Katya despertó bruscamente y, como después se persuadió a sí misma, con una inmediata percepción de que aquél era el día. Katya era una mujer soviética emancipada, pero la superstición se resistía a morir en ella.
– Tenía que ser -se dijo más tarde.
A través de las raídas cortinas, un sol blanquecino comenzaba a aparecer sobre las plazas de cemento de su suburbio del norte de Moscú. A su alrededor, los bloques de apartamentos construidos en ladrillo se alzaban como andrajosos gigantes rosados hacia un cielo desierto.
Es lunes, pensó. Estoy en mi cama. Después de todo, me siento libre. Estaba pensando en su sueño.
Una vez despierta, permaneció inmóvil unos momentos, patrullando su mundo secreto y tratando de ahuyentar de su mente sus malos pensamientos. Y al no conseguido, saltó de la cama e, impulsivamente, como hacía la mayoría de las cosas, se zambulló con destreza fruto de la práctica entre las ropas colgadas y los elementos del cuarto de baño y se duchó.
Era una mujer hermosa, como había observado Landau. Su alto cuerpo era de formas rotundas, pero no gordo, con cintura esbelta y piernas fuertes. Tenía una abundante cabellera negra que se tornaba exuberante cuando la descuidaba. Su rostro era travieso pero inteligente y parecía animar todo cuanto había a su alrededor. Ya estuviera vestida o desnuda, no podía hacer ningún gesto que no resultase graciosamente atractivo.
Cuando se hubo duchado, cerró cuanto le fue posible las llaves del agua y, luego, lo completó con un golpeteo del mazo de madera. Canturreando por lo bajo, cogió el espejito y regresó al dormitorio para vestirse. La calle de nuevo: ¿dónde estaba? ¿En Leningrado o en Moscú? La ducha no había disuelto su sueño.
Su dormitorio era muy pequeño, el más pequeño de los tres cuartos que componían su minúsculo apartamento, una alcoba con un armario y una cama. Pero Katya estaba acostumbrada a estas limitaciones, y sus rápidos movimientos mientras se cepillaba el pelo, lo retorcía y se lo sujetaba para ir a la oficina, tenían una elegancia sensual aunque desenfadada. De hecho, el apartamento podría haber sido mucho más pequeño si no hubiera tenido derecho Katya a veinte metros adicionales por su trabajo. Tío Matvey valía otros nueve; los gemelos y su propio ingenio explicaban el resto. No tenía ningún reparo que poner al apartamento.
Quizá la calle estaba en Kiev, pensó, recordando una reciente visita allí. No. Las calles de Kiev son anchas, pero la mía era estrecha.
Mientras se vestía, el bloque comenzó a despertar, y Katya fue percibiendo con una sensación de gratitud los rituales del mundo normal. Primero, a través de la pared contigua llegó el sonido del despertador de los Goglidz señalando las seis y media, seguido del aullido de su perro lobo pidiendo que lo soltaran. Los pobres Goglidz, debo llevad es un regalo, pensó. La semana anterior Natasha había perdido a su madre, y el viernes el padre de Otar había sido urgentemente ingresado en el hospital con un tumor cerebral. Les daré un poco de miel, pensó -y en el mismo instante se encontró dirigiendo una sonrisa de saludo a un antiguo amante, un pintor marginal que contra todas las probabilidades de la Naturaleza se las había arreglado para mantener un enjambre de abejas ilegales en un tejado situado detrás del Arbat. La había tratado vergonzosamente, le aseguraban sus amigos. Pero Katya siempre le defendía en su interior. Después de todo, era un artista, un genio quizás. Era un amante maravilloso, y entre sus accesos de furia la había hecho reír. Sobre todo, le había amado por conseguir lo imposible.
Después de los Goglidz llegó el llanto de la hijita de los Voljov, que estaba echando sus primeros dientes, y, un momento después atravesaba la tarima del suelo el retumbar de su nuevo tocadiscos estéreo japonés interpretando el último rock americano. ¿Cómo diablos podían permitirse tales cosas, se preguntó Katya, con Elizabeth siempre embarazada y Sasha con 160 al mes? Después de los Voljov se oyó a los nunca sonrientes Karpov, para ellos solamente Radio Moscú. Hacía una semana, se había desplomado el balcón de los Karpov, matando a un policía y un perro. Los graciosos del bloque habían querido hacer una colecta para el perro.
Se convirtió en Katya la abastecedora. Los lunes había una posibilidad de obtener pollos y verduras frescas traídas privadamente del campo durante el fin de semana. Su amiga Tanya tenía un primo que actuaba informalmente como tratante para los pequeños granjeros. Telefonear a Tanya.
Pensando en esto, pensó también en las entradas para el concierto. Había tomado su decisión. En cuanto llegase a la oficina recogería las dos entradas para el concierto de la Filarmónica que el editor Barzin le había prometido como reparación por sus insinuaciones con ella bajo el efecto de la bebida en la fiesta del Uno de Mayo. Ella ni se había dado cuenta siquiera de sus insinuaciones, pero Barzin se estaba torturando por algo, ¿y quién era ella para interponerse en su sentimiento de culpabilidad…, especialmente si adoptaba la forma de entradas para el concierto?
A la hora de comer, después de la compra, negociaría las entradas con el portero Morozov, que le había prometido veinticuatro pastillas de jabón de importación envueltas en papel decorativo. Con el jabón, compraría la pieza de tela de pura lana que el gerente de la tienda de ropas tenía guardada en el almacén para ella. Katya se negaba resueltamente a preguntarse por qué. Aquella tarde, después de la recepción húngara entregaría la tela a Olga Stanislavsky, quien, a cambio de favores a concretar, confeccionaría dos camisas de cowboy en la máquina de coser fabricada en Alemania Oriental que recientemente había cambiado por su vieja «Singer» familiar, eran una para cada gemelo por su cumpleaños. Y tal vez sobrara tela suficiente para conseguirles a los dos una revisión privada del dentista.
Así que adiós concierto. Estaba decidido.
