La pauta de los tres días siguientes, como los restos de un avión estrellado, fue minuciosamente examinada en busca de fallos técnicos, pero se encontraron muy pocos.
Tras su estallido en el aeropuerto, Barley entró en la fase radiante, sonriéndose mucho a sí mismo durante el viaje en coche, saludando con su habitual y recatado afecto los familiares puntos característicos del paisaje. También tuvo un acceso de estornudos.
Tan pronto como llegamos a la casa de Knightsbridge, donde Ned había decidido que Barley pasara la noche antes de volver a su piso, dejó caer su equipaje en el vestíbulo, abrazó a la señorita Coad y, declarándole amor eterno, le obsequió con un espléndido sombrero de piel de lince que ni Wicklow ni nadie pudieron recordar haberle visto comprar.
En este momento yo me separé de los demás. Clive me había ordenado que fuese al duodécimo piso para lo que él denominó «una discusión crucial», aunque resultó que lo que realmente quería era sonsacarme. ¿Estaba nervioso Scott Blair? ¿Se mostraba envanecido? ¿Cómo se sentía, Palfrey? Johnny estaba allí, escuchando, pero sin hablar apenas. Bob, dijo, había sido llamado a Langley para celebrar consultas. Yo les conté lo que había visto, nada más y nada menos. Los dos se sintieron desconcertados por las lágrimas de Barley.
– ¿Quieres decir que pretende volver? -preguntó Clive.
Esa misma noche, Ned cenó mano a mano con Barley. Esto no era todavía el informe de actuación. Era la toma de contacto. Las cintas revelan un Barley un tanto excitado y con voz ligeramente más agudo que de costumbre. Cuando yo me reuní con ellos para tomar café, estaba hablando Goethe, pero con artificial objetividad.
Goethe había envejecido, había perdido energía.
Goethe estaba realmente aterrorizado.
Goethe parecía haber dejado de beber. Estaba encontrando ánimos en algo distinto. «Debería haberle visto las manos, Harry, temblándole sobre aquel plano.
Deberías haber visto las tuyas, pensé, cuando bebías champaña en el aeropuerto.
De Katya habló solamente una vez esa noche, también de forma deliberadamente desprovista de emoción. Yo creo que estaba decidido a que supiéramos que no tenía sentimientos que controlar distintos de los nuestros. No se trataba de una argucia por parte de Barley. Con excepción de lo que nosotros le habíamos enseñado, sería incapaz de ello. Era su mismo temor a dónde podrían acabar sus sentimientos si no los mantenía unidos a nosotros.
Katya estaba más asustada por sus hijos que por ella misma, dijo, de nuevo con estudiada indiferencia. Suponía que eso les pasaba a la mayoría de las madres. Por otra parte, sus hijos eran los símbolos del mundo que deseaba salvar. Así que, en cierto sentido, lo que estaba haciendo era una especie de versión absoluta del amor materno, ¿no le parece, Nedsky?
Ned asintió. Nada más difícil que experimentar con los propios hijos, Barley, dijo.
Pero una chica maravillosa, insistió Barley, ahora con aire de protectora condescendencia. Quizá demasiado bravía también para el gusto actual de Barley, pero si a uno le gustaba que las mujeres tuviesen la fibra moral de Juana de Arco, entonces Katya era la indicada. Y era guapa. Sin discusión. Algo demasiado tosca para ser clásica, si entendíamos lo que quería decir, pero innegablemente impresionante.
No podíamos decirle que durante toda la semana habíamos estado admirando fotografías de ella, así que aceptamos su palabra.
A las once, quejándose de la diferencia horaria, Barley se derrumbó. Nos quedamos en el vestíbulo, viendo cómo se arrastraba escaleras arriba para irse a la cama.
– De todos modos, es buen material, ¿no? -preguntó, mientras se aferraba a la barandilla y nos miraba sonriente a través de sus gafitas redondas-. El nuevo cuaderno que nos ha dado. ¿Ya le han echado un vistazo?
– Los especialistas se están quemando las pestañas sobre él ahora -respondió Ned. No podía decirle que se lo estaban disputando como perros y gatos.
– Los expertos son adictos -dijo Barley, con otra sonrisa.
Pero permaneció en la escalera, balanceándose, mientras parecía buscar una línea de salida.
– Alguien debería hacer algo con estos micrófonos corporales, Nedsky. Tengo toda la maldita espalda llena de rozaduras. El próximo tipo que manden allá será mejor que tenga la piel más dura. A propósito, ¿dónde está tío Bob?
– Le manda recuerdos -dijo Ned-. Hay mucho trabajo últimamente. Espera reunirse pronto con usted.
– ¿Está de caza con Walt?
– Si lo supiese, no se lo diría -respondió Ned, y todos nos echamos a reír.
Recuerdo que esa noche recibí una llamada telefónica particularmente irrelevante de Margaret, mi mujer, sobre una multa por aparcamiento prohibido que le habían puesto en Basingstoke…, a su juicio, injustamente.
