Capítulo XVII

La elusiva verdad que Ned describía brotaba lentamente y en una serie de percepciones distorsionadas, que es lo que suele ocurrir en nuestro mundo secreto.

A las seis de la tarde, Barley fue visto saliendo de las oficinas de V AAP, como nuestras pantallas insistían ahora en avisarnos, y hubo un murmullo de aprensión ante la posibilidad de que estuviera borracho, pues Zapadny era un excelente compañero de bebida, y resultaba probable que un vodka de despedida con él acabara precisamente así. Salió, y Zapadny con él. Se abrazaron efusivamente en el umbral, Zapadny congestionado y un poco excitado en sus movimientos y Barley un tanto rígido, y de ahí la preocupación de los observadores por la posibilidad de que estuviese borracho y su insólita decisión de fotografiarle, como si inmovilizado el momento pudieran serenarle de alguna manera. Y, como ésta es la última fotografía suya que hay en el expediente, cabe imaginar cuánta atención se le ha dedicado. Barley tiene a Zapadny entre sus brazos, y hay fuerza en su abrazo, al menos por su parte. En mi imaginación, aunque en la de nadie más, es como si Barley estuviera sosteniendo al pobre hombre para infundirle el valor necesario para mantener su mitad del pacto; como si le estuviera insuflando literalmente valor. Y el rosa es extraño. VAAP es una antigua escuela de la calle Bolshaya Bronnaya, en el centro de Moscú. Fue construida, supongo, a principios de siglo, con grandes ventanas y fachada de yeso. Y este yeso fue pintado aquel año de un color rosa claro, que en la fotografía se transforma en un vivo naranja, presumiblemente por los últimos rayos de un sol rojizo. Los entrelazados hombres quedan, así, encerrados en un profano halo escarlata que semeja una llamarada roja. Uno de los vigilantes se introdujo incluso en el vestíbulo de entrada con el pretexto de visitar la cafetería y trató de obtener una fotografía desde el otro lado. Pero en su camino se interponía un hombre alto que contemplaba la escena desde la acera. Nadie le ha identificado. En el quiosco de periódicos, un segundo hombre, también alto, está bebiendo un vaso grande, pero sin mucha convicción, pues tiene los ojos vueltos hacia las dos figuras que se abrazan en el exterior.

Los vigilantes no tomaron nota de las decenas de personas que habían entrado y salido del edificio de la VAAP durante las dos horas que Barley había permanecido en él, ¿cómo hubieran podido hacerlo? No tenían ni idea de si los visitantes habían ido a comprar derechos de publicación o secretos.

Barley regresó a su hotel, donde tomó una copa en el bar con un grupo de colegas, entre los que se hallaba Henziger, quien, para alivio de Londres, pudo confirmar que Barley no estaba borracho…, por el contrario, se hallaba tranquilo y con talante reflexivo.

Barley mencionó de pasada que estaba esperando una llamada telefónica de uno de los batidores de Zapadny, «estamos todavía tratando de concretar el asunto del Transiberiano». Y a eso de las siete confesó de pronto hallarse hambriento, por lo que Henziger y Wicklow le llevaron al restaurante japonés, junto con un par de alegres muchachas de «Simon & Schuster» con las que Wicklow contaba para entretener la espera de Barley hasta su cita vespertina.

Durante la cena, Barley se mostró tan chispeante que las muchachas trataron de persuadirle para que volviera con ellas al «National», donde un grupo de editores americanos daba una fiesta. Barley respondió que tenía una cita, pero que podría ir después si la cita no le llevaba demasiado tiempo.

Exactamente a las ocho en punto por el reloj de Wicklow, llamaron a Barley al teléfono, y él atendió la llamada en el restaurante, a menos de cinco metros de donde estaban sentados los otros. Wicklow y Henziger se esforzaron, como cuestión de rutina, en escuchar sus palabras. Wicklow recuerda haber oído: «Eso es lo único que me importa.» Henziger cree haber oído: «Tenemos un trato», pero no podía asegurarlo.

En cualquier caso, Barley estaba malhumorado cuando ocupó de nuevo su asiento y se quejó a Henziger de que los bastardos continuaban exigiendo demasiado dinero, lo que Henziger consideró más una señal de su tensión interna que de verdadera preocupación por el proyecto del Transiberiano.

Un cuarto de hora después, volvió a sonar el teléfono, y Barley regresó sonriendo de su conversación.

– Está hecho -dijo con júbilo a Henziger-. Sellado, firmado y entregado. Nunca dejan de cumplir su palabra.

Henziger y Wicklow rompieron en aplausos, y Henziger observó que «ojalá tuviéramos unos cuantos más por el estilo en Moscú».

No parece habérseles ocurrido pensar a ninguno de los dos que Barley nunca había manifestado tanto entusiasmo por un contrato de publicación. Pero hay que tener en cuenta que ellos sólo estaban atentos al gran golpe de la noche.

La conversación de Barley durante la cena fue con posterioridad laboriosamente reconstruida, sin resultado. Estuvo locuaz, pero no excitado. Su tema era el jazz, su ídolo era Slim Gaillard. Los grandes eran siempre proscritos, sostenía. El jazz no era nada si no era protesta. Incluso sus propias reglas debían ser quebrantadas por los verdaderos improvisadores, dijo.

Y todo el mundo estaba de acuerdo con él, sí, sí, ¡viva la discrepancia, viva el individuo por encima de los hombres grises! Salvo que nadie lo veía así. ¿Y por qué habían de verlo?

A las nueve y diez, con menos de dos horas por delante, Barley anunció que se iba un rato a su habitación, tenía que escribir varias cartas y arreglar unos asuntos. Tanto Wicklow como Henziger se ofrecieron a echarle una mano, pues tenían órdenes de no dejarle solo si podían evitarlo. Pero Barley declinó sus ofrecimientos, y no pudieron insistir.

