Volamos a la isla en un pequeño avión y llegamos al atardecer. El avión pertenecía a una gran corporación americana. Nadie dijo a quien pertenecía la isla. Era estrecha y boscosa, su parte central descendía hacia el mar y sus extremos se erguían en dos picos cónicos, de tal modo que la impresión que me dio al contemplarla desde el aire fue la de una tienda beduina desplomándose en el Atlántico. Calculé que tendría unos tres kilómetros de longitud. Vimos en un extremo la mansión, construida al estilo de Nueva Inglaterra, con sus terrenos adyacentes en un lado, y en el otro el pequeño embarcadero blanco, aunque más tarde supe que llamaban a la mansión casa de verano porque nadie iba allí en invierno. Había sido edificada a principios de siglo por un rico bostoniano, en los tiempos en que estas gentes se llamaban a sí mismas veraneantes. Notamos que las alas se balanceaban y percibimos el olor salobre del mar a través de las retemblantes ventanillas de la cabina. Veíamos manchas de sol moviéndose sobre las olas como reflectores danzantes, y cuervos marinos luchando en el viento. Un faro se alzaba en el continente, al Oeste. Habíamos estado siguiendo la costa de Maine durante 58 minutos de mi reloj. Los árboles ascendieron por ambos lados en torno a nosotros, se desvaneció el cielo, y de pronto estuvimos rebotando y balanceándonos por una avenida de hierba a cuyo extremo esperaban Randy y sus muchachos con un jeep. Randy era fuerte y sano como sólo los americanos privilegiados pueden serlo. Llevaba un grueso chaquetón y lucía también corbata. Me dio la impresión de que conocía a su madre.
– Soy su anfitrión aquí, caballeros, durante todo el tiempo que quieran quedarse, y sean bienvenidos a nuestra isla. -Estrechó primero la mano de Barley. Debían de haberle enseñado fotografías-. Señor Brown, señor, es un verdadero honor. ¿Ned? ¿Harry?
– Muy amable -dijo Barley.
Mientras descendíamos por la colina, los árboles se recortaban negros contra el mar. Los muchachos nos seguían en un seguían en un segundo coche.
– ¿Vuelan en aviones británicos, caballeros? ¡La señora Thatcher hizo realmente toda una adquisición con esa línea!
– Hace tiempo que se hundió con el barco -dijo Barley. Randy se echó a reír como si el reír fuese algo que hubiera aprendido jugando al golf. Brown era el nombre adjudicado a Barley para el viaje. Hasta su pasaporte, que llevaba Ned, decía que era Brown.
Recorrimos una carretera hasta la casa del portero. Las puertas de la verja se abrieron y volvieron a cerrarse a nuestra espalda. Estábamos en nuestro propio promontorio. En su cumbre se alzaba la mansión, iluminada por arcos voltaicos ocultos en los matorrales. Céspedes y arbustos azotados por el viento se extendían en ambas direcciones junto a ella. Los postes de un embarcadero derruido se adentraban precariamente en el mar. Randy detuvo el jeep y cogiendo el equipaje de Barley nos condujo a lo largo de un iluminado sendero flanqueado de hortensias hasta una casita al borde del agua. Durante nuestra travesía a Boston, Barley había dormitado y bebido y gemido viendo la película, A bordo de nuestro pequeño avión, había mirado ceñudamente el paisaje de Nueva Inglaterra, como si su belleza le turbase. Pero cuando aterrizamos pareció entrar de nuevo en su propio mundo.
– Señor Brown, mis órdenes son acomodarle en la suite nupcial -dijo Randy.
– No se me ocurre ningún sitio mejor, muchacho -respondió cortésmente Barley.
– ¿Ha dicho eso realmente, señor Brown: muchacho?
Randy nos condujo a través de un vestíbulo con suelo de losas de piedra hasta un camarote de capitán. El estilo era de casa solariega ideada por un diseñador. En un rincón había una cama metálica de imitación y un escritorio también de imitación junto a la ventana. Dudosos accesorios náuticos colgaban de las paredes. En el pequeño recinto en que estaba la cocina, típicamente americana, Barley identificó el frigorífico, lo abrió y miró esperanzadamente en su interior.
– Al señor Brown le gusta tener una botella de whisky en su habitación, Randy. Si puede proporcionarle una, le quedaría muy agradecido.
La casa de verano era un museo de infancias doradas. En el porche, mazos de croquet de color melado yacían apoyados contra una polvorienta carretilla cargada de caparazones de langosta recogidos en la playa. Olía a cera. En el vestíbulo, retratos de hombres y mujeres jóvenes tocados con sombreros de ala ancha colgaban juntos a cuadros primitivos de balleneros. Subimos detrás de Randy por una bruñida escalinata. Barley nos seguía. En cada rellano, arqueados ventanales bordeados de cristal emplomado formaban enjoyadas puertas de acceso al mar. Entramos en un corredor de dormitorios azules. El más grande estaba reservado para Clive. Desde nuestros balcones podíamos ver los jardines que se extendían hasta la casita de la orilla y, más allá del mar, el continente. Estaba empezando a oscurecer.
En un comedor de techo atravesado por blancas vigas, una vestal de Langley se las arreglaba para no miramos mientras servía langosta de Maine y vino blanco.
Mientras comíamos, Randy explicó las reglas de la casa.
– Por favor, nada de fraternizar con el personal, caballeros. Buenos días y hola solamente. Cualquier cosa que haya que decirles, será mejor que la diga yo por ustedes. Los guardianes están aquí para su servicio y seguridad, caballeros, pero nos gustaría que se mantuvieran dentro de los límites de la conveniencia. Gracias.
Terminados la cena y los discursos, Randy llevó a Ned a la sala de comunicaciones y yo acompañé a Barley hasta la casita de la orilla. Un fuerte viento soplaba sobre los jardines. Al pasar ante los conos de luz. Barley parecía sonreír indolentemente. Jóvenes provistos de aparatos de radio portátiles nos observaban.
– ¿Qué tal una partida de ajedrez? -le pregunté ante su puerta.
Desde poder ver su cara más claramente, pero la había perdido, lo mismo que había perdido su estado de ánimo. Sentí una palmadita en el brazo mientras me daba las buenas noches. Su puerta se abrió y volvió a cerrarse, pero no antes de que yo hubiera vislumbrado la espectral figura de un centinela apostado a menos de dos metros de nosotros en la oscuridad.
– Un docto abogado, un excelente oficial -me aconsejó a la mañana siguiente Russell Sheriton en reverente murmullo, sabiendo que yo no era ninguna de las dos cosas, mientras sus fuertes y suaves palmas envolvían mi mano-. Uno de los verdaderos grandes. ¿Cómo le va, Harry?
Poco había cambiado en él desde su viaje de servicio a Londres: las bolsas bajo los ojos un poco más grandes, un poco más tristes, el traje azul una o dos tallas mayor, la misma barriga cubierta con una camisa blanca. La misma loción facial de empresario fúnebre ungía, seis años después, al flamante jefe de Operaciones Soviéticas de la Agencia.
Un grupo de sus jóvenes se mantenía a respetuosa distancia, aferrando sus bolsas de viaje y con el aire de pasajeros varados en un aeropuerto. Clive y Bob se hallaban uno a cada lado de él como ayudantes. Bob parecía haber envejecido diez años. Una contenida sonrisa había remplazado su aplomo del viejo mundo. Nos saludó demasiado efusivamente, como si se le hubiera advertido que se mantuviera apartado de nosotros.
La Conferencia de la Isla, como eufemísticamente se la acabó conociendo, estaba a punto de comenzar.
Hay en los acontecimientos de los días siguientes una sensación placentera, un ambiente de hombres buenos dedicados a sus asuntos, que corro el riesgo de olvidar mientras recuerdo todo lo que puedo el resto.
No me resulta fácil hacerla, pero debo intentarlo en honor a Barley, pues nunca se volvió contra nuestros anfitriones, nunca les culpó de nada de cuanto le sucedió, ni entonces ni más tarde. Podía refunfuñar acerca de los americanos en general, pero cuando los conocía individualmente hablaba de ellos en términos elogiosos. No había entre ellos un solo hombre con el que no le hubiera encantado tomarse un trago por la noche en el bar, si hubiéramos tenido uno. Y. naturalmente. Barley siempre se hacía cargo de la fuerza de cualquier argumento que fuese dirigido contra él, lo mismo que siempre se sentía enormemente impresionado por la laboriosidad de otras personas.
¡Y a fe que eran laboriosas! Si la cantidad, el dinero y el puro esfuerzo hubieran podido por sí solos producir inteligencia, la Agencia la habría tenido a carretadas…, salvo que, ¡ay! la cabeza humana no es una carreta, y existe también algo que se llama falta de inteligencia.
¡Y cuán profundamente anhelaban ser amados! Y Barley correspondía inmediatamente a su necesidad. Incluso mientras se cebaban en él, necesitaban ser amados. ¡Y también por Barley! Lo mismo que todavía necesitan ser amados por todas sus conspiraciones políticas, desestabilizaciones y locas aventuras contra El Ello miga Exterior.
Sin embargo, fue este mismo misterio de buenos corazones vueltos del revés lo que dio a nuestra semana su terror subyacente.
Hace años hablé con un hombre que había sido vapuleado, un mercenario inglés que nos estaba haciendo unos cuantos favores en África y necesitaba su premio. Lo que más recordaba no era el látigo, sino el zumo de naranja que le dieron después. Recuerda haber sido ayudado a volver a su choza, recuerda haber permanecido de bruces sobre la paja. Pero lo que realmente recuerda es el vaso de zumo de naranja fresco que un guardián puso junto a su cabeza y que luego se sentó a su lado en cuclillas, esperando pacientemente hasta que tuvo fuerzas suficientes para beber un poco. Sin embargo, era este mismo guardián quien le había azotado.
También nosotros teníamos nuestros vasos de zumo de naranja. Y teníamos nuestros guardianes decentes, aunque se escondiesen tras sus cascos de auriculares y una animosidad superficial que se fundía rápidamente ante la cálida cordialidad de Barley. Al día siguiente de nuestra llegada, los mismos guardianes con quienes teníamos prohibido fraternizar estaban entrando y saliendo de puntillas de la casita de Barley en cualquier momento y tomándose una «Coca-Cola» o un whisky antes de regresar sigilosamente a sus puestos. Percibían que era esa clase de hombre. Y, como americanos, se sentían fascinados por su fama.
Había un veterano llamado Edgar, un ex marine, con el que le gustaba jugar al ajedrez. Barley, según supe más tarde, obtuvo de él su nombre y su dirección, violando todas las reglas conocidas del oficio, para poder jugar una competición por correo «cuando haya terminado todo esto».
Y no eran sólo los guardianes. En el cortejo de jóvenes de Sheriton, igual que en el propio Sheriton, había una moderación, que era como un regular latido de cordura frente a las histéricas oscilaciones de aquellos a los que Sheriton denominaba colectivamente los ergomaníacos.
Pero supongo que ésa es la tragedia de las grandes naciones. Tanto talento pugnando por ser utilizado, tanta bondad anhelando brotar al exterior. Pero tan lastimosamente expresado todo ello que a veces nos costaba creer que América nos estuviese hablando.
Pero lo estaba haciendo. El látigo era real.