El teléfono se hallaba en el cuarto de estar, donde dormía su tío Matvey, y era un precioso modelo polaco de color rojo. Volodya lo había sacado clandestinamente de su fábrica y había tenido la atención de no llevárselo consigo cuando hizo su salida final. Pasando de puntillas ante el dormido Matvey -y dirigiéndole una mirada cariñosa, pues Matvey había sido el hermano favorito de su padre-, llevó el teléfono por el pasillo estirando de su largo cordón extensible, lo puso sobre la cama y empezó a marcar antes de haber decidido con quién hablar primero.
Durante veinte minutos, fue llamando a sus amigos, hablando principalmente de cosas intrascendentes, pero también de algunas más íntimas. En dos ocasiones, al colgar el teléfono, alguien le llamó a ella. El más actual director cinematográfico checo estuvo la noche anterior en casa de Zoya. Alexandra dijo que era devastador y que hoy ella se liaría la manta ala cabeza y le telefonearía, pero ¿qué podía utilizar como pretexto? Katya reflexionó y le hizo una sugerencia. Tres escultores de vanguardia, hasta el momento prohibidos, iban a celebrar su propia exposición en el Sindicato de Ferroviarios. ¿Por qué no invitarle a que le acompañara a la exposición? Alexandra quedó encantada. Katya siempre tenía las mejores ideas.
Los jueves por la noche se podía comprar carne de estraperlo en la trasera de un camión-frigorífico, en la carretera a Sheremetyevo, dijo Lyuba; pregunta por un tártaro llamado Jan, ¡pero no dejes que se te acerque! En una tienda situada detrás de la calle Kropotkin se vendían piñas cubanas, dijo Olga; menciona a Dmitri y paga el doble de lo que pidan.
Al colgar, Katya descubrió que estaba siendo perseguida por el libro americano sobre desarme que le había prestado Nasayan, con sus caracteres latinos. Nasayan era el nuevo director de la colección de no ficción. A nadie le caía bien, nadie comprendía cómo había conseguido el puesto. Pero se observó que él guardaba la llave de la única fotocopiadora, lo que le situaba de lleno en las lóbregas filas del estamento oficial. Katya tenía sus estanterías de libros en el pasillo, abarrotadas desde el suelo hasta el techo y desbordándolo. Empezó a buscado. El libro era un caballo de Troya. Lo quería fuera de su casa, y a Nasayan con él.
– ¿Va a traducido alguien, entonces? -le había preguntado ella con tono serio, mientras él paseaba por su despacho, mirando de soslayo sus cartas y hurgando en el montón de manuscritos sin leer-. ¿Por eso quiere que lo lea?
– Pensé que era algo que podría interesarle -había respondido-. Usted es madre. Liberal, cualquier cosa que eso signifique. Usted adoptaba una postura arrogante con respecto a Chernobyl y los ríos y los armenios. Si no quiere, no se lo lleve.
Descubriendo su desdichado libro entre Hugh Walpole y Thomas Hardy, lo envolvió en un periódico, lo metió en la bolsa, y luego, colgó la bolsa del pomo de la puerta de la calle porque, así como lo recordaba todo últimamente, así también lo olvidaba todo.
¡El pomo que compramos juntos en el Rastro!, pensó, con un sentimiento de compasión. ¡Volodya, mi pobre querido e intolerable marido, reducido a alimentar tu nostalgia histórica en un piso comunal con cinco malolientes separados como tú!
Concluidas sus llamadas telefónicas, regó apresuradamente sus plantas y, luego, fue a despertar a los gemelos. Estaban durmiendo diagonalmente en su cama sencilla. En pie ante ellos, Katya los miró intimidada, sin atreverse por un momento a tocados. Luego sonrió para que viesen su sonrisa al despertarse.
Durante la hora siguiente, se dedicó por completo a ellos, cosa que hacía todos los días. Preparó su kasha, peló sus naranjas y cantó alegres canciones con ellos, terminando con la Marcha de los entusiastas, su favorita, que entonaron al unísono, con la barbilla sobre el pecho como héroes de la Revolución, sin saber, aunque Katya sí lo sabía y no dejaba de sentirse regocijada por ello, que estaban cantando la melodía de un himno de marcha nazi. Mientras tomaban su té, les envolvió el almuerzo, pan blanco para Sergey, pan negro para Anna, y pastel de carne dentro para los dos. Y después, le abrochó el cuello a Sergey y enderezó el pañuelo de Anna y les dio a los dos un beso antes de cepillarles el pelo porque el director de su escuela era un paneslavista que predicaba que la pulcritud era un acto de homenaje al Estado.
Y cuando hubo hecho todo esto, se puso en cuclillas y cogió en brazos a los gemelos, como había venido haciendo cada lunes durante las cuatro últimas semanas.
– ¿Qué tenéis que hacer si mamá no viene una noche, si tiene que ir a una conferencia o visitar a alguien que está enfermo? -preguntó animadamente.
– Telefonear a papá y decirle que venga a estar con nosotros -respondió Sergey, soltándose.
– Y yo cuidaré de tío Matvey -dijo Anna.
– Y si papá también está fuera, ¿qué hacéis?
Empezaron a reír nerviosamente, Sergey porque la idea le turbaba y Anna porque le excitaba la perspectiva del desastre.
– ¡Ir a casa de tía Olga! -exclamó Anna-. ¡Darle cuerda al canario mecánico de tía Olga! ¡Hacerle cantar!
– ¿Y cuál es el número de teléfono de tía Olga? ¿Podéis cantarlo también?
Lo cantaron, retorciéndose de risa, los tres. Los gemelos continuaban riendo todavía mientras bajaban bulliciosamente delante de ella por la maloliente escalera que servía de nido de amor a los adolescentes y de bar a los alcohólicos, y, al parecer, a todos menos a ellos, de urinario. Saliendo a la luz del sol, cruzaron el parque cogidos de la mano, con Katya en medio, en dirección a la escuela.