Así, pues, Henziger ocupó su puesto en la habitación contigua y Wicklow se instaló en el vestíbulo mientras Barley descansaba, aunque, en realidad, no podría haber descansado ni un instante, pues lo que hizo en aquel breve espacio de tiempo raya en lo heroico.

Se detectaron cinco cartas, por no mencionar dos llamadas telefónicas a Inglaterra, una a cada uno de sus hijos, ambas escuchadas dentro del Reino Unido y retransmitidas a Grosvenor Square, pero ninguna de ellas guardaba relación alguna con la operación. Barley quería, simplemente, tener noticias de su familia y preguntar por su nieta, de cuatro años. Insistió en que la pusieran al teléfono, pero la niña estaba demasiado intimidada o cansada para hablar con él. Cuando su hija Anthea le preguntó cómo estaba su vida amorosa, respondió «completa», lo que se consideró una respuesta bastante insólita, pero también lo eran las circunstancias.

Solamente Ned hizo notar que Barley no había dicho nada sobre regresar a Inglaterra al día siguiente, pero Ned era ya una voz en el desierto y Clive estaba pensando seriamente en excluirle por completo del caso.

Barley escribió también dos cartas más breves, una a Henziger y otra a Wicklow. Y, como no fueron inspeccionados, en la medida en que más tarde pudieron determinar los laboratorios, y como -más extraordinario aún- el hotel las entregó exactamente en las habitaciones a que iban destinadas a las ocho en punto de la mañana siguiente, se dio por supuesto que estas cartas formaban de alguna manera parte del paquete que Barley había negociado mientras se encontraba en el interior del edificio de la VAAP.

Las cartas advertían a los dos hombres que si se marchaban discretamente del país ese día, llevándose con ellos a Mary Lou, no les ocurriría ningún daño. Barley tenía unas palabras afectuosas para cada uno.

«Wickers, tú tienes auténtica madera de editor. ¡Adelante!»

Y a Henziger: «Jack, espero que esto no signifique tu prematuro retiro a Salt Lake City. Diles que, de todos modos, nunca confiaste en mí. Yo mismo no confiaba en mí, así que ¿por qué ibas a hacerla tú?»

Nada de sermones ni pertinentes citas tomadas de su grande y desordenado almacén. Al parecer, Barley se las estaba arreglando muy bien sin la ayuda de sabidurías ajenas.

A las diez en punto, salió del hotel acompañado solamente por Henziger, y se dirigieron a los suburbios del norte de la ciudad, donde Cy y Paddy estaban una vez más esperando en el camión de seguridad. En esta ocasión, iba Paddy al volante. Henziger se sentó a su lado, y Barley subió a la parte posterior con Cy, se quitó la chaqueta y dejó que Cy le colocara las correas del micrófono y le comunicara las últimas informaciones relativas a la operación: que el avión de Goethe procedente de Saratov había llegado puntualmente a Moscú; y que una figura que correspondía a la descripción de Goethe había sido vista entrando en el bloque de apartamentos de Ígor hacía cuarenta minutos.

Poco después, se habían encendido las luces de la ventana del piso.

Cy entregó entonces a Barley dos libros, uno, un ejemplar en rústica de De aquí a la eternidad, que contenía la lista de compra, el otro, un volumen más grueso, encuadernado en piel, que era un aparato de ocultación que contenía un enmascarador de sonidos para activar el cual bastaba con abrir la portada. Barley había manejado uno en Londres y sabía utilizarlo con destreza. Sus micrófonos corporales estaban ajustados de modo que no les afectasen los impulsos del aparato, pero los micrófonos murales normales los acusaban plenamente. También conocía el inconveniente del enmascarador. Su presencia en la habitación era detectable. Si el piso de Ígor tenía instalados micrófonos, los escuchas se darían cuenta inmediatamente de que se estaba utilizando un enmascarador. Tanto Londres como Langley había considerado aceptable este riesgo.

Lo que no se había tenido en cuenta era el otro riesgo, el de que el aparato pudiera caer en manos de la oposición. Se hallaba todavía en la fase de prototipo y en su desarrollo se habían invertido años de investigación y una pequeña fortuna.

A las diez cincuenta y cuatro de la noche, justo en el momento en que salía del camión de seguridad, Barley había entregado a Paddy un sobre, al tiempo que decía: «Esto es para Ned personalmente en el caso de que me ocurra algo.» Paddy se guardó el sobre en el bolsillo interior de la chaqueta. Observó que era un sobre abultado y que, por lo que pudo ver a la media luz, no llevaba dirección.

El relato más vívido del recorrido de Barley a pie hasta el bloque de apartamentos fue suministrado, no por el conciso lenguaje militar de Paddy, y menos aún por el de Cy, sino que llegó en los tumultuosos acentos de su buen amigo Jack Henziger, que le acompañó hasta la entrada. Barley no abrió el pico, dijo. Y tampoco Jack. No tenían el más mínimo deseo de ser identificados como extranjeros.

– Caminamos el uno al lado del otro, pero con pasos desajustados -dijo Hezinger-. Él tiene paso largo, yo corto. Me preocupaba que no pudiéramos ir a la par. La casa de apartamentos era uno de esos monstruos de ladrillos que tienen allá, con un kilómetro de cemento alrededor, y continuamos andando sin llegar a ninguna parte. Es como uno de esos sueños, pensé, no dejas de correr, pero no adelantas ninguna distancia. El aire, abrasador. Sudor. Estoy sudando, pero Barley se mantiene frío. Estaba sereno y sosegado, sin duda. Tenía un aspecto solemne. Me miró fijamente a los ojos. Me deseó mucha suerte. Estaba en paz consigo mismo. Lo noté.

Al estrecharle las manos, Henziger tuvo, no obstante, por un momento, la impresión de que Barley estaba enfadado por algo. Quizás enfadado con Henziger, pues ahora, en la semioscuridad, parecía resuelto a rehuir su mirada.