Los interrogatorios tenían lugar en la sala de billar. El suelo de madera había sido pintado de rojo oscuro para el baile y la mesa de billar sustituida por un círculo de sillas. Pero en la pared se alineaban todavía un marcador de marfil y una fila de taqueras con iniciales grabadas, y la baja lámpara formaba un charco de luz en el centro, donde Barley debía sentarse. Ned lo trajo de la casita de la orilla.
– Señor Brown, me siento orgulloso de estrecharle la mano, y he decidido que mi nombre durante el tiempo que dure nuestra relación sea Haggarty -declaró Sheriton-. Nada más ponerle la vista encima, percibí algo irlandés. No me pregunte por qué. -Estaba conduciendo a Barley a buen paso a través de la sala-. Sobre todo, deseo felicitarle. Tiene usted todas las virtudes: memoria, observación, fortaleza británica, saxofón.
Todo esto en hipnótico torrente, mientras Barley sonreía tímidamente y se dejaba instalar en el lugar de honor.
Pero ya Ned se hallaba sentado rígidamente, con los brazos cruzados sobre el pecho, y Clive, aunque formaba parte del círculo, se las había arreglado para excluirse del cuadro. Estaba sentado entre los jóvenes de Sheriton y había echado su silla hacia atrás hasta quedar oculto por ellos.
Sheriton permanecía en pie ante Barley y estaba hablándole, aunque sus palabras decían que se estaba dirigiendo a otros.
– Clive, ¿me permite que bombardee al señor Brown con ciertas preguntas impertinentes? Ned, ¿quiere hacer el favor de decirle al señor Brown que se encuentra en los Estados Unidos de América y que si no quiere responder a algo no necesita hacerlo, porque su silencio será considerado prueba evidente de su culpabilidad?
– El señor Brown puede cuidar de sí mismo -dijo Barley todavía sonriendo, sin dar aún crédito a la tensión existente.
– ¿Sí? ¡Estupendo, señor Brown! ¡Porque durante los dos próximos días eso es exactamente lo que esperamos que haga!
Sheriton fue hasta el aparador, se sirvió un poco de café y volvió con él. Su voz sonó con el sosegado tono del sentido común.
– Señor Brown, estamos comprando un Picasso, ¿de acuerdo? Todo el mundo en esta sala está comprando el mismo Picasso. Azul, detonante, bien hecho, ¿qué más? Hay unas tres personas en todo el mundo que lo entienden. Pero si se profundiza, sólo una cuestión importa. ¿Lo pintó Picasso o lo preparó en su granero J. P. Shmuck Jr. de South Bend, Indiana, o de Omsk, Rusia? Porque, recuerde esto -estaba dándose golpecitos en el pecho con el dedo índice y sosteniendo su taza de café con la mano libre-: No hay reventa. Esto no es Londres. Esto es Washington. Y, para Washington, la información tiene que ser útil, y eso significa que tiene que ser utilizada, no contemplada con socrática indiferencia. -Bajó la voz en reverente conmiseración-. Y usted es quien nos lo está vendiendo, señor Brown. Nos guste o no, usted personalmente es lo más cerca que llegaremos de la fuente, hasta que convenzamos al hombre que usted llama Goethe para que cambie de comportamiento y trabaje directamente para nosotros. Si alguna vez lo hacemos. Lo cual es dudoso. Muy dudoso.
Sheriton dio unos pasos hacia el borde del círculo.
– Usted es el elemento clave, señor Brown. Usted es el hombre. Usted es ello. Pero ¿cuánto de ello es usted? ¿Un poco? ¿Algo? ¿O todo? ¿Escribe, interpreta, produce y dirige usted mismo el guión? ¿O es usted el papel insignificante que dice que es, el inocente espectador que todos tenemos que encontrar aún?
Sheriton suspiró, como si aquello resultase un poco duro para un hombre de su delicada sensibilidad.
– Señor Brown, ¿tiene usted una compañera regular estos días, o está jodiendo con la lista de reserva?
Ned empezó a ponerse en pie, pero antes de que terminara, Barley ya había contestado. Sin embargo, su voz no era abrasiva ni aun ahora, no había en ella ningún acento hostil. Era como si no quisiese turbar la buena atmósfera que todos estábamos disfrutando.
– Bueno, ¿y qué hay de usted, amigo? ¿Cumple la señora Haggarty como debe, o nos vemos reducidos a los hábitos de nuestra juventud?
Sheriton no estaba siquiera interesado.
– Señor Brown, estamos comprando su Picasso, no el mío. A Washington no le gusta que sus valores anden frecuentando los bares de alterne. Tenemos que tratar esto con absoluta franqueza y sinceridad. Nada de reticencia inglesa ni de bromas de la vieja escuela. Ya antes nos hemos dejado engañar por esa basura y nunca, nunca, permitiremos que vuelva a ocurrir.
Esto, pensé, va por Bob, que había vuelto a clavar la vista en sus manos.
– El señor Brown no frecuenta los bares de alterne -intervino acaloradamente Ned-. Y el material no es suyo. Es de Goethe. No veo qué tiene que ver con el asunto su vida privada.
Guárdate tus pensamientos para ti mismo, me había dicho Clive. Sus ojos repitieron ahora el mensaje a Ned.
– ¡Oh, Ned, vamos, vamos! -protestó Sheriton-. Tal como está Washington últimamente, hay que casarse y nacer de nuevo antes poder coger un maldito autobús. ¿Qué le lleva a Rusia cada cinco minutos, señor Brown? ¿Está comprando fincas allí?
Barley estaba sonriendo, pero ya no tan plácidamente. Sheriton comenzaba a irritarle, que era exactamente lo que se proponía.
– En realidad, muchacho, es un papel que he heredado. Mi padre siempre prefirió la Unión Soviética a los Estados Unidos y pasó muchos apuros publicando sus libros. Era fabiano. Una especie de partidario del New Deal. Si hubiera sido americano lo habrían metido en la lista negra.
– Lo habrían procesado, electrocutado e inmortalizado. He leído su historial. Es terrible. Háblenos más de él, señor Brown. ¿Qué le legó a usted que usted haya heredado?
– ¿Qué diablos le importa eso a nadie? -exclamó Ned.
Tenía razón. El asunto del excéntrico padre de Barley había sido considerado por el piso doce y desechado como irrelevante hacía tiempo. Pero no por la Agencia. O ya no.
– Y en los años treinta, como sin duda sabe -continuó Barley en tono tranquilo- fundó un Club del Libro Ruso. No duró mucho pero tuvo éxito. Y en la guerra, cuando podía conseguir papel publicaba propaganda prosoviética, la mayor parte glorificando a Stalin.
– ¿Y qué hizo después de la guerra? ¿Ayudarles en los fines de semana a construir el Muro de Berlín?
– Tenia esperanzas y luego las abandonó -respondió Barley tras unos momentos de reflexión. La parte contemplativa de él había recuperado el protagonismo-. Hubiera podido perdonarles muchas cosas a los rusos, pero no el Terror, no los campos de concentración ni las deportaciones. Eso le destrozó el corazón.
– ¿Se le habría destrozado el corazón si los soviéticos hubiesen empleado métodos menos enérgicos?
– Supongo que no. Yo creo que habría sido un hombre feliz hasta su muerte.
Sheriton se secó las palmas de las manos en el pañuelo y, como un Oliver Twist crecidito, llevó de nuevo su taza de café al aparador, sujetándola con las dos manos, y allí desenroscó la capa del termo y miró tristemente su interior antes de servirse otra taza.
– Bellotas -se lamentó-. Recogen bellotas, las exprimen y sacan café de ellas. Eso es lo que hacen aquí. -Había una silla vacía junto a Bob. Sheriton se sentó en ella y suspiró-. ¿Me permite que se lo explique un poco, señor Brown? Ya no hay lugar en la vida para valorar por sus propios méritos a cada humilde miembro de la familia humana, ¿de acuerdo? Así que todo el mundo que es alguien tiene un historial. Aquí está el suyo. Su padre era un simpatizante comunista que acabó sintiéndose desilusionado. En los ocho años transcurridos desde su muerte, usted ha realizado no menos de seis visitas a la Unión Soviética. Ha vendido a los soviéticos exactamente cuatro piojosos libros de su propia lista y publicado exactamente tres de ellos. Dos horribles novelas modernas que no produjeron ningún beneficio y una bazofia sobre acupuntura de la que se vendieron dieciocho ejemplares. Está usted al borde de la bancarrota, no obstante lo cual calculamos que en estos viajes se ha gastado doce mil libras y ha obtenido unos ingresos de mil novecientos. Es usted divorciado, individualista y fruto típico del sistema educativo británico. Bebe como si estuviera regando usted solo el desierto y elige amigos del círculo de jazz con unos pasados que hacen que Benedict Arnold parezca Shirley Temple. Visto desde Washington, es usted desenfrenado. Visto desde aquí, es muy comedido, pero ¿cómo se lo explico yo a los fanáticos miembros del próximo subcomité del Congreso a quienes se les ha metido en la cabeza poner en la picota el material de Goethe porque pone en peligro la Fortaleza América?
– ¡Por qué la pone en peligro? -preguntó Barley.
Creo que todos nos sentimos sorprendidos por su calma. Sheriton, ciertamente, lo estaba. Hasta entonces se hallaba mirando a Barley por encima del hombro, afectando una postura de consternación mientras explicaba su dilema. Ahora se irguió y miró de frente a Barley con expresión burlona.
– ¿Perdón, señor Brown?
– ¿Por qué les asusta el material de Goethe? Si los rusos no pueden disparar derecho, la Fortaleza América debería estar saltando de alegría.
– ¡Oh!, y lo estamos, señor Brown, lo estamos. Estamos embelesados. No importa que todo el poderío militar americano esté invertido partiendo de la creencia de que el material soviético es de una precisión absoluta. No importa que la percepción de la precisión soviética lo sea todo en este juego. Que con precisión pueda uno abalanzarse contra el enemigo cuando menos se lo espera, coger desprevenidos a sus proyectiles balísticas intercontinentales y dejarle en la imposibilidad de responder adecuadamente. Mientras que sin precisión, más le vale a uno no intentarlo porque es entonces cuando el enemigo se revuelve y arrebata a uno sus veinte ciudades favoritas. No importa que se hayan destinado millones y millones de dólares y cantidades ingentes de retórica política a cultivar la pesadilla de un primer golpe soviético y el escaparate americano de vulnerabilidad. No importa que todavía hoy la idea de la supremacía soviética sea el principal argumento en favor de la guerra de las galaxias y el principal juego estratégico en las fiestas de sociedad de Washington. -Para mi asombro, Sheriton cambió bruscamente de tono y habló con el acento de un campesino del Profundo Sur, arrastrando las sílabas-. Tenemos tiempo de hacer saltar por los aires a esos tipos antes de que ellos hagan lo mismo con nosotros. Este viejo planeta no es lo bastante grande para dos superpotencias, señor Brown. ¿A favor de cuál está usted, señor Brown, cuando llegue el momento?
Luego hizo una pausa, mientras su fláccido rostro reanudaba su contemplación de las numerosas injusticias de la vida.
– Y yo creo en Goethe -continuó, con tono de sobresalto-. Yo estoy completamente a favor de Goethe desde el día mismo en que hizo su aparición. Goethe es para mí una fuente generosa cuyo momento ha llegado. ¿Y sabe qué me indica eso? Me indica que debo creer también en el señor Brown y que el señor Brown debe ser muy sincero conmigo, o estoy perdido. -Se llevó reverentemente una mano a la parte izquierda del pecho-. Yo creo en el señor Brown, creo en Goethe, creo en el material. Y estoy asustado.