– ¿Y cuál es el objetivo de tu vida hoy, camarada? -preguntó Katya a Sergey con fingida ferocidad mientras le enderezaba una vez más el cuello.
– Servir con todas mis fuerzas al pueblo y al Partido.
– ¿Y?
– ¡No dejar que Vitaly Rogov me pispe el almuerzo!
Más risas mientras los dos gemelos se separaban de ella y echaban a correr escaleras arriba por los peldaños de piedra, y Katya quedaba despidiéndoles con la mano hasta que desaparecieron.
En el Metro, lo veía todo demasiado brillantemente y desde lejos. Obervó el aire sombrío que tenían los pasajeros, como si ella misma no fuese también uno de ellos; y cómo todos parecían estar leyendo periódicos de Moscú, cosa que habría sido inimaginable un año antes, cuando los periódicos no servían más que como papel higiénico y para tapar rendijas. Otros días, Katya podría haber ido leyendo uno también; o, si no, un libro o un manuscrito para el trabajo. Pero hoy, pese a sus esfuerzos por liberarse de su estúpido sueño, estaba viviendo demasiadas vidas a la vez. Le estaba preparando una sopa de pescado a su padre, a fin de compensar algún acto de testarudez. Estaba soportando una lección de piano en casa de la anciana Tatiana Sergeyevna y siendo reprendida por inconstancia. Estaba corriendo por la calle, sin poder despertarse. O la calle estaba corriendo tras ella. Que fue por lo que estuvo a punto de olvidar hacer el trasbordo de tren.
Al llegar a su oficina, que era una fría construcción moderna de escamosa madera y húmedo cemento -más adecuada para una piscina, pensaba siempre, que para una editorial estatal-, le sorprendió ver unos obreros serrando y martilleando en el vestíbulo de la entrada, y por un momento tuvo la desagradable impresión de que estaban construyendo un patíbulo para su ejecución pública.
– Es nuestra asignación -susurró el viejo Morozov, que siempre tenía que decirle algo-. El dinero nos fue adjudicado hace seis años. Ahora algún burócrata ha consentido en firmar la orden.
El ascensor estaba siendo reparado, como de costumbre. En Rusia, pensó, ascensores e iglesias estaban siempre en reparación. Se dirigió a la escalera y empezó a subirla rápidamente, sin saber el porqué de la prisa, dando alegre y ruidosamente los buenos días a quienquiera que los necesitase. Pensando después en su apresuramiento, se preguntó si no la habría aguijoneado subconscientemente el timbre de su teléfono, porque, al entrar, allí estaba, sonando furiosamente sobre su mesa.
Cogió el auricular y dijo «Da», jadeante, pero evidentemente, habló demasiado pronto, pues lo primero que oyó fue una voz de hombre preguntando en inglés por Madame Orlova.
– Madame Orlova al habla -respondió, también en inglés.
– ¿Madame Yekaterina Orlova?
– ¿Quién es, por favor? -preguntó, sonriendo-. ¿Lord Peter Wimsey quizá? ¿Quién es?
Uno de mis estúpidos amigos gastando una broma. Otra vez el marido de Lyuba con la esperanza de conseguir una cita. Y luego se le secó la boca.
– Ah, bien, me temo que usted no me conoce. Soy Scott Blair. Barley Scott Blair, de «Abercrombie & Blair», en Londres, editores, y he venido en viaje de negocios. Creo que tenemos un amigo común, Niki Landau. Niki insistió mucho en que la llamara. ¿Qué tal está?
– Muy bien, ¿y usted? -se oyó Katya decir a sí misma, y sintió descender sobre ella una nube ardiente y brotar un dolor en el centro de su estómago, justo debajo de las costillas. En el mismo momento entró Nasayan, con las manos en los bolsillos y sin afeitar, que era su forma de manifestar profundidad intelectual. Al ver que estaba hablando, encorvó los hombros y volvió su feo rostro hacia ella con una mueca de desagrado, queriendo que colgase.
– Bonjour, Katya Borisovna -dijo sarcásticamente.
Pero la voz del teléfono estaba ya hablando de nuevo, imponiéndose sobre ella. Era una voz recia, por lo que supuso que se trataba de alguien alto. Era resuelta, por lo que supuso alguien arrogante, la clase de inglés que lleva trajes caros, carece de cultura y camina con las manos a la espalda.
– Escuche, voy a decirle por qué le llamo -estaba diciendo-. Al parecer, Niki prometió buscarle algunas viejas ediciones de Jane Austen con los dibujos originales, ¿no? -no le dio tiempo a decir si era o no cierto-. Sólo he traído un par de ellas, bastante bonitas realmente, y me preguntaba si podríamos quedar en algún lugar que nos viniese bien a los dos para dárselas.
Cansado de mirarla ceñudamente, Nasayan estaba curioseando en los papeles de su bandeja de entrada, como tenía por costumbre.
– Es usted muy amable -dijo ella al teléfono, utilizando su voz más impersonal. Había cerrado su rostro, haciéndolo inexpresivo y oficial. Eso era para Nasayan. Había cerrado su mente. Eso era para ella misma.
– Niki le manda también como una tonelada de té Jackson -continuó la voz.
– ¿Una tonelada? -exclamó Katya-. ¿De qué está hablando?
– A decir verdad, ni siquiera sabía que Jackson seguía en el negocio. Antes tenía una tienda maravillosa en Piccadilly, a unos portales de «Hatchard». El caso es que tengo tres clases diferentes de té delante de mí…
Había desaparecido.
Le han detenido, pensó Katya. No ha llamado. Es mi sueño otra vez. Dios del cielo, ¿qué hago ahora?
– …Assam, Darjeeling y Orange Pekoe. ¿Qué diablos es un pekoe? A mí me suena más como un ave exótica.
– No sé. Sospecho que será una planta.
– Y yo sospecho que tiene razón. De todos modos, la cuestión es ¿cómo puedo dárselas? ¿Puedo llevárselas a algún sitio? ¿O puede pasarse por el hotel y tomamos una copa y nos presentamos formalmente?