– Era mí sitio. Yo había puesto mi indicador, cuando aquel maldito hombrecillo con un «Jaguar» último modelo, uno blanco, de pelo negro y liso…
Me eché a reír imprudentemente y le sugerí que los «Jaguar» de pelo negro y liso no gozaban de trato especial en los parquímetros. El humor nunca fue el punto fuerte de Margaret.
A la mañana del día siguiente, domingo. Clive requirió de nuevo mi presencia, primero para sonsacarme acerca de la noche anterior y, luego, para oírme hablar clara y directamente con Johnny sobre asuntos tan esotéricos como si Barley podía legalmente ser nombrado empleado de nuestro Servicio y si, en caso afirmativo, el hecho de recibir nuestro dinero implicaba que había renunciado a ciertos derechos…, su derecho a representación legal en el supuesto de un litigio con nosotros, por ejemplo. Yo respondí en términos délficos, lo cual les fastidió, pero básicamente dije que la respuesta era «sí». Sí, había renunciado a esos derechos. O más exactamente, si, podíamos hacerle creer que lo había hecho, fuera legalmente cierto o no.
Johnny, por si no lo he mencionado ya, estaba graduado por la Facultad de Derecho de Harvard, así que, por una vez, no era necesario que Langley nos enviase un equipo de asesores legales.
Por la tarde, como Barley continuaba agitado y hacía un día soleado, nos fuimos en coche a Maidenhead y dimos un paseo por el camino de sirga que discurre junto al Támesis. Para cuando volvimos, supongo que podría decirse que Barley había evacuado ya su informe, pues, no habiéndonos sugerido ninguna pregunta nuestros analistas, y cubiertos ya por medios técnicos sus encuentros operacionales, quedaba realmente muy poco acerca de lo que informar.
¿Se sentía Barley afectado por nuestras preocupaciones? Nosotros nos mostrábamos alegres y joviales como nos era posible, pero yo no podía por menos de preguntarme si le estaría alcanzando la atmósfera de amenazador estancamiento. O quizá sus sentimientos eran una vorágine tal de confusión y anticlímax que, simplemente, nos envolvía en ellos.
El domingo por la noche cenamos juntos en Knightsbridge, y Barley mostró unos modales tan corteses y reposados que Ned decidió -como habría hecho yo- que no había peligro en enviarle de nuevo a Hampstead.
Su piso estaba en un bloque victoriano, a poca distancia de East Heath Road, y el puesto de vigilancia estática se hallaba situado directamente debajo de él, ocupado por un par de brillantes jóvenes del Servicio. Los legítimos residentes habían sido acomodados temporalmente en otro lugar. A eso de las once, la pareja informó que Barley estaba en el piso, solo pero moviéndose de un lado a otro. Podían oírle, pero no verle. Ned había puesto el límite en el vídeo. Estaba hablando mucho consigo mismo, dijeron, y cuando abrió su correspondencia las maldiciones inundaron los monitores.
Ned no se inmutó. Ya había leído la correspondencia de Barley y sabía que no contenía más horrores que los habituales.
Hacia la una de la madrugada, Barley llamó por teléfono a su hija Anthea, en Grantham.
– ¿Qué es un ig?
– Una casa esquimal sin retrete. ¿Qué tal Moscú?
– ¿Qué consigues si cruzas el Atlántico con el Titanic?
– Llegar hasta la mitad. ¿Qué tal Moscú?
– ¿Qué consigues si cruzas una oveja con un canguro?
– Te he preguntado qué tal Moscú.
– Un lanudo saltarín. ¿Cómo está el cargante de tu marido?
– Durmiendo, o intentando dormir. ¿Qué ha sido de la tarta de nata que llevaste a Lisboa?
– Se acabó.
– Creía que era permanente.
– Ella, sí. Yo, no.
Barley telefoneó luego a dos mujeres; la primera, una ex esposa sobre la que había conservado derechos de visita; la segunda, no registrada anteriormente. Ninguna de las dos podía atenderle tan inesperadamente, aunque sólo fuera porque estaban en la cama con sus hombres.
A la una cuarenta, la pareja informó que se habían apagado las luces del dormitorio de Barley. Ned se fue a dormir con una sensación de agradecimiento, pero yo estaba ya en mi pisito, y el sueño era lo último en que pensaba. Bullían en mi cabeza recuerdos de Hannah, mezclados con imágenes de Barley en la casa de Knightsbridge. Recordé su forma falsamente despreocupada de hablar de Katya y sus hijos y la comparé con mis propias repetidas negaciones de mi amor a Hannah, allá en los días en que constituía un peligro para mí. Hannah parece un poco alicaída, observaba delante de mí algún inocente cada cinco minutos. ¿Es que ese marido suyo le da muchos disgustos o qué? Y yo sonreía. Tengo entendido que le da bastante mala vida, decía, exactamente con el mismo tono de indiferente superioridad que le había oído a Barley, mientras los cancerosos fuegos secretos que ardían en mi interior me devoraban el corazón.
