Capítulo IV

Había establecido un campamento base en un extremo de la habitación, en una silla alta y recta tan alejada de nosotros como pudo encontrar. Se encaramó en ella de costado hacia nosotros y se inclinó sobre su vaso de whisky, que sostenía con las dos manos, mirándolo fijamente como un gran pensador, o, al menos, como un pensador solitario. No nos hablaba a nosotros, sino a sí mismo, enfática y mordazmente, sin rebullir más que para tomar un sorbo de su vaso o mover afirmativamente la cabeza en relación a algún punto privado y habitualmente abstruso de su narración. Hablaba con la mezcla de pedantería e incredulidad que la gente utiliza para reconstruir un episodio desastroso, como una muerte o un accidente de tráfico. Así que yo estaba aquí, y tú estabas allí, y el otro tipo venía por allá.

– Fue en la última feria del libro de Moscú. El domingo. No el domingo anterior, el domingo siguiente -dijo.

– Septiembre -sugirió Ned, y Barley, al oído, volvió la cabeza y murmuró «gracias», como si agradeciera sinceramente ser aguijoneado. Luego arrugó la nariz, se ajustó las gafas y empezó de nuevo.

– Estábamos agotados -dijo-. La mayoría de los expositores se habían marchado el viernes. Éramos sólo unos cuantos los que quedábamos por allí. Los que tenían contratos que ultimar o carecían de razones especiales para apresurarse a regresar.

– Era un hombre comprometido, en lo alto del escenario, y resultaba difícil no sentir simpatía por él, allí, erguido, solo. Era difícil pensar «vamos, por Dios, vamos». Y tanto más difícil cuanto ninguno de nosotros sabía dónde iba a ir a parar.

Nos emborrachamos el sábado por la noche, y el domingo nos fuimos todos a Peredelkino en el coche de Jumbo.

De nuevo pareció tener que recordarse a sí mismo que tenía un auditorio.

– Peredelkino es el «poblado» de los escritores soviéticos -dijo, como si ninguno de nosotros hubiese oído hablar de él-. Disponen allí de dachas, siempre y cuando se porten bien. El Sindicato de Escritores lo gobierna sobre la base de su utilización exclusiva por sus miembros y decide quién tiene una dacha, quién escribe mejor en la cárcel, quién no escribe en absoluto.

– ¿Quién es Jumbo? -preguntó Ned, interviniendo contra su costumbre.

– Jumbo Oliphant. Peter Oliphant. Presidente de «Lupus Books». Fascista escocés de salón. Masón cinturón negro. Cree tener una longitud de onda especial con los soviéticos. Tarjeta de oro -acordándose de Bob, inclinó la cabeza hacia él-. Me temo que no es American Express. Es una tarjeta de oro de la feria del libro de Moscú, distribuida por los organizadores rusos y que indica que se es un tipo importante. Coche gratis, intérprete gratis, hotel gratis, caviar gratis. Jumbo nació con una tarjeta de oro en la boca.

Bob sonrió demasiado ampliamente para demostrar que se tomaba a bien la broma. Pero era hombre de gran corazón, y Barley se había dado cuenta. Se me ocurrió la idea de que Barley era una de esas personas para las que un buen carácter no puede permanecer oculto, lo mismo que él no podría enmascarar su propia accesibilidad.

– Así que allá nos fuimos todos -continuó volviendo a su ensoñación-. Oliphant, de «Lupus». Emery, de la «Bodley Head». Y alguna chica de «Penguin» cuyo nombre no recuerdo. Sí, sí que lo recuerdo, Magda. ¿Cómo diablos podría yo olvidarme de una Magda? Y Blair, de «A & B».

– Viajando como nababs en la estúpida limusina de Jumbo -dijo Barley, lanzando frases cortas como ropas viejas extraídas del baúl de su memoria-. Un coche corriente no era lo bastante bueno para Jumbo, tenía que ser un maldito y enorme «Chaika», con cortinas en el dormitorio, sin frenos y con un gorila al que le olía el aliento como conductor. El plan era echar un vistazo a la dacha de Pasternak, que se rumoreaba iba a ser declarada museo, aunque otro rumor insistía en que los bastardos se disponían a derribarla. Quizá también su tumba. Al principio, Jumbo Oliphant no sabía quién era Pasternak, pero Magda murmuró «Zhivago», y Jumbo había visto la película -dijo Barley-. No había ninguna prisa, todo lo que querían era pasear un poco y tomar el aire del campo. Pero el chofer de Jumbo utilizó el carril especial reservado para automovilistas oficiales en «Chaikas», así que hicieron el viaje en diez segundos en lugar de una hora, aparcaron en un charco y se dirigieron al cementerio, temblando todavía de gratitud por el viaje.

– El cementerio está en la falda de una colina, entre un montón de árboles. El chofer se queda en el coche. Está lloviendo. No mucho, pero él está preocupado por su horrible traje. -Hizo una pausa, aparentemente para meditar en la enormidad del chofer-. Gorila chiflado -murmuró.

Pero me dio la impresión de que Barley estaba despotricando contra sí mismo y no contra el chofer. Me parecía oír en Barley todo un coro autoacusador, y me pregunté si también lo oirían los otros. Tenía dentro de sí personas que realmente le volvían loco.

La cuestión era, explicó Barley, que habían acertado a ir un día en que las masas liberadas habían acudido también en gran número. En el pasado, dijo, siempre que había estado allí había encontrado el lugar desierto. Sólo las cercadas tumbas y los pequeños árboles. Pero aquel domingo de septiembre, con los poco familiares aromas de libertad en el aire, había unos doscientos entusiastas apiñados en torno a la tumba, y más cuando se marcharon, de todas las formas y tamaños. La tumba desaparecía bajo una montaña de flores, dijo Barley. Llegaban ofrendas sin cesar. La gente iba pasando los ramos por encima de sus cabezas para hacerlos llegar hasta el montón.

Luego empezaron las lecturas. El tipo bajito leyó poesía. La chica alta leyó prosa. Una avioneta pasó volando a tan baja altura que no se podía oír ni una palabra. Y volvió a pasar una y otra vez.

– ¡Bang! ¡Bang! -chilló Barley, agitando de un lado a otro en el aire su larga muñeca, al tiempo que emitía un sonido nasal de disgusto.

Pero la avioneta no podía apagar el entusiasmo de la multitud, como tampoco podía hacerla la lluvia. Alguien empezó a cantar, los demás cogieron el estribillo y acabaron todos coreándolo y balanceándose al compás de la música. Finalmente, el avión se marchó, presumiblemente porque se estaba quedando sin combustible. Pero no era eso lo que uno sentía, dijo Barley. En absoluto. Uno sentía que el canto había expulsado del cielo a aquel cerdo.

El canto se fue haciendo más fuerte, más profundo y más místico. Barley conocía tres palabras de ruso, y los otros ninguna. Eso no les impidió sumarse al coro. No le impidió a Magda llorar a lágrima viva. Ni a Jumbo Oliphant jurar, con un nudo en la garganta, mientras se alejaban colina abajo que publicaría hasta la última palabra que Pasternak hubiera escrito, no sólo la película, sino también lo demás, y que lo subvencionaría de su propio bolsillo en cuanto volviese a su dorado castillo de los muelles.