Ella estaba aprendiendo a apreciar sus divagaciones. Le estaba dando tiempo de reponerse. Se pasó los dedos por entre el pelo, descubriendo con sorpresa que estaba ordenado.
– No me ha dicho en qué hotel se hospeda -objetó severo.
Nasayan volvió vivamente la cabeza hacia ella con gesto de desaprobación.
– Pues también es verdad. ¡Qué ridículo por mi parte! Estoy en el «Odessa», ¿conoce el «Odessa»? ¿Justo arriba de la carretera desde la vieja casa de baños? Me he aficionado a él y es donde siempre pido alojarme, aunque no siempre lo consigo. Tengo los días bastante ocupados con reuniones…, siempre ocurre así cuando viene uno en una visita rápida, pero las noches las tengo relativamente libres por el momento, si es que le parece bien. Quiero decir que qué tal esta noche…, no hay tiempo mejor que el presente…, ¿le vendría bien esta noche?
Nasayan estaba encendiendo uno de sus inmundos cigarrillos, aunque toda la oficina sabía que ella detestaba el humo de tabaco. Tras encenderlo, lo levantó en el aire y le dio una chupada con sus labios de mujer. Katya le hizo una mueca, pero él no se dio por aludido.
– Me parece perfecto -dijo Katia, con su tono más militar-. Esta noche tengo que asistir a una recepción oficial en su distrito. Está organizada en honor de una importante delegación de Hungría -añadió, no muy segura de a quién quería impresionar-. Llevábamos semanas esperando este momento.
– Estupendo. Maravilloso. Diga una hora. ¿Las seis? ¿Las ocho? ¿Cuál le viene mejor?
– La recepción es a las seis. Llegaré quizás a las ocho y cuarto.
– Quizás ocho y cuarto, entonces. Ha cogido el nombre, ¿verdad? Scott Blair. Scott, como el de la Antártida. Soy alto y desgarbado, de unos doscientos años, con gafas a través de las que no puedo ver. Pero Niki me dice que usted es la réplica soviética de la Venus de Milo, así que espero reconocerla de todas formas.
– ¡Eso es ridículo! -exclamó ella, riendo aun a su pesar.
– Estaré rondando por el vestíbulo, esperándola, pero ¿por qué no le doy el número de teléfono de mi habitación, sólo por si acaso? ¿Tiene un lápiz?
Cuando colgó, las contradictorias pasiones que habían ido acumulándose en ella rompieron sus diques, y se volvió hacia Nasayan con ojos llameantes.
– Grigory Tigranovich. Cualquiera que sea su posición aquí, no tienen ningún derecho a invadir así mi despacho, inspeccionar mi correspondencia y escuchar mis conversaciones telefónicas. Aquí tiene su libro. Si quiere decirme algo, dígalo más tarde.
Luego cogió un manuscrito de traductor sobre los logros de las cooperativas agrícolas cubanas y, con manos heladas, empezó a pasar las páginas, fingiendo contarlas. Transcurrió una hora entera antes de telefonear a Nasayan.
– Debe usted perdonar mi enfado -dijo-. Este fin de semana ha muerto un íntimo amigo mío. Me he dejado dominar por los nervios.
Para la hora del almuerzo había cambiado de planes. Morozov podía esperar sus entradas, el tendero sus pastillas de jabón de lujo, Olga Stanislavsky su tela. Echó a andar, cogió un autobús, no un taxi. Volvió a caminar, cruzando un patio tras otro hasta encontrar el destartalado edificio que estaba buscando y el callejón que discurría junto a él. «Así es como puede contactar conmigo cuando me necesite -había dicho él-. El portero es amigo mío. No sabrá siquiera quién ha hecho la señal.»
Tienes que creer en lo que estás haciendo, se recordó a sí misma.
Creo. Creo absolutamente.
Tenía en la mano la postal pictórica, un Rembrandt del Ermitage de Leningrado. «Recuerdos a todos», decía su mensaje, firmado «Alina», y un corazón.
Había encontrado la calle. Estaba en ella. Era la calle de su pesadilla. Oprimió el timbre, tres veces, y luego echó la tarjeta por debajo de la puerta.
Una perfecta mañana moscovita, fúlgida y sugerente, el aire alpino, un día para perdonar todos los pecados. Concluida la llamada telefónica, Barley salió de su hotel y, de pie en la cálida acera, relajó la tensión de sus hombros y sus muñecas y volvió a un lado y otro la cabeza en movimiento giratorio mientras volcaba su mente hacia fuera y dejaba que la ciudad ahogara sus temores con sus contradictorios olores y voces. El hedor a petróleo ruso, tabaco, perfume barato y agua de río… ¡hola! Dos días más aquí y no me daré cuenta de que os estoy oliendo. Las esporádicas cargas de caballería de los coches…, ¡hola! Los pardos camiones persiguiéndose sobre los baches entre gigantescos eructos de sus motores. El fantasmal vacío entre unos y otros. Las limusinas con sus ventanillas ennegrecidas, los edificios carentes de todo indicativo resquebrajándose prematuramente…, ¿eres un bloque de oficinas, un cuartel o una escuela? Los muchachos fumando en los portales, esperando. Los chóferes, leyendo periódicos en sus coches aparcados, esperando. El silencioso grupo de hombres solemnes y tocados con sombrero, mirando fijamente una puerta cerrada, esperando.
¿Por qué me atraía siempre?, se preguntó, contemplando su vida en tiempo pasado, según costumbre recientemente adquirida. ¿Por qué seguía volviendo aquí? Se sentía animoso y brillante, no podía evitarlo. No estaba acostumbrado al miedo.
Por su forma de ser, decidió. Porque pueden soportar las penalidades mejor que nosotros. Por su amor a la anarquía y su terror al caos, y la tensión entre ambos.
Porque Dios siempre encontraba excusas para no venir aquí. Por su universal ignorancia y por el esplendor que irrumpe a su través. Por su sentido del humor, tan bueno como el nuestro, y mejor.