Algunas personas cambian de ideas, estaba pensando yo. Algunas personas cambian de planes. Pero se necesita ser Russell Sheriton para anunciar que ha visto la luz en el camino de Damasco. Ned le estaba mirando con incredulidad. Clive había optado por admirar las taqueras. Pero Sheriton permanecía mirando con expresión consternada su café, reflexionando en su mala suerte. De sus jóvenes, uno tenía la barbilla apoyada en la mano mientras se contemplaba la puntera de su zapato Harvard. Otro estaba escrutando el mar a través de la ventana como si la verdad pudiera tal vez encontrarse allá fuera.
Pero nadie miraba a Barley. Nadie parecía tener valor para ello. Permanecía sentado, inmóvil y con aspecto juvenil. Nosotros le habíamos dicho un poco, pero nada como esto. Y mucho menos le habíamos dicho que el material de «Pájaro Azul» había enfrentado violentamente a las facciones industriales y militares y provocado rugidos de ultraje en algunos de los más sórdidos grupos de presión de Washington.
El viejo Palfrey habló por primera vez. Al hacerla, experimenté la impresión de estar desempeñando un papel en el teatro del absurdo. Era como si el mundo real huyera de debajo de nuestros pies.
– Lo que Haggarty está preguntando -dije-, es lo siguiente. ¿Va a someterse voluntariamente al interrogatorio de los americanos, a fin de que éstos puedan formarse una idea definitiva de la fuente? Puede responder negativamente. La elección es suya. ¿No es así, Clive?
Esto no le gustó ni pizca a Clive, pero asintió de mala gana antes de volver a zambullirse bajo el horizonte.
Los rostros del círculo se habían vuelto hacia Barley como flores al sol.
– ¿Qué responde? -le pregunté.
Durante un rato permaneció en silencio. Se estiró, se pasó el dorso de la muñeca por la boca, apareció vagamente azorado. Se encogió de hombros. Miró hacia Ned, pero no pudo encontrar sus ojos, así que volvió la vista hacia mí con cierta turbación. ¿Qué estaba pensando, si es que pensaba en algo? ¿Que decir «no» sería apartarse para siempre de Goethe? ¿De Katya? ¿Había llegado siquiera a prever esa posibilidad? Hoy es el día en que aún no lo sé. Sonrió, aparentemente aturdido.
– ¿Qué opina usted, Harry? ¿Vaya ello? ¿Qué dice mi abogado?
– Es más bien cuestión de qué dice el cliente -respondí con suavidad, correspondiendo a su sonrisa.
– Nunca lo sabremos si no probamos, ¿verdad?
– Supongo que no -respondí.
Lo cual parece ser lo más cerca que estuvo jamás de decir: «Lo haré.»
– Yale tiene esa clase de sociedades secretas, ¿sabes, Harry? -me estaba explicando Bob-. Bueno, la verdad es que está lleno de ellas. Si has oído hablar de Tibias y Calavera, Rollo y Llave, sólo has oído la punta del iceberg. Y estas sociedades hacen hincapié en el equipo. Harvard… bueno, Harvard sigue la dirección contraria y apuesta por el talento individual. Y así también la Agencia, cuando pone a proa a esas aguas en busca de reclutas, suele elegir sus hombres de equipo en Yale y sus grandes figuras en Harvard. No llegaré hasta el extremo de decir que todo hombre de Harvard es una prima donna o que todo hombre de Yale rinde obediencia ciega a la causa, pero ésa es en líneas generales la tradición. ¿Es usted un hombre de Yale, señor Quinn?
– De West Point -respondió Quinn.
Atardecía, y acababa de llegar la primera delegación. Nos hallábamos sentados en la misma sala con el mismo suelo rojo bajo la misma lámpara de billar, esperando a Barley. Presidía Quinn, con Todd y Larry sentados uno a cada lado de él. Todd y Larry eran ayudantes de Quinn. Eran esbeltos y atractivos y, para un hombre de mi edad, ridículamente jóvenes.
– Quinn viene de las altas esferas -nos había dicho Sheriton-. Quinn habla con Defensa, habla con las corporaciones, habla con Dios.
– ¿Pero quién le paga? -había preguntado Ned.
Sheriton pareció sinceramente desconcertado por la pregunta.
Sonrió, como si perdonara un solecismo a un extranjero.
– Bueno, Ned, supongo que todos -respondió.
Quinn medía 1,85 y era de anchos hombros y orejas grandes. Llevaba su traje como si fuese una armadura. No había en él ni medallas ni emblemas que señalasen su rango. Su rango estaba en su mandíbula firme, en sus fríos y oscuros ojos y en la sonrisa de despechada inferioridad que le invadía en presencia de civiles.
Ned entró primero, y tras él lo hizo Barley. Nadie se levantó. Desde su puesto deliberadamente humilde en el centro de la fila americana, Sheriton hizo suavemente las presentaciones.
A Quinn le gustan sencillos, nos había advertido. Díganle a su hombre que no se las dé de listo. Sheriton estaba siguiendo su propio consejo.
Era lógico que Larry iniciara el interrogatorio porque era el expansivo, Todd era virginal y retraído, pero Larry llevaba un enorme anillo de boda y lucía una chillona corbata y reía por los dos.
– Señor Brown, tenemos que considerar este asunto desde el punto de vista de sus detractores -explicó, con rebuscada insinceridad-. En nuestra profesión existen la información no verificada y la información verificada. Nos gustaría verificar su información. Ése es nuestro oficio y para eso es para lo que se nos paga. Le ruego que no se tome como cosa personal ningún indicio de sospecha, señor Brown. El análisis es una ciencia aparte. Tenemos que respetar sus leyes.
Hizo una pausa y, luego, continuó:
– Dígame, por favor, señor Brown, ¿de quién fue la idea de ir a Peredelkino aquel día, hace dos años? -preguntó Larry.
– Mía, probablemente.
– ¿Está seguro de eso, señor?
– Estábamos borrachos cuando hicimos el plan, pero estoy casi seguro de que fui yo quien lo propuso.
– Bebe usted mucho, ¿no, señor Brown? -dijo Larry.
Las enormes manos de Quinn se habían posado en torno a un lápiz como si se propusieran estrangularlo.
– Bastante.
– ¿La bebida le hace olvidar cosas, señor?
– A veces.
– Y a veces no. Después de todo, tenemos largas transcripciones literales de la conversación sostenida entre usted y Goethe cuando ambos se hallaban totalmente embriagados. ¿Había estado usted alguna vez en Peredelkino antes de ese día, señor?
– Sí.
– ¿Con frecuencia?
– Dos o tres veces. Quizá cuatro.
– ¿Visitaba algunos amigos allí?
– Sí, en efecto -respondió Barley.
– ¿Amigos soviéticos?
– Claro.
Larry hizo una pausa lo bastante larga como para conseguir que lo de los amigos soviéticos pareciera una confesión.
– ¿Le importaría identificar a esos amigos, señor?
Barley identificó a los amigos. Un escritor. Una poetisa. Un burócrata literario. Larry anotó los nombres, moviendo lentamente Su lápiz con aire efectista. Sonriendo mientras escribía. Los oscuros ojos de Quinn continuaron mirando fijamente a Barley por encima de la mesa.
– ¿O sea que el día de su excursión allá, señor Brown -continuó Larry-, en ese Día Uno, como podríamos llamarlo, no se le ocurrió llamar a los timbres de sus viejos conocidos, ver quiénes estaban por allí, saludarlos, señor?
Barley no parecía saber si se le había ocurrido o no. Se encogió de hombros y realizó su habitual gesto de pasarse el dorso de la mano por la boca, el perfecto testigo mendaz.
– Supongo que no quería hacerles cargar con Jumbo. Éramos demasiados. No se me ocurrió, realmente.
– Claro -dijo Larry.
Tres excusas, observé, consternado. Tres donde una habría sido suficiente. Miré a Ned y comprendí que estaba pensando lo mismo. Sheriton estaba ocupado en no pensar en absoluto. Bob estaba ocupado en ser el hombre de Sheriton. Todd murmuraba al oído de Quinn.
– ¿De modo que también fue idea suya visitar la tumba de Pasternak, señor Brown? -preguntó Larry, como si se tratara de una idea de la que cualquiera podría sentirse orgulloso.
– Sí, en efecto. No creo que los otros supieran que estaba allí hasta que yo se lo dije.
– Y también la dacha de Pasternak, creo. -Larry consultó sus notas-. «Si los bastardos no la habían derribado.» -Hizo que bastardos sonara particularmente ofensivo.
– Sí, su dacha también.
– Pero usted no visitó la dacha de Pasternak, ¿no? Ni siquiera comprobó si existía aún. La dacha de Pasternak desapareció por completo de la agenda.
– Estaba lloviendo -dijo Barley.
– Pero usted tenía un coche. Y un chofer, señor Brown. Aunque fuese maloliente.
Larry sonrió de nuevo y entreabrió la boca justo lo suficiente para permitir que la punta de su lengua acariciase su labio superior. Luego, la cerró e hizo una nueva pausa para incómodos pensamientos.
– Así que usted organizó la fiesta, señor Brown, y usted identificó los objetivos del viaje -continuó Larry, con tono de extravagante pesar-. Fue hasta el lugar, condujo al grupo colina arriba hasta la tumba. Fue a usted personalmente y no a otro a quien el señor Nezhdanov habló cuando bajaron todos de la colina. Le preguntó si eran ustedes americanos. Usted dijo: «Gracias a Dios, no. Británicos.»
Ni una risa, ni siquiera una sonrisa del propio Larry. Quinn tenía el aire de estar ocultando con dificultad una herida abdominal.
– Fue también usted, señor Brown, quien por pura casualidad tuvo ocasión de recitar al poeta, hablar en nombre del grupo durante una discusión de sus méritos y, casi por arte de magia, separarse de sus compañeros y encontrarse sentado durante el almuerzo junto al hombre que llamamos Goethe. «Le presento a nuestro distinguido escritor Goethe.» Señor Brown, poseemos un informe de Londres con respecto a la muchacha Magda, de «Penguin Books». Tenemos entendido que fue obtenido discretamente, en circunstancias sociales nada sospechosas, por un tercero no americano. Magda tuvo la impresión de que usted deseaba manejar por sí mismo la entrevista con Nezhdanov. ¿Puede explicar eso, por favor?
Barley había desaparecido de nuevo. No de la sala, sino de mi comprensión. Había dejado la sospecha a los soñadores y entrado en su propio reino de realidad. Fue Ned, no Barley, quien, sin poder contenerse ante este reconocimiento del inescrupuloso comportamiento de la Agencia, produjo el deseado estallido.
– Bueno, no le iba a decir ella a su informante que estaba deseando meterse en la cama con su amigo a pasar la tarde, ¿no?
Pero también ahora esa respuesta podría haber logrado su objetivo si Barley no la hubiera tapado con la suya.
– Quizá los despaché yo -admitió, con voz remota pero amistosa-. Después de una semana de feria del libro, cualquier espíritu razonable está ya harto de editores.
La sonrisa de Larry tenía un sesgo dubitativo.
– Bueno, al diablo -dijo, y meneó su bella cabeza antes de pasarle su testigo a Todd.
Pero aún no, porque Quinn estaba hablando. No a Barley, ni a Sheriton, ni siquiera a Clive. A nadie, en realidad. Pero estaba hablando de todos modos. Su boca se retorcía como una anguila prendida en el anzuelo.