– Jumbo tiene esos acalorados arrebatos de entusiasmo -explicó Barley con desarmadora sonrisa, volviendo a su auditorio, pero especialmente a Ned-. A veces se mantienen durante varios minutos seguidos.

Luego hizo una pausa, volvió a fruncir el ceño, se quitó sus extrañas gafas redondas, que parecían más un castigo que una ayuda, y fue mirando sucesivamente a todos como para recordarse a sí mismo la situación en que se encontraba.

Estaban todavía bajando por la colina, dijo, y todavía sumidos en sus lamentos, cuando aquel mismo tipo ruso bajó corriendo hacia ellos, sosteniendo su cigarrillo a un lado de la cara como si fuese una vela y preguntando en inglés si eran americanos.

De nuevo Clive se nos adelantó a todos. Levantó lentamente la cabeza. Había un tono cortante en su imperioso acento.

– ¿El mismo? ¿Qué mismo tipo ruso? No hemos tenido ninguno. Sus palabras hicieron de nuevo a Barley desagradablemente consciente de la presencia de Clive, y torció el gesto en una mueca de disgusto.

– Era el lector, hombre -dijo-. El tipo que leía la poesía de Pasternak junto a la tumba. Preguntó si éramos americanos. Gracias a Dios, no, le dije yo. Británicos.

Y yo observé, como supongo que observamos todos, que era el propio Barley, no Oliphant, ni Emery ni Magda, quien se había convertido en portavoz de su grupo.

Barley había pasado al diálogo directo. Tenía un oído tan bueno como el de un ave. Ponía acento ruso para el tipo bajito y una voz bronca para Oliphant. La imitación le salía como algo natural, sin darse cuenta.

– ¿Son ustedes escritores? -preguntó el tipo bajito, en la voz que le adjudicaba Barley.

– No, por desgracia. Sólo editores -dijo Barley, con su propia voz.

– ¿Editores ingleses?

– Hemos venido para la feria del libro de Moscú. Yo dirijo un establecimiento llamado «Abercrombie & Blair», y éste es el propio presidente de «Lupus Books». Un fulano muy rico. Algún día le nombrarán caballero. Tarjeta de oro y bar. ¿Verdad, Jumbo?

Oliphant protestó que Barley estaba diciendo demasiado. Pero el tipo bajito quería más.

– ¿Puedo preguntarles entonces qué estaban haciendo junto a la tumba de Pasternak? -preguntó.

– Una visita casual -dijo Oliphant, interviniendo de nuevo-. Pura casualidad. Vimos una aglomeración de gente y nos acercamos a ver qué pasaba. Mera casualidad. Vámonos.

Pero Barley no tenía ninguna intención de irse. Estaba irritado por los modales de Oliphant, dijo, y no iba 'a quedarse impasible mientras un gordo millonario escocés desairaba a un subalimentado desconocido ruso.

– Estamos haciendo lo mismo que todos los demás -respondió Barley-. Estamos rindiendo nuestro homenaje de respeto y admiración a un gran escritor. Y también nos ha gustado la lectura que ha hecho usted. Muy conmovedora. Cosa de calidad. Soberbia.

– ¿Respetan ustedes a Boris Pasternak? -preguntó el tipo bajito.

De nuevo Oliphant, el gran activista de los derechos civiles, representado por una voz áspera y una mandíbula torcida.

– No tenemos ninguna postura con respecto a Boris Pasternak o cualquier otro escritor soviético -dijo-. Estamos aquí como huéspedes. Exclusivamente como huéspedes. No tenemos opinión acerca de asuntos internos soviéticos.

– Creemos que es maravilloso -dijo Barley-. Una auténtica figura mundial.

– ¿Pero por qué? -preguntó el tipo bajito, provocando el conflicto.

Barley no necesitaba que le apremiasen. No importaba que no estuviese totalmente convencido de que Pasternak fuese el genio que se aseguraba, dijo. No importaba que, en realidad, considerase que Pasternak había sido alabado en exceso. Eso era opinión de editor, mientras que esto era la guerra.

– Respetamos su talento y su arte -respondió Barley-. Respetamos su humanidad. Respetamos su familia y su cultura. Y, décimo o el número que sea, respetamos su capacidad de llegar al corazón del pueblo ruso, pese a que hayan intentado silenciarle una pandilla de ratas de oficina que son probablemente los mismos que nos enviaron esa avioneta.

– ¿Puede usted recitar algo de él? -preguntó el tipo bajito.

Barley tenía esa clase de memoria, nos explicó con cierto azoramiento.

– Le recité la primera estrofa de «Premio Nobel». Me pareció que resultaba adecuada después de aquel maldito avión.

– ¿Quiere recitárnosla también a nosotros? -dijo Clive, como si fuese necesario comprobarlo todo.

Barley farfulló por lo bajo, y cruzó por mi mente la idea de que quizá fuera realmente un hombre muy tímido.


– Como una bestia acorralada, estoy separado

de mis amigos, de la libertad, del sol.

Pero los cazadores van ganando terreno,

y ya no tengo a dónde huir.


El tipo bajito miraba con el ceño fruncido el encendido extremo de su cigarrillo mientras escuchaba esto, dijo Barley, y, por un momento, llegó a preguntarse si habría sido víctima de una provocación, como temía Oliphant.

– Si respetan tanto a Pasternak, ¿por qué no vienen a conocer a unos amigos míos? -sugirió el hombrecillo-. Somos escritores aquí. Tenemos una dacha. Sería un honor para nosotros hablar con unos distinguidos editores británicos.

Antes de que el hombre hubiera terminado de hablar, Oliphant fue presa de un violento ataque de nerviosismo, dijo Barley. Jumbo sabía lo que pasaba si se aceptaban invitaciones de rusos desconocidos. Era un experto en el asunto. Sabía cómo te enredaban, te drogaban, te comprometían con fotografías vergonzosas y te obligaban a dimitir de tus cargos y a renunciar a tus posibilidades de obtener un título mobiliario. Estaba además en vías de concluir un ambicioso acuerdo editorial conjunto a través de la VAAP, Y lo último que necesitaba era ser encontrado en compañía de indeseables. Oliphant lanzó todo esto a Barley en un teatral susurro que daba por supuesto que el pequeño desconocido era sordo.

– Y de todos modos -terminó con aire triunfante Oliphant-, está lloviendo. ¿Qué vamos a hacer con respecto al coche?

Oliphant miró su reloj. Magda miró al suelo. Emery miró a Magda y pensó que podía haber cosas peores que hacer en una tarde de domingo en Moscú. Pero Barley, según dijo, miró de nuevo al desconocido y decidió que le gustaba lo que veía. No tenía ningún plan con respecto a la muchacha ni con respecto a posibles títulos nobiliarios. Ya había decidido que prefería ser fotografiado en cueros con un montón de fulanas rusas antes que completamente vestido y del brazo de Jumbo Oliphant. Así pues, hizo montar a todos en el coche de Jumbo y resolvió quedarse con el desconocido.