Porque ellos son la última gran frontera en un mundo absolutamente descubierto. Porque con tanto ahínco se esfuerzan en ser como nosotros y arrancan desde tan lejos.
Por el enorme corazón que late en el interior de la enorme confusión. Porque la confusión es mía.
Llegaré quizás a las ocho y cuarto, había dicho ella. ¿Qué era lo que había percibido en su voz? ¿Precaución? ¿Precaución para quién? ¿Para ella misma? ¿Para él? ¿Para mí? En nuestra profesión el correo es el mensaje.
Mira al exterior, se dijo Barley a sí mismo. El exterior es el único sitio en que estar.
Un grupo de chicas con vestidos de algodón y chicos con chaquetas de sarga azul trotaban con aire decidido desde el Metro, camino del trabajo o la instrucción. Las sombrías expresiones de sus rostros se trocaban con facilidad en risa a una sola palabra. Al ver al extranjero, le observaron con frías miradas, sus redondas gafas, sus gastados zapatos hechos a mano, su viejo traje imperialista. En Moscú, ya que en ningún otro sitio, Barley Blair observaba la corrección burguesa en el vestir.
Uniéndose a la corriente de personas, se dejó llevar por ella, sin importarle por dónde iba. En contraste con su estado de ánimo resueltamente alegre, las colas ante las tiendas de comestibles tenían un aire inquieto y desasosegado. Los héroes del trabajo y los veteranos de guerra, mal vestidos y con el pecho cubierto de medallas que tintineaban bajo el sol mientras se abrían paso por entre la multitud, tenían aspecto de ir a llegar tarde adondequiera que fuesen. Hasta su lentitud parecía tener un aire de protesta. En el nuevo clima, no hacer nada constituía por sí solo un acto de oposición. Porque no haciendo nada no cambiamos nada. Y no cambiando nada nos aferramos a lo que conocemos, aunque sean los barrotes de nuestra propia cárcel.
Llegaré quizá a las ocho y cuarto.
Al llegar al ancho río, Barley volvió a demorar el paso, haraganeando. En la otra orilla, las cúpulas de cuento de hadas del Kremlin se elevaban en un cielo sin nubes. Una Jerusalén con la lengua arrancada, pensó. Tantas torres, y ni una campana. Tantas iglesias, y apenas una oración pronunciada.
Oyendo una voz junto a él, se volvió demasiado bruscamente y vio a un matrimonio de ancianos vestidos con sus mejores ropas que le preguntaban el camino a alguna parte. Pero Barley el de la memoria perfecta conocía pocas palabras de ruso. Era una música que había escuchado con frecuencia sin hacer acopio del valor necesario para penetrar en sus misterios.
Se echó a reír e hizo un gesto de excusa.
– No lo hablo, amigo. Soy una hiena imperialista. ¡Inglés!
El anciano le agarró la muñeca en señal de amistad.
En toda ciudad extranjera en que había estado alguna vez, personas desconocidas le preguntaban el camino a lugares que no conocía en idiomas que no entendía. Sólo en Moscú le bendecían por su ignorancia.
Volvió sobre sus pasos, deteniéndose ante desaliñados escaparates, fingiendo examinar lo que ofrecían. Muñecas de madera pintada. ¿Para quién? Polvorientas latas de fruta, ¿o eran de pescado? Baqueteados paquetes que colgaban de una cuerda roja y cuyo contenido era un misterio, quizá pekos. Tarros de muestras médicas variadas, iluminados por bombillas de diez vatios. Se estaba aproximando de nuevo a su hotel. Una campesina de mirada turbia le tendió un ramo de tulipanes envuelto en papel de periódico,
– Muy amable por su parte -exclamó, y rebuscando en los bolsillos encontró un billete de un rublo.
Un «Lada» verde estaba aparcado ante la puerta del hotel, con el radiador aplastado. En su parabrisas había una tarjeta con las letras VAAP escritas a mano, El conductor estaba inclinado sobre el capó retirando las hojas del limpiaparabrisas como precaución contra el robo.
– ¿Scott Blair? -le preguntó Barley-. ¿Me busca a mí?
El conductor no le prestó la más mínima atención, sino que continuó con su trabajo.
– ¿Blair? -dijo Barley-. ¿Scott?
– ¿Son para mí, querido? -preguntó Wicklow, acercándosele por detrás-. Todo en orden -añadió en voz baja-. Sin moros en la costa.
Wicklow cubriría las espaldas, había dicho Ned. Wicklow sabrá si está usted siendo seguido. Wicklow ¿y quién más?, se preguntó Barley. La noche anterior, nada más inscribirse en el hotel, Wicklow se había desvanecido hasta después de la medianoche, y, al ir a acostarse, Barley le había visto desde la ventana, hablando en la calle con dos jóvenes vestidos con pantalones vaqueros.
Subieron al coche. Barley echó los tulipanes sobre la repisa posterior. Wicklow se sentó en el asiento delantero, charlando animadamente con el conductor en su perfecto ruso. El conductor lanzó una estruendosa carcajada. Wicklow rió también.
– ¿Le importa contármelo? -preguntó Barley.
Wicklow lo estaba haciendo ya.
– Le he preguntado si le gustaría llevar a la reina cuando venga aquí en su visita oficial. Según un proverbio muy popular por aquí, si robas, roba un millón; si jodes, jade con una reina.
Barley bajó la ventanilla y tabaleó rítmicamente con los dedos en el borde. La vida era una fiesta hasta las, quizás ocho y cuarto.
– ¡Barley! Bienvenido a Berberia, mi querido amigo. Por amor de Dios, hombre, no me des la mano en el umbral, ya tenemos bastantes problemas. Tienes un aspecto absolutamente saludable -se lamentó, alarmado, Alik Zapadny cuando tuvieron tiempo de examinarse mutuamente-o ¿Por qué no estás con resaca, si me permites que lo pregunte? ¿Estás enamorado, Barley? ¿Te has vuelto a divorciar? ¿Qué has estado haciendo que necesitas confesarte conmigo?
