensaban al apretarse las yemas contra el oscuro yeso. Vio que le blanqueaba el dorso de la mano al ponerse rígida, pero sin moverse, y de pronto su mano le alarmó. Había encontrado un asidero y se estaba aferrando a él para salvar la vida. Ella estaba en la lisa faz del acantilado, y la presa de sus dedos era lo único que había entre su amante y el abismo.

Se volvió, con el auricular apretado aún contra su oído, y él vio su cara. ¿Quién era? ¿En qué se había convertido? Por primera vez desde que la conocía, su rostro carecía de expresión, y el teléfono arrimado a su sien era la pistola que alguien estaba sosteniendo allí.

Tenía la mirada del rehén.

Luego, su cuerpo empezó a resbalar a lo largo de la columna, como si no pudiera ya hacer el esfuerzo necesario para mantenerlo erguido. Al principio, cedieron solamente las rodillas, después se dobló también por la cintura, pero allí estaba Barley para sostenerla. Le rodeó la cintura con un brazo y le cogió el teléfono con la otra mano. Se lo llevó al oído y gritó: «¡Goethe!», pero solamente percibió el tono de llamada, así que colgó.

Era extraño, pero hasta ahora Barley había olvidado que era fuerte. Comenzaron a moverse, pero al hacerla, ella fue presa súbitamente de una violenta reacción contra él y le lanzó en silencio el puño, golpeándole en el pómulo con tanta fuerza que por unos instantes no vio nada más que una luz deslumbrante. Le sujetó las manos a los costados y las mantuvo allí mientras la empujaba por debajo del mostrador y la conducía a través del hospital y del aparcamiento. «Es una paciente alterada -estaba explicando mentalmente-. Una paciente alterada, bajo los cuidados de un médico.»

Todavía sujetándola, volcó su bolso sobre el techo del coche, encontró la llave, abrió la puerta del lado del acompañante y la dejó caer dentro. Luego, dio la vuelta corriendo hasta el lado del conductor por si ella tenía idea de ponerse al volante.

– Iré a casa -dijo ella.

– No conozco el camino.

– Llévame a casa -repitió.

– ¡No conozco el camino, Katya! Tendrás que decirme a la derecha y a la izquierda, ¿me oyes? -La agarró de los hombros-. Incorpórate. Mira por la ventanilla. ¿Dónde está la marcha atrás en este maldito cacharro?

Maniobró con los cambios. Asió la palanca y la puso bruscamente en marcha atrás, haciendo chirriar la caja de cambios.

– Luces -dijo.

Ya las había encontrado, pero hizo que ella se las encendiera, queriendo que reaccionara a su ira. Mientras avanzaban dando tumbos sobre los baches, tuvo que torcer a un lado para esquivar una ambulancia que entraba a toda velocidad. Un surtidor de barro y agua ennegreció el parabrisas, pero como no estaba lloviendo no había limpiaparabrisas. Deteniendo de nuevo el coche, se apeó y limpió a medias el cristal con su pañuelo. Luego, volvió a subir.

– A la izquierda -ordenó ella-. De prisa, por favor.

– Antes vinimos por el otro lado.

– Es de dirección única. Date prisa.

Su voz sonaba yerta, y él no podía reanimarla. Le ofreció su botellín de whisky. Ella lo rechazó. Conducía lentamente, haciendo caso omiso de sus instrucciones de que se apresurase. Brillaban unos faros en el espejo retrovisor, sin ganar ni perder terreno. Es Wicklow, pensó. Es Paddy, Cy, Henziger, Zapadny, todos los coraceros de la guardia. El rostro de Katya se iluminaba y oscurecía alternativamente bajo las lámparas de sodio, pero se mantenía exánime. Estaba mirando al interior de su propia mente, a cualesquiera terribles cosas que veía en su imaginación. Se había llevado a la boca el apretado puño y tenía los nudillos encajados entre los dientes.