– Luego pensé: quizás está furioso con «Pájaro Azul» por meterle en esto. Después pensé: quizás está furioso con todos nosotros, pero es demasiado educado para decirlo. Del mismo modo que estaba siendo muy británico, muy relajado, muy comedido, guardándoselo todo dentro.

Noventa segundos después, cuando se disponían a marcharse, Cy y Paddy vieron una silueta en la ventana de Ígor y la tomaron por la de Barley. La mano derecha estaba ajustando el borde de la cortina, que era la señal convenida para decir: «Todo va bien.» Se alejaron y dejaron la vigilancia del apartamento a los irregulares, que se cubrían mutuamente en turnos toda la noche, pero la luz del apartamento continuó encendida y Barley no salió.

Una teoría entre cientos de ellas es que nunca llegó a subir al apartamento, y que le llevaron directamente a través del edificio y le hicieron salir por el otro lado, y que la figura de la ventana era de uno de sus propios agentes, por ejemplo uno de los hombres altos de la fotografía tomada aquella tarde en el vestíbulo de la VAAP. Nunca me pareció a mí que eso tuviera importancia, pero a los expertos, por alguna razón, sí. Cuando un problema amenaza con anegarte, no hay nada como los detalles irrelevantes para mantener la cabeza fuera del agua.

Las especulaciones acerca de la desaparición de Barley comenzaron lentamente y fueron acumulándose a lo largo de la noche. Optimistas como Bob, y durante algún tiempo Sheriton, se mantuvieron hasta el amanecer y más tarde. Barley y «Pájaro Azul» habían vuelto a emborracharse hasta caer bajo la mesa, seguían insistiendo para animarse unos a otros. Era Peredelkino otra vez, una repetición, no había duda, se decían entre ellos.

Luego, por breve tiempo, elaboraron una teoría de secuestro, hasta poco después de las cinco y media de la mañana -gracias a la diferencia horaria-, cuando Henziger y Wicklow recibieron sus cartas y Wicklow, sin más rodeos, tomó un taxi y se fue a la Embajada británica, donde los guardias soviéticos de vigilancia no le impidieron el paso. El resultado fue un mensaje cifrado a Ned, de Paddy. Mientras tanto, Cy estaba transmitiendo un mensaje similar a Langley, a Sheriton y a cualquiera que estuviese todavía dispuesto a escuchar a un hombre cuyos días en Moscú parecían muy próximos a terminar.

Sheriton recibió la noticia con su flema habitual. Leyó el telegrama de Cy, paseó la vista por la habitación y se dio cuenta de que todo el equipo le estaba mirando…, las chicas, los muchachos, el leal Bob, el ambicioso Johnny con sus ojos de pistolero. Y de los ingleses, Ned, yo mismo y Brock, pues Clive había descubierto prudentemente que tenía cosas urgentes que hacer en otra parte. Sheriton tenía mucho de actor, como lo tenía también Henziger, y lo utilizó ahora. Se puso en pie, se estiró hacia arriba los pantalones, se acarició la cara como quien reflexiona que le hace falta un afeitado.

– Bien, muchachos. Será mejor que pongáis las sillas sobre las mesas hasta la próxima.

Luego, se dirigió hacia Ned, que continuaba sentado a su mesa, estudiando el telegrama de Paddy, y le apoyó una mano en el hombro.

– Ned, te debo una cena -dijo.

Después fue hasta la puerta, descolgó su nuevo «Burberry», se lo abrochó y salió, seguido al cabo de unos momentos por Bob y Johnny.

Otros no hicieron mutis tan elegantemente, y los que menos, los barones del piso doce.


Una vez más, se formó un comité de investigación.

Había que dar nombres. No se debía perdonar a nadie. Tenían que rodar cabezas.

Lo presidiría el Delegado, Palfrey sería el secretario.

Otra finalidad de estos comités, descubrí, es infundir un sentido de ceremonia a acontecimientos que han pasado sin ninguna. Éramos extremadamente solemnes.

Los primeros en ser oídos, como de costumbre, fueron los teóricos de la conspiración, que fueron reclutados inmediatamente del Foreign Office, el Ministerio de Defensa y un organismo escasamente atractivo denominado los Asesores Informales, compuesto de científicos industriales y académicos que se imaginaban a sí mismos espías dominicales. Estos espiócratas aficionados ejercían gran influencia en los bazares de Whitehall y fueron ahora largamente escuchados por el comité. Un profesor de Edimburgo nos estuvo hablando durante todo el tiempo que tardó en fumarse cinco pipas completas, y casi nos gasea a todos, pero nadie se atrevió a decirle que apagara la maldita cosa.

La primera gran cuestión era qué sucedería luego. ¿Habría expulsiones, se produciría un escándalo? ¿Qué sería de nuestro puesto en Moscú? ¿Había quedado comprometido alguno de los irregulares?

El camión con el equipo de sonido, aunque propiedad soviética, era problema americano, y su brusca desaparición causó una silenciosa inquietud entre los que habían favorecido su uso.

La cuestión de quién es expulsado, por qué, nunca está clara, pues los jefes de puesto en Moscú, Washington y Londres son actualmente conocidos de sus países anfitriones. Nadie en Moscú Centro se hacía ninguna ilusión sobre las actividades de Paddy o las de Cy. Su cobertura no estaba diseñada para protegerles de la oposición, sino de la mirada del mundo real.

En cualquier caso, no fueron expulsados. Nadie fue expulsado. Nadie fue detenido. Los irregulares, de los que se prescindió indefinidamente, continuaron dedicándose tranquilamente a sus trabajos de cobertura.

Los sabihondos occidentales consideraron rápidamente en extremo significativa la ausencia de un gesto de represalia.

¿Un movimiento conciliatorio en la época de la glasnost?

¿Una clara señal para nosotros de que «Pájaro Azul» era un gambito para obtener la lista de compra americana?

