– ¡Oh, vamos!, Ned -dijo indolentemente Clive, todavía jubiloso por la magia de la transmisión-. El «Pájaro Azul» ha estado enfermo antes. Varias veces.
– Lo sé -dijo distraídamente Ned-. Lo sé. -Y luego-: Quizá no me importa que haya estado enfermo. Quizá me importa que ande escribiendo.
Sheriton escuchaba con la barbilla apoyada en la mano, como había estado escuchando la cinta. Había brotado una afinidad entre Ned y Sheriton, como debe ser en una operación. Estaban manejando el traspaso de poderes como si hubiera sucedido hacía mucho.
– Pero, mi querido amigo, eso es lo que hacemos todos cuando estamos enfermos -exclamó Clive en una errada demostración de conocimiento humano-. ¡Escribimos a todo el mundo!
Nunca se me había ocurrido que Clive fuese capaz de enfermar, ni que tuviese amigos a los que escribir.
– Me importa que ande entregando locuaces cartas a misteriosos intermediarios. Y me importa que hable de intentar llevar más materiales para Barley -dijo Ned-. Sabemos que no le escribe normalmente. Sabemos que se preocupa excesivamente de la seguridad. De pronto, cae enfermo y le escribe una efusiva carta amorosa de cinco páginas que le hace llegar por medio de Ígor. ¿Ígor quién? ¿Ígor cuándo? ¿Cómo?
– Hubiera debido fotografiar la carta -dijo Clive, mostrándose desaprobador de la conducta de Barley-. O habérsela quitado. Una cosa u otra.
Ned estaba demasiado absorto en sus pensamientos para dedicar a esta sugerencia todo el desprecio que merecía.
– ¿Cómo podría hacerlo? Ella le conoce como editor. Es todo lo que sabe de él.
– A menos que «Pájaro Azul» le dijera otra cosa -dijo Clive.
– No lo haría -replicó Ned, y tornó a sus pensamientos-. Había un coche -dijo-. Un coche rojo y, luego, un coche blanco. Ya has visto el uniforme de la vigilancia. Primero llegó el coche rojo, y luego se hizo cargo el coche blanco.
– Eso es pura especulación. En un domingo de calor todo Moscú sale al campo -dijo Clive con aire enterado.
Esperó una reacción, pero en vano, así que volvió al tema de la carta.
– Katya no tuvo problemas con ella -objetó-. Katya no tiene ninguna sospecha. Está saltando de alegría. Si ella no receló nada, y tampoco receló Scott Blair, ¿por qué nosotros, sentados aquí, en Londres, habríamos de preocupamos en su lugar?
– Pedía la lista de compras -dijo Ned, como si oyese todavía una música distante-. Una última y exhaustiva lista de preguntas. ¿Por qué hizo eso?
Sheriton se había movido finalmente. Estaba agitando su manaza en dirección a Ned.
– Ned, Ned, Ned, Ned. ¿Vale? Es el Día Uno otra vez, así que estamos nerviosos. Vámonos a dormir un poco.
Se puso en pie. Clive y yo le imitamos. Pero Ned continuó obstinadamente sentado donde estaba, con las manos entrelazadas ante sí sobre la mesa.
Sheriton le habló. Con afecto, pero también con energía.
– Ned, óyeme, Ned, ¿de acuerdo? ¿Ned?
– No estoy sordo.
– No, pero estás cansado. Ned, si sometemos a crítica una vez más esta operación, no podrá repetirse más. Estamos yendo con tu hombre, el que tú nos trajiste para que nos persuadiera a nosotros. Hemos removido cielo y tierra para llegar hasta aquí. Tenemos la fuente. Tenemos la consignación. Tenemos el auditorio influyente. Estamos más cerca de cubrir lagunas en nuestro conocimiento de lo que jamás podrán llegar ninguna máquina inteligente, ningún artilugio electrónico, ni ningún jesuita del Pentágono. Si mantenemos el ánimo, y lo mantiene Barley, y lo mantiene también «Pájaro Azul», habremos obtenido un éxito como el que no hubiera soñado ni la imaginación más desbocada. Si continuamos donde estamos.
Pero Sheriton hablaba con demasiada convicción, y su rostro, pese a su rechoncha inescrutabilidad, delataba una necesidad casi desesperada.