– ¿Han agitado a este hombre?
– Tenemos problemas de protocolo, señor -explicó Larry, dirigiéndome una rápida mirada.
La verdad es que al principio no entendí. Larry tuvo que explicármelo.
– Lo que antes llamábamos detector de mentiras, señor. Un polígrafo. Conocido en nuestro gremio como un agitador. Creo que ustedes no los usan allá.
– Sólo en ciertos casos -dijo hospitalariamente Clive desde mi lado, antes de que yo tuviera oportunidad de contestar-. Cuando ustedes insisten, les seguimos y lo aplicamos. Se están introduciendo.
Sólo entonces intervino el turbado y retraído Todd. Todd no era prolijo; al principio no era nada. Pero yo había conocido ya otros como Todd; hombres que hacen una cruzada de su falta de encanto y aprenden a usar su torpeza verbal como una maza.
– Describa su relación con Niki Landau, señor Brown.
– No tengo ninguna -respondió Barley-. Hemos sido declarados extraños hasta el día del juicio final. Tuve que firmar un papel diciendo que nunca hablaría con él. Pregúntele a Harry.
– ¿Antes de ese acuerdo, por favor?
– Tomábamos algún que otro pote.
– ¿Algún qué?
– Pote. Un trago. Whisky. Es un tipo majo.
– Pero socialmente no es de su clase, ¿no? Tengo entendido que él no fue a Harrow y Cambridge.
– ¿Y eso qué importa?
– ¿Desaprueba usted la estructura social británica, señor Brown?
– Siempre me ha parecido una de las sangrantes calamidades del mundo moderno, muchacho.
– «Es un tipo majo.» ¿Significa eso que le agrada?
– Es un irritante cabronzuelo, pero me agradaba, sí. Y me agrada aún.
– ¿Nunca hizo tratos con él? ¿Algún trato?
– Él trabajaba para otras casas. Yo era mi propio jefe. ¿Qué tratos podíamos hacer?
– ¿Alguna vez le compró algo?
– ¿Por qué iba a hacerla?
– Me gustaría saber, por favor, qué hacían usted y Niki Landau en las ocasiones en que estaban solos, a menudo en capitales comunistas.
– Él alardeaba de sus conquistas. Le gustaba la buena música. La clásica.
– ¿Habló alguna vez con usted de su hermana? ¿De su hermana que aún está en Polonia?
– No.
– ¿Le manifestó alguna vez su resentimiento por el supuesto mal trato que su padre recibió de las autoridades británicas?
– No.
– ¿Cuándo fue su última conversación íntima con Niki Landau, por favor?
Barley se permitió finalmente mostrar una cierta irritación.
– Hace que parezcamos un par de maricas -se quejó.
El rostro de Quinn no se inmutó. Quizás él ya había hecho esa deducción.
– La pregunta era cuándo, señor Brown -dijo Todd, en un tono que sugería que su paciencia estaba siendo puesta a prueba.
– En Frankfurt, supongo. El año pasado. Un par de tragos en el «Hessischer Hof».
– ¿En la feria del libro de Frankfurt?
– Uno no va a Frankfurt a divertirse, muchacho.
– Ningún diálogo con Landau desde entonces? No recuerdo ninguno.
– ¿Nada en la feria del libro de Londres esta primavera?
Barley pareció reflexionar intensamente.
– ¡Oh, claro!, Stella. Tiene razón.
– ¿Perdón?
– Niki se había fijado en una chica que trabajaba para mí, Stella. Decidió que le gustaba. En realidad, le gustaban todas. Quería que yo les presentase.
– ¿Y lo hizo?
– Lo intenté.
– Hizo de celestina para él, ¿no es así?
– En efecto, muchacho.
– ¿Qué ocurrió?
– La invité a que viniera a tomar una copa en el «Roebuck», a la vuelta de la esquina, a las seis. Niki apareció, pero ella no.
– ¿Así que se quedó usted solo con Landau? ¿Mano a mano?
– En efecto. Mano a mano.
– ¿De qué hablaron?
– De Stella, supongo. Del tiempo. Podría haber sido de cualquier cosa…
– Señor Brown, ¿tiene usted mucha relación con antiguos ciudadanos soviéticos en el Reino Unido?
– El agregado cultural de vez en cuando. Si se digna contestar, que no es muy a menudo. Si viene un escritor soviético y la Embajada organiza una fiesta para él, yo también voy probablemente.
– Tenemos entendido que le gusta a usted jugar al ajedrez en cierto café de la zona de Camden Town, Londres.
– ¿Y…?
– ¿No es ése un café frecuentado por exilados rusos, señor Brown?
Barley levantó la voz, pero se mantuvo impasible por lo demás.
– Así que conozco a Leo. A Leo le gusta dirigir desde posiciones de debilidad. Conozco a Josef. Josef ataca todo lo que se mueve. No me acuesto con ellos y no les vendo secretos.
– Pero tiene usted una memoria muy selectiva, ¿verdad, señor Brown? Considerando las detalladas explicaciones que da de otros episodios y personas.
Pero Barley no se enfureció, lo cual hizo tanto más devastadora su respuesta. Por un momento, pareció que no iba a contestar siquiera; la tolerancia que ahora estaba tan profundamente instalada en él parecía indicarle que no se molestara.
– Recuerdo lo que es importante para mí, muchacho. Si no tengo una mente tan sucia como la de usted, eso es cosa suya.
Todd enrojeció. Y continuó enrojeciendo. La sonrisa de Larry se ensanchó hasta casi dividirle en dos el rostro. Quinn había adoptado una expresión ceñuda. Clive no había oído nada.
Pero Ned estaba radiante de satisfacción e incluso Russell Sheriton, sumido en un sueño de cocodrilo, parecía estar recordando, entre tantas decepciones, algo vagamente hermoso.
Esa misma tarde, mientras daba un paseo a lo largo de la playa, me encontré a Barley y a dos de sus guardianes que, fuera del alcance de la vista desde la mansión, lanzaban piedras lisas a ras del agua para ver quién conseguía más rebotes.
– ¡He ganado! ¡He ganado! -gritaba él, echándose hacia atrás y levantando los brazos hacia las nubes.
– Los mullahs están oliendo a herejía -declaró Sheriton durante la cena, obsequiándose con la última información sobre el estado de las cosas. Barley se había excusado alegando sufrir una jaqueca y había pedido que le llevasen una tortilla a la casa de la orilla-. La mayoría de estos tipos actúan sobre la base de un margen de seguridad. Eso significa aumentar los gastos militares y desarrollar cualquier nuevo sistema, por absurdo que sea, que traiga paz y prosperidad a la industria armamentística durante los próximos cincuenta años. Si no se acuestan con los fabricantes, sí es seguro que están comiendo con ellos. El «Pájaro Azul", les está contando una historia muy mala.
– ¿Y si es la verdad? -pregunté.
Con expresión triste, Sheriton se sirvió otro trozo de tarta de pacana.
– ¿La verdad? ¿Que los soviéticos no pueden actuar? ¿Que están reduciendo costes en todos los sectores y los bufones de Moscú no saben ni la mitad de las malas noticias porque los bufones que operan sobre el terreno les engañan para poder ganarse sus relojes de oro y su caviar gratis? ¿Cree usted que ésa es la verdad? -Tomó un bocado enorme, pero eso no alteró la forma de su cara-. ¿Cree usted que no se hacen ciertas desagradables comparaciones? -Se sirvió un poco de café-. ¿Sabe qué es lo peor para nuestros neandertales democráticamente elegidos? ¿Lo absolutamente peor? Las implicaciones contra nosotros. Moribundo en el lado soviético significa moribundo en nuestro lado. Los mullahs detestan eso. Y también los fabricantes. -Meneó la cabeza en gesto de desaprobación-. ¿Oír que los soviéticos no pueden obtener combustible sólido del estiércol, que los motores de sus cohetes succionan en vez de soplar? ¿Que sus errores de alarma temprana son peores que los nuestros? ¿Que su artillería pesada no puede ni tan siquiera ser sacada de los hangares? ¿Que nuestras estimaciones son ridículamente exageradas? Los mullahs reciben vibraciones terribles de esas cosas -reflexionó sobre la inconstancia de los mullahs-. ¿Cómo va uno a vender la carrera de armamentos cuando al único que tiene que vencer en la carrera es a uno mismo? «Pájaro Azul» es una información que constituye una amenaza vital. Muchos políticos espléndidamente pagados se hallan en grave peligro de encontrar rotos sus cuencas de arroz por causa de «Pájaro Azul». Usted quiere la verdad, ésa es.
– Entonces, ¿por qué se arriesgan? -objeté-. Si no es un programa popular, ¿por qué mantenerlo?
Y, de pronto, no supe dónde meterme.
No es frecuente que el viejo Palfrey ponga fin a una conversación, haga que todas las cabezas se vuelvan con asombro hacia él. Y ciertamente, no lo había pretendido esta vez. Sin embargo, Ned y Bob y Clive me estaban mirando como si hubiera perdido la razón, y los jóvenes de Sheriton -teníamos dos de ellos, si no recuerdo mal- dejaron cada uno sus tenedores y empezaron a secarse los dedos en sus servilletas.
Sólo Sheriton parecía no haber oído. Había decidido que un poco de queso no le haría ningún daño después de todo. Había atraído hacia sí la mesita auxiliar y examinaba el surtido. Pero ninguno de nosotros imaginaba que el queso absorbiera sus pensamientos, y no había para mí ninguna duda de que estaba ganando tiempo mientras reflexionaba en si debía responder y cómo.
– Harry -empezó cuidadosamente, dirigiéndose no a mí, sino a un trozo de queso danés-. Harry, le juro que tiene usted delante a un hombre consagrado a la paz y al amor fraterno. Quiero decir con esto que mi ambición fundamental es atacar a los belicistas del Pentágono de tal modo que nunca vuelvan a decirle al Presidente de los Estados Unidos que veinte conejos hacen un tigre, o que todo pesquero a cinco kilómetros de puerto es un submarino nuclear soviético al acecho. Tampoco quiero oír más idioteces sobre hacer agujeritos en el suelo para sobrevivir a una guerra nuclear. Yo soy un glasnóstico, Harry. He realizado ciertos descubrimientos sobre mí mismo. Nací glasnóstico, mis padres son viejos glasnósticos de toda la vida. Para mí, el glasnosticismo es una forma de vida. Yo quiero que mis hijos vivan.
– No sabía que tuviese usted hijos -dijo Ned.
– En sentido figurado -respondió Sheriton.
Pero si se prescindía de la envoltura, Sheriton nos estaba presentando una versión veraz de su nueva personalidad. Ned lo notaba. Yo lo notaba. Y, si Clive no lo notaba, era sólo porque había reducido deliberadamente sus percepciones. Se trataba de una verdad que radicaba no tanto en sus palabras, que con frecuencia iban destinadas a oscurecer sus sentimientos más que a expresarlos, cuanto en una nueva e irreprimible humildad que había impregnado sus modales desde sus azarosos días en Londres. A sus cincuenta años, después de un cuarto de siglo como camorrista de la guerra fría, Russell Sheriton estaba, por utilizar la expresión de Walter, sacudiendo los barrotes de su edad madura. Nunca se me había ocurrido que pudiera llegar a tenerle simpatía, pero aquella noche estaba empezando a cobrársela.
