Los agradecimientos en las novelas pueden ser tan tediosos como los títulos de crédito en el cine; sin embargo, constantemente me siento conmovido por la buena disposición de personas atareadas a dedicar su tiempo y su sabiduría a una empresa tan frívola como la mía, y no puedo dejar pasar esa oportunidad de darles las gracias.
Recuerdo con especial gratitud la ayuda de Strobe Talbott, el ilustre periodista de Washington, sovietólogo y escritor sobre temas de defensa nuclear. Si hay errores en este libro, sin duda no son suyos, y habría habido muchos más sin él. El profesor Lawrence Freedman, autor de varias obras clásicas sobre el conflicto moderno, me permitió también aprender de él, pero no se le debe culpar de mis simplezas.
Frank Geritty, agente durante muchos años del Federal Bureau Investigation, FBI, me introdujo en los misterios del detector de mentiras, tristemente llamado ahora polígrafo, y si mis personajes no están tan versados como él en sus poderes, a ellos y no a él debe culpar el lector.
Debo absolver también de responsabilidad a John Roberts y su personal, de la Asociación Gran Bretaña-URSS, de la que es director. Fue él quien me acompañó en mi primera visita a la URSS, abriéndome todas las puertas que en otro caso quizás hubieran permanecido cerradas. Pero nada sabía de mis oscuros designios y nada al respecto. De entre sus ayudantes debo mencionar especialmente a Anne Vaughan.
Mis anfitriones soviéticos en el Sindicato de Escritores mostraron una discreción similar, y una grandeza de espíritu que me sorprendió. Nadie que visite la Unión Soviética en estos extraordinarios años y goce del privilegio de sostener las conversaciones que a mi me fueron permitidas, puede regresar sin un duradero amor a su pueblo y sin una sensación de temor ante la magnitud de los problemas con que se enfrenta. Espero que mis amigos soviéticos encuentren reflejados en este relato un poco del calor que sentí en su compañía y de las esperanzas que compartimos por un futuro más sensato y sociable.
El jazz es un gran unificador, y no me faltaron amigos cuando se trataba del saxofón de Barley. Wally Fawkes, el famoso caricaturista e intérprete de jazz, me prestó su oído musical, y John Calley su tono perfecto, tanto en letra como en música. Si estos hombres gobernasen el mundo, yo me quedaría sin conflictos sobre los que escribir.
John Le Carré