– Nezhdanov -declaró de pronto Barley a la silenciosa habitación, interrumpiendo el flujo de sus palabras-. Acabo de acordarme del nombre del fulano. Nezhdanov. Autor teatral. Dirigía uno de esos estudios teatrales, no podía estrenar sus propias obras.

Habló Walter, y su potente voz quebró el momentáneo silencio.

– Mi querido amigo, Vitaly Nezhdanov es un héroe de nuestros días. Dentro de cinco semanas se estrenan en Moscú tres obras cortas suyas, y todo el mundo abriga las más peregrinas esperanzas sobre ellas. No es que tenga ni la más mínima calidad, pero no podemos decirlo porque es un disidente. O lo era.

Por primera vez desde que le había puesto los ojos encima, el rostro de Barley adquirió un aspecto de sublime felicidad, y tuve al instante la impresión de que aquél era el hombre auténtico, que hasta entonces había permanecido oculto por las nubes.

– ¡Oh!, eso es estupendo -dijo, con la sencilla satisfacción de quien es capaz de gozar con el éxito ajeno-. Fantástico. Eso es lo que Vitaly necesitaba. Gracias por decírmelo -terminó, con aire rejuvenecido.

Luego, su rostro se oscureció de nuevo, y empezó a beber su whisky a sorbitos.

– Bueno, ya hemos llegado -murmuró vagamente-. Cuantos más seamos, mayor será la diversión. Le presento a mi primo. Tómese un bocadillo de salchicha.

Pero advertí que sus ojos, como sus palabras, habían adquirido una calidad remota, como si estuviera previendo ya una dura prueba.

Tendí la vista a lo largo de la mesa. Bob sonriente. Bob sonreiría en su lecho de muerte, pero con una sinceridad de viejo scout. Clive de perfil, con el rostro tan profundo y tan afilado como un hacha. Walter nunca en reposo. Walter con su inteligente cabeza echada hacia atrás, retorciendo un mechón de pelo en torno a su esponjoso dedo índice mientras sonreía en dirección al ornamentado techo, se contorsionaba y sudaba. Y Ned, el dirigente -competente e ingenioso Ned-, Ned el lingüista y el guerrero, el ejecutor y el planificador, sentado como había estado desde el principio, erguido, esperando la orden de avanzar. Algunas personas, reflexioné mirándole, han recibido la maldición de una cantidad excesiva de lealtad, pues podría llegar un día en que no les quedara nada a lo que servir.


Casona destartalada, estaba recitando Barley en el telegráfico estilo a que había recurrido. Tablas superpuestas a la manera eduardiano, desgastadas galerías, jardín exuberante, bosque de abedules. Bancos podridos, hoguera de carbón vegetal, olor a campo de criquet en día de lluvia, hiedra. Unas treinta personas, la mayoría hombres, sentadas o paseando por el jardín, guisando, bebiendo, ignorando el mal tiempo, igual que los ingleses. Coches viejos y desvencijados aparcados a lo largo del camino, como solían ser los coches ingleses antes de que los opulentos cerdos de Thatcher se hicieran cargo de la nave. Buenos rostros, voces elocuentes, numerosos artistas. Entra Nezhdanov acompañando a Barley. No se vuelve ninguna cabeza.

– La anfitriona era una poetisa -dijo Barley-. Tamara no sé cuántos. Una dama de aire hombruno, pelo blanco, jovial. Marido director de una de las revistas científicas. Nezhdanov era su cuñado. Todo el mundo era cuñado de alguien. La escena literaria tiene mucho peso allá. Si tienes una voz y te dejan usarla, tienes un público.

En su arbitraria memoria, Barley dividió ahora la ocasión en tres partes. Almuerzo, que empezó hacia las dos y media, cuando cesó la lluvia. Cena, que siguió inmediatamente al almuerzo. Y lo que él llamaba «el último bocado», que fue cuando sucedió lo que había sucedido y que, por lo que pudimos llegar a entender, ocurrió en las borrosas horas transcurridas entre eso de las dos y las cuatro, cuando Barley, por utilizar sus propias palabras, oscilaba indoloramente entre el nirvana y una resaca casi terminal.

Hasta que llegó el almuerzo, Barley había vagado de grupo en grupo, dijo, primero con Nezhdanov y luego solo, entregándose a una charlicopa con cualquiera que se acercase a hablar con él.

– ¿Charlicopa? -repitió suspicazmente Clive, como si estuviera oyendo hablar de un nuevo vicio.

Bob se apresuró a interpretar.

– Una charla, Clive -explicó, con su aire amistoso-. Una charla y una copa. Nada siniestro.

Pero cuando fue servido el almuerzo, dijo Barley, se sentaron a una mesa de tijera, con Barley en un extremo y Nezhdanov en el otro y botellas de vino blanco georgiano entre ellos, y todo el mundo hablando en su mejor inglés sobre si la verdad era verdad cuando no era conveniente para la llamada gran revolución proletaria, y si debíamos volver a los valores espirituales de nuestros antepasados y si la perestroika estaba ejerciendo algún efecto positivo en las vidas de las personas corrientes, y cómo, si realmente quería uno saber qué era lo que marchaba mal en la Unión Soviética, la mejor forma de averiguarlo era tratar de enviar un frigorífico desde Novosibirsk hasta Leningrado.

Para secreta irritación mía, Clive volvió a intervenir. Como hombre a quien aburrían las irrelevancias, quería nombres. Barley se dio una palmada en la frente, olvidada su hostilidad hacia Clive. Nombres, Clive, Dios. Un tipo era profesor en la Universidad de Moscú, pero no conseguí entender su nombre. Otro tipo del departamento químico, ése era hermanastro de Nezhdanov, le llamaban el Boticario. Alguien de la Academia de Ciencias Soviética, Gregor, pero no tuve ocasión de averiguar cuál era su apellido, y mucho menos su especialidad.

– ¿Alguna mujer en la mesa? -preguntó Ned.

– Dos, pero ninguna Katya -respondió Barley, y Ned, igual que yo, quedó visiblemente impresionado por la rapidez de su percepción.

– Pero había alguien más, ¿verdad? -sugirió Ned.

Barley se echó lentamente hacia atrás para beber. Luego de nuevo hacia delante mientras colocaba el vaso entre sus rodillas y se encorvaba sobre él, inhalando su sabiduría.

– Claro, claro. Claro que había alguien más -admitió-. Siempre lo hay, ¿no? -añadió enigmáticamente-. Pero no Katya. Otros.

Su voz había cambiado. No sabría precisar en qué exactamente. Un timbre más breve. Un asomo de pesar o remordimiento. Esperé, al igual que todos los demás. Creo que todos percibíamos ya entonces que algo extraordinario estaba comenzando a aparecer por el horizonte.

– El tipo de la barbita -continuó Barley, mirando a la oscuridad como si al fin lo estuviera distinguiendo-. Alto. Traje oscuro, corbata negra. Cara demacrada. Debía de ser por eso por lo que se dejaba barba. Mangas demasiado cortas. Pelo negro. Borracho.

– ¿Tenía un nombre? -preguntó Ned.

Barley estaba todavía mirando a la semioscuridad, describiendo lo que ninguno de nosotros podía ver.