– Brady es listo -nos advirtió Sheriton con un bostezo mientras nos retirábamos-o Brady puede oír crecer la hierba.
Y Brady, se le mirara como se le mirase, era listo como pocos.
Se le notaba en su inteligente rostro y en la serena inmovilidad de su cuerpo. Su vieja chaqueta deportiva era más vieja que él, y al verle entrar en la sala se daba uno cuenta de que se complacía en carecer por completo de espectacularidad. Su joven ayudante llevaba también una chaqueta deportiva y, como su jefe, mostraba un elegante -desaliño.
– Parece que ha hecho usted una cosa magnífica, Barley -dijo alegremente Brady con su deje meridional, al tiempo que dejaba sobre la mesa su cartera de mano-. ¿Alguien le ha dado las gracias? Yo soy Brady y soy ya demasiado viejo como para andar con nombres chuscos. Éste es Skelton. Gracias.
De nuevo la sala de billar, pero sin la mesa y las sillas de respaldo recto de Quinn. En su lugar, nos hallábamos cómodamente retrepados en mullidos cojines. Se estaba fraguando una tormenta. Las vestales de Randy habían cerrado las contraventanas y encendido las luces. Cuando se levantó el viento, la mansión entera empezó a resonar como una hilera de botellas en un estante. Brady abrió su cartera, una joya de los tiempos en que sabían hacerlas. Como el profesor universitario que ocasionalmente era, llevaba una corbata azul de punto.
– Barley, ¿he leído en alguna parte, o estoy soñando, que en otro tiempo tocó usted el saxo en la banda del gran Ray Noble?
– En aquellos tiempos era un chico imberbe, Brady.
– ¿No era Ray el hombre más bondadoso que jamás ha conocido? ¿No hacía la mejor música que haya oído nunca? -preguntó Brady como sólo los meridionales pueden hacer.
– Ray era el más grande -Barley tarareó unos compases de Cherokee.
– Lástima lo de su política -dijo Brady, sonriendo-. Todos intentamos disuadirle de aquella estupidez, pero Ray no se avino a razones. ¿Ha jugado alguna vez con él al ajedrez?
– Sí, en efecto.
– ¿Quién ganó?
– Yo, creo. No estoy seguro. Sí, yo.
Brady sonrió.
– Yo también.
Skelton sonrió igualmente, a su vez.
Hablaron de Londres y de en qué parte de Hampstead vivía Barley: «Me encanta esa zona, Barley. Hampstead es mi idea de la civilización.» Hablaron de las bandas en que Barley había tocado. «¡Dios mío, no me diga que él anda todavía por ahí! ¡A su edad yo ni siquiera compraría plátanos verdes!» Hablaron de política británica, y Brady simplemente tenía que saber cómo era que Barley tenía tan mala opinión de la señora T.
Barley pareció verse obligado a reflexionar sobre eso y al principio guardó silencio. Quizás había captado la mirada de advertencia de Ned.
– Qué diablos, Barley, no es culpa suya si no tiene ningún adversario de categoría, ¿no?
– La mujer es una maldita comunista -gruñó Barley, para secreta alarma del bando británico.
Brady no se rió. Se limitó a enarcar las cejas y esperar, como hicimos todos.
– Dictadura electiva -continuó Barley, haciendo acopio de energías-. Mil piernas buenas, dos piernas piojosas. Dios bendiga a la corporación y maldiga al individuo.
Pareció disponerse a desarrollar esta tesis y luego cambió de idea y, para alivio nuestro, dejó las cosas como estaban.
Fue, sin embargo, un comienzo bastante intrascendente, y al cabo de diez minutos Barley debía de sentirse cómodo. Hasta que, con sus lánguidos modales, Brady llegó a «esta cosa actual en que usted se ha metido, Barley» y propuso que Barley hiciera de nuevo todo el recorrido con sus propias palabras, «pero centrándose en aquella histórica entrevista que ustedes dos tuvieron en Leningrado».
Barley accedió a los deseos de Brady, y, aunque quiero pensar que escuché tan atentamente como él, no oí en el relato de Barley nada que me pareciese contradictorio o particularmente revelador más allá de lo que ya figuraba registrado.
Y a primera vista, tampoco Brady pareció oír nada sorprendente, pues, cuando Barley hubo terminado, le dirigió una tranquilizadora sonrisa y dijo, con tono de aparente aprobación:
– Bueno, gracias, Barley. -Sus delgados dedos rebuscaron entre sus papeles-. Siempre digo que lo peor de espiar es el tener que andar haraganeando. Debe de parecerse a ser piloto de combate -dijo, seleccionando una hoja y observándola atentamente-. Un momento está en su casa cenando y al momento siguiente está zumbando a mil doscientos kilómetros por hora. Y luego, de vuelta otra vez en casa a tiempo para lavar los platos. -Al parecer, había encontrado lo que buscaba-. ¿Es eso lo que sintió usted, Barley, allá en Moscú?
– Algo así.
– ¿Haraganeando mientras esperaba a Katya? ¿Haraganeando mientras esperaba a Goethe? Parece que haraganeó bastante una vez que usted y Goethe hubieron terminado su conferencia, ¿no?
Con las gafas en la punta de la nariz, Brady estaba estudiando el papel antes de pasárselo a Skelton. Sabía que la pausa era deliberada, pero me asustó de todos modos, y creo que le asustó también a Ned, pues miró a Sheriton y luego, posó de nuevo la vista en Barley.
– Según nuestros informes, facilitados desde el terreno, usted y Goethe se separaron a eso de las 14.33, hora de Leningrado. ¿Ha visto la foto? Enséñesela, Skelton.
Todos la habíamos visto. Todos menos Barley. Mostraba a los dos hombres en los jardines del Smolny después de haberse despedido. Goethe se había vuelto. Las manos de Barley estaban todavía tendidas sobre él tras el abrazo de despedida. La impresión electrónica horaria estampada en el ángulo superior izquierdo señalaba las 14 horas, 33 minutos, 20 segundos.
– ¿Recuerda las últimas palabras que le dijo? -preguntó Brady, con aire de dulce reminiscencia.
– Le dije que publicaría su obra.
– ¿Recuerda las últimas palabras que él le dijo a usted?
– Quería saber si debía buscar otro ser humano decente.
– Extraordinaria despedida -observó sosegada mente Brady, mientras Barley continuaba mirando la fotografía y él Y Skelton le miraban-. ¿Qué hizo usted luego, Barley?
– Volví al «Europa» y entregué el material.
– ¿Qué camino siguió? ¿Recuerda?
– El mismo por el que fui allí. Trolebús a la ciudad y luego, un rato andando.
– ¿Tuvo que esperar mucho tiempo el trolebús? -preguntó Brady mientras su acento meridional se convertía, para mi oído al menos, más en un sonsonete burlón que en una digresión regional.
– Que yo recuerde, no.
– ¿Cuánto tiempo?
– Cinco minutos. Quizá más.
Hasta aquel momento, yo no podía recordar una sola ocasión en que Barley hubiera alegado una memoria imperfecta.
– ¿Mucha gente en la cola?
– No mucha. Unas cuantas personas. No las conté.
– El trolebús pasa cada diez minutos. El trayecto hasta la ciudad dura otros diez. El recorrido a pie, a su paso, hasta el «Europa», diez. Nuestros hombres lo han cronometrado en todas las direcciones. Diez es el máximo. Pero, según el señor y la señora Henziger, usted no se presentó en su habitación del hotel hasta las 15.55. Eso nos deja un hueco bastante grande, Barley. Como un agujero en el tiempo. ¿Quiere decirme cómo vamos a llenarlo? Supongo que no se iría a empinar el codo, ¿verdad? Llevaba usted una mercancía muy valiosa. Yo hubiera imaginado que deseaba desprenderse rápidamente de ella.
Barley se estaba tornando cauteloso, y Brady debía de haberse dado cuenta, pues su acogedora sonrisa meridional estaba ofreciendo una nueva clase de estímulo, la clase que decía «desembuche».
En cuanto a Ned, se hallaba completamente inmóvil, con los dos pies bien posadas en el suelo y la vista fija en el turbado rostro de Barley.
Sólo Clive y Sheriton parecían haberse comprometido a no manifestar absolutamente ninguna emoción.
– ¿Qué estuvo haciendo, Barley? -preguntó Barley.
– Vagabundear -respondió Barley, no mintiendo nada bien.
– ¿Con el cuaderno de Goethe? ¿El cuaderno que le confió a usted, juntamente con su vida? ¿Vagabundear? Eligió usted una tarde muy extraña para pasarse cincuenta minutos vagabundeando, Barley. ¿Adónde fue?
– Anduve paseando por la orilla del río. Por donde habíamos estado. Paddy me había dicho que fuese con calma. Que no me apresurase a volver al hotel, sino que regresara despacio.
– Es cierto -murmuró Ned-; Ésas fueron mis instrucciones a través del puesto en Moscú.
– ¿Durante cincuenta minutos? -insistió Brady, haciendo caso omiso de la intervención de Ned.
– No sé cuánto duró. No estuve mirando el reloj. Si va uno con calma, va con calma.
– ¿Y no se le pasó por la imaginación que con una cinta magnetofónica y una batería eléctrica en los pantalones, y un cuaderno lleno de material informativo de un valor potencialmente inestimable en su cartera de mano, la distancia más corta entre dos puntos podría ser una línea recta?
Barley se estaba encolerizando peligrosamente pero el peligro era para él mismo, como la expresión de Ned, y temo que la mía, podían haberle advertido.
– Mire, no me está escuchando, ¿verdad? -exclamó con aspereza-. Le he dicho que Paddy me indicó que fuese con calma. Así es como me adiestraron en Londres, en nuestro estúpido cursillo,
Vaya con calma. Nunca se dé prisa si lleva algo. Es mejor hacer el esfuerzo consciente de ir despacio.
Una vez más, el bueno de Ned trató de colaborar.
– Eso es lo que se le enseñó -dijo.
Pero estaba mirando a Barley mientras hablaba.
Brady también estaba mirando a Barley.
– ¿De modo que, vagabundeando, usted se alejó de la parada del trolebús, en dirección a la sede del Partido Comunista en el Instituto Smolny…, por no mencionar el Komsomol y otro par de santuarios comunistas, llevando el cuaderno de Goethe en su cartera? ¿Por qué hizo eso, Barley? Los agentes hacen a veces cosas extrañas en el campo de operaciones, no hace falta que me lo diga, pero esto me parece absolutamente suicida.
– ¡Estaba obedeciendo órdenes, Brady, maldita sea! ¡Estaba yendo con calma! ¿Cuántas veces tengo que decírselo?
Pero incluso durante su exabrupto se me ocurrió que Barley se hallaba cogido, no tanto en una mentira, como en un dilema. Había demasiada sinceridad en su exclamación, demasiada soledad en sus acosados ojos. Y Brady, dicho sea en su honor, parecía comprenderlo también así, pues no manifestaba ninguna señal de triunfo por la turbación de Barley, prefiriendo mostrarse amistoso en lugar de hostigarle.
– ¿Sabe, Barley? Mucha gente por aquí encontraría en extremo sospechoso un hueco como ése -dijo Brady-. Se representarían la imagen de usted sentado en el despacho o en el coche de alguien mientras ese alguien fotografiaba el cuaderno de Goethe o le daba órdenes. ¿Hizo usted algo de eso? Supongo que éste es el momento de decirlo si, en efecto, lo hizo. Nunca será un buen momento, pero éste es probablemente el mejor que vayamos a tener jamás.