– ¿Ned?
– Te oigo, Russell. Alto y claro.
– Ned, esto no es ya una industria de andar por casa, por amor de Dios. Hemos jugado con audacia, y debemos ahora pensar con audacia. Las decisiones presidenciales no son una invitación a dudar de nuestro propio buen juicio. Vienen a ser órdenes. Ned, creo realmente que deberías irte a dormir.
– Yo no creo que esté cansado -dijo Ned.
– Yo creo que sí. Yo creo que todos dirán que lo estás. Yo creo que tal vez digan, incluso, que Ned estaba muy entusiasmado con «Pájaro Azul» hasta que el malvado lobo americano llegó y se lo arrebató. Entonces, de pronto, el «Pájaro Azul» fue una fuente muy insegura. Creo que la gente va a decir que estás mortalmente cansado.
Miré a Clive.
Clive estaba también mirando a Ned, pero con ojos tan fríos que me helaron la sangre. Ha llegado el momento de largarte, estaban diciendo. El momento de prepararte para la caída.
Tanto Henziger como Wicklow vigilaron atentamente a Barley aquel día e informaron sobre él con frecuencia. Henziger a Cy por cualesquiera medios que utilizasen. Wicklow a Paddy por medio de un irregular. Ambos dieron testimonio de su buen humor y su talante relajado y, con distintas palabras, de su soberanía. Ambos describieron cómo había fascinado durante el desayuno a una pareja de editores finlandeses que se mostraban interesados en el proyecto del ferrocarril transiberiano.
– Estaban comiendo en su mano -dijo Wincklow, proporcionando una imagen inconscientemente cómica del desayuno, pero en el «Mezh» cualquier cosa es posible.
Ambos registraron con regocijo la decisión de Barley de servirles de guía cuando llegaron a la zona de exhibición permanente, y cómo obligó a su taxi a dejarles en el extremo de la espléndida avenida, a fin de que, como peregrinos de primera hora del mundo del capitalismo, pudiesen hacer a pie su primera aproximación.
Así, pues, los dos espías profesionales pasearon satisfechos bajo el tibio sol otoñal, con la chaqueta al hombro y su hombre entre ellos, mientras Barley les obsequiaba con sus explicaciones, elogiando la arquitectura del «período Essoldo tardío» y los jardines «rococó revolucionario». Le gustaba en especial el inmenso estanque ornamental con sus peces dorados lanzando chorros de agua sobre las nalgas de quince doradas ninfas desnudas, una por cada una de las repúblicas socialistas. Insistió en que se detuvieran ante los blancos cupidos y templos de placer, cuyas portadas, señaló, estaban dedicadas, no a Venus o Baca, sino a las diosas caídas de la economía soviética…, el carbón, el acero e, incluso, la energía atómica.
– Se mostró ingenioso, pero no altivo -informó Henziger, que ya le había tomado afecto a Barley en Leningrado-. Era terriblemente divertido.
Y, desde los templos, Barley les condujo a lo largo de la triunfal avenida propiamente dicha, el paseo del Emperador, que quizás un kilómetro y dios sabe cuánto de anchura, que conmemoraba las Gestas del Pueblo al servicio de la Humanidad. Y, sin duda alguna, ninguna visión de poder popular quedó jamás representada en tan despóticas imágenes, proclamó. Sin duda, ninguna revolución había conservado tan perfectamente todo lo que se había propuesto arrasar. Pero para entonces Barley tenía ya que gritar sus irreverencias para hacerse oír por encima del estruendo de los altavoces, que durante todo el día lanzan torrentes de autocomplacientes mensajes sobre las cabezas de la aturdida multitud.
Finalmente llegaron, como tenían que llegar, a los dos pabellones que albergaban la feria.
– A mi derecha, los editores de Paz, Progreso y Buena Voluntad -anunció, a la manera del árbitro en un combate de boxeo-. A mi izquierda, los distribuidores de mentiras imperialistas fascistas, los pornógrafos, los corruptores de la verdad. Segundos fuera. Tiempo.
Enseñaron sus pases y entraron.