¿O una señal menos clara para nosotros de que el material de «Pájaro Azul» era exacto, pero resultaba demasiado embarazoso reconocerlo?

Las líneas de batalla estaban fijadas. Conforme al principio que Ned ya me había explicado, palomas y halcones de ambos lados del Atlántico volvían a separarse una vez más.

Si los soviéticos nos están enviando una señal de que el material es exacto, entonces, evidentemente, el material es inexacto, decían los halcones.

Y viceversa, decían las palomas.

Y viceversa otra vez, decían los halcones.

Papeles escritos, disputas libradas. Ascensos, despidos, pensiones, medallas, desplazamientos laterales y degradaciones. Pero ningún consenso. Sólo el habitual triunfo de lo más tosco, disfrazado de deducción racional.

En nuestro comité, sólo Ned rehusó sumarse al baile. Parecía alegremente dispuesto a aceptar las censuras. «"Pájaro Azul" era sincero y Barley era sincero» -repetía una y otra vez al comité, sin perder jamás su buen humor-. No hubo engaño por parte de nadie, salvo en donde nos engañamos a nosotros mismos. Fuimos nosotros los faltos de honradez. No "Pájaro Azul".»

Poco después de haber formulado este juicio, se convino en que se hallaba sometido a los efectos de una fuerte tensión mental y su ayuda fue solicitada más esporádicamente.


¡Oh!, y se tomó nota. Pasivamente, ya que los verbos activos tienen una desagradable forma de delatar al actor. Muy seria nota. Tomada por todo el lugar.

Se tomó nota de que Ned no había avisado al piso doce del comportamiento de Barley a su regreso de Leningrado.

Se tomó nota de que Ned había requisado esa misma noche todo tipo de recursos de los que nunca había dado cuenta, entre ellos Ben Lugg y los servicios de la jefe de escuchas, Mary, que venció suficientemente su sentido de lealtad hacia un oficial hermano para dar al comité un espeluznante relato de la arbitrariedad de Ned. ¡Pidiendo cintas ilegales! ¡Imaginen! ¡Interviniendo teléfonos! ¡La libertad!

Mary fue jubilada poco después de esto, y ahora vive enfurecí da en Malta, donde se teme que esté escribiendo sus memorias.

Se tomó nota también, aunque con profundo sentimiento, de la cuestionable conducta de nuestro asesor legal de Palfrey -incluso recuperé mi de-, que no había justificado su utilización de la autoridad delegada del Secretario del Interior, con pleno conocimiento de que así se lo exigía el procedimiento aprobado en secreto que regula las actividades del Servicio conforme a la enmienda de etcétera y con sujeción a lo previsto en el párrafo tal de un negable protocolo del Ministerio del Interior.

Se tuvo en cuenta, no obstante, el ardor de la batalla. El asesor legal no fue jubilado, ni se fue a Malta. Pero tampoco fue exonerado. Un perdón parcial en el mejor de los casos. Un asesor legal no hubiera debido estar tan cerca de una operación. Un inapropiado uso de los conocimientos de un asesor legal. Se hizo circular la palabra «imprudente».

Se hizo notar también con sentimiento que el mismo asesor legal había redactado un entusiasta certificado a favor de Barley para su firma por Clive, menos de cuarenta y ocho horas antes de la desaparición de Barley, permitiendo así a éste tomar posesión de la lista de compra, aunque presumiblemente no por mucho tiempo.

En mis horas libres redacté las condiciones de separación de Ned y pensé nerviosamente en las mías. La vida dentro del Servicio podía tener sus limitaciones, pero la idea de la vida fuera de él me aterrorizaba.


El anuncio del fallecimiento de «Pájaro Azul» proporcionó un receso temporal a las deliberaciones de nuestro comité, pero éste no tardó en recuperarse. La noticia era un suelto de seis líneas en Pravda, cuidadosamente medido para que no fuese ni demasiado ni demasiado poco, en el que se informaba de la muerte por enfermedad del eminente físico profesor Yakov Savelyev, de Leningrado, y se relacionaban sus diferentes condecoraciones. Había fallecido por causas naturales -nos aseguraba el boletín- poco después de haber pronunciado una importante conferencia en la Academia Militar de Saratov.

Ned se tomó el día libre cuando se enteró de la noticia, y el día se convirtió en tres días, una leve gripe. Pero los teóricos de la conspiración tenían un buen tema en que ocuparse.

Savelyev no estaba muerto.

Estaba muerto desde el principio, y el hombre con quien habíamos tratado era un impostor.

Estaba haciendo lo que siempre había estado haciendo, dirigir la Sección de Desinformación Científica de la KGB.

Su material estaba acreditado, no estaba acreditado. Carecía de valor. Era oro puro.

Era humo.

Era un verídico mensaje de paz que, corriendo inmensos riesgos, nos enviaban los moderados de los círculos dirigentes de Moscú para mostramos que la espada nuclear soviética se había enmohecido en su vaina y que el escudo nuclear soviético tenía más agujeros que un colador.

Era un diabólico plan para persuadir a los cobardes americanos de que apartasen sus dedos del gatillo nuclear.

En resumen, había materia suficiente para que todo el mundo hincara el diente en ella.

Y como, en la relación simbiótica que existe entre Estados beligerantes, nada puede ocurrir en uno sin disparar una reacción refleja en el otro, surgió una contraindustria y la historia del papel americano en el asunto «Pájaro Azul» fue vuelta a escribir apresuradamente.

Langley sabía desde el principio que «Pájaro Azul» era falso, dijo la contraindustria.

O que lo era Barley.

O que lo eran ambos.

Sheriton y Brady estaban practicando juegos doblemente dobles, dijo la contraindustria. Su único objetivo era introducir convincentemente el humo y avanzar otro paso por delante de los rusos en la interminable lucha por el Margen de Seguridad.