– No.
– ¿No lo quiere decir?
– Eso no es lo que sucedió.
– Bueno, algo sucedió. ¿Recuerda qué pensaba usted mientras vagabundeaba?
– En Goethe. En publicar su obra. Destruyendo el templo si se veía en la precisión de hacerlo.
– ¿Qué templo es ése exactamente? ¿Podemos prescindir un poco de la metafísica?
– Katya. Los niños. Llevándoselos consigo si le cogen. No sé quién tiene derecho a hacer eso. No puedo discernirlo.
– Así que estuvo vagabundeando y tratando de discernirlo.
Quizá Barley estuvo vagabundeando, quizá no. Se había encerrado en un profundo silencio.
– ¿No habría sido más normal entregar primero el cuaderno y tratar de discernir la ética después? Me sorprende que pudiera usted pensar con claridad mientras tenía aquella maldita cosa abrasándole la cartera de mano. No estoy sugiriendo que ninguno de nosotros sea muy lógico en esas situaciones, pero aun conforme a las leyes de la ilógica, yo pensaría que se había colocado usted en una situación en extremo incómoda. Pienso que usted hizo algo. Creo que usted lo piensa también.
– Compré un sombrero.
– ¿Qué clase de sombrero?
– Un sombrero de piel. Un sombrero de mujer.
– ¿Para quién?
– La señorita Coad.
– ¿Una amiguita?
– Es la encargada de la casa de seguridad de Knightsbridge -intervino Ned antes de que Barley pudiera responder.
– ¿Dónde lo compró?
– En el camino entre la parada de tranvías y el hotel. No sé dónde. En una tienda.
– ¿Eso fue todo?
– Sólo un sombrero. Uno nada más.
– ¿Cuánto tiempo tardó?
– Tuve que hacer cola.
– ¿Cuánto tardó?
– No lo sé.
– ¿Qué más hizo?
– Nada. Compré un sombrero.
– Está mintiendo, Barley. No gravemente, pero, sin duda alguna, está mintiendo. ¿Qué más hizo?
– La telefoneé.
– ¿A la señorita Coad?
– A Katya.
– ¿Desde dónde?
– Desde una oficina de Correos.
– ¿Cuál?
Ned se había puesto una mano sobre la frente como para protegerse los ojos del sol. Pero la tormenta había comenzado ya, y al otro lado de la ventana el cielo y el mar se habían ennegrecido.
– No sé. Un sitio grande. Cabinas telefónicas bajo una especie de voladizo de hierro.
– ¿La llamó a su oficina o a su casa?
– A la oficina. Eran horas de oficina. A su oficina.
– ¿Por qué no le oímos hacerlo en las cintas?
– Las desconecté.
– ¿Cuál era el objeto de la llamada?
– Quería asegurarme de que se encontraba bien.
– ¿Cómo lo hizo?
– Dije hola. Ella dijo hola. Yo dije que estaba en Leningrado, que me había reunido con mi contacto y que todo iba bien. Cualquiera que escuchase pensaría que estaba hablando de Henziger. Katya sabría que estaba hablando de Goethe.
– Me parece razonable -dijo Brady con indulgente sonrisa.
– Dije que adiós otra vez hasta la feria del libro de Moscú y que se cuidase. Ella dijo que lo haría. Cuidarse, me refiero. Adiós.
– ¿Algo más?
– Le dije que destruyese los Jane Austen que le había dado. Que no eran la edición buena. Que le traería otros nuevos.
– ¿Por qué había de hacer eso?
– Los Jane Austen llevaban impresos en el texto preguntas dirigidas a Goethe. Eran duplicados de las preguntas que figuraban en el libro en rústica que él no quiso coger. Por si le hablaba ella, y no yo. Constituían un peligro para ella. Como, de todas formas, él no las iba a contestar, no quería que ella las tuviese en su casa.
Reinaba un silencio y una quietud absoluta en la sala. Sólo se oía el viento marino que hacía crujir las contraventanas.
– ¿Cuánto duró su conversación telefónica con Katya, Barley?
– No sé.
– ¿Cuánto dinero le costó?
– No sé. Pagué en el mostrador. Dos rublos y pico. Hablé mucho sobre la feria del libro. Y ella también. Yo quería escucharla.
Esta vez le correspondió a Brady guardar silencio.
– Tenía la impresión de que, mientras estuviese hablando, la vida era normal. Que ella se encontraba bien.
Brady tardó unos momentos en hablar y, luego, para sorpresa nuestra, puso fin a su actuación.
– O sea que fue una conversación intrascendente -sugirió, mientras empezaba a meter sus cosas en su vieja cartera de mano.
– Sí -asintió Barley-. Una charla.
– Como entre conocidos -prosiguió Brady, cerrando su cartera-. Gracias, Barley. Le admiro.
Barley salió, y continuamos sentados en la amplia sala de estar, con Brady en el centro.
– Deshágase de él, Clive -aconsejó Brady, con voz todavía impregnada de cortesía-. Es escamoso, es un riesgo y piensa demasiado. «Pájaro Azul» está levantando una marejada que usted no se imagina. Los distintos sectores están soliviantados, los generales de Aviación están frenéticos, Defensa dice que es un agente saboteador, el Pentágono acusa a la Agencia de promocionar mercancía falsificada. Su única esperanza es prescindir de este hombre y poner un profesional, uno de los nuestros.
– «Pájaro Azul» no tratará con un profesional -dijo Ned, y percibí la furia que hervía en su voz y comprendí que estaba a punto de estallar.
Skelton también tenía una sugerencia que hacer. Era la primera vez que le oía hablar, y tuve que alargar la cabeza para captar su cultivada voz de universitario.
– Al carajo con «Pájaro Azul» -dijo-. Es un traidor y un loco acosado por un sentimiento de culpabilidad y quién sabe qué más cosas es. Manténgale donde está. Díganle que si deja de producir le entregaremos a su propia gente, y a la chica con él.
– Si Goethe es buen chico recibirá su premio, de eso me encargo yo -prometió Brady-. Un millón no es problema. Diez millones, mejor. Si se le asusta y se le paga lo suficiente, quizá los neandertales crean que es sincero y veraz. Russell, mis saludos. Clive, ha sido un placer. Harry, Ned.
Con Skelton al lado, empezó a avanzar hacia la puerta.
Pero Ned no le estaba diciendo adiós. No levantó la voz ni dio un puñetazo sobre la mesa, pero tampoco reprimió el oscuro fulgor de sus ojos ni el filo acerado de sus palabras.
– ¡Brady!
– ¿Alguna idea, Ned?
– «Pájaro Azul» no se dejará amedrentar. Ni por ellos, ni por ustedes. El chantaje puede parecer muy bien en la sala de planificación, pero no dará resultado sobre el terreno. Escuche las cintas si no me cree. «Pájaro Azul» está buscando el martirio. A los mártires no se les amenaza.
– ¿Qué se hace con ellos entonces, Ned?
– ¿Le ha mentido Barley?
– No excesivamente.
– Él es sincero y directo. Mientras ustedes se andan con rodeos, «Pájaro Azul» va en línea recta a su objetivo. Y ha elegido a Barley como compañero. Barley es la única posibilidad que tenemos.
– Está enamorado de la chica -dijo Brady-. Es un tipo complicado. Es un peligro.
– Está enamorado de cientos de chicas. Se declara a cada chica que conoce. Él es así. No es Barley quien piensa demasiado, sino los hombres de ustedes.
Brady estaba interesado. No en su propia convicción, si es que tenía alguna, sino en la de Ned.
– Yo he tenido casos de todas clases -prosiguió Ned-. Y también usted. Algunos nunca son claros y directos, ni siquiera cuando han terminado. Éste lo fue desde el primer día, y si alguien lo está torciendo somos nosotros.
Nunca le había oído hablar con tanta vehemencia. Ni tampoco Sheriton, pues estaba paralizado, y quizá fue por eso podo que Clive se sintió obligado a intervenir con unos cuantos tópicos que permitiesen una salida momentánea.
– Sí, bueno, yo creo que tenemos ahí materia abundante de reflexión, Brady. Russell, tenemos que hablar con calma de esto. Quizás haya una vía intermedia. Es muy posible. ¿Por qué no realizamos sondeos? Explorar un poco la cuestión. Repasarla una vez más.
Pero nadie se había marchado. Brady, pese a las trivialidades dichas por Clive para que se fuera, había permanecido exactamente donde estaba, y observé en su rostro una especie de inusitada expresión de bondad que era como el hombre real bajo la máscara.
– Nadie nos contrató para que practicáramos el amor fraterno, Ned. Lo sabíamos cuando nos alistamos -sonrió-. Supongo que si se tratara de una cuestión de pura decencia, estaría usted dirigiendo la función en lugar de, aquí, el agente Clive.
Clive no se sintió complacido por la sugerencia, pero ello no le impidió escoltar a Brady hasta su jeep.
Por un momento pensé que estaba solo con Ned y Sheriton, hasta que vi a nuestro anfitrión, Randy, en el umbral de la puerta, con una expresión de absoluta incredulidad en el rostro.
– ¿Ése era el Brady -preguntó, sin aliento-. ¿El Brady al que le gustaba todo?
– Era Greta Garbo -respondió Sheriton-. Vete, Randy, por favor.
Debería seguir narrando cómo los jóvenes de Sheriton se llevan de nuevo a Barley y pasean con él parla playa y bromean con él y le muestran el plano de Leningrado y, trabajosamente, localizan la tienda en que fue comprado el sombrero de piel de lince de la señorita Coad, y cómo lo pagó y dónde podía tener el recibo si es que existía y si Barley había declarado el sombrero en la aduana de Gatwick y la oficina de Correos desde la que debía de haber hecho su llamada telefónica.
Debería describir las horas muertas que Ned y yo nos pasamos por las tardes en la casita de Barley, tratando de encontrar, sin conseguirlo, algún medio para sacarle de sus introspecciones.
Pues el alejamiento de Barley de nosotros -lo notaba aun entonces- no había cesado desde el momento en que por primera vez accedió a ser interrogado. Se había convertido en un peregrino solitario, pero ¿a dónde? ¿Desde dónde? ¿Por quién?
Y viene luego la mañana siguiente -de auténtico esplendor, como dicen allá; creo que debió de ser el jueves- cuando el avioncito del aeropuerto Logan nos trajo a Merv y Stanley a tiempo para que pudieran tomar su desayuno favorito de tortitas con tocino y miel.
La cocina de Randy conocía bien sus gustos.
Eran amables y corpulentos hombres de la tierra, con rostros de piedra pómez y grandes manos, y llegaron con el aspecto de un dúo de vodevil, con sombreros flexibles de color oscuro y cargados con una maleta de comisionista que mantuvieron cerca de ellos mientras comían, y depositaron después cuidadosamente sobre el suelo pintado de rojo de la sala de billar.
Su profesión había dado un aire inexpresivo a sus rostros, pero eran el tipo que más agrada a nuestro Servicio…, soldados de a pie honrados, leales, sin complicaciones, con un trabajo que hacer y unos chicos que alimentar, que amaban a su país sin alharacas ni exhibicionismos.
Merv llevaba el pelo rapado de tal modo que semejaba una simple pelusa. Stanley tenia las piernas arqueadas y lucía en la solapa alguna especie de emblema patriótico.