La caseta de exposición de la recién inaugurada y geográficamente confusa casa de «Potomac & Blair» era una pequeña pero satisfactoria sensación de la feria. El símbolo de «P. & B.», amorosamente creado por Langley, resplandecía entre los de «Astral Press» y «Purbeck Media». El diseño interior de la caseta, caracterizado por los arquitectos de Langley como severo pero de buen gusto, era un modelo de impacto instantáneo. Los objetos expuestos -muchos de ellos, como es costumbre, simulaciones de libros que aún no habían entrado en la línea de producción- estaban preparados con toda la atención al detalle que los servicios secretos dedican tradicionalmente a las falsificaciones. El único café bueno de la feria borboteaba en una ingeniosa máquina instalada en el acogedor recinto trasero. Lo servía la propia Mary Lou, de Langley. Para los privilegiados había incluso un trago de prohibido whisky escocés que les ayudase a pasar el día…, realmente prohibido por edicto especial de los organizadores, pues incluso la reconstrucción literaria debe ser obra de hombres sobrios.
Y Mary Lou, con su abierta sonrisa de colegiala y su ondulante falda de tweed, constituía un producto natural de la parte más elegante de Madison Avenue. Nadie debía sospechar que había también en ella una fibra de Langley.
Y Wicklow, con su conversación cortés y comedida, no era tampoco nada más que el avispado editor, joven y prometedor, que abunda en la actualidad.
En cuanto al honrado Jack Henziger, simbolizaba el arquetipo del instalado bucanero de la moderna industria americana del libro. No hacía ningún secreto de sus antecedentes. Oleoductos en el Oriente Medio, humanidad en Afganistán, habas rojas para tribus montañesas de Thailandia dedicadas al cultivo de opio… Henziger había vendido de todo, además de lo que hubiera vendido para Langley. Pero su corazón estaba con los libros, y aquí se hallaba él para demostrarlo.
Y Barley parecía recrearse en el artificio. Se lanzó sobre él como si fuera su realidad tanto tiempo perdida, estrechando manos, recibiendo las felicitaciones de sus competidores y colegas, hasta que, a eso de las once, se declaró impaciente y propuso a Wicklow que recorriesen las líneas para llevar consuelo a las tropas.
Así pues, emprendieron la marcha, llevando Barley un mazo de sobres blancos que ocasionalmente iba entregando a una mano elegida, mientras gritaba y se abría paso por entre las multitudes de visitantes y expositores.
– Bueno, que me aspen si no es Barley Blair -declaró una voz familiar desde el centro de una políglota exhibición de Biblias ilustradas-. Te acuerdas de mí, ¿verdad?
– Spikey. Te han dejado entrar otra vez -dijo Barley, complacido, y le entregó un sobre.
– Cuando no me dejan salir es cuando me preocupo. ¿O sea que éste es tu padre?
Barley presentó al distinguido editor Wicklow, y Spikey Morgan le otorgó una sacerdotal bendición con sus dedos manchados de nicotina.
Continuaron avanzando, sólo para tropezarse unos metros más adelante con Dan Zeppelin. Dan no hablaba. Dan conspiraba con sepulcral susurro, inclinándose sobre el mostrador con los brazos cruzados.
– Dime una cosa, Barley. ¿De acuerdo? ¿Somos pioneros o somos las jodidas hermanas Mitford? De modo que unos cuantos no libros son libros este año. De modo que unos cuantos no escritores han salido de la cárcel. Menudo negocio. Entro en mi caseta esta mañana y me encuentro con un mastuerzo que está sacando los libros de mis estantes. «¿Puedo hacerle una pregunta personal? -le digo-. ¿Qué puñetas está haciendo con, mis libros?» «Órdenes», dice. Y me confiscó seis libros. Mary G. Ambleside sobre La conciencia negra en la canción y la palabra. ¡Órdenes! Quiero decir que ¿quiénes somos, Barley? ¿Quiénes son ellos? ¿Qué creen que están reestructurando, cuando nunca hubo una estructura? ¿Cómo se reestructura un cadáver?
En «Lupus Books» fueron dirigidos hacia la sala de café, donde nuestro propio presidente, el recién nombrado caballero Sir Peter Oliphant, había eclipsado incluso a los rusos reservando una mesa.
Una nota escrita a mano en ambos idiomas confirmaba su triunfo. Las banderas de Gran Bretaña y la Unión Soviética ahuyentaban a los dubitativos. Flanqueado por intérpretes y altos funcionarios, Sir Peter se explayaba sobre las numerosas ventajas que reportaría a la Unión Soviética subvencionar las generosas compras que él les hacía.