Sheriton era un genio.

Brady era un genio.

Todos los eran, ¡todos genios!

Sheriton se había apuntado un brillante tanto. Brady lo había hecho.

La Agencia estaba compuesta exclusivamente por brillantes estrategas que eran por completo diferentes de sus ineptos equivalentes en el mundo abierto. Dios preserve a la Agencia. ¿Dónde estaríamos sin ella?

Como si todo esto no fuese suficiente, se añadieron nuevas series de posibilidades a las antiguas. Por ejemplo, que Sheriton había sido instrumento inconsciente del Pentágono y de Defensa. Eran ellos quienes habían preparado la falsa lista de compra y quienes habían sabido desde el principio que el «Pájaro Azul» era un engaño.

Y cada nuevo rumor debía a su vez ser tomado en serio, aunque el único misterio verdadero era quién lo había fabricado o por qué.

La respuesta en muchos casos parecía ser Russell Sheriton, que estaba luchando por su pellejo.

En cuanto a «Pájaro Azul», si no había muerto por causas naturales, ciertamente lo estaba haciendo ahora.

Sólo Ned, tras volver de su autoimpuesta vigilia, fue una vez más tan estúpido como para expresar la probable verdad. «"Pájaro Azul" era sincero y nosotros le matamos», dijo sin rodeos en la primera reunión a la que asistió. No fue invitado a la siguiente.

Y durante todo este tiempo no cesó nuestra búsqueda de Barley, aunque a algunos de nosotros nos alegraba no encontrarle. Avanzábamos hacia él, le rodeábamos y. con demasiada frecuencia, nos alejábamos de él. Pero éramos hombres honorables. Nunca cejábamos.

Pero, ¿qué había adquirido Barley… y a cambio de qué?

¿Qué estaban dispuestos los rusos a comprarle a él…, a Barley, que hasta ahora sólo había necesitado una costosa comida, pagada muy probablemente de su propio bolsillo, para persuadirse a sí mismo de una pérdida irreversible?

¡Estaba perdido, después de todo! ¡Completamente! ¡Ya para cuando acudió a ellos! ¡Y lo sabía!

¿Qué tenía que ofrecerles que ellos no pudieran obtener por sí mismos? Después de todo, estamos hablando de tortura, de los métodos más perversos y de registros de agonía de los que hasta el regreso constituye un infierno inimaginable. Podrían los rusos estar mejorando su imagen, pero nadie suponía seriamente que fueran a abandonar de la noche a la mañana métodos que habían permanecido arraigados en ellos durante miles de años.

La primera y más evidente respuesta era: la lista de compra. Barley podía decirles lisa y llanamente a los rusos que no la obtendría de sus jefes a menos que recibiese las necesarias seguridades. Y que preferiría abrasarse en aceite hirviendo durante el resto de su vida antes que entregar gratis la lista de compra.

Y le creyeron. Comprendieron que tendrán que quedarse sin la lista de compra si no seguían su juego. Y, como los hombres grises de cualquier bando temen al autosacrificio tanto como al amor, los prudentes sabios de la KGB preferían, evidentemente, tratar con la parte de él que comprendían antes que enredarse con la parte que no entendían.

Sabían que él tenía la facultad de rechazarles, de decir: «No, no entregaré la lista de compra. No, no entraré en el apartamento de Ígor hasta que me hayáis dado algo más que vuestra solemne palabra.»

Sabían, una vez que le hubieron escuchado, que él tenía la fuerza. Y, como nosotros, se sentían un poco aturdidos por ello.

Y Barley -como había dicho a Henziger y Wicklow durante la cena- nunca había conocido a un ruso que pudiera dar su palabra solemne y dejarla incumplida. No estaba hablando de política, naturalmente, sólo de negocios.

¿Y a cambio? ¿Qué compraba Barley con lo que vendía?

Katya.

Matvey.

Los gemelos.

No era mal negocio. Personas reales a cambio de argumentos irreales.

¿Para él mismo? Nada. Nada que pudiera concebiblemente modificar la fuerza de su demanda en favor de aquellos a quienes había tomado bajo su protección.

Y, poco a poco, fue quedando claro que, por una vez en su vida, Barley había conseguido un contrato excelente. Si «Pájaro Azul» era una causa perdida, Katya y sus hijos mostraban todas las señales de ser una causa salvada. Ella continuaba en «Octubre», era vista en la ocasional recepción, contestaba al teléfono en su casa y en la oficina. Los gemelos seguían yendo a la escuela y cantaban las mismas alegres canciones. Matvey practicaba sus mismas amistosas costumbres.

No tardó, por consiguiente, en añadirse otra gran teoría a las demás. «Los soviéticos están realizando una operación de cobertura interna -decía-. No quieren que trasciendan las revelaciones de incompetencia hechas por «"Pájaro Azul"».

Así pues, la aguja giró en sentido contrario durante algún tiempo, y el material de «Pájaro Azul» fue considerado auténtico. Pero no por mucho tiempo.

«Eso es lo que ellos quieren que creamos», exclamó un hombre investido de poder.

Y la aguja volvió a girar apresuradamente adonde estaba antes, porque nadie quiere que se rían de uno.

Pero el acuerdo pactado por Barley se mantuvo. Katya no perdió sus privilegios, su tarjeta roja, su apartamento, su empleo ni, con el paso de los meses, su buen aspecto. Al principio, cierto, los informes hablaban de la palidez de la viudedad, de un aspecto desaliñado y de largas ausencias del trabajo. Y, evidentemente, nadie había prometido a Barley que ella no sería invitada a prestar una declaración voluntaria sobre su relación con el difunto «Pájaro Azul».

Pero gradualmente, tras un decoroso periodo de apartamiento, su exuberancia se reafirmó y volvió a la normalidad.


¿Y el propio Barley?

La pista pareció a punto de dar frutos, luego se enfrió y finalmente se tornó gélida.