– Goethe -dijo al fin-. Como el poeta. Le llamaban Goethe. Le presento a nuestro eminente escritor, Goethe. Podría tener cincuenta años, podría tener dieciocho. Delgado como un chiquillo. Esos toques de color en los pómulos. Barba.

Y este, como más tarde hizo notar Ned, cuando estaba reproduciendo ante el equipo el contenido de la cinta, fue, operativamente hablando, el momento en el que el «Pájaro Azul» desplegó sus alas. No está señalado por ningún impresionante silencio ni por un aliento contenido en torno a la mesa. Por el contrario, Barley eligió este momento para ser presa de un acceso de estornudas, el primero de muchos otros en nuestra experiencia con él. Comenzó con una serie de descargas aisladas y, luego, aceleró en una gran andanada. Después, fue menguando lentamente de nuevo, mientras se golpeaba la cara con el pañuelo y maldecía entre convulsiones.

– Maldita tos de perro -explicó en son de excusa.


– Me mostré brillante -continuó Barley-. No podía meter la pata.

Había vuelto a llenar su vaso, esta vez de agua. Estaba bebiéndola a sorbitos, con movimientos lentos y rítmicos, como uno de aquellos pájaros bebedores que solían balancearse entre las miniaturas de todos los bares ingleses antes de que fueran sustituidos por los aparatos de televisión.

– Mister Maravilloso, ése era yo. La estrella de la escena y de la pantalla. Occidental, cortés y apuesto. Por eso voy allá, ¿no? Los soviéticos son los únicos tipos lo bastante chalados como para escuchar las chorradas -su mechón de pelo volvió a caer hacia el vaso-. Eso es lo que pasa allí. Sale uno a dar una vuelta por el campo y acaba discutiendo con una pandilla de poetas borrachos acerca de la libertad frente a la responsabilidad. Vas a echar una meada en algún mugriento retrete público, y alguien se asoma desde el cubículo contiguo y te pregunta si hay vida después de la muerte. Porque uno es occidental. Y por eso sabe. Así que uno se lo dice. Y ellos recuerdan. Nada se esfuma.

Parecía hallarse en peligro de dejar de hablar por completo.

– ¿Por qué no se limita a decirnos lo que ocurrió y nos deja los reproches a nosotros? -sugirió Clive, dando a entender que los reproches estaban por encima de las posibilidades de Barley.

– Resplandecí. Eso es lo que ocurrió. Una mente brillante tuvo un día triunfal. Olvídenlo.

Pero olvidarlo era lo último que nadie pretendía hacer, como puso de manifiesto la alegre sonrisa de Bob.

– Barley, creo que está usted siendo demasiado duro consigo mismo. Nadie debe censurarse por ser divertido, por amor de Dios. Todo lo que usted hizo, a lo que parece, fue cantar durante la cena.

– ¿De qué habló? -preguntó Clive, sin dejarse desviar por la campechanía de Bob.

Barley se encogió de hombros.

– De cómo reconstruir el Imperio ruso entre el almuerzo y la hora del té. Paz, progreso y glasnost por botellas. Desarme instantáneo sin opción.

– ¿Son temas de los que habla usted con frecuencia?

– Cuando estoy en Rusia, sí -replicó Barley, irritado de nuevo por el tono de Clive, aunque no por mucho tiempo.

– ¿Podemos saber qué dijo?

Pero Barley no le estaba contando su historia a Clive. Se la estaba contando a sí mismo y a la habitación y a quienquiera que estuviese en ella, a sus compañeros de viaje, punto por punto, un completo inventario de su locura.

– El desarme no era una cuestión militar ni tampoco una cuestión política, dije. Era una cuestión de voluntad humana. Teníamos que decidir si queríamos la paz o la guerra y preparamos para ello. Porque aquello para lo que nos preparemos será lo que tendremos. -Se interrumpió-. Todo eran cosas improvisadas -explicó, eligiendo de nuevo a Ned-. Argumentos apasionados que había leído por allá.

Como si percibiera que era necesaria una mayor explicación, empezó de nuevo.

– Ocurría que esa semana yo era un experto. Había pensado que la firma podría encargar un libro rápido. Un agente literario que trabajaba en la feria quería que yo adquiriese los derechos para el Reino Unido de un libro sobre la glasnost y la crisis de la paz. Ensayos escritos por halcones pasados y presentes, revisiones de estrategias. ¿Podía, después de todo, estallar una auténtica paz? Habían alistado a algunos de los viejos veteranos americanos de los años 60 y mostrado cómo muchos de ellos habían descrito un círculo completo desde que abandonaron su puesto.

Se estaba excusando, y me pregunté por qué. ¿Para qué nos estaba preparando? ¿Por qué consideraba que debía amortiguar previamente el choque? Bob, que no era ningún tonto pese a todo su candor, debía de haber estado haciéndose la misma pregunta.

– A mí me parece una idea bastante buena, Barley. Opino que hay dinero en eso. Incluso podría corresponderme una parte -añadió, con una risita picaresca.

– Así que tuvo usted su charla -dijo Clive, con su voz baja y cortante-. Y luego la regurgitó. ¿Es eso lo que nos está diciendo? Estoy seguro de que no es fácil reconstruir los vuelos alcohólicos de la propia fantasía, pero le agradeceríamos que lo intentase.

¿Qué habría estudiado Clive, me pregunté, si es que había estudiado alguna vez? ¿Dónde? ¿Quién le engendró? ¿Dónde encontraba el Servicio estas muertas almas suburbanas con todos sus valores, o la falta de ellos, perfectamente instalados?

Pero Barley conservó su docilidad ante este renovado ataque.

– Dije que creía en Gorbachov -respondió plácidamente, al tiempo que tomaba un sorbo de agua-. Tal vez ellos no, pero yo sí. Dije que la tarea del Occidente era encontrar su otra mitad, y la del Este era reconocer la importancia de la mitad que tenían. Dije que si los americanos se hubieran preocupado por el desarme tanto como se habían preocupado por poner un tipo en la Luna o franjas rosadas en la pasta de dientes, habríamos tenido desarme hacía tiempo. Dije que el gran pecado de Occidente era creer que podíamos hundir en la bancarrota el sistema soviético aumentando la apuesta en la carrera de armamentos, porque de esa manera estábamos jugando con el destino de la Humanidad. Dije que, con el agitar de nuestros sables, Occidente había dado a los dirigentes soviéticos la excusa para mantener sus puertas cerradas y regir un Estado carcelario.

Walter soltó una risa que sonó como un relincha y se tapó la boca, de irregulares dientes, con su lampiña mano.

– ¡Oh, Dios mío! O sea que nosotros tenemos la culpa de los males de Rusia. ¡Es formidable! ¿No le parece que se lo hicieron ellos mismos? Encerrarse ellos mismos dentro de su propia paranoia? No, ya veo que no.

Impertérrito, Barley reanudó su confesión.