– ¡Es el conde! -exclamó Barley, entregándole un sobre-. ¿Dónde está la corona?
Con apenas un temblor de sus oscuros párpados, el gran hombre continuó su disertación.
En la caseta israelí reinaba una paz armada. La oscura cola era ordenada pero silenciosa. Muchachos con pantalones vaqueros y zapatillas deportivas se apoyaban contra las paredes. Lev Abramovitz tenía el pelo blanco y era extraordinariamente alto. Había servido en los Guardias Irlandeses.
– Lev, ¿cómo está Sión?
– Quizás estemos ganando, quizás esté comenzando el final feliz -dijo Lev, guardándose en el bolsillo el sobre de Barley.
Y desde Israel, precedidos a paso rápido por Barley, avanzaron por entre la muchedumbre hasta el Pabellón de Paz, Progreso y Buena Voluntad, donde no podía ya quedar ninguna duda del masivo cambio histórico que estaba teniendo lugar, ni de quién lo estaba realizando.
Cada bandera y cada trozo de pared proclamaban el nuevo Evangelio. En cada puesto de cada República, los pensamientos y los escritos del ya no nuevo profeta, con su mancha borrada y su mandíbula alzada, se alineaban junto a los del maestro, Lenin. En el puesto de VAAP, donde Barley y Wicklow estrecharon unas cuantas manos y Barley dejó una nueva serie de sobres, los discursos del Jefe, envueltos en brillantes portadas y traducidos al inglés, francés, español y alemán, ejercían un atractivo perfectamente resistible.
– ¿Cuánto más de esta mierda tenemos que aguantar, Barley? -preguntó sotto voce un pálido editor moscovita mientras pasaban-. ¿Cuándo empezarán a reprimimos de nuevo para dejarnos a gusto? Si nuestro pasado es mentira, ¿quién dice que nuestro futuro no es mentira también?
Continuaron a lo largo de las casetas, Barley delante, Barley saludando, Wicklow siguiéndole.
– ¡Joseph! ¡Cuánto me alegra verte! Un sobre para ti. No te lo comas enseguida.
– ¡Barley! ¡Amigo mío! ¿No te dieron mi mensaje? Quizás es que no dejé ninguno.
– Yuri. ¡Cuánto me alegra verte! Un sobre para ti.
– Ven a tomar una copa esta noche, Barley. Vendrá Sasha, y también Rosa. Rudi tiene que dar un concierto mañana, así que quiere mantenerse sobrio. ¿Te has enterado de que andan soltando escritores? Escucha, es una cosa del pueblo de Potemkin. Los sueltan, les dan unas cuantas comidas, los exhiben y vuelven a mandarlos allá hasta el año próximo. Ven aquí, tengo que venderte un par de libros para fastidiar a Zapadny.
Al principio, Wicklow no se dio cuenta de que habían llegado a su destino. Vio un estandarte romano con desvaídas banderas y letras doradas cosidas sobre colgaduras rojas. Oyó a Barley gritar: «Katya, ¿dónde estás?» Pero nada indicaba a quién pertenecía el puesto, y probablemente eso era una parte de la exposición que no había llegado aún. Vio los habituales e ilegible s libros sobre desarrollo agrícola en Ucrania y las danzas tradicionales de Georgia expirando en sus estantes bajo la tensión de anteriores exposiciones. Vio la acostumbrada media docena de mujeres de anchas caderas que permanecían en pie como si esperasen un tren, y a un tipo bajito y sin afeitar que sostenía su cigarrillo ante sí como si fuese una varita mágica, y miraba frunciendo el ceño la tarjeta de identificación que Barley llevaba en la solapa.
Nasayan, leyó a su vez Wicklow. Grigory Tigranovich. Director Jefe. Ediciones Octubre.
– Creo que está usted buscando a la señorita Katya Orlova -dijo Nasayan a Barley en inglés, levantando más aún el cigarrillo como para ver mejor a su visitante.
– ¡Ya lo creo que sí! -respondió Barley con entusiasmo, y dos de las mujeres sonrieron.