A los pocos días de haber terminado la feria del libro, sus tías recibieron cartas formales de dimisión, con matasellos de Lisboa, en las que se apreciaban las características del antiguo estilo de Barley… un cansancio general del mundo editorial, la industria ha crecido en exceso, hora de volver su mente hacia otras cosas mientras todavía le quedan unos cuantos buenos años por delante.

En cuanto a sus planes inmediatos, proponía «perderse durante algún tiempo» y explorar lugares insólitos. De modo que estaba claro que ya no se encontraba en Rusia.

Es decir, aparentemente claro.

Y, después de todo, así lo dijo él mismo. Así lo dijo la bella muchacha de la agencia de viajes «Barry Martin», que tiene sus oficinas en el «Mezhdunarodnaya». El señor Scott Blair había decidido volar a Lisboa en lugar de regresar a Londres, dijo. Un mensajero de VAAP trajo su billete. Ella se lo cambió y le reservó plaza en el vuelo directo de «Aeroflot» que salía el lunes a las 11.20 y llegaba a Lisboa a las 15.30, con escala en Praga.

Y alguien utilizó ese billete. Un hombre alto, que no habló con nadie, un Barley auténtico, o casi. Alto como los hombres del vestíbulo de la VAAP quizá, pero le seguimos la pista de todos modos. La seguimos a todo lo largo de la línea, y la línea sólo se detuvo cuando llegó hasta Tina, la patrona lisboeta de Barley. ¡Sí, sí! Tina había tenido noticias de él, dijo a Merridew…, una bonita postal de Moscú diciendo que se había encontrado con una amiga y que se iban a tomar unas vacaciones.

Merridew se sintió profundamente aliviado al saber que, después de todo, Barley no había regresado a su agujero.


Luego, durante los meses siguientes, comenzó a formarse una imagen de la vida subsiguiente de Barley antes de esfumarse de nuevo. Un traficante de drogas germanooccidental oyó durante su detención que un hombre que correspondía a la descripción de Barley estaba siendo sometido a interrogatorio en una cárcel próxima a Kiev. Un tipo jovial, dijo el alemán. Apreciado por los internos. Desenfadado. Hasta los guardianes no podían por menos de dedicarle una sonrisa.

Una intrépida pareja de automovilistas franceses que regresaban a su país habían sido ayudados por un «inglés alto y servicial» que habló un poco de francés con ellos cuando se vieron envueltos en un accidente de carretera con una limusina soviética en las proximidades de Smolensko. Nadie resultó herido. Uno ochenta, lacios cabellos castaños, cortés, de estruendosa carcajada y custodiado por aquellos corpulentos rusos.

Y un día, cerca ya de Navidad, no mucho después de que Ned hubiese hecho entrega formal de la Sección Rusa, llegó de La Habana un informe de una fuente cubana en el sentido de que un inglés estaba sujeto a una detención especial en una cárcel política cercana a Minsk, y que cantaba mucho.

¿Cantaba?, fue el indignado mensaje de respuesta. ¿Qué cantaba?

Cantaba a Satchmo, llegó la respuesta de La Habana. La fuente era un entusiasta del jazz, como el inglés.

¿Y el texto de la carta de Barley a Ned?

Continúa siendo un pequeño misterio del asunto el hecho de que nunca llegase a la carpeta del expediente. y no hay constancia de ella en la historia oficial del caso «Pájaro Azul». Yo creo que Ned se la guardó como algo que apreciaba demasiado como para archivarlo.

Así pues, ése debería ser el final de la historia, o, mejor dicho, la historia no debería tener final. A juicio de los entendidos. Barley estaba completamente decidido a ocupar su puesto entre las otras sombras que pueblan los senderos más oscuros de la sociedad moscovita… los pisoteados desertores y espías, los comprados y los desleales con sus patéticas esposas y sus pálidos vigilantes, compartiendo sus cada vez menores raciones de artículos y recuerdos occidentales.

Hubiera debido ser localizado al cabo de unos años, accidentalmente pero adrede, en una fiesta en la que se hallase misteriosamente presente un afortunado periodista británico. Y quizá, si los tiempos seguían siendo los mismos, se le suministraría una flagrante desinformación, o se le invitaría a arrojar un poco de pimienta a los ojos de sus antiguos jefes.

Y, en efecto, ése era exactamente el ritual que parecía estar desarrollándose cuando un telegrama del sucesor de Paddy informó que un inglés alto y de pelo color arena había sido visto -no sólo visto, oído-, tocando un saxo tenor en un club recién abierto de la vieja ciudad, un año justo después de su desaparición.

Clive fue sacado de la cama, volaron mensajes entre Londres y Langley, se pidió al Foreign Office que echara un vistazo. Lo hicieron y, por una vez, se mostraron inequívocos…, no es problema nuestro ni lo es tampoco vuestro. Parecían considerar que los rusos estaban mejor equipados que nosotros para imponer silencio a Barley. Después de todo, los rusos lo habían hecho antes.

Al día siguiente, llegó un segundo telegrama, esta vez del gordo Merridew, desde Lisboa. La patrona de Barley. Tina, con la que Merridew había mantenido relaciones a regañadientes, había recibido instrucciones de preparar el piso para la llegada de su pupilo.

Pero ¿cómo las había recibido? preguntó Merridew.

Por teléfono, respondió ella. El senhor Barley le había telefoneado.

¿Telefoneado desde dónde, mujer estúpida?

Tina no se lo había preguntado y Barley no lo había dicho. ¿Por qué había de preguntarle dónde estaba, si iba a venir a Lisboa cualquier día de aquéllos?