– Alguien me preguntó si no creía yo que las armas nucleares habían conservado la paz durante cuarenta años. Yo dije que eso era una chorrada jesuítica. Lo mismo podría decirse que la pólvora había conservado la paz entre Waterloo y Sarajevo. Además, dije, ¿qué es la paz? La bomba atómica no impidió Carea y no impidió Vietnam. No impidió a nadie oprimir a Checoslovaquia, o bloquear Berlín, o construir el Muro de Berlín, o entrar en Afganistán. Si eso es paz, intentémosla sin la bomba. Dije que lo que se necesitaba no eran experimentos en el espacio, sino experimentos en la naturaleza humana. Las superpotencias deberían custodiar juntas el mundo. Yo estaba volando.

– ¿Y creía usted esas tonterías? -preguntó Clive.

Barley no parecía saberlo. Semejó de pronto considerarse listo por definición y se tornó vergonzoso.

– Luego hablamos de jazz -dijo-. Bix Beiderbecke, Louis Armstrong, Lester Young. Yo toqué un poco.

– ¿Quiere decir que alguien tenía un saxofón? -exclamó Bob con espontáneo regocijo-. ¿Qué más tenían? ¿Bombos? ¡Barley, no me lo creo!

Creí al principio que Barley se marchaba. Se enderezó lentamente y se puso en pie. Miró a su alrededor en busca de la puerta y, luego, echó a andar con pasos vacilantes en dirección a ella, por lo que Ned se levantó alarmado, temeroso de que Brock llegara antes hasta él. Pero Barley se había detenido a mitad de camino, hacia el centro de la habitación, donde había una mesita de madera tallada. Inclinándose sobre ella, empezó a tabalear con los dedos en el borde, mientras cantaba nasalmente «pa-pa-paa, pa-pa-pa-pa», con el simulado acompañamiento de címbalos y tambores.

Bob estaba ya aplaudiendo. Walter también. Y también yo, y Ned se estaba riendo. Sólo Clive no encontraba nada gracioso en aquello. Barley bebió un trago de su vaso y volvió a sentarse.

– Luego me preguntaron qué se podía hacer -dijo, como si no se hubiera levantado de la silla.

– ¿Quién lo preguntó? -intervino Clive, con ese irritante tono suyo de incredulidad.

– Uno de los que estaban sentados a la mesa. ¿Qué importa?

– Supongamos que todo importa -respondió Clive, Barley estaba haciendo de nuevo su voz rusa, ronca y apremiante.

– «Muy bien, Barley. Aceptemos que es como usted dice. ¿Quién realizará esos experimentos con la naturaleza humana?» Ustedes, respondí. Se quedaron muy sorprendidos. ¿Por qué nosotros? Dije que porque, cuando se trataba de cambios radicales, los soviéticos lo tenían más fácil que Occidente. Ellos tenían una clase política reducida y una elite intelectual que siempre había ejercido una gran influencia. En una democracia occidental era mucho más difícil hacerse oír sobre la multitud. Les gustó la paradoja. Y a mí también.

Ni siquiera este ataque frontal a los grandes valores democráticos pudo alterar la alegre suavidad de Bob.

– Bueno, Barley, ése es un juicio muy genérico, pero supongo que hay algo de verdad en él.

– ¿Pero sugirió usted lo que se debía hacer? -insistió Clive.

– Dije que sólo quedaba la utopía. Dije que lo que hace veinte años parecía una fantasía disparatada era hoy nuestra única esperanza, ya estuviéramos hablando de desarme, de ecología o de simple supervivencia humana. Gorbachov lo comprendía así, y Occidente se resistía a ello. Dije que los intelectuales occidentales debían encontrar su voz. Dije que Occidente debía dar ejemplo, no seguirlo. Era deber de todos poner en movimiento el alud.

– O sea que desarme unilateral -dijo Clive, entrelazando las manos-. Llegamos así a Aldermaston. Bien, bien. Sí. -Pero pronunció este «sí» alargando la vocal, que era su forma de decir sí cuando quería decir no.

Pero Bob estaba impresionado.

– ¿Y toda esa elocuencia sólo con haber leído unas cuantas cosillas acerca del tema? -dijo-. Yo creo que es extraordinario, Barley. Bueno, si yo pudiese asimilar así las cosas me sentiría orgulloso.

Quizá demasiado extraordinario, estaba sugiriendo también, pero evidentemente, las implicaciones le pasaron inadvertidas a Barley.

– Y, mientras usted nos salvaba de nuestros peores instintos, ¿qué hacía el hombre llamado Goethe? -preguntó Clive.

– Nada. Los otros participaban. Goethe, no.

– ¿Pero escuchaba? Con los ojos bien abiertos, imagino.

– Para entonces estábamos trazando de nuevo el mapa del mundo. Yalta entera otra vez. Todo el mundo hablaba al mismo tiempo, excepto Goethe, él no comía, no hablaba. Yo seguía arrojándole ideas, simplemente porque no estaba participando. Lo único que hacía era palidecer y beber más. Desistí.

Y Goethe seguía sin hablar, continuó Barley, con el mismo tono de desconcertada autorrecriminación. Ni pío en toda la tarde, dijo Barley. Goethe escuchaba y miraba fijamente alguna invisible bola de cristal. Reía, aunque en manera alguna cuando había algo de que reírse. O se levantaba y se iba derechito a la mesa de las bebidas para buscarse otro vodka, cuando todos los demás estaban bebiendo vino, y volvía con un vaso lleno, que apuraba en un par de tragos siempre que alguien proponía un brindis adecuado. Pero Goethe no proponía ningún brindis, dijo Barley. Era una de esas personas que ejercen una influencia moral, con su silencio dijo, de tal modo que acababa uno preguntándose si se están muriendo de una enfermedad secreta o cabalgando a lomos de algún éxito extraordinario.

Cuando Nezhdanov condujo al grupo al interior para escuchar a Count Basie en el tocadiscos estereofónico, Goethe le siguió obedientemente Hasta bien avanzada la noche, cuando ya Barley había dejado de pensar por completo en él, no le oyó hablar por fin.


Una vez más, Ned se permitió una pregunta extraña.

– ¿Cómo se comportaban los otros hacia él?

– Le respetaban, era su mascota. «Veamos qué opina Goethe.»

Levantaba su vaso y bebía por ellos, y todos reíamos, excepto él.

– ¿Las mujeres también?

– Todo el mundo. Se mostraban deferentes con él. Le abrían paso, prácticamente. Aquí viene el gran Goethe.

– ¿Y nadie le dijo a usted dónde vivía o trabajaba?

– Dijeron que estaba de vacaciones de alguna parte en que no estaba bien visto el beber. Así que eran unas vacaciones para beber. Y todos procuraban que no le faltase materia. Era hermano de alguien, de Tamara, no sé. Quizá primo. No me aclaré bien.

– ¿Cree que le estaban protegiendo? -dijo Clive.

Las pausas de Barley no se parecen a las de nadie, pensé. Él ejerce su propia y tenue presa sobre las cosas presentes. Su mente abandona la estancia, y se queda uno con el alma en vilo esperando a ver si regresa.

– Sí -dijo de pronto Barley, con aire de sentirse sorprendido de su propia respuesta-. Sí, sí, estaban protegiéndole. Es cierto. Eran su club de admiradores, vaya si lo eran.

– Protegiendo, ¿de qué?

Otra pausa.