Una sonrisa de cortesía se había extendido por el rostro de Nasayan. Con un floreo de su cigarrillo, se hizo a un lado, y Wicklow reconoció la espalda de Katya, que hablaba con dos asiáticos muy bajitos a los que tomó por birmanos. Luego, un instinto le hizo a ella volverse, y vio primero a Barley, luego a Wicklow, luego de nuevo a Barley, mientras una resplandeciente sonrisa iluminaba su rostro.
– Katya. Fantástico -dijo tímidamente Barley-, ¿cómo están los chicos? ¿Sobrevivieron?
– ¡Oh, gracias!, ¡están muy bien!
– Observado por Nasayan y sus damas, así como por Wicklow, Barley le entregó una invitación a la gran fiesta de glasnost que daba «Potomac & Blair».
¡Oh!, a propósito, puede que me pierda parte de la juerga esta noche -dijo Barley, mientras regresaban al pabellón occidental-. Tú y Jack y Mary Lou tendréis que arreglároslas por vuestra cuenta. Voy a cenar con una hermosa dama.
– ¿Alguien que nosotros conozcamos? -preguntó Wicklow. Se echaron a reír los dos. Era un día soleado.
Ella se encuentra perfectamente, estaba pensando Barley con satisfacción. Si está sucediendo algo. a ella no le ha afectado todavía.
¿Cuánto sabíamos o adivinábamos, cualquiera de nosotros, de los sentimientos de Barley hacia Katya? En un caso tan escrupulosamente supervisado y controlado. la cuestión del amor era objeto de pudoroso trato.
Wicklow, diligentemente promiscuo en su propia vida, se mostraba puritano con respecto a la de Barley. Por su condición de joven, quizá no podía tomarse en serio la idea de una pasión a edad madura. Para Wicklow, Barley estaba simplemente encaprichado, como, por otra parte, era habitual que estuviese. La gente de la edad de Barley no se enamoraba.
Henziger, que tenía más o menos los años de Barley, consideraba el sexo como un elemento adicional y no celebrado de la vida secreta, y daba por sentado que un tipo honrado como Barley pondría su cuerpo allá donde estaba su deber. Al igual que Wicklow, pero por razones diferentes, no encontraba nada excepcional en los tiernos sentimientos de Barley hacia Katya, y sí, en cambio, encontraba mucho en favor de ellos desde un punto de vista operacional.
¿Y en Londres? No había opinión claramente definida. En la isla. Brady había dicho muchas cosas, pero el ataque de Brady había sido repelido, y con él su consejo.
¿Y Ned? Ned tenía una esposa tan marcial como él mismo, e igualmente poco maliciosa. Dime un agente en un mal país, gustaba Ned de decir con una triste sonrisa, que no se enamore de una cara bonita si está de su lado frente al mundo.
Y Bob, Sheriton y Johnny parecían haber admitido todos de diferentes formas, que la vida privada de Barley y sus apetitos eran de tan desdichada complejidad que más valía dejarlos fuera de la ecuación.
Y Palfrey, ¿qué pensaba el viejo Palfrey…, dirigiéndose apresuradamente a Grosvenor Square en cualquier rato libre y, si no podía ir, telefoneando a Ned para preguntar «qué tal el muchacho»?
Palfrey estaba pensando en Hannah. La Hannah que había amado y que todavía ama, como sólo los cobardes pueden hacerlo. La Hannah cuya sonrisa fue en otro tiempo tan cálida y profunda como la de Katia. «Eres un buen hombre, Palfrey -dirá con terrible control los días en que trata de comprenderme-. Encontrarás una forma. Quizá no ahora, pero sí algún día.» ¡Y, oh, claro que Palfrey encontró una forma! Alegó el código…, ese conveniente código que establece que un joven abogado sorprendido en adulterio queda ipso facto excluido de hacer nada al respecto. Alegó los hijos, los de ella y los suyos…, hay tantas personas implicadas, querida. Alegó el matrimonio… ¿Cómo se arreglarán sin nosotros, querida? Derek ni siquiera sabe cocer un huevo. Alegó la existencia de la asociación y, cuando se disolvió, enterró su estúpida cabeza en las arenas del secreto desierto en que Hannah no podría volver a verle más. Y tuvo la desfachatez de alegar el deber, el Servicio nunca me perdonaría un mezquino divorcio, querida, no podría perdonárselo a su consejero legal.