– ¿Tuerzo aquí? -le preguntó él ásperamente. Y de nuevo le gritó-: Dime dónde tengo que torcer, ¿quieres?

Ella habló primero en ruso y, luego, en inglés.

– Ahora. A la derecha. Más de prisa.

Nada le resultaba familiar a Barley. Cada calle desierta era como la siguiente y como la anterior.

– Tuerce ahora.

– ¿Derecha o izquierda?

– ¡Izquierda!

Gritó la palabra con todas sus fuerzas y, luego, volvió a gritarla. Tras el grito, brotaron sus lágrimas y continuaron cayendo entre estrangulados sollozos. Luego, gradualmente, los sollozos se fueron debilitando y para cuando detuvo el coche delante de su edificio de apartamentos habían cesado por completo. Estiró del freno de mano, pero estaba roto. El coche se movía todavía cuando ella abrió la puerta de su lado. Él alargó el brazo para detenerla, pero Katya fue demasiado rápida. Había conseguido saltar a la acera y corría por el patio delantero con el bolso abierto y buscando las llaves. Un muchacho con chaqueta de cuero estaba apoyado en el quicio de la puerta y pareció querer cortarle el paso. Pero Barley había alcanzado ya a Katya, y el muchacho se hizo a un lado de un salto para dejarlos pasar. Ella no quiso esperar el ascensor, o quizás había olvidado que existía uno. Echó a correr escaleras arriba, y Barley lo hizo detrás de ella, pasando por delante de una pareja abrazada. En el primer rellano, un viejo estaba sentado, borracho, en un rincón. Subieron y siguieron subiendo. Ahora era una vieja la que estaba borracha. Ahora, un chico. Subieron tantos tramos de escalera que Barley empezó a temer que hubiera olvidado en qué piso vivía. Luego, de pronto, estaba haciendo girar la llave y nuevamente se encontraban en su apartamento, y Katya entraba en la habitación de los gemelos y se arrodillaba en su cama, con la cabeza echada hacia delante y jadeando como una nadadora desesperada, con un brazo extendido sobre el cuerpo de cada niño dormido.


Una vez más, sólo había su dormitorio. La llevó hasta allí porque, aun en aquel minúsculo espacio, ella ya no conocía el camino. Se sentó en la cama con aire titubeante, pareciendo no saber a qué altura estaba. Él se sentó a su lado, mirando su rostro apagado, viendo cómo sus ojos se cerraban, se entreabrían y volvían a cerrarse, sin atreverse a tocada porque estaba rígida y aterrada y alejada de él. Se agarraba la muñeca como si la tuviese rota. Lanzó un profundo suspiro. Barley pronunció su nombre, pero ella no pareció oírle. Él paseó la vista por la habitación, buscando. Sujeta a una pared había una especie de repisa, una improvisada mesa y un escritorio combinados. Echado entre viejas cartas vio un cuaderno con lomo de alambre en espiral, similar a los que usaba Goethe. Sobre la cama colgaba una reproducción enmarcada de un Renoir. Barley descolgó el cuadro y se lo apoyó sobre los muslos. El adiestrado espía arrancó una página de su libreta de notas, la apoyó sobre el cristal del cuadro, sacó una pluma del bolsillo y escribió:

Cuéntame.

Puso el papel delante de Katya, y ella lo leyó con indiferencia, sin soltarse la muñeca. Se encogió levemente de hombros. Su hombro estaba apoyado contra el de él, pero ella no se daba cuenta. Tenía abierta la blusa y los abundantes y negros cabellos desgreñados a consecuencia de su carrera. Escribió de nuevo Cuéntame y; luego, la agarró de los hombros mientras sus ojos la imploraban con desesperado amor. Después, señaló con el dedo índice la hoja de papel. Cogió el cuadro y se lo puso a ella sobre el regazo para que lo sujetase. Ella miró el papel y el Cuéntame, hizo una profunda inspiración y bajó la cabeza hasta que él la perdió la vista tras la caótica cortina de sus cabellos.