– Puede ser usted Jesucristo, señor Brown. Puede ser un mecanógrafo de mil quinientos al mes -había dicho Sheriton mientras permanecíamos suplicantes en la casa de Barley-. Es vudú, es alquimia, es espiritismo, es lectura de las hojas de té. Y, si no lo supera, está perdido.
Luego habló Clive. Clive podía encontrar razones para cualquier cosa.
– Si no tiene nada que ocultar, ¿por qué habría de preocuparse? -dijo-. Es su versión de la Ley de Secretos Oficiales.
– ¿Qué dice Ned? -preguntó Barley.
Nada de Nedsky ya. Ned.
Había en la respuesta de Ned un aire de derrota que nunca olvidaré, y también en sus ojos. El interrogatorio de Barley por parte de Brady había hecho tambalearse su fe en sí mismo e, incluso, en su hombre.
– La elección es suya -dijo tristemente-. Y, como para sí mismo-: Y bastante desagradable si quiere que le diga la verdad.
Barley se volvió hacia mí, exactamente igual que había hecho antes, cuando le pregunté si se sometería al interrogatorio americano.
– ¿Harry? ¿Qué hago?
¿Por qué insistía en mi opinión? No era justo.
Supongo que mi aspecto era tan desasosegado como el de Ned.
Ciertamente, así era como me sentía, aunque logré encogerme alegremente de hombros.
– O les complace y sigue adelante con el asunto, o les dice que se vayan al diablo. Usted decide -respondí, de forma muy semejante a como había hecho la ocasión anterior.
El eterno abogado.
De nuevo el silencio de Barley. Su indecisión dando paso lentamente a la resignación. Su alejamiento de nosotros mientras mira a través de la ventana hacia el mar.
– Bueno, esperemos que no me cojan diciendo la verdad -dice. Se pone en pie y sacude los brazos, al tiempo que afloja los hombros, mientras los demás, como otros tantos mayordomos, nos confirmamos mutuamente con furtivas miradas y movimientos de cabeza que nuestro amo había dicho sí.
En su trabajo, Merv y Stanley tenían la respetuosa presteza de los verdugos. O habían traído consigo la silla o había permanentemente en la isla una para ellos, un trono de madera de respaldo recto, con un brazo tallado en el lado izquierdo. Merv la instaló cerca del enchufe eléctrico mientras Stanley hablaba a Barley como a un abuelo.
– Señor Brown, ésta no es una situación en la que usted deba esperar hostilidad. Nuestro deseo es que no se vea usted turbado por una relación con sus interrogadores. El interrogador no es un adversario, es un funcionario imparcial. El trabajo lo hace la máquina. Tenga la bondad de quitarse la chaqueta, no hace falta que se suba las mangas, señor, ni que se desabroche la camisa, gracias. Muy tranquilo ahora, por favor, natural y relajado.
Mientras tanto, con suma delicadeza, Merv deslizó sobre el bíceps izquierdo de Barley la membrana de un aparato para medir la presión arterial hasta que quedó sobre la arteria de la cara interior del codo. Luego la infló hasta que el limbo graduado indicó cincuenta miligramos, mientras Stanley, con el celo de un preparador de boxeo, ajustaba un tubo de goma de dos centímetros y medio de diámetro en torno al pecho de Barley, cuidando de evitar los pezones para no producirle escoriaciones. Luego, Stanley pasó un segundo tubo sobre el abdomen de Barley, mientras Merv deslizaba un dedil doble sobre los dos dedos centrales de la mano izquierda de Barley, con un electrodo en su interior para captar la respuesta de las glándulas sudoríparas y de la piel galvanizada y los cambios de temperatura de la piel que escapan al control del sujeto…, así al menos lo proclaman los conversos, pues hice que Stanley me explicara previamente todo, de forma parecida a como un preocupado pariente se informa de antemano sobre los detalles de la intervención quirúrgica de un ser querido. A algunos especialistas en polígrafos, Harry, les gustaba colocar una banda adicional en torno a la cabeza, como un encefalógrafo. A Stanley, no. A algunos les gustaba gritar y hostigar al sujeto. A Stanley, no. Stanley consideraba que muchas personas se sentían turbadas por una pregunta acusatoria, fuesen o no culpables.
– Señor Brown, le rogamos que no haga ningún movimiento, ni rápido ni lento -estaba diciendo Merv-. Si realiza usted un movimiento, estamos expuestos a encontrarnos con una violenta alteración de la pauta seguida, que originará una nueva comprobación, una repetición de las preguntas. Gracias. Primero, quisiéramos establecer una norma. Entendemos por norma un nivel de voz, un nivel de respuesta física, imagine un sismógrafo, usted es la Tierra, usted hace moverse la aguja. Gracias, señor. La respuesta ha de ser solamente «sí» o «no», por favor, y responda siempre verazmente. Hacemos una interrupción cada ocho preguntas, para aflojar entonces la presión sobre su brazo y evitar que esté usted incómodo. Mientras se afloja la presión del tensímetro sostendremos una conversación normal, pero nada de humor, por favor, ni ninguna excitación excesiva de ningún tipo. ¿Se llama usted Brown?
– No.
– ¿Tiene usted un nombre diferente del que está utilizando?
– Sí.
– ¿Es usted británico de nacimiento, señor Brown?
– Sí.
– ¿Ha venido usted aquí en avión, señor Brown?
– Sí.
– ¿Ha venido usted aquí en barco, señor Brown?
– No.
– ¿Ha contestado verazmente a mis preguntas hasta el momento, señor Brown?
– Sí.
– ¿Se propone contestar verazmente a mis preguntas durante todo el resto de esta prueba, señor Brown?
– Sí.
– Gracias -dijo Merv, con una suave sonrisa, mientras Stanley soltaba el aire del tensímetro-. Ésas son las que llamamos preguntas irrelevantes. ¿Casado?
– En este momento, no.
– ¿Hijos?
– Dos.
– ¿Chicos o chicas?
– Uno de cada.
– Hombre sabio. ¿Ya está? -Empezó a inyectar aire de nuevo-. Vamos ahora con las preguntas relevantes. Tranquilo. Relájese.
En la maleta abierta, las cuatro espectrales garras metálicas describían sus cuatro dentados perfiles violáceos sobre el papel cuadriculado, mientras las cuatro agujas negras oscilaban dentro de sus esferas. Merv había cogido una hoja con una serie de preguntas y se había sentado a una mesita al lado de Barley. Ni siquiera a Russell Sheriton se le había permitido conocer las preguntas que los anónimos inquisidores de Langley habían seleccionado. No debía permitirse que ninguna intromisión casual de los convecinos terrestres de Barley desvirtuara los poderes mágicos de la caja.
Merv hablaba con una tonalidad inexpresiva. Merv, estaba seguro, se enorgullecía de la imparcialidad de su voz. Él era la Marcha del Tiempo. Él era el Control de Houston.
– Estoy conscientemente involucrado en una conspiración para suministrar información falsa a los Servicios de Inteligencia de Gran Bretaña y los Estados Unidos de América. Sí, estoy involucrado en ella. No, no estoy involucrado en ella.
– No.
– El móvil que me impulsa es promover la paz entre las naciones. ¿S¡ o no?
– No.
– Estoy trabajando en colusión con el Servicio Secreto soviético.
– No.
– Estoy orgulloso de mi misión en favor del comunismo mundial.
– No.
– Estoy trabajando en colusión con Niki Landau.
– No.
– Niki Landau es mi amante.
– No.
– Fue mi amante.
– No.
– Yo soy homosexual.
– No.
Una interrupción, mientras Stanley aflojaba de nuevo la presión.
– ¿Cómo se encuentra, señor Brown? ¿No tendrá demasiado dolor?
– Nunca es suficiente, muchacho. Me crezco en él.
Pero me di cuenta de que en estas interrupciones no le mirábamos a él. Mirábamos al suelo, o nos mirábamos las manos, o mirábamos a los árboles, que, zarandeados por el viento, parecían hacernos señas desde el otro lado de la ventana. Le tocaba ahora el turno a Stanley. Un tono más cálido, pero la misma inexpresividad mecánica.
– Estoy trabajando en colusión con la mujer Katya Orlova y su amante.
– No.
– Al hombre que llamo Goethe lo conozco como agente de los Servicios Secretos soviéticos.
– No.
– El material que me ha entregado ha sido preparado por los Servicios Secretos soviéticos.
– No.
– Soy víctima de una trampa sexual.
– No.
– Se me está haciendo objeto de chantaje.
– No.
– Se me está haciendo objeto de coacciones.
– Sí.
– ¿Por parte de los soviéticos?
– No.
– Se me está amenazando con la ruina financiera si no colaboro con los soviéticos.
– No.
Otra interrupción. Tercera ronda. Turno de Merv.
– Mentí cuando dije que había telefoneado a Katya Orlova desde Leningrado.
– No.
– Desde Leningrado llamé a mi control soviético y le conté mi conversación con Goethe.
– No.
– Soy el amante de Katya Orlova.
– No.
– He sido amante de Katya Orlova en algún momento.
– No.
– Se me está haciendo objeto de chantaje con respecto a mi relación con Katya Orlova.
– No.
– He dicho hasta ahora la verdad durante toda esta entrevista.
– Sí.
– Soy un enemigo de los Estados Unidos de América.
– No.
– Mi propósito es socavar la preparación militar de los Estados Unidos de América.
– ¿Le importa repetirme eso, muchacho?
– Párala -dijo Merv, y Stanley paró el funcionamiento de la máquina, mientras Merv hacía con lápiz una anotación en el papel cuadriculado-. No rompa el ritmo, por favor, señor Brown. Tenemos personas que hacen eso adrede cuando quieren zafarse de una pregunta delicada.
Cuarta ronda, y de nuevo el turno de Stanley. Continuaba el monótono zumbido de las preguntas, y estaba claro que éstas no cesarían hasta que hubieran alcanzado el nadir de su vulgaridad. Los «no» de Barley habían adquirido un ritmo mortecino y una pasividad burlona. Permanecía sentado tal y como le habían colocado. Yo nunca le había visto tanto tiempo quieto.
Volvieron a interrumpirse, pero Barley ya no se relajaba entre dos rondas. Su inmovilidad se estaba tornando insoportable. Tenía la barbilla levantada, sus ojos estaban cerrados y parecía sonreír. Sólo Dios sabía de qué. A veces, su «no» sonaba antes del final de una frase. A veces, esperaba tanto que los dos hombres se detenían y levantaban la vista, el uno de sus esferas, el otro de sus papeles, y me pareció que les asaltaba la inquietud del torturador por la posibilidad de haber presionado demasiado a su hombre. Hasta que, finalmente, volvía a sonar el «no», ni más alto ni más bajo, una carta retrasada en el correo.
¿De dónde obtiene su estoicismo? No, no, a todo. ¿Por qué permanece ahí sentado como un hombre preparándose para las indignidades de la edad, pronunciando mansamente «no»? ¿Qué significa esta mansedumbre, no, sí, no, no, hasta la hora de comer, en que le separan de la máquina?
Pero, en otra parte de mi cabeza, yo creo que conocía la respuesta, aunque aún no podía expresarla con palabras: su realidad se había desplazado a otro lugar.
Espiar es esperar.