Estaba pensando también en la isla. En la noche en que Barley y yo habíamos estado en la playa de piedras, viendo cómo la niebla avanzaba hacia nosotros a través del Atlántico gris.
– Nunca la soltarían, ¿verdad? -dijo Barley-. No, si las cosas fuesen mal.
No respondí, y no creo que él esperara que lo hiciese, pero tenía razón. Ella era una nacional soviética de pura cepa y había cometido un crimen soviético de pura cepa.
– En cualquier caso, nunca abandonaría a sus hijos -dijo, confirmando sus propias dudas.
Contemplamos durante un rato el mar, sus ojos sobre Katya y los míos sobre Hannah, que tampoco abandonaría nunca a sus hijos, sino que quería llevarlos consigo, y convertir en un hombre honrado a un jamelgo de Chancery Lane, obsesionado por su carrera, que se estaba acostando con la mujer de su jefe.
– ¡Raymond Chandler! -gritó tío Matvey desde su silla, por encima del estruendo de los aparatos de televisión de los vecinos.
– Formidable -dijo Barley.
– ¡Agatha Christie!
– ¡Ah, bueno!, Agatha.
– ¡Dashiell Hammet! Dorothy Sayers. Josephine Tey.
Barley se hallaba sentado en el sofá en que Katya le había instalado. El cuarto de estar era diminuto. Extendiendo los brazos podría haber abarcado toda su anchura. En un rincón, un aparador con el frente de cristal contenía los tesoros de la familia. Katya se los había ido mostrando ya. Los recipientes de alfarería, hechos por un amigo para su boda, sus medallones con la imagen de la novia y el novio. El juego de café de Leningrado, que ya no estaba completo y que había pertenecido a la dama que aparecía con marco de madera en el estante superior. La vieja fotografía en sepia de una pareja tolstoiana, el hombre barbudo y resuelto en almidonado cuello blanco, la muchacha con su sombrero y su manguito de piel.
– Matvey es un entusiasta de las novelas policíacas inglesas -dijo
Katya desde la cocina, donde tenía unas últimas cosas por hacer.
– Yo también -mintió Barley.
– Te está diciendo que bajo los zares no estaban permitidas. Ellos nunca habrían tolerado semejante intromisión en su sistema policial. ¿Tienes vodka? No le des más a Matvey, por favor. Debes comer algo. Nosotros no somos alcohólicos como vosotros, los occidentales. Nosotros no bebemos sin comer.
Con el pretexto de examinar sus libros, Barley se adentró en el pequeño pasillo, desde el que podía ver a Katya. Jack London, Hemingway y Joyce. Dreiser y John Fowles. Heine, Remarque y Rilke. Los gemelos estaban en el cuarto de baño, parloteando. La miró a través de la abierta puerta de la cocina. Sus gestos tenían un aire de morosidad intemporal y deliberada. Vuelve a ser rusa, pensó. Cuando algo sale bien, se siente agradecida. Cuando no sale bien, es la vida. Desde el cuarto de estar, Matvey continuaba hablando alegremente.
– ¿Qué está diciendo ahora? -preguntó Barley.
– Está hablando del asedio.
– Te quiero.
– Los habitantes de Leningrado se negaron a aceptar que habían sido derrotados -estaba preparando pastelillos de hígado con arroz. Sus manos se inmovilizaron unos instantes y, luego, continuaron con su trabajo-. Shostakovich siguió componiendo aunque la tinta se helaba en su tintero. Los novelistas siguieron escribiendo. Cualquier semana podía uno oír un capítulo de una nueva novela si conocía los sótanos a los que había que ir.
– Te quiero -repitió él-. Todos mis fracasos fueron preparativos para conocerte. De veras.
Ella suspiró profundamente, y ambos quedaron en silencio, sordos por un momento al alegre monólogo de Matvey desde el cuarto de estar y a los chapoteos que sonaban en el baño.
– ¿Qué más dice? -preguntó Barley.
– Barley… -protestó ella.
– Por favor. Dime qué está diciendo.
– Los alemanes estaban a cuatro kilómetros de la ciudad en el flanco sur. Cubrían las afueras con fuego de ametralladora y bombardeaban el centro con artillería. -Le entregó esterillas y cuchillos y tenedores y le siguió hasta el cuarto de estar-. Doscientos cincuenta gramos de pan por trabajador; otros, ciento veinticinco. ¿Realmente te sientes tan fascinado por Matvey, o estás fingiendo ser cortés, como de costumbre?