A la mañana siguiente, Barley fue a su oficina para reanudar su trabajo, pero se acordó que se pasaría por la casa de Knightsbridge al término de su jornada laboral por si había algún extremo que aclarar. Esto no era exactamente la clase de acuerdo poco perfilado y concreto que parece, pues Ned se hallaba ya empeñado en un serio combate con el piso doce, y era probable que para la noche tuviera que, o ceder terreno, o enfrentarse en una batalla a gran escala con los mandarines.
Pero para entonces Barley ya había desaparecido.
Según los vigilantes dispuestos por Brock, Barley salió de su oficina de Norfolk Street un poco antes de lo esperado, a las 4.43, llevando su saxofón en su estuche. Wicklow, que estaba en la oficina trasera de «Abercrombie & Blair», mecanografiando un informe del viaje a Moscú, no se dio cuenta de su marcha. Pero un par de muchachos de Brock vestidos con pantalones vaqueros siguieron a Barley en dirección oeste a lo largo del Strand y, cuando cambió de idea, cruzaron con él al Soho, donde desapareció en el interior de un abrevadero vespertino frecuentado por editores y agentes literarios. Pasó allí veinte minutos y reapareció llevando todavía su saxofón y con pasos perfectamente firmes. Llamó un taxi, y uno de los muchachos se hallaba lo bastante cerca como para oírle dar la dirección de la casa de refugio. El mismo muchacho avisó por radio a Brock, el cual llamó a Ned, en Knightsbridge, para decirle: «Espera ahí, tu huésped está en camino.» Yo estaba en otro lugar, librando otras guerras.
Hasta el momento, nada podía reprochársele a nadie, salvo que a ninguno de los dos muchachos se le ocurrió tomar la matrícula del taxi, descuido que más tarde les costó caro. Era la hora punta. Un viaje entre el Strand y Knightsbridge podía durar siglos. Eran ya las siete y media cuando Ned desistió de seguir esperando y, preocupado pero no alarmado todavía, regresó a la Casa Rusia.
A las nueve, cuando nadie tenía ninguna sugerencia razonable que hacer, Ned declaró a regañadientes una alarma interna, la cual, por definición, excluía a americanos. Como de costumbre, mantenía una fría serenidad. Quizá se había acorazado subconscientemente para una crisis así, pues Brock comentó más tarde que procedió a seguir una rutina preparada. No informó a Clive, pues, como me explicó después, hablar con Clive en la actual atmósfera emponzoñada era como enviar un detallado y revelador telegrama a Langley.
Ned se dirigió primeramente a Bloomsbury, donde los escuchas del Servicio poseían una serie de sótanos debajo de Russell Square. Utilizó un coche de los adscritos al uso del Servicio y debió de conducir a la velocidad del rayo. El jefe de guardia en el departamento de escucha era Mary, una mujer de cuarenta años, de apetito compulsivo, cara son rosada y aire de solterona. Sus únicos amores conocidos eran voces inalcanzables. Ned le entregó una lista de contactos de Barley, compilada por Walt a partir de conversaciones interceptadas e informes de vigilancia. ¿Podía Mary cubrirla inmediatamente? ¿Ahora mismo?
Mary no podía en absoluto hacer semejante cosa.
– Una cosa es forzar un poco las reglas, Ned. Pero una docena de pinchazos ilegales es otra completamente distinta, ¿no lo comprendes?
Ned podría haber aducido que los números adicionales se hallaban cubiertos por el mandamiento ya extendido por Interior, pero no se molestó en hacerlo. Me telefoneó a Pimlico justo en el momento en que yo descorchaba la botella de Borgoña con la que me proponía consolarme después de un día asqueroso. Es un piso muy pequeño, y yo tenía la ventana abierta para que saliera el olor a aceite frito. Recuerdo que cerré la ventana mientras hablábamos.
Las autorizaciones telefónicas son firmadas, en teoría, por el secretario de Interior o, en su ausencia, por su ministro. Pero hay un truco para eso, ya que ha otorgado al asesor legal facultad delgada que ha de utilizarse solamente en caso de emergencia y con justificación por escrito en el plazo de las veinticuatro horas siguientes. Garrapateé mi autorización, apagué el gas -estaban todavía hirviendo las coles de Bruselas-, subí a un taxi y veinte minutos después entregaba la autorización a Mary. Antes de una hora, los teléfonos de los contactos de Barley quedaban cubiertos.
¿Qué pensaba yo mientras hacía todo esto? ¿Pensaba que Barley se había suicidado? No. En absoluto. Sus preocupaciones estaban con los vivos. Lo último que él quería hacer era dejarlos abandonados a su suerte.
Pero consideré la posibilidad de que hubiera roto filas y supongo que mi peor fantasía era la imagen de Barley aplaudiendo al oír al piloto de Aeroflot anunciar que su avión acababa de entrar nuevamente en el espacio aéreo soviético.
Mientras tanto, siguiendo órdenes de Ned, Brock había persuadido a la Policía para que lanzara una llamada de emergencia al taxista metropolitano que había recogido a un hombre alto, con un saxofón, en la esquina de Old Compton Street a las cinco y media, destino Knightsbridge, pero cambiado probablemente en