– Quizá de tener que explicarse. No lo pensé entonces, pero lo pienso ahora. Sí, eso pienso.

– ¿Y por qué no había de explicarse? ¿Puede sugerir una razón sin inventarla? -preguntó Clive, aparentemente decidido a irritar a Barley.

Pero Barley no se alteró.

– Yo no invento -dijo, y creo que todos sabíamos que era verdad. Pareció ausentarse de nuevo-. Era persona de alta energía. Se le notaba -dijo regresando.

– ¿Qué significa eso?

– El elocuente silencio. Todo lo que se oye a cien millas por hora es el latir del cerebro.

– ¿Pero nadie le dijo «es un genio» o algo así?

– Nadie me lo dijo. Nadie necesitaba hacerlo.

Barley miró a Ned y le encontró moviendo afirmativamente la cabeza en un gesto de comprensión. Agente operativo hasta los tuétanos, Ned era especialista en adelantársele a uno cuando uno creía que aún estaba tratando de alcanzarle.

Bob tenía otra pregunta.

– ¿Nadie le cogió del brazo, Barley, y le explicó por qué tenía Goethe un problema de bebida?

Barley soltó una franca carcajada. Sus momentáneas libertades resultaban un poco temibles.

– ¡En Rusia no hay que tener ninguna razón para beber, por amor c.1e Dios! ¡Cíteme un solo ruso que valga la pena que pueda enfrentarse sobrio a los problemas de su país!

Volvió a quedar en silencio, haciendo muecas a las sombras. Entornó los ojos y masculló alguna especie de imprecación, supuse que contra sí mismo. Después se sacudió sus ensoñaciones.

– Desperté con un sobresalto hacia eso de la medianoche -rió-. «Cristo, ¿dónde estoy?» Echado en una tumbona, en una terraza cubierta y tapado con una maldita manta. Al principio pensé que estaba en los Estados Unidos. Uno de esos porches cerrados de Nueva Inglaterra, con paneles de rejilla y el jardín al otro lado. No me entraba en la cabeza cómo había llegado tan rápidamente a América después de un agradable almuerzo en Peredelkino. Luego recordé que habían dejado de hablar conmigo y que me había aburrido. Nada personal. Estaban borrachos y se habían cansado de estar borrachos en un idioma extranjero. Así que me instalé en la terraza con una botella de whisky. Alguien me había echado una manta encima para protegerme del relente. Debía de haberme despertado la luna, pensé. Una enorme luna llena, inyectada en sangre. Luego oí a aquel tipo hablándome. Muy severo. Inglés impecable. Cristo, pensé, nuevos invitados a estas horas. «Algunas cosas son necesariamente malas, señor Barley. Algunas cosas son más malas de lo necesario», dice. Está repitiendo cosas que yo he dicho en el almuerzo. Parte de mi trascendental conferencia sobre la paz. No sé a quién había citado yo. Luego, miro más detenidamente a mi alrededor y distingo a ese barbudo buitre de dos metros y medio de alto suspendido sobre mí, agarrando una botella de vodka y con los cabellos sacudidos por la brisa en torno a su rostro. Lo siguiente que percibo está en cuclillas junto a mí, con las rodillas junto a las orejas, llenando el vaso. «Hola, Goethe -digo-. ¿Por qué no se ha muerto aún? Encantado de verle.»

Fuera lo que fuese lo que había liberado a Barley, había vuelto a encarcelarle de nuevo, pues su rostro estaba nublado otra vez.

– Y luego me da otra de mis perlas de cuando el almuerzo. «Todas las víctimas son iguales. No hay unas más iguales que otras.» Me echo a reír. Pero no demasiado. Estoy azorado, supongo. Violento. Siento que he sido espiado. El tipo permanece allí sentado todo el tiempo durante el almuerzo, borracho, sin comer, sin decir ni palabra. Y de pronto, diez horas después, está repitiendo mis palabras como una cinta magnetofónica. Resulta incómodo. «¿Quién es usted, Goethe? -digo-. ¿Qué hace para ganarse la vida cuando no está bebiendo y escuchando?» «Soy un proscrito moral -responde-. Trafico en teorías corrompidas.» «Siempre es agradable conocer a un escritor -digo-. ¿Qué clase de cosa está preparando últimamente?» «Todo -dice-. Historia, comedia, fábulas, romances.» Y se pone a hablar de una memez que escribió sobre un trozo de mantequilla derritiéndose al sol porque carecía de un punto de vista consistente. Sólo que no hablaba como un escritor. Demasiado modesto. Se estaba riendo de sí mismo, y, por lo que yo me daba cuenta, se estaba riendo de mí también. No es que no tuviera todo el derecho a hacerlo, pero eso no lo volvía más divertido.

Aguardamos, una vez más, observando la silueta de Barley. ¿Estaba la tensión en nosotros o en él? Tomó un sorbo de su vaso. Volvió la cabeza a su alrededor y murmuró algo ininteligible que tampoco los micrófonos llegaron a captar completamente. Oímos crujir su silla como el crepitar de leña húmeda. En la cinta suena como un ataque armado.

– Y luego va y me dice: «Vamos, señor Barley, usted es editor. ¿No va a preguntarme de dónde saco mis ideas?» Y yo pensé: No es eso realmente lo que preguntan los editores, amigo mío, pero qué diablos. «Muy bien, Goethe -digo-. ¿De dónde saca sus ideas?» «Señor Barley. Mis ideas proceden de… uno», empieza a contar.

Barley había extendido también sus largos dedos y estaba contando con ellos, utilizando sólo las más leves entonaciones rusas. Y una vez más me llamó la atención la exquisitez de su memoria musical, que parecía lograr menos repitiendo palabras que recuperándolas de alguna abominable cámara de resonancia en la que nada escapaba nunca a su oído.

«Mis ideas proceden de, uno, los manteles de papel de los cafés de Berlín de los años 30.» Luego se atiza un lingotazo de vodka y al mismo tiempo aspira ruidosamente el aire nocturno. Cruje. ¿Saben lo que quiero decir? ¿Esos tipos de pecho burbujeante? «Dos -dice-, de las publicaciones de mis competidores mejor dotados. Tres, de las fantasías obscenas de generales y políticos de todas las naciones. Cuatro, de los intelectos liberados de científicos nazis reclutados a la fuerza. Cinco, del gran pueblo soviético, todos cuyos deseos democráticos son filtrados en dirección ascendente por medio de consultas a todos los niveles y arrojados luego al Neva. Y, seis, muy ocasionalmente, de la mente de un distinguido intelectual occidental que acierta a cruzarse de modo casual en mi vida.» Parece ser que ése soy yo, porque clava sus ojos en mí para ver cómo me lo tomo. Mirando y mirando como un niño precoz, transmitiendo esas señales vitalmente importantes. Luego, de pronto, cambia y se torna suspicaz. A los rusos les suele pasar. «Su actuación durante el almuerzo fue formidable -dice-. ¿Cómo persuadió a Nezhdanov para que le invitara?» Es una burla. Diciendo que no me cree. «Yo no le persuadí -respondo-. Fue idea suya. ¿Qué está tratando de atribuirme?» «No hay propiedad de las ideas -dice-. Usted se lo puso en la cabeza. Es usted una persona inteligente. Un trabajo muy astuto, diría yo. Le felicito.»