Han cogido a Yakov, escribió. Él volvió a tomar la pluma. ¿Quién te lo ha dicho?

Yakov, respondió ella.

¿Qué ha dicho?

Vendrá a Moscú el viernes. Se reunirá contigo en el apartamento de Ígor a las once de la noche del viernes. Te traerá más material y responderá a tus preguntas. Debes tener preparada una lista concreta. Será la última vez. Debes traerle noticias de publicación, fechas, detalles. Debes traerle buen whisky. Me quiere.

Él volvió a coger la pluma. ¿Era Yakov el que hablaba? Ella asintió con la cabeza.

¿Por qué dices que le han cogido? Utilizó el otro nombre.

¿Qué nombre?

Daniil. Era nuestro norma. Pyotr si no hay novedad. Daniil si le han cogido.

La pluma había estado pasando urgentemente entre ellos.

Ahora, Barley la retuvo, mientras escribía pregunta tras pregunta. ¿Ha cometido un error?, escribió.

Ella meneó la cabeza.

Ha estado enfermo. Ha olvidado vuestro código, escribió él. Ella volvió a menear la cabeza.

¿Nunca se ha equivocado antes?, escribió.

Negó ella con la cabeza, cogió la pluma y escribió furiosamente. Me ha llamado Mariya. Ha dicho: ¿Eres Mariya? Mariya es e nombre que yo debía dar si estaba en peligro. Si estoy bien, Alina.

Escribe sus palabras.

Aquí Daniil. ¿Eres Mariya? Mi conferencia ha sido el éxito más grande de mi carrera. Eso era mentira.

¿Por qué?

Él siempre dice que en Rusia el único éxito es no ganar. Es una broma que tenemos. Hablaba deliberadamente contra nuestra broma. Me estaba diciendo que estamos muertos.

Barley fue hasta la ventana y miró verticalmente hacia la multitud y la calle. Todo el oscuro mundo de su interior había quedado en silencio. Nada se movía, nada respiraba. Pero estaba preparado. Había estado preparado toda su vida, y nunca lo había sabido. Ella es la mujer de Goethe y, por lo tanto, está tan muerta como él. Todavía no, porque hasta ahora Goethe la ha protegido con la última brizna de valor que le queda. Pero tan muerta como pueden estado los muertos, en cuanto quieran extender su largo brazo y separarla del árbol.

Durante quizás una hora, permaneció allí, junto a la ventana, antes de regresar a la cama. Ella estaba tendida de costado, con los ojos abiertos y las rodillas encogidas. La rodeó con su brazo y la atrajo hacia sí y sintió que su cuerpo se quebraba dentro de su abrazo al tiempo que empezaba a sollozar en espasmos convulsivos y silenciosos, como si tuviera miedo incluso de llorar dentro del alcance de los micrófonos.

Barley empezó a escribir de nuevo, con grandes letras mayúsculas: PRÉSTAME ATENCIÓN.


Las pantallas parpadeaban cada pocos minutos. Barley ha salido del «Mezh». Más. Han llegado a la estación del Metro. Más. Han salido del hospital. Katya del brazo de Barley. Más. Los hombres mienten, pero el ordenador es infalible. Más.

– ¿Por qué diablos conduce él? -preguntó Ned al leer esto. Sheriton estaba demasiado absorto para contestar, pero Bob se hallaba detrás de él y fue quien recogió la pregunta.

– A los hombres les gusta conducir a las mujeres, Ned. Los tiempos son chauvinistas todavía.

– Gracias -dijo cortésmente Ned.

Clive sonreía aprobadoramente.

Intermedio. Las pantallas abandonan la secuencia mientras Anastasia reanuda el relato. Anastasia es una colérica vieja letona de sesenta años que durante veinte ha estado en los libros de la Casa Rusia. Solamente a Anastasia se le ha permitido cubrir el vestíbulo.

El texto dice:

Pasó dos veces, primero al lavabo, luego de nuevo a la sala de espera.

La primera vez, Barley y Katya estaban sentados en un banco, esperando.