Esperamos tres días, y todavía se pueden contar las horas en mis cabellos grises. Nos habíamos dividido conforme a un criterio de antigüedad: Sheriton fue con Bob y Clive a Langley; Ned se quedó en la isla con su pupilo y Palfrey permaneció con ellos como apoyo, aunque constituía un misterio para mí qué era lo que yo estaba apoyando. Para entonces detestaba ya la isla, y sospechaba que Ned y Barley también, aunque no podía aproximarme a Ned más de lo que podía hacerla a Barley. Se había tornado remoto y, por el momento, taciturno. Algo le había ocurrido a su orgullo.
Así pues, esperábamos. Y jugábamos aturdidamente al ajedrez, terminando raras veces una partida. Y escuchábamos a Randy hablar de su yate. Y permanecíamos atentos al teléfono. Y escuchábamos los chillidos de las aves y el latido del mar.
Fue una temporada loca, y las extravagancias del apartado lugar con sus humeantes cielos y sus tormentas y sus retazos de idílica belleza la hicieron más loca aún. Una «niebla de mazmorra», como la llamó Randy, nos envolvió, y con ella nos invadió un insensato temor a no poder abandonar nunca la isla. La niebla despejó, pero nosotros seguíamos allí. La intimidad compartida hubiera debido aproximamos más, pero los dos hombres se habían retirado a sus dominios. Ned a su cuarto y Barley a su aire libre. Mientras la lluvia azotaba la isla como una perdigonada, yo miraba a través de la chorreante ventana y vislumbraba a Barley subiendo por el acantilado con su impermeable de hule, levantando las rodillas como si forcejeara con unos zapatos incómodos… o, una vez, jugando al criquet con Edgar, el guardián, en la playa, valiéndose de un palo arrojado hasta allí por las aguas y una pelota de tenis. En los intervalos soleados lucía una vieja gorra náutica de color azul que había desenterrado de un baúl de marinero que había en su habitación. La llevaba con una torva expresión en el semblante y los ojos fijos en las inconquistadas colonias. Un día. Edgar apareció con un viejo perro amarillento que había encontrado en alguna parte y lo hicieron correr de un lado a otro entre ellos. Otro día, se celebraba una regata frente a la costa del continente, y una multitud de blancos yates se congregaron en círculo como diminutos dientes. Barley estuvo contemplándolos interminablemente, encantado al parecer con el carnaval, mientras Edgar se mantenía a cierta distancia, observando a Barley.
Está pensando en su Hannah, pensé. Está esperando que la vida le depare el momento de elegir. Hasta mucho más tarde no se me ocurrió que algunas personas no toman sus decisiones de esa manera.
Mi última imagen de la isla tiene las apropiadas distorsiones de un sueño. Yo había hablado con Clive por teléfono sólo una o dos veces, lo que para él era virtualmente un silencio absoluto. Una vez, deseaba saber «cómo van los ánimos de tus amigos» y por lo que me dijo Ned deduje que a él ya le había hecho la misma pregunta. Y otra vez necesitaba saber las disposiciones que yo había tomado para la compensación de Barley, incluyendo las subvenciones a su compañía¡ y si el dinero saldría de nuestros propios fondos o revestiría la forma de un presupuesto complementario. Yo tenía a mano unas cuantas notas y pude aclararle la cuestión.
Es mediodía, y el New York Times y el Washington Post acaban de llegar a la mesa del cuarto de estar. Yo estoy inclinado sobre ellos cuando oigo a Randy gritarles a los guardianes que se ponga Ned al teléfono. Al volverme, veo al propio Ned que entra por el lado del jardín y cruza el vestíbulo a grandes zancadas en dirección a la sala de comunicaciones. Levanto la vista hacia el rellano del primer piso y veo allí a Barley, una silueta inmóvil. Hay allí arriba varios viejos armarios librería, y esa mañana ha persuadido a Randy para que se los abra, a fin de curiosear un poco. Es el rellano de la ventana semicircular, la que da sobre las hortensias hacia el mar.
Está en pie, con la espalda vuelta y un libro colgando de una larga mano, y está mirando al Atlántico. Tiene los pies separados, y su mano libre está levantada, como tantas veces, hacia algún punto cercano a su cabeza, como si tratara de parar un golpe. Debe de haber oído todo lo que está pasando… el grito de Randy, luego los apresurados pasos de Ned a través del vestíbulo, seguidos del golpe de la puerta de la sala de comunicaciones al cerrarse. El suelo del rellano está embaldosado y las pisadas suben repicando por el hueco de la escalera como rechinantes campanas de iglesia. Puedo oírlas ahora, cuando Ned sale de la sala de comunicaciones, avanza unos pasos y se detiene.
– ¡Harry! ¿Dónde está Barley?
– Aquí arriba -dice sosegadamente Barley por encima de la barandilla.
– ¡Le han dado el conforme! -grita Ned, alborozado como un escolar-. Presentan sus disculpas. He hablado con Bob. He hablado con Clive. He hablado con Haggarty. Goethe es el material más importante que han manejado en muchos años. Oficial. Irán por él cien por cien. No habrá ya más vacilaciones. Ha derrotado usted todo su aparato.
Ned estaba ya acostumbrado a los modales distraídos de Barley, por lo que no hubiera debido sorprenderse al ver que no daba muestras de haberle oído. Su mirada continuaba fija en el Atlántico. ¿Le parecía estar viendo hundirse un barco? A todo el mundo le pasa. Si se contempla durante suficiente tiempo el mar en las costas de Maine, se los ve en todas partes, una vela, un casco, ahora la manchita de la cabeza o la mano de un superviviente, hundiéndose bajo las olas para no volver más a la superficie. Hay que seguir mirando largo rato para darse cuenta de que está uno viendo los pandiones y los cormoranes buscar sus presas.
Pero, en su excitación. Ned se siente herido. Es uno de esos raros momentos en él que el profesional baja su guardia y deja al descubierto el hombre inacabado del interior.
– ¡Va usted a volver a Moscú, Barley! Eso es lo que quería, ¿no? Verlo otra vez.
Y Barley al fin, preocupado por haber herido los sentimientos de Ned. Barley volviéndose a medias para que Ned pueda ver su sonrisa.
– Sí, muchacho. Claro que sí. Justo lo que quería.
Mientras tanto, es mi turno en la sala de comunicaciones. Randy me está haciendo señas para que entre.
– ¿Eres tú, Palfrey?
Lo soy.
– Langley se va a hacer cargo del caso -dice Clive, como si esto fuese la otra parte de la gran noticia-. Lo clasifican en el apartado de plenitud de medios. Es lo más lejos que van -añade con tono terminante.
– ¡Oh!, vaya. Enhorabuena-digo y, apartándome el teléfono de la oreja, lo miro con incredulidad mientras el pausado deje de Clive continúa manando de él como un grifo que nada puede cerrar.
– Quiero que redactes inmediatamente un documento de acuerdo, Palfrey, y prepara un contrato completo que cubra las contingencias habituales. Los tenemos comiendo en nuestra mano, así que espero que seas firme. Firme pero justo. Estamos tratando con gente muy realista, Palfrey. Inflexible.
Más. Más todavía. Y aún más. Langley se hará cargo de la pensión y la nueva instalación de Barley como garantía de su total control operacional. Langley participará en términos de igualdad en el manejo de la fuente, pero tendrá voto de calidad en caso de desacuerdo.
– Están preparando una lista de compras a gran escala, Palfrey, cubriendo todos los campos. Se lo van a llevar a Estado, Defensa, el Pentágono y los órganos científicos. Todas las más grandes cuestiones del momento serán examinadas y planteadas para que «Pájaro Azul» responda a ellas. Conocen los riesgos, pero eso no les arredra. El que nada arriesga nada gana, razonan. Eso requiere valor.
Es su voz oficial. Clive se encuentra a sus anchas.
– En la gran coyuntura ataque-defensa, Palfrey, nada existe en el vacío -explica con tono solemne, citando, estaba yo seguro, lo que alguien le había dicho una hora antes-. Es una cuestión de la más fina sintonía. Cada pregunta es tan importante como cada respuesta. Ellos lo saben. Lo comprenden con toda claridad. No pueden rendir mayor homenaje a la fuente que prepararle un cuestionario sin limitaciones. Es algo que no han hecho desde hace muchos, muchos años. Rompe todos los precedentes. Los precedentes próximos, por lo menos.
– ¿Lo sabe Ned? -pregunto, cuando me deja meter baza.
– No puede. Ninguno de nosotros puede. Estamos hablando de las más altas clasificaciones estratégicas.
– Quiero decir que si sabe que les has regalado su pupilo.
– Quiero que vengas inmediatamente a Langley y discutas nuestras condiciones con tus colegas de aquí. Randy se encargará del transporte. ¿Palfrey?
– ¿Lo sabe? -repito.
Clive hace uno de sus silencios telefónicos, en los que se supone que debe uno reflexionar en todos los errores que ha cometido.
– Ned será puesto al corriente cuando vuelva a Londres, gracias.
Lo cual será bastante pronto. Hasta entonces, espero que no digas nada. Se respetará el papel de la Casa Rusia. Sheriton valora el enlace. Incluso se ampliará en ciertos aspectos, quizá permanentemente. Ned debería sentirse agradecido.
En ningún lugar fue recibida la noticia más jubilosamente que en la Prensa comercial británica. Matrimonio con futuro, pregonaba Booknews pocas semanas después en su reportaje de presentación de la feria del libro de Moscú. El compromiso del que hace tiempo se venía hablando entre «Abercrombie & Blair», de Norfolk Street, Strand, y «Potomac Traders, Inc.,» de Boston, Mass., ¡ESTÁ EN MARCHA! El empresario Jack Henziger ha acabado finalmente flor colocarse junto a Barley Scott Blair, de «A. & B.» en una nueva compañía mixta denominada «Potomac & Blair», que proyecta una agresiva campaña en los mercados del bloque oriental, que van abriéndose rápidamente. «Esto es un escaparate sobre el mañana», declara confiado Henziger.
Feria del Libro de Moscú, ¡ahí vienen!
El suelto informativo iba acompañado de una risueña fotografía de Barley y Jack Henziger estrechándose la mano por encima de un jarrón de flores. La fotografía fue tomada por el fotógrafo del Servicio en la casa de seguridad de Knightsbridge. Las flores, suministradas por la señorita Coad.
Me reuní con Hannah al día siguiente de mi regreso de la isla y di por supuesto que haríamos el amor. Tenía un aire majestuoso y espléndido, que es el aspecto que presenta siempre cuando llevo algún tiempo sin verla. Era jueves, así que llevaba a su hijo Giles, de catorce años, a la consulta de algún bastardo médico detrás de Harley Street. Nunca me he interesado por Giles, probablemente porque sé que fue concebido en la fase de reacción, demasiado poco tiempo después de que la hubiera devuelto a Derek. Nos sentamos en nuestro habitual cafetucho, bebiendo té rancio mientras ella esperaba a que Giles saliese, y fumaba, cosa que detesto. Pero la deseaba, ella lo sabía.
– ¿En qué sitio de América? -preguntó, como si importase.
– No lo sé. Alguna isla llena de pandiones y mal tiempo.
– Apuesto a que no eran pandiones auténticos.
– Sí que lo eran. Allí son muy comunes.
Y en la tensión de sus ojos vi que ella también me deseaba.
– De todos modos, tengo que llevar a Giles a casa -dijo, cuando nos hubimos leído suficientemente uno a otro nuestros pensamientos.
– Mándalo en un taxi -sugerí.
Mas para entonces nos hallábamos mutuamente enfrentados una vez más, y el momento había pasado.