El tenso rostro de Zapadny le examinó con desesperada penetración, estampadas para siempre en sus demacradas mejillas las huellas de la prisión. Cuando Barley le conoció, Zapadny era un dudoso traductor caído en desgracia que trabajaba bajo otros nombres. Ahora era un dudoso héroe de la reconstrucción, vestido con camisa blanca y traje negro.
– He oído la Voz, Alik -explicó Barley, experimentando un acceso del viejo afecto, mientras le entregaba un paquete de números atrasados del The Times envueltos en papel marrón-. En la cama a las diez, con un buen libro. Te presento a Len Wicklow, nuestro especialista ruso. Sabe acerca de ti más que tú mismo, ¿verdad, Leonard Carl?
– ¡Bueno, gracias a Dios que alguien sabe! -exclamó Zapadny, teniendo buen cuidado de no agradecer el regalo-. Nos estamos volviendo últimamente tan inseguros de nosotros mismos que nuestro gran misterio ruso está siendo exhibido a la luz pública. A propósito, ¿cuánto sabe usted acerca de su nuevo jefe, señor Wicklow? ¿Está enterado, por ejemplo, de cómo emprendió por sí solo la tarea de instruir a la Unión Soviética? Él tenía la fascinante visión de cien millones de trabajadores soviéticos carentes de instrucción adecuada que anhelaban perfeccionarse en sus horas de ocio. Les vendería una amplia diversidad de libros sobre cómo aprender griego y trigonometría y ciencia doméstica básica. Tuvimos que explicarle que el hombre de la calle soviético se considera a sí mismo finito y en sus horas de ocio está borracho. ¿Sabe qué le compramos en su lugar para tenerle contento? ¡Un libro de golf! No imagina cuántos de nuestros dignos ciudadanos se sienten fascinados por su capitalista golf. -Y apresuradamente, todavía una peligrosa broma-. No es que tengamos capitalistas aquí. ¡Oh Dios mío!, no.
Se hallaban sentadas diez personas a una mesa amarilla bajo un icono de Lenin hecho de chapa de madera. Hablaba Zapadny, y los otros escuchaban y fumaban. Ninguno de ellos, que Barley supiera, estaba autorizado para firmar un contrato o aprobar un acuerdo.
– Bueno, Barley, ¿quieres decirme qué es toda esa tontería de que has venido aquí para comprar libros soviéticos? -preguntó Zapudny a manera de cortesía inicial, levantando las enarcadas cejas y juntando las yemas de los dedos como Sherlock Holmes-. Los ingleses nunca compráis nuestros libros. En lugar de ello, hacéis que nosotros compremos los vuestros. Además, estás arruinado, por lo menos eso es lo que nos dicen nuestros amigos de Londres. «A. & B., están viviendo del buen aire de Dios y del whisky escocés, dicen. Personalmente, me parece una dieta excelente. Pero ¿por qué has venido? Yo creo que sólo querías una excusa para visitarnos otra vez.
Pasaba el tiempo. La mesa amarilla flotaba en los rayos de sol. Sobre ella se alzaba una nube de humo de cigarrillos. Por la mente de Barley cruzaban imágenes en blanco y negro de Katya en forma fotográfica. El diablo es la excusa de toda muchacha. Tomaron té en bellas tazas de Leningrado. Zapadny estaba pronunciando su habitual alocución contra la idea de hacer tratos directamente con editores soviéticos, eligiendo a Wicklow como auditorio: evidentemente, se estaba desarrollando bien la permanente guerra entre VAAP y el resto del mundo. Dos hombres de pálida tez entraron unos momentos a escuchar y volvieron a salir. Wicklow se estaba ganando simpatías repartiendo «Gauloises» azules.
– Hemos tenido una inyección de capital, Alik -se oyó a sí mismo explicar Barley desde muy lejos-o Los tiempos han cambiado. Rusia está de moda últimamente. No tengo más que decirles a los chicos de las pelas que estoy formando una lista rusa y vendrán corriendo detrás de mi a toda la velocidad que les permitan sus cortas piernas.
– Pero, Barley, esos chicos, como tú los llamas pueden hacerse hombres muy rápidamente -advirtió Zapadny, el gran sofisticado, con una nueva y suave carcajada-. En particular cuando están deseando que se les devuelva el dinero, diría yo.
– Es lo que te describí en mi télex, Alik. Quizá no has tenido tiempo de leerlo -dijo Barley-. Si las cosas se desarrollan conforme a nuestros planes, «A. & B.» lanzará una nueva serie dedicada íntegramente a cosas rusas este año. Ficción, no ficción, poesía, juveniles, ciencias. Tenemos una nueva línea en medicina popular, todo en rústica. Los temas viajan, y también las reputaciones de los autores. Nos gustaría que colaborasen auténticos médicos y científicos soviéticos. No queremos cría de ovejas en Mongolia Exterior ni piscifactorías en el Círculo Ártico, pero si tenéis temas razonables que sugerir, estamos aquí para escuchar y comprar. Anunciaremos nuestra lista en la próxima feria del libro de Moscú, y, si las cosas van bien, publicaremos nuestros primeros seis títulos en la primavera próxima.
– Y, perdóname, Barley, ¿tienes ahora una organización de ventas, o sigues confiando en la intervención divina como antes? -preguntó Zapadny, con su rebuscada finura.
Resistiendo a la tentación de decirle a Zapadny que cuidara sus modales, Barley continuó:
– Estamos negociando un acuerdo de distribución con varias importantes editoriales y pronto efectuaremos un anuncio. Excepto para la ficción. Para la ficción utilizaremos nuestro propio equipo ampliado -dijo, sin poder recordar en absoluto por qué habían tomado esta extraña decisión ni, de hecho, si realmente la habían tomado.
– La ficción sigue siendo el buque insignia de «A. & B.», señor -explicó devotamente Wicklow, ayudando a Barley a salir del trance.