– Luego, en vez de burlarse de mí, se me agarra a los hombros como si se estuviera ahogando. Y o no sé si está enfermo o si ha perdido el equilibrio. Siento la desagradable impresión de que quizá quiera estar enfermo. Trato de ayudarle, pero no sé cómo. Su cuerpo abrasa, y está sudando. Su sudor gotea sobre mí. Tiene el pelo empapado. Esos ojos febriles y aniñados. Le aflojaré el cuello, pienso. Luego su voz suena justo al lado de mi oído, y allí están sus labios y su ardiente respiración. Al principio, no puedo oírle, pues está demasiado cerca. Me aparto, pero él viene conmigo. «Creo hasta la última palabra que usted ha dicho -susurra-. Me ha hablado usted al corazón. Prométame que no es un espía británico, y yo le haré una promesa a cambio.»

– Sus palabras exactas -dijo Barley, como si se avergonzara de ellas-. Él recordaba todas las palabras que yo había dicho. Y yo recuerdo todas sus palabras.

No era la primera vez que Barley hablaba de la memoria como si fuese una calamidad, y quizás es por eso por lo que yo me encontré, como tantas veces, pensando en Hannah.

"Pobre Palfrey -me había dicho en uno de sus accesos de crueldad, contemplando en el espejo su desnudo cuerpo mientras tomaba a sorbos su vodka con tónica y se disponía a volver junto a su marido-. Con una memoria como la tuya, ¿cómo olvidarás jamás a una mujer como yo?»

¿Producía Barley ese efecto en todo el mundo?, me pregunté. ¿Pulsaba inconscientemente el nervio central de los demás y los precipitaba a sus más íntimos pensamientos? Quizás era eso lo que le había hecho también a Goethe.


El pasaje que siguió nunca fue parafraseado, condensado ni «reconstruido». Para los iniciados, o se reproducía la cinta, o se ofrecía su transcripción íntegra. Para los no iniciados, nunca existió. Constituía el quid de todo lo que siguió y fue llamado con deliberada ofuscación «la aproximación de Lisboa». Cuando los alquimistas y teólogos y usuarios finales de ambos lados del Atlántico tenían su ocasión era éste el pasaje que elegían y pasaban por sus cajas mágicas para justificar los preseleccionados argumentos que caracterizaban sus habilidosas especialidades.

– «Espía, no realmente, Goethe. Ni lo soy, ni lo he sido, ni lo seré. Puede que sea el estilo de su país, pero no del mío. ¿Qué tal el ajedrez? ¿Le gusta el ajedrez? Hablemos de ajedrez.» No parece oír. «¿Y no es usted americano? ¿No es espía de nadie, ni siquiera nuestro?»

»«Escuche, Goethe -digo-. La verdad es que me estoy poniendo un poco nervioso. Yo no soy espía de nadie. Yo soy yo. O hablamos de ajedrez, o prueba usted una dirección diferente, ¿de acuerdo?» Yo creía que eso le haría callar, pero no fue así. Lo sabía todo acerca del ajedrez, dijo. En el ajedrez, uno tiene una estrategia, y si el otro no la descubre o relaja su guardia, tú ganas. En el ajedrez, la teoría es la realidad. Pero en la vida, en ciertos tipos de vida, puede darse una situación en la que un jugador tenga tan grotescas fantasías sobre otro que acaba inventándose el enemigo que necesita. ¿Estoy de acuerdo? Estoy completamente de acuerdo, Goethe. Y de pronto, ya no se trata del ajedrez y él está explicándose como suelen hacerlo los rusos cuando están borrachos. Dice que nació con dos almas, como Fausto, y por eso es por lo que le llaman Goethe. Dice que su madre era pintora, pero pintaba lo que veía, de forma tan natural que no se le permitía exponer ni comprar materiales. Porque todo lo que vemos es secreto de Estado. Si es una ilusión, también es secreto de Estado. Aunque no funcione ni vaya a funcionar nunca, es secreto de Estado. Y si es una ficción completa de arriba abajo, entonces es el secreto de Estado más importante de todos. Dice que su padre estuvo doce años en los campos de concentración y murió de un exceso de capacidad intelectual. Dice que el problema de su padre consistía en que era un mártir. Las víctimas son bastante malas, los santos son peores, dice, pero los mártires son ya el colmo. ¿Estoy de acuerdo?

»Estoy de acuerdo. No sé por qué estoy de acuerdo, pero soy una persona cortés y cuando un tipo que me está agarrando la cabeza me dice que su padre cumplió doce años de condena y luego se murió, no vaya discutir con él ni aunque esté un poco chispa.

»Le pregunto su verdadero nombre. Dice que no lo tiene, su padre se lo llevó consigo. Dice que en cualquier sociedad decente fusilan a los ignorantes, pero que en Rusia es al revés, así que fusilaron a su padre porque, a diferencia de su madre, se negó a morirse de pena. Dice que quiere hacerme esta promesa. Dice que él ama a los ingleses. Los ingleses son los líderes morales de Europa, los afianzadores secretos, los unificadores del gran ideal europeo. Dice que los ingleses comprenden la relación entre palabras y acción, mientras que en Rusia nadie cree ya en la acción, por lo que las palabras se han convertido en un sustitutivo completo, un sustitutivo de la verdad que nadie quiere oír porque no pueden cambiarla o perderán sus empleos si la cambian, o quizá, simplemente, no saben cómo cambiarla. Dice que la desdicha de los rusos es que anhelan ser europeos, pero que su destino es hacerse americanos, y que los americanos han envenenado el mundo con lógica materialista. Si mi vecino tiene un coche, yo debo tener dos coches. Si mi vecino tiene un cañón, yo debo tener dos cañones. Si mi vecino tiene una bomba, yo debo tener una bomba más grande y en mayor número, sin que importe que no puedan llegar hasta sus objetivos. Así que lodo lo que tengo que hacer es imaginar el cañón de mi vecino y duplicarlo y tengo la justificación para cualquier cosa que quiera fabricar. ¿Estoy de acuerdo?

Fue un milagro que nadie interrumpiera aquí, ni siquiera Walter. Pero no lo hizo, se mantuvo callado, como todos. No se oyó ni el crujido de una silla antes de que Barley continuara.

– Así que estoy de acuerdo. Sí, Goethe, estoy completamente de acuerdo. Cualquier cosa es mejor que el que me pregunten si soy un espía británico. Y empieza a hablar del gran poeta y místico del siglo XIX, Piturin.

– Pecherin -dice una voz seca y cortante. Walter no ha podido contenerse finalmente.

– Eso, Pecherin -asiente Barley-. Vladimir Pecherin. Pecherin quería sacrificarse por la Humanidad, morir en la cruz con su madre a sus pies. ¿He oído hablar de él? No. Pecherin fue a Irlanda, se hizo monje, dice. Pero Goethe no puede hacer lo mismo porque no puede conseguir un visado y, además, no le gusta Dios. A Pecherin le gustaba Dios y no le gustaba la ciencia a menos que tuviese en cuenta el alma humana. Le pregunto cuántos años tiene. Goethe, no Pecherin. Aparenta ya unos setenta, yendo para los cien. Dice que está más cerca de la muerte que de la vida. Dice que tiene cincuenta, pero que acaba de nacer.