Merridew estaba consternado. No era el único. Avisó a los americanos, pero Langley había sufrido una pérdida colectiva de memoria. ¿Qué Barley?, estuvieron en un tris de preguntarnos. Está muy extendida la idea de que los servicios como el nuestro aplican violentos castigos a quienes han traicionado sus secretos. Bien, y a veces es cierto, lo hacen, aunque rara vez contra personas de la clase de Barley. Pero en este caso quedó inmediatamente claro que nadie, y mucho menos Langley, tenía el menor deseo de llamar la atención sobre alguien a quien preferirían con mucho olvidar. Mejor asegurar su postura, convinieron, y mantener fuera del asunto a los americanos.


Subí la escalera con aprensión. Había declinado los servicios de protección de Brock y la tibia oferta de apoyo que me había formulado Merridew. La escalera era oscura, empinada e inhóspita y desagradablemente silenciosa. Comenzaba a anochecer, pero sabíamos que estaba en casa. Pulsé el timbre, pero no lo oí sonar, así que di unos golpecitos en la puerta con los nudillos. Era una puerta pequeña y recia, de grueso artesonado. Me recordó la casita de la orilla de la isla. Oí pasos dentro y retrocedí en seguida, todavía no sé muy bien por qué, pero supongo que era una especie de temor a los animales. ¿Se mostraría violento, furioso o excesivamente efusivo, me arrojaría escaleras abajo o me daría un abrazo? Yo llevaba un maletín, y recuerdo que lo pasé a la mano izquierda como para estar en condiciones de poder protegerme. Aunque bien sabe Dios que no soy hombre combativo. Percibí olor a pintura fresca. La puerta no tenía mirilla y estaba perfectamente ajustada al marco de hierro. Le era imposible saber quién estaba allí antes de abrirme. Oí descorrerse un cerrojo. La puerta giró hacia dentro.

– Hola, Harry -dijo.

Así que yo dije: «Hola, Barley.» Yo llevaba un ligero traje oscuro, azul más que gris. Dije: «Hola, Barley», y esperé que sonriera.

Estaba más delgado, más fuerte y más erguido, con el resultado de que se había tornado realmente muy alto, tan alto que me llevaba la cabeza. Eres una viajero sin nervios, recuerdo que pensé mientras esperaba. Era lo que Hannah solía decirme en sus primeros tiempos, que ambos deberíamos aprender a ser.

Los antiguos y desmañados gestos le habían abandonado. La disciplina de los espacios pequeños había surtido su efecto. Iba pulcramente vestido. Llevaba pantalones vaqueros y una vieja camisa de cricket con las mangas subidas hasta el codo. Tenía salpicones de pintura blanca en el antebrazo y otra más grande sobre la frente. Vi detrás de él una escalera de mano y una pared a medias blanqueada, y en el centro de la habitación montones de libros y de discos parcialmente protegidos con una sábana.

– ¿Vienes a jugar una partida de ajedrez, Harry? -preguntó todavía sin sonreír.

– Si pudiera hablar contigo… -dije, como podría habérselo dicho a Hannah o a cualquier otra persona a quien estuviera proponiendo un acuerdo de compromiso.

– ¿Oficialmente?

– Bien.

Me observó como si no me hubiera oído, francamente y tomándose tiempo, del cual parecía tener mucho…, tanto, supongo como cuando observa uno a sus compañeros de celda o a sus interrogadores en un mundo en que se tiende a prescindir de las cortesías habituales.

Pero su mirada no tenía nada humillante ni vergonzoso, nada de arrogancia o volubilidad. Parecía, por el contrario, más límpida que como yo la recordaba, como si se hubiera instalado permanentemente en las remotas regiones a que acostumbraba desplazarse ocasionalmente.

– Tengo un poco de vino fresco, si te apetece -dijo, y se hizo a un lado para dejarme pasar mientras me observaba, antes de cerrar la puerta y echar el pestillo.

Pero seguía sin sonreír. Su estado de ánimo era un misterio para mí. Sentía que no podría comprender nada de él a menos que él decidiera decírmelo. Dicho de otra manera, comprendía acerca de él todo cuanto estaba al alcance de mi comprensión. El resto, infinito.

Había sábanas también sobre las sillas, pero las retiró y las dobló como si fuesen su ropa de cama. Los que han estado en la cárcel, he observado a lo largo de los años, tardan mucho tiempo en deshacerse de su orgullo.

– ¿Qué quieres? -preguntó, llenando un par de vasos con vino de una jarra.

– Me han pedido que arregle las cosas -dije-. Que obtenga de ti algunas respuestas. Seguridades. Y darte algunas a cambio -me sentía confuso-. Si podemos ayudar… -dije-. Si necesitas cosas. Lo que podamos acordar para el futuro y todo eso.

– Tengo todas las seguridades que necesito, gracias -dijo cortésmente, centrándose en la única palabra que pareció captar su interés-. Ellos se mueven a su propia marcha. He prometido mantener la boca cerrada -sonrió por fin-. He seguido tu consejo, Harry. Me he convertido en un amante a larga distancia, como tú.

– Estuve en Moscú -dije, esforzándome por dar fluidez a nuestra conversación-. Fui a los sitios. Vi a la gente. Utilicé mi propio nombre.

– ¿Cuál es? -preguntó, con la misma cortesía-. Tu nombre. ¿Cuál es?

– Palfrey -respondí, prescindiendo del de.

Sonrió, en señal de simpatía, o de reconocimiento.

– El Servicio me envió allá para buscarte. Extraoficialmente pero oficialmente, como si dijéramos. Preguntar a los rusos. Aclarar las cosas. Pensábamos que debíamos averiguar qué te había sucedido. Ver si podíamos ayudar.

Y aseguramos de que estaban observando las normas, podría haber añadido. Que nadie en Moscú iba a zarandear la lancha. Que no se producían estúpidas filtraciones ni alardes de publicidad.

– Ya conté lo que me había sucedido -dijo.

– ¿Te refieres a tus cartas a Wicklow y Henziger y la gente?

– Sí.

– Bueno, naturalmente sabíamos que las cartas fueron escritas bajo coacción, si es que las escribiste tú siquiera. Mira la carta del pobre Goethe.