– La ficción siempre debería ser el buque insignia de uno -le corrigió Zapadny-. Yo diría que la novela es el más grande de todos los maratones. Eso es sólo mi opinión personal, naturalmente. Es la forma más elevada de arte. Más elevada que la poesía, más elevada que el relato breve. Pero, por favor, no divulgues mis palabras.
– Bueno, digamos que son sólo las superpotencias literarias -dijo aduladoramente Wicklow.
Muy complacido, Zapadny se volvió hacia Barley.
– En la ficción, deberíamos, como en este caso especial, suministrar nuestro propio traductor y percibir un cinco por ciento adicional de derechos sobre la traducción -dijo.
– No hay problema -respondió alegremente Barley en su sueño-. Actualmente, ésa es la clase de dinero que «A. & B.» pone bajo la bandeja.
Pero, para asombro de Barley, Wicklow intervino vivamente.
– Disculpe, señor, eso significa duplicar el importe de los derechos de publicación. No creo que podamos hacer frente a eso. Seguramente, no ha oído bien lo que estaba diciendo el señor Zapadny.
– Tiene razón -dijo Barley, irguiéndose bruscamente-. ¿Cómo diablos podemos soportar otro cinco por ciento?
Sintiéndose como un mago disponiéndose a realizar su siguiente número de ilusionismo, Barley sacó de su cartera una carpeta y extendió bajo los rayos de sol media docena de satinados prospectos.
– Nuestra conexión americana aparece descrita en la página dos -anunció-. «Potomac Boston» es nuestro socio en el proyecto. «A. & B.» comprará los derechos en lengua inglesa de cualquier obra soviética y los venderá a «Potomac» para todo el territorio de América del Norte. Ellos tienen una filial en Toronto, así que añadiremos el Canadá. ¿Verdad, Wickers?
– Sí, señor.
¿Cómo diablos aprendía Wicklow tan rápidamente toda esta basura?, pensó Barley.
Zapadny estaba todavía examinando el prospecto, pasando una rígida e inmaculada página tras otra.
– ¿Has editado tú esta mierda, Barley? -preguntó cortésmente.
– No, «Potomac» -respondió Barley.
– Pero el río Potomac está muy lejos de la ciudad de Boston -objetó Zapadny, aireando sus conocimientos de geografía americana para los pocos que los compartían-. A menos que lo hayan cambiado de sitio recientemente, está en Washington. Me pregunto qué mutua atracción puede existir entre la ciudad de Boston y ese río. ¿Estamos hablando de una compañía antigua, Barley, o de una nueva?
– Nueva en el ramo. Antigua en el mercado. Son comerciantes, antes de Washington y ahora de Boston. Capital especulador. Cartera diversificada. Producción cinematográfica, aparcamientos, máquinas tragaperras, prostitución y cocaína. Lo habitual. La editorial es sólo una de sus actividades marginales.
Pero mientras sonaban las risas, a quien oía mentalmente hablar era a Ned. «Enhorabuena, Barley. Aquí, Bob, ha encontrado un ricachón de Boston que está dispuesto a aceptarle como socio. Todo lo que tiene que hacer es gastar su dinero.»
Y Bob, con sus grandes pies y su chaqueta de mezclilla, sonriendo la sonrisa del comprador.
Once y media. Ocho horas y cuarenta y cinco minutos hasta las quizás ocho y cuarto.
– El chofer quiere saber qué debe esperar cuando se encuentre con la reina -estaba gritando entusiásticamente Wicklow por encima del respaldo-. Le preocupa realmente. ¿Acepta sobornos? ¿Manda ejecutar a la gente por pequeñas infracciones? ¿Qué se siente viviendo en un país gobernado por dos feroces mujeres?
– Dígale que es agotador, pero que nos sobreponemos -dijo Barley con un enorme bostezo.
Y, habiéndose refrescado con un trago de su botella, se recostó en los cojines y despertó para encontrarse siguiendo a Wicklow por el corredor de una prisión. Salvo que, en lugar de los gritos de los encarcelados, era el silbido de una tetera lo que oía y el repiqueteo de un ábaco sonando en la oscuridad. Un momento después, Wicklow y Barley se hallan en las oficinas de una compañía ferroviaria británica, cosecha de 1935. Bombillas cubiertas de huellas de moscas y difuntos ventiladores eléctricos cuelgan de las vigas de hierro fundido. Amazonas con pañuelos en la cabeza presiden máquinas de escribir cirílicas, grandes como hornos. Gruesos libros de contabilidad abarrotan los polvorientos estantes. Montones de cajas de zapatos llenas de carpetas de cuero se elevan desde la tarima del suelo hasta los alféizares.
– ¡Barley! ¡Cristo! ¡Bienvenido a Prometeo Desencadenado! Me dicen que por fin tienes algo de dinero. ¿Quién te lo dio? -grita una figura de edad media ataviada con equipo de combate estilo Fidel Castro, saltando hacia ellos a través del desorden-. Vamos a negociar directamente, ¿eh? ¡Al diablo con esos gilipollas de VAAP!
– ¡Yuri, qué alegría verte! Te presento a Len Wicklow, nuestro director de habla rusa.
– ¿Es usted espía?
– Sólo en mis ratos libres, señor.
– ¡Cristo! ¡Un tipo majo! Me recuerda a mi hermano pequeño.
Están en Madison Avenue. Persianas venecianas, mapas murales y sillones. Yuri es gordo, exuberante y judío. Barley le ha traído una botella de «Black Label» y unos pantys para su bella y nueva esposa. Abriendo la botella de whisky, Yuri insiste en servirlo en las tazas de té. Entran en el éter ruso. Hablan de Bulgakov, Platonov, Ajmatova. ¿Será autorizado Solzhenitsyn? ¿Y Brodsky? Hablan de Una serie de escritores ingleses contemporáneos que han encontrado arbitrariamente favor oficial y, por consiguiente, fama en Rusia, Barley no ha oído hablar de algunos y detesta a otros. Carcajadas, brindis, noticias de amigos ingleses, muerte a los gilipollas de VAAP. Rusia está cambiando por momentos, ¿se ha enterado Barley? ¿Vio aquel artículo en el Moscow News del pasado jueves sobre los chiflados neofascistas de Pmayat, con su trasnochado nacionalismo y su antisemitismo y su antitodo menos ellos mismos? ¿Y qué tal el artículo de Ogonyok sobre Sigmund Freud? ¿Y la postura de Novy Mir sobre Nabokov? Directores, diseñadores, traductores proliferan en las sorprendentes cantidades habituales, pero ninguna Katya. Todo el mundo está borracho, incluso los que han rehusado el alcohol. Es presentado un gran escritor llamado Misha y se le hace sentarse donde su público pueda verle.