– Es un amor maduro, altruista, emocionante. Nunca he conocido nada semejante. Pensé que tú debías ser la primera en saberlo. Matvey miraba radiante a Barley, con expresión de franca adoración. Su nueva pipa inglesa resplandecía desde su bolsillo superior. Katya sostuvo la mirada de Barley, empezó a reír y meneó la cabeza, no en negación, sino en gesto de aturdimiento. Los gemelos entraron corriendo, cubiertos con sus albornoces, y se colgaron de las manos de Barley. Katya los hizo sentarse a la mesa y colocó a Matvey a la cabecera. Barley se sentó al lado de ella mientras servía la sopa de coles. Con un prodigioso alarde de fuerza, Sergey extrajo el corcho de una botella de vino, pero Katya no quiso tomar más que medio vaso y Matvey sólo se permitía vodka. Anna rompió filas para ir a buscar un dibujo que había hecho después de una visita a la Academia Timiryasev: caballos, un trigal auténtico, plantas que podían sobrevivir a la nieve. Matvey estaba contando la historia del viejo del taller de enfrente, y una vez más Barley insistió en oírla entera.
– Había un viejo que Matvey conocía, un amigo de mi padre -dijo Katya-. Tenía un taller. Cuando estaba ya demasiado débil a consecuencia del hambre, se ató a la maquinaria para no caer desplomado. Así fue como le encontraron Matvey y mi padre cuando murió. Atado a la maquinaria. Helado. Matvey también quiere que sepas que él personalmente llevaba un emblema luminoso en el abrigo -Matvey se estaba señalando orgullosamente el punto exacto sobre su jersey- para no tropezar con sus amigos en la oscuridad cuando iban con sus cubos a coger agua del Neva. Bueno, ya basta de Leningrado -dijo con firmeza-. Has sido muy generoso, Barley, como de costumbre. Espero que seas sincero.
– Nunca en toda mi vida he sido tan sincero.
Barley brindaba a la salud de Matvey cuando empezó a sonar el teléfono junto al sofá. Katya se puso en pie de un salto, pero Sergey se le adelantó. Se llevó el auricular al oído y escuchó; luego, volvió a colgarlo, meneando la cabeza.
– Muchos cruces de líneas -dijo Katya, y fue pasando platos para los pastelillos.
No había más que su habitación. No había más que su cama.
Los niños se habían acostado ya, y Barley podía oírles roncar suavemente. Matvey yacía en su petate militar en el cuarto de estar, soñando ya en Leningrado. Katya permanecía sentada con la espalda muy erguida y Barley se sentaba a su lado, cogiéndola de la mano mientras miraba su rostro, que se recortaba contra la ventana, desprovista de cortinas.
– También quiero a Matvey -dijo.
Ella asintió con la cabeza y rió brevemente. Barley le acarició la mejilla con los nudillos y descubrió que estaba llorando.
– No de la misma manera que te quiero a ti -explicó-. Yo quiero a los niños, los tíos, los perros, los gatos y los músicos. El Arca entera es responsabilidad mía. Pero te quiero tan profundamente que me avergüenza ser tan locuaz. Me sentiría muy agradecido si pudiéramos encontrar una forma de reducirme al silencio. Te miro, y me da náuseas el sonido de mi propia voz. ¿Quieres eso por escrito?
Luego, con las dos manos, le hizo volver la cara hacia él y la besó. Después, la guió hacia la cama, donde le apoyó la cabeza sobre la almohada y la besó de nuevo, primero en los labios y, luego, en los cerrados y húmedos párpados, mientras los brazos de ella le rodeaban la espalda y le atraían hacia sí. Luego le apartó, se levantó de un salto y fue a mirar a los gemelos antes de regresar. Entonces, corrió el pestillo de la puerta del dormitorio.
– Si vienen los niños, debes vestirte y mostrarte muy serio -advirtió, besándole.
– ¿Puedo decides que te quiero?
– Si lo haces, no lo traduciré.
– ¿Puedo decírtelo a ti?
– Si te estás muy quieto.
– ¿Lo traducirás?