– Por los huevos -replicó-. Las escribí por mi propia y libre voluntad.

Me aproximé un poco más a mi mensaje. Y al maletín que tenía al lado.

– Por lo que a nosotros se refiere, actuaste muy honorablemente -dije, sacando una carpeta y abriéndola sobre los muslos-. Todo el mundo habla cuando se le presiona, y tú no eras ninguna excepción. Estamos agradecidos por lo que hiciste por nosotros y somos conscientes del coste que supuso para ti. Profesional mente y personalmente. Consideramos que debes recibir la compensación adecuada. Con condiciones, naturalmente. La suma podría ser grande.

¿Dónde había aprendido a mirarme así? ¿A reprimirse tan firmemente? ¿A impartir tensión a los demás, cuando él parecía tan insensible a ella?

Le leí las condiciones, que eran semejantes a las de Landau, pero al revés. Permanecer fuera del Reino Unido y no entrar en él sin nuestro previo consentimiento. Resolución plena y definitiva de todas las reclamaciones, su silencio a perpetuidad expresado ex abundanti cautela de media docena de formas distintas. Y mucho dinero por firmar aquí, siempre y cuando -solamente siempre y cuando-mantuviera cerrada la boca.

Pero no firmó. Ya estaba harto. Rechazó mi aparatosa pluma.

– A propósito, ¿qué hicisteis con Walt? Le he comprado un sombrero. Una especie de tapa de tetera con franjas de tigre. No puedo encontrar la maldita cosa.

– Si me lo mandas, se lo haré llegar -dije.

Captó mi tono y sonrió con tristeza.

– Pobre Walt. Le han dado la patada, ¿eh?

– En nuestro oficio, nos desgastamos muy pronto -dije, pero no podía mirarle a los ojos, así que cambié de tema-. Supongo que te habrás enterado de que tus tías han vendido el negocio a «Lupus Books».

Se echó a reír…, no con su turbulenta risa de antes, cierto, pero sí, de todos modos, con la risa de un hombre libre.

– ¡Jumbo! ¡El viejo diablo! ¡Engatusó a la Vaca Sagrada! ¡Confiar en él!

Pero le agradaba la idea. Parecía encontrar auténtico placer en ella. A mí, como a todos los de mi oficio, me asustan las personas de buen instinto. Pero yo podía compartir vicariamente su descanso. Parecía haber desarrollado una tolerancia universal.

Ella vendrá, me dijo, mientras miraba hacia el puerto. Prometieron que vendría algún día.

No enseguida, y sólo cuando ellos quisieran, no cuando quisiera Barley. Pero vendría, no tenía ninguna duda. Quizás este año, quizás el siguiente, dijo. Pero algo en el interior del montañoso vientre burocrático ruso se agitaría y daría a la luz un ratón de compasión. No tenía la menor duda. Sería gradual, pero sucedería. Se lo habían prometido.

«Ellos no rompen sus promesas», me aseguró, y ante semejante confianza habría sido una grosería por mi parte contradecirle. Pero alguna otra cosa me estaba impidiendo expresar mi habitual escepticismo. Era Hannah otra vez. Sentía que ella me estaba rogando que le dejase vivir con su humanidad, aunque hubiera destruido la de ella. «Crees que las personas nunca cambian porque tú no cambias -me había dicho una vez-. Sólo te sientes seguro cuando estás desilusionado.»

Sugerí que se viniera conmigo a comer, pero pareció no oírme. Estaba en pie ante la amplia ventana, mirando las luces del puerto mientras yo contemplaba su espalda. La misma postura que había adoptado cuando le entrevistamos por primera vez aquí, en Lisboa. El mismo brazo sosteniendo su vaso. La misma postura que en la isla cuando Ned le dijo que había ganado. Pero más erguido. ¿Me estaba hablando otra vez? Me di cuenta de que sí. Estaba viendo a su barco llegar de Leningrado, dijo. Estaba viéndola bajar apresuradamente la pasarela con sus hijos a su lado. Estaba sentado con tío Matvey debajo del frondoso árbol del parque bajo su ventana, donde había estado sentado con Ned y Walter en los días anteriores a su madurez. Estaba oyéndole a Katya traducir los heroicos relatos de resistencia de Matvey. Estaba creyendo en todas las esperanzas que yo había sepultado conmigo cuando elegí el seguro bastión de la desconfianza infinita con preferencia al peligroso sendero del amor.

Logré persuadirle para que viniera a cenar y tuviera la bondad de dejarme pagar. Pero no pude conseguir nada más de él, no firmó nada, no aceptó nada, no quería nada, no concedió nada, no debía nada y deseaba que todos nosotros, sin ira, nos fuésemos al diablo.

Pero tenía una tranquilidad espléndida. No era estridente. Se mostraba considerado hacia mis sentimientos, aunque era demasiado cortés para preguntar cuáles eran. Yo nunca le había hablado de Hannah y sabía que nunca podría hacerla, porque el nuevo Barley no tendría paciencia con mi inalterado estado.

Por lo demás, parecía deseoso de hacerme el regalo de su historia, para que yo tuviese algo que llevarles a mis jefes. Me condujo de nuevo a su piso e insistió en que tomáramos una última copa y en que nada era culpa mía.

Y habló. Para mí. Para él. Habló y habló. Me contó la historia tal y como yo he tratado de contárosla aquí, desde su lado, así como desde el nuestro. Continuó hablando hasta que comenzó a clarear, y cuando me marché, a las cinco de la mañana, él se estaba preguntando si podría acabar aquel trozo de pared antes de acostarse. Había muchas cosas que preparar, explicó. Alfombras. Cortinas. Estanterías para los libros.

– Estaré perfectamente, Harry -me aseguró, mientras me acompañaba a la puerta-. Díselo a ellos.

Espiar es esperar.

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