– Misha no ha estado todavía en la cárcel -explica apologéticamente Yuri, entre grandes carcajadas-. Pero quizá, si tiene suerte, le manden allá antes de que sea demasiado tarde y pueda ser publicado en Occidente.
Hablan de las últimas obras maestras soviéticas de ficción. Yuri ha elegido solamente ocho de su propia lista; cada una de ellas es un bestseller seguro, Barley. Publícalas, y podrás abrirme una cuenta bancaria en Suiza. Una afanosa búsqueda de bolsas de plástico antes de que Wicklow se haga cargo de las copias realizadas mediante papel carbón de ocho manuscritos impublicables, pues éste es un mundo en que la fotocopiadora y la máquina de escribir eléctrica siguen siendo prohibidos instrumentos de sedición.
– Hablando de teatro y de Afganistán. ¡Pronto nos reuniremos todos en Londres! -exclama Yuri, como un jugador loco apostándoselo todo.
– Te enviaré a mi hijo, ¿de acuerdo? ¿Y me envías tú al tuyo? Escucha, ¡intercambiamos rehenes, y de esa manera nadie se bombardea mutuamente!
Todo el mundo guarda silencio cuando Barley habla y también cuando lo hace Misha, el gran escritor. Wicklow traduce mientras Yuri y otros tres formulan objeciones a la traducción de Wicklow. Misha objeta a las objeciones. Ha empezado la cuesta abajo.
Alguien pide saber por qué Gran Bretaña continúa gobernada todavía por el Partido Conservador fascista. ¿Por qué no echa a patadas el proletariado a esos bastardos? Barley responde algo de escasa originalidad sobre que la democracia es el peor de los sistemas a excepción de todos los demás, Nadie ríe. Quizá ya lo conocen, quizá no les gusta. Terminado el whisky, es el momento de marcharse mientras se van debilitando las sonrisas. ¿Cómo pueden los ingleses predicar los derechos humanos, pregunta hoscamente alguien, cuando están esclavizando a los irlandeses y los escoceses? ¿Por qué apoyan al repugnante Gobierno de Sudáfrica?, grita una rubia de noventa años con vestido de baile. Yo no lo apoyo, dice Barley. De verdad que no.
– Escucha -dice Yuri, ya en la puerta-. Mantente apartado de ese bastardo de Zapadny, ¿de acuerdo? No digo que sea de la KGB. Lo único que digo es que necesitó de varios buenos amigos para volver a la circulación. ¿Comprende lo que quiero decir?
Ya se habían abrazado muchas veces.
– Yuri -dice Barley-, mi anciana madre me enseñó a creer que todos vosotros erais de la KGB.
– ¿Yo también?
– Tú especialmente. Decía que tú eras el peor.
– Te adoro. ¿Me oyes? Mándame a tu hijo. ¿Cómo se llama?
La una y media y van retrasados una hora para su próximo paso a lo largo del duro camino hacia las quizás ocho y cuarto.
Maderas oscuras, comida espléndida, criados respetuosos, la atmósfera de un aristocrático pabellón de caza. Están sentados a la larga mesa dispuesta bajo la galería del Sindicato de Escritores. Nuevamente preside Alik Zapadny. Varios prometedores jóvenes escritores de sesenta años se acercan, escuchan y vuelven a alejarse, llevándose consigo sus grandes pensamientos. Zapadny señala a los recientemente liberados de la prisión y a aquellos que espera no tarden en remplazarles. Burócratas literarios acercan sus sillas y practican su inglés. Wicklow interpreta, Barley brilla fulgurantemente, bebiendo zumo de frutas y los restos de «Black Label». El mundo va a ser un lugar mejor, le asegura Barley a Zapadny, como si fuese un experto en lo que al mundo se refiere.
Temerariamente, cita a Zinoviev.
– ¿Cuándo terminará todo esto? ¿Cuándo dejará la gente de hacer cola ante la Tumba? -Alusión al mausoleo de Lenin.
Esta vez, los aplausos no son tan ensordecedores.
A las dos en punto, de conformidad con las nuevas leyes reguladoras de la bebida y en el momento preciso, el camarero lleva una botella de vino, y Zapadny, en honor de Barley, saca una botella de vodka de su apolillada cartera.
– ¿Te ha dicho Yuri que soy de la KGB? -pregunta, con tono lastimero.
– Naturalmente que no -responde vigorosamente Barley.
– No te consideres singularizado. Se lo dice a todos los occidentales. La verdad es que a veces me preocupa un poco Yuri. Es buena persona, pero todo el mundo sabe que es un piojoso editor, así que ¿cómo logra un judío como él su posición? Su hijo pequeño fue bautizado en Zagorsk la semana pasada. ¿Cómo explicas eso?
– No es asunto mío, Alik. Vive y deja vivir. Finito. -Y, en un aparte, en voz baja-: Sáqueme de aquí, Wickers, me estoy poniendo sereno.
Hacia las seis, después de otras dos reuniones enormemente elocuentes, y habiendo conseguido milagrosamente declinar media docena de invitaciones para la noche, Barley está de nuevo en su habitación del hotel, pugnando con la ducha para serenarse, mientras habla alegremente con Wicklow de temas editoriales a través de la puerta, a la atención de los ocultos micrófonos. Pues Wicklow tiene orden de Ned de permanecer con Barley hasta el último momento por si le asalta el miedo escénico o se aturrulla en su papel.