Ella ya no lloraba. Ya no sonreía. Ojos negros, lógicos, escrutando como los de él. Un abrazo sin reservas, sin codicilos ocultos, sin letra pequeña agregada al contrato.
Nunca había conocido a Ned en semejante estado de ánimo. Se había convertido en el Jonás de su propia operación, y su bronco estoicismo sólo hacía sus presentimientos más difíciles de aceptar. En la sala de situación, se hallaba sentado a su mesa como si estuviese presidiendo un consejo de guerra, mientras Sheriton permanecía recostado a su lado como un inteligente osito de juguete. Y cuando con temerario impulso le llevé al «Connaught», adonde ocasionalmente solía llevar a Hannah, y, para aliviar la espera, le invité a una mágica cena en el asador, seguía sin poder penetrar la máscara de su paciencia.
Pues la verdad era que su pesimismo empezaba a afectar seriamente a mi propio estado de ánimo. Yo estaba en un balancín. Clive y Sheriton se hallaban encaramados en un extremo. Ned era el peso muerto en el otro. Y, dado que yo no soy un gran tomador de decisiones, resultaba tanto más turbador ver a un hombre normalmente tan incisivo resignarse al ostracismo.
– Estás viendo fantasmas, Ned -le dije, con muy poco de la convicción de Sheriton-. Has ido mucho más allá de cuanto cualquier otro pueda estar pensando. Está bien, ya no es tu caso. Eso no significa que sea un naufragio. Y tu credibilidad está, bueno, menguando.
– Una lista definitiva y exhaustiva -repitió Ned, como si la frase le hubiera sido inoculada por un hipnotizador-. ¿Por qué definitiva? ¿Por qué exhaustiva? Contéstame a eso. Cuando Barley le vio en Leningrado, ni siquiera quiso aceptar nuestro primer cuestionario. Se lo tiró a la cara a Barley. Y ahora está pidiendo toda la lista de compras de una sola vez. Pidiéndola. La lista definitiva. El Gran Portazo. Tenemos que confeccionarla para el fin de semana. Después, «Pájaro Azul›, no contestará a más preguntas de los hombres grises. «Ésta es vuestra última oportunidad», está diciendo. ¿Por qué?
– Míralo por el otro lado -le insté en desesperado murmullo, una vez que el camarero de vinos nos hubo traído una segunda botella de precioso clarete-. Está bien. «Pájaro Azul» ha caído en manos de los soviéticos. Le están manejando. Entonces, ¿por qué cortan toda comunicación? ¿Por qué no seguir dándonos cuerda? Tú no cortarías si estuvieras en su lugar. Tú no nos lanzarías un ultimátum, no fijarías plazos límites. ¿No es verdad?
Su respuesta pagó la mejor y más costosa comida a que jamás había invitado a un colega.
– Tal vez sí -dijo-. Si fuese ruso.
– ¿Por qué?
Sus palabras fueron tanto más estremecedoras por el hecho de ser pronunciadas con helado desapasionamiento.
– Porque podría no volver ya a ser presentable. Podría no ser capaz de hablar. O de coger su cuchillo y su tenedor. O de echar sal a su perdiz. Podría haber prestado un par de declaraciones voluntarias acerca de su encantadora amante de Moscú, que no tenía ni idea, pero realmente ni idea, de lo que estaba haciendo. Podría haber…
Regresamos andando a Grosvenor Square. Barley había salido del apartamento de Katya a medianoche, hora de Moscú, y vuelto al «Mezh», donde Henziger le había estado esperando en el vestíbulo, leyendo ostensiblemente un manuscrito.
Barley estaba de un humor excelente, pero no tenía nada nuevo que informar. Simplemente, una velada familiar, había dicho a Henziger, pero agradable de todos modos. Y la visita del hospital todavía en marcha, añadió.
Durante todo el día siguiente, nada. Un espacio. Espiar es esperar. Espiar es preocuparse desesperante uno mismo mientras ve cómo se va hundiendo Ned. Espiar es llevarte a Hannah a tu piso de Pimlico entre las cuatro y las seis de la tarde, cuando se supone que está recibiendo su clase de alemán, Dios sabe por qué. Espiar es imitar el amor y asegurarse de que ella está en casa a tiempo para darle la cena al querido Derek.