La segunda, Barley y Katya estaban de pie junto al teléfono y parecían estar abrazándose. Barley tenía una mano junto a la cara de ella. Katya tenía también levantada una mano, con la otra colgando a un costado.

¿Había llegado ya para entonces la llamada de «Pájaro Azul»?

Anastasia no lo sabía. Aunque había estado en su cubículo del lavabo escuchando tan intensamente como podía, no había oído el timbre del teléfono. Así que, o bien no se había producido la llamada, o había terminado ya para cuando pasó por segunda vez.

– ¿Por qué diablos iba a estar abrazándola? -dijo Ned.

– Quizá tenía ella una mosca en el ojo -respondió ásperamente Sheriton, sin dejar de mirar a la pantalla.

Conducía él -insistió Ned-. No tiene permitido conducir allí, pero conducía. Le dejó conducir a ella todo el camino al campo y vuelta. Ella condujo cuando fueron al hospital. Y luego, de pronto, va y coge el volante él. ¿Por qué?

Sheriton dejó su lápiz y se pasó el dedo índice por el interior del cuello de la camisa.

– ¿Y eso qué importa, Ned? ¿Hizo «Pájaro Azul» su llamada o no? Ésa es la cuestión.

Ned tuvo todavía la decencia de meditar la pregunta.

– Presumiblemente, la hizo. En otro caso, habrían continuado esperando.

– Quizás oyó algo que no le gustó. Alguna mala noticia o algo -sugirió Sheriton.

Las pantallas se habían apagado, dejando en penumbra la sala.

Sheriton tenía un despacho separado, con muebles de palisandro y arte instantáneo. Nos fuimos allí, nos servimos café y permanecimos en el recinto.

– ¿Qué diablos está haciendo él en su piso tanto tiempo? -me preguntó Ned, llevándome aparte-. Lo único que tiene que hacer es obtener de ella la hora y el lugar de la entrevista. Eso podía haberlo hecho hace dos horas.

– Quizás están teniendo unos momentos de ternura -dije.

– Me sentiría mejor si fuese así.

– Quizás esté comprando otro sombrero -dijo desabridamente Johnny, que nos había oído.

– Jerónimo -exclamó Sheriton cuando sonó el timbre, y regresamos en tropel a la sala de situación.

Un plano iluminado de la ciudad nos mostró el apartamento de Katya señalado por una lucecita roja. El punto de recogida se hallaba a trescientos metros al este de él, en la esquina sudeste de dos calles principales señaladas en verde. Barley debía ahora estar caminando a lo largo de la acera sur, manteniéndose junto al bordillo.

Al llegar al punto de recogida, debía aparentar reducir la marcha como si buscase un taxi. El coche de seguridad se detendría junto a él. Se había instruido a Barley en el sentido de que diera al conductor el nombre de su hotel en voz bien alta y que negociara un precio con las manos.

En el segundo cruce, el coche tomaría un desvío lateral y entraría en un solar en que se hallaba aparcado el camión de seguridad, con su conductor dormitando aparentemente en la cabina. Si la antena del camión estaba desplegada, el coche describiría un círculo a la derecha y volvería al camión.

Si no, fracaso.


El informe de Paddy llegó a las pantallas a la una de la madrugada, hora de Moscú. Menos de una hora después, las cintas estaban disponibles para nosotros, lanzadas desde el tejado de la Embajada de los Estados Unidos. El informe ha sido desmenuzado desde entonces de todas las maneras imaginables. Para mí, sigue siendo un modelo de información objetiva suministrada desde el terreno.

Naturalmente, el escritor necesita ser conocido, pues cualquier escritor bajo el sol tiene sus limitaciones. Paddy no era un adivinador del pensamiento, pero era muchas otras cosas, un antiguo gurkha convertido en miembro de las fuerzas especiales, convertido en oficial del servicio de información, lingüista, planificador e improvisador conforme al modelo favorito de Ned.

Para su personalidad exterior había adoptado una apariencia de estupidez inglesa tal que los no iniciados lo tomaban a chacota cuando se lo describían unos a otros: sus pantalones cortos hasta las rodillas en verano, cuando practicaba sus excursiones por los bosques de Moscú; su estrafalario atuendo en invierno, cuando cargaba su «Volvo» con viejos esquíes y pértigas de bambú y raciones de supervivencia y, finalmente, su propia egregia persona, tocada con un gorro de piel que parecía como si hubiera sido tomado de los convoyes árticos. Pero hay que ser un hombre inteligente para fingirse tonto y salir con bien durante mucho tiempo, y Paddy era un hombre inteligente, por conveniente que más tarde resultara tomar como auténticas sus excentricidades.

También al controlar su abigarrada mezcla de seudoestudiantes de idiomas, comisionistas, pequeños comerciantes y nacionales de terceros países, Paddy era un primera clase. Ni el propio Ned hubiera podido superarle. Los cuidaba como un prudente cura párroco, y cada uno de ellos, a su solitaria manera, estaba a su altura. No era culpa suya si las cualidades que hacían que los hombres acudieran a él le hacían también vulnerable al engaño.

Así también con el informe de Paddy. Le llamó primero la atención la precisión con que Barley presentaba su relato, y la cinta así lo confirma. La voz de Barley es más firme y segura que en cualquier grabación anterior.

Paddy se sentía impresionado por la decisión de Barley y por su entrega a su misión. Comparaba el Barley que veía delante de sí en el camión, con el Barley a quien había dado instrucciones para su viaje a Leningrado y se congratulaba de la mejora. Tenía razón. Barley era un hombre ampliado y transformado.

El relato que Barley hizo a Paddy concordaba también con todos los hechos comprobables a disposición de Paddy, desde la recogida en el Metro y el viaje al hospital hasta la espera en el banco y el sofocado timbrazo. Katya había estado inclinada sobre el teléfono cuando sonó, dijo Barley. El propio Barley apenas si lo había oído. No era extraño que tampoco lo hubiera oído Anastasia, razonaba Paddy. Katya debía de haberlo cogido con la rapidez del rayo.

La conversación entre Katya y «Pájaro Azul» había sido breve, dos minutos a lo sumo, dijo Barley. Otra cosa que encajaba. Se sabía que a Goethe le asustaban las conversaciones telefónicas largas.

Por consiguiente, con tantos elementos adicionales de control a su alcance, y superándolos Barley todos perfectamente, ¿cómo diablos puede nadie sostener después que Paddy hubiera debido llevar a Barley directamente a la Embajada y expedirlo, atado y amordazado, a Londres? Pero, desde luego, eso era exactamente lo que sostenía Clive, y no era el único.

Y lo mismo respecto a los tres misterios que obsesionaban ya a Ned, el abrazo, el trayecto desde el hospital con Barley al volante, las dos horas que pasaron juntos en el piso. Por las respuestas de Barley, debemos verle tal como le vio Paddy, inclinado a la débil luz que brillaba sobre la mesa en el camión y con la cara reluciente por efecto del calor. Se oye al fondo el zumbido de los aisladores. Los dos hombres llevan auriculares y entre ellos hay un micrófono de circuito cerrado. Barley susurra su historia, medio al micrófono, medio a su jefe de puesto. Ni todas las noches de aventuras pasadas por Paddy en la frontera del Noroeste habrían podido proporcionar una atmósfera más dramática.

Cy permanece sentado en la sombra con un tercer par de auriculares. Es el camión de Cy, pero tiene órdenes de dejarle a Paddy el papel de anfitrión.

– Y entonces va ella y se pone melancólica -dijo Barley, con suficiente tono de camaradería masculina en su voz como para hacer sonreír a Paddy-. Se había estado preparando toda la semana para su llamada, y de pronto todo había terminado, y ella se derrumbó.

Probablemente, no le favoreció el hecho de que yo estuviese allí. Supongo que en otro caso habría aguantado hasta llegar a su casa.

– Muy probablemente -asiente Paddy, con tono comprensivo.

– Fue demasiado para ella. Oír su voz, oír que dentro de un par de días estará en la ciudad, sus preocupaciones por los niños… y por él, y por sí misma también…, todo eso fue demasiado para ella.

Paddy comprendía perfectamente. En sus tiempos, había conocido mujeres emocionales, y tenía experiencia en la clase de cosas que las alteraban.

A partir de ahí, todo se deslizó con naturalidad. El engaño se convirtió en una sinfonía. Barley había hecho cuanto había podido por consolarla, dijo, pero estaba muy afectada, así que la rodeó con el brazo, la llevó hasta el coche y la condujo a su casa.

En el coche, ella lloró otro poco más, pero estaba ya repuesta cuando llegaron al piso. Barley le preparó una taza de té y le acarició la mano hasta que tuvo la seguridad de que ella sabía hacer frente a la situación.

– Bien hecho -dijo Paddy. Y si, al decirlo, parece un oficial del ejército indio del siglo XIX felicitando a sus hombres después de una vana carga de caballería, es sólo porque se halla impresionado y tiene la boca demasiado cerca del micrófono.

Está finalmente la pregunta de Barley, que es donde intervino Cy. Al considerarla retrospectivamente, es indudable que suena como una clara manifestación de perversas intenciones. Pero Cy no la oyó así, y tampoco Paddy. Y, de hecho, tampoco nadie en Londres, a excepción de Ned, cuya impotencia resultaba ya desalentadora. Ned estaba convirtiéndose en el paria de la sala de situación.

– ¡Oh!, sí…, esto…, ¿qué hay de la lista de compras? -dice Barley mientras se dispone a marcharse. La pregunta surge como una de varias pequeñas cuestiones administrativas, sin especial importancia-. ¿Cuándo me van a poner en la mano la lista de compras? -pregunta repetitivamente.

– ¿Por qué? -dice Cy desde las sombras.

– Bueno, no sé. ¿No debería yo estudiarla antes un poco o algo?

– No hay nada que estudiar -replica Cy-. Son preguntas escritas, con respuestas de sí o no, y es positivamente importante que usted no conozca ninguna de ellas, gracias.

– Entonces, ¿cuándo la tendré?

– Haremos la lista de compra lo más tarde posible -responde Cy.

De la propia opinión de Cy sobre Barley ha quedado registrada una auténtica perla. «Con los ingleses -se dice que comentó-, nunca sabe uno qué infiernos están pensando.»

Esa noche por lo menos, Cy tenía una cierta justicia de su parte.

– No había ninguna mala noticia -insistió Ned, mientras Brock reproducía las cintas del camión por tercera o trigésima vez.

Estábamos de nuevo en nuestra Casa Rusia. Nos habíamos refugiado allí. Era otra vez como en los viejos tiempos. Comenzaba a amanecer, pero estábamos demasiado despiertos como para acordarnos de dormir.

– No había ninguna mala noticia -repitió Ned-. Todo eran buenas noticias. «Estoy bien. Estoy sin novedad. Di una conferencia magnífica. Vaya coger el avión. Te veré el viernes. Te quiero.» Y ella se echa a llorar.

– ¡Oh!, no sé -dije, hablando en contra de mi propia inclinación-. ¿Tú no has llorado nunca de felicidad?

– Llora tanto que él tiene que llevarla por el pasillo del hospital. Llora tanto que no puede conducir. Cuando llegan a su apartamento, ella se adelanta corriendo hasta la puerta como si Barley no existiese, porque se siente muy feliz de que «Pájaro Azul» vaya a llegar puntualmente. Y él la consuela. De todas las buenas noticias que ha recibido. -La voz grabada de Barley había vuelto a sonar-. Y él está tranquilo. Completamente tranquilo. Ni una preocupación en el mundo. «Estamos justo sobre el objetivo, Paddy. Todo va perfectamente. Por eso es por lo que está llorando.» Claro que sí.

Se recostó en su asiento y cerró los ojos, mientras la fiable voz de Barley continuaba hablándole desde el magnetófono.

– Él ya no nos pertenece -dijo Ned-. Se ha ido.

Como también, en un sentido diferente, se había ido Ned. Había desencadenado una gran operación. Ahora, todo lo que podía hacer por sí mismo era ver cómo iba quedando fuera de control. Jamás en toda mi vida vi un hombre tan solo, con la posible excepción de mí mismo.


Espiar es esperar.

Espiar es preocuparse.

Espiar es ser uno mismo pero más aún.

Las fórmulas del extinto Walter y del viviente Ned resonaban en los oídos de Barley. El aprendiz se había convertido en heredero dl: los hechizos de sus maestros, pero su magia era ahora más potente de lo que jamás había sido la de ellos.

Se encontraba en un altiplano al que ninguno de ellos había ascendido. Tenía el objetivo, tenía los medios para alcanzarlo y tenía lo que Clive habría llamado la motivación, que en bocas mejores era resolución. Todo lo que le habían enseñado estado dando frutos mientras se dirigía sosegadamente a la batalla para engañarlos. Pero él no era su burlador.

Sus banderas no eran nada para él. Podían ondear en cualquier viento. Pero él no era su traidor. Él no era su propia causa. Él conocía la batalla que tenía que ganar y por quién tenía que ganarla. Él conocía el sacrificio que estaba dispuesto a hacer. Él no era su traidor. Él era completo.

Él no necesitaba sus asustados rótulos y sus débiles sistemas. Él era un hombre solo, pero era más grande que la suma de los que habían creído lograr su control. Él los conocía como la peor de todas las armas dañinas, porque su existencia justificaba sus objetivos.

De una forma suave que no lo era tanto, había descubierto la ira. Podía oler sus primeras llamas y oír el chisporroteo de sus astillas.

Sólo existía el ahora. Goethe tenía razón. No existía el mañana porque el mañana era la excusa. Existía el ahora o no existía ningún lugar, y Goethe, incluso en ningún lugar, seguía teniendo razón. Debemos eliminar a los hombres grises de nuestro propio interior, debemos quemar nuestros trajes grises y liberar nuestros buenos corazones, que es el sueño de toda persona decente e incluso -se crea o no- de ciertos hombres grises también. Pero, ¿cómo? ¿Con qué?

Goethe tenía razón, y no era culpa suya ni de Barley que cada uno de ellos hubiese puesto al otro en movimiento por accidente. Con el radiante espíritu que estaba alzándose en su interior, la sensación de parentesco con su inverosímil amigo que experimentaba resultaba irresistible. Rebosaba de fidelidad al frenético sueño de Goethe de liberar las fuerzas de la cordura y abrir las puertas de las habitaciones sucias.

Pero Barley no se demoró mucho tiempo en la agonía de Goethe. Goethe estaba en el infierno, y, muy probablemente, Barley no tardaría en seguirle. Le lloraré cuando tenga tiempo, pensó. Hasta entonces su tarea estaba con los vivos a quienes Goethe había puesto tan vergonzosamente en peligro y, en un último y valeroso gesto, había intentado preservar.

Para su tarea inmediata, Barley debía utilizar las tretas de los hombres grises. Debía ser él mismo, pero más de lo que lo había sido antes. Debía esperar. Debía preocuparse. Debía ser un hombre vuelto del revés, interiormente reconciliado, exteriormente irrealizado. Debía vivir secretamente de puntillas, arquearse como un gato dentro de su cabeza mientras representa el papel del Barley Blair que ellos quieren ver, de la creación totalmente suya.

Mientras tanto, el jugador de ajedrez que hay en él calcula sus movimientos. El adormecido negociador se está tornando imperceptiblemente despierto. El editor consigue lo que nunca antes ha conseguido, se está convirtiendo en el frío y sereno mediador entre la necesidad y la previsión.

Katya sabe, razonar. Sabe que han cogido a Goethe.

Pero ellos no saben que sabe, porque ella no reveló su conocimiento por el teléfono.

Y ellos no saben que yo sé que Katya sabe.

En el mundo entero yo soy la única persona, aparte de Katya y

Goethe, que sabe que Katya sabe.

Katya está libre todavía. ¿Por qué?

No le han quitado los hijos, registrado el piso, metido a Matvey en el manicomio ni manifestado ninguna de las delicadezas tradicionalmente reservadas a las damas rusas que sirven de correo a físicos de la defensa soviética que han decidido confiar los secretos de su nación a un negligente editor occidental.

¿Por qué?

Yo también estoy libre por ahora. No me han encadenado del cuello a una pared de ladrillo. ¿Por qué?

Porque no saben que sabemos que saben. Así que quieren más.

Nos quieren a nosotros, pero más que a nosotros. Pueden esperarnos, porque quieren más.

Pero ¿qué es ese más?

¿Cuál es la clave de su paciencia?

Todo el mundo habla, había dicho Ned, enunciando un hecho de la vida. Con los métodos actuales, todo el mundo habla. Le estaba diciendo a Barley que no intentara resistir si le capturaban. Pero Barley no pensaba ya en sí mismo. Estaba pensando en Katya.

Cada día, cada noche que siguió, Barley fue moviendo mentalmente las piezas, puliendo su plan mientras esperaba, como esperábamos todos, la prometida entrevista del viernes con «Pájaro Azul».

En el desayuno, Barley puntualmente manifiesto, editor y espía modelo. Y cada día, a todo lo largo del día, el alma y vida de la feria.

Goethe. No puedo hacer nada por ti. Ningún poder en la tierra te liberará de su garra.

Katya, todavía salvable. Sus hijos, todavía salvables. Aunque todo el mundo habla, y Goethe al final no será una excepción.

Yo, insalvable como siempre.

Goethe me dio el valor, pensó, mientras crecía en él su secreta determinación, y Katya el amor.

No. Katya me dio ambas cosas. Y me las sigue dando todavía.

Y el viernes, tan tranquilo como los días anteriores, las pantallas casi en blanco, mientras Barley se dirige metódicamente hacia la gran fiesta de presentación de «Potomac & Blair» en el espíritu de Buena Voluntad y Glasnost, como dicen nuestras floridas invitaciones, impresas en trípticos de dentados bordes en la propia imprenta del Servicio hace menos de dos semanas.

E intermitentemente, con aparente despreocupación, Barley se asegura de que Katya continúa bien. La llama siempre que puede. Charla con ella y la hace utilizar la palabra «conveniente» como señal de seguridad. A cambio, él introduce la palabra «francamente» en su propio negligente parloteo. Nada importante; nada acerca del amor o la muerte o los grandes poetas alemanes. Sólo:

¿Cómo te va?

Francamente, ¿te está cansando la feria?

¿Qué tal los gemelos?

¿Continúa Matvey disfrutando con su pipa?

Todo lo cual quiere decir, te quiero, y te quiero, y te quiero, y te quiero francamente.

Para más seguridad de que sigue bien, Barley envía a Wicklow para que la eche un vistazo al pasar por el pabellón socialista.

– Está perfectamente -informa Wicklow con una sonrisa, divertido por el nerviosismo de Barley-. Tan pimpante como siempre.

– Gracias -dice Barley-. Muy amable, muchacho.

La segunda vez, de nuevo a petición de Barley, va el propio Henziger. Quizá Barley se está reservando para la noche. O quizás es que no confía en sus propias emociones. Pero ella continúa allí, todavía viva, todavía respirando, y se ha puesto ya su vestido de fiesta.

Y durante todo el tiempo, incluso mientras regresa temprano a la ciudad para adelantarse a sus invitados, Barley continúa pasando revista a su ejército de hechos alterables e inalterables con una claridad de la que incluso el abogado más experto y comprometido se sentiría orgulloso.

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