Walter interviene, pero con voz suave, como quien habla en una iglesia, sin su habitual vozarrón.

– ¿Por qué le preguntó su edad de todas las preguntas que podría haberle hecho? ¿Qué diablos importa en ese momento cuántos dientes tenga?

– Es desconcertante. Ni una arruga hasta que frunce el ceño.

– ¿Y dijo ciencia? ¿No física, ciencia?

– Ciencia. Y luego se pone a recitar a Pecherin. Traduciendo al mismo tiempo. Primero en ruso, luego en inglés. Cuán dulce es odiar la propia tierra natal y esperar ávidamente su ruina… y en su ruina columbrar la aurora del renacimiento universal. Puede que no sea exactamente así, pero ésa es la sustancia. Pecherin comprendía que era posible amar al propio país al mismo tiempo que se odiaba su sistema, dice. Pecherin era un admirador de Inglaterra, igual que Goethe. Inglaterra es la patria de la justicia, la verdad y la libertad. Pecherin demostró que no había nada desleal en la traición, siempre que uno traicionase lo que odiaba y luchase por lo que amaba. Supongamos que Pecherin hubiera poseído grandes secretos sobre el alma rusa. ¿Qué habría hecho? Evidente. Se los habría entregado a los ingleses.

«Estoy ya deseando que me suelte el pelo. Empiezo a sentir pánico. Él vuelve a acercarse. Su rostro contra el mío, jadeando y rechinando como una máquina de vapor. El corazón saliéndosele del pecho. Esos ojos oscuros y grandes como platos. "¿Qué ha estado bebiendo? -pregunto-. ¿Cortisona?"

»"¿Sabe qué otra cosa dijo en el almuerzo?", pregunta.

»"Nada -respondo-. Yo no estaba allí. Eran otros dos tipos, y ellos me pegaron primero". Tampoco ahora me oye.

»Dijo: "Hoy en día debe uno pensar como un héroe para comportarse como un ser humano simplemente decente."»

«"Eso no es original -digo-. Nada de lo que dije lo es. Son cosas ajenas, no mías. Ahora, olvide todo lo que dije y vuélvase con los suyos." No escucha, me agarra el brazo. Manos como las de una muchacha, pero que apresan como el hierro. "Prométame que si alguna vez encuentra el valor necesario para pensar como un héroe se comportará como un ser humano simplemente decente."

»"Escuche -le digo-, dejemos esto y vamos a comer algo. Tienen sopa ahí dentro, puedo olerla. ¿Le gusta la sopa? ¿Sopa?" Que yo sepa, no está llorando, pero tiene la cara completamente empapada. Como un sudor de muerte sobre toda esa piel blanca. Aferrado a mi muñeca como si yo fuese su sacerdote. "Prométamelo", dice.

»Entonces es cuando me levanto. Suave y lentamente, para no alarmarle. Mientras, me sigue agarrando."

«"Yo cometo el pecado de la ciencia todos los días -dice-. Convierto arados en espadas. Engaño a nuestros amos. Engaño a los de usted. Perpetúo la mentira. Asesino a la Humanidad en mí mismo todos los días. Escúcheme."

»"Tengo que irme ya, Goethe, amigo mío. Todas esas bellas camareras de piso del hotel estarán levantadas, preocupadas por mí. Suélteme, ¿quiere? Me está rompiendo el brazo." Me abraza. Me aprieta contra él. Me hace sentirme gordo, tan delgado es él. Barba mojada, pelo mojado, ese calor abrasador.

»"Prométalo", dice. Me exprime. Fervor. Nunca vi nada parecido. "¡Prométalo! ¡Prométalo!"

»Está bien -digo-. Si alguna vez consigue usted ser un héroe, yo seré un ser humano decente. Trato hecho. ¿De acuerdo? Y ahora deje que me vaya."

»"Prométalo", dice.

»"Lo prometo", respondo y le aparto de un empujón.

Walter está gritando. Ninguna de nuestras anteriores advertencias, ninguna de las furiosas miradas lanzadas por Ned, por Clive o por mí mismo podían contenerle durante más tiempo.

– ¿Pero le creyó usted, Barley? ¿Le estaba convenciendo? Es usted un tipo perspicaz. ¿Qué sentía?

Silencio. Y más silencio. Luego, finalmente:

– Estaba borracho. Quizá sólo dos veces en mi vida he estado yo tan borracho como lo estaba él. Pongamos que tres veces. Había estado dándole al blanco todo el día y todavía lo seguía bebiendo como si fuese agua. Pero había recalado en uno de esos momentos de lucidez. Le creí. No es la clase de fulano al que no se cree.

Walter de nuevo, furioso:

– ¿Pero qué creyó usted? ¿De qué pensaba que estaba hablando? ¿Qué pensaba que pensaba él? Todo ese parloteo sobre cosas que no alcanzan sus objetivos, de engañar a sus amos y a los de usted, de ajedrez que no es ajedrez sino alguna otra cosa… Usted puede sumar, ¿no? ¿Por qué no acudió a nosotros? ¡Yo sé por qué! Usted escondió la cabeza en la arena. «No sé por qué no quiero saber.» Ése es usted.

El siguiente sonido que se oye en la cinta es Barley maldiciéndose de nuevo a sí mismo mientras se mueve a grandes zancadas por la habitación.

– Maldita sea, maldita sea, maldita sea -murmura una y otra vez. Hasta que, interrumpiéndole, oímos la voz de Clive. Si en algún momento se ve Clive en el caso de ordenar la destrucción del Universo, le imagino utilizando este mismo helado tono.

– Lo siento, pero me temo que vamos a necesitar su ayuda -dice.

Irónicamente, creo que Clive lo sentía, en efecto. Él era un hombre de tecnología que no se sentía cómodo con fuentes vivas, un espiócrata suburbano de la moderna escuela. Creía que los hechos constituían la única clase de información y despreciaba a quien no se rigiera por ellos. Si algo le gustaba en la vida, aparte de su propio progreso y de su plateado «Mercedes», que se negaba a sacar del garaje con sólo que tuviera un rasguño, era la ferretería y los poderosos americanos, por ese orden. Para que Clive relumbrara, el «Pájaro Azul» hubiera debido ser una clave descifrada, un satélite o un comité interministerial. Entonces Barley no necesitaría haber nacido.

Mientras que Ned era todo lo contrario, y por ello se hallaba más en peligro. Por temperamento y por educación, era organizador de agente y capitán de hombres. Las fuentes vivas eran su elemento y, en la medida en que conocía esta palabra, su pasión. Despreciaba las luchas internas de la política de los servicios de inteligencia y se las dejaba gustosamente a Clive, lo mismo que dejaba el análisis a Walter. En ese sentido, él era el primitivo lleno de decisión, como deben serio las personas que tratan con la naturaleza humana, mientras que Clive, para quien la naturaleza humana era una vasta y hedionda ciénaga, gozaba de la reputación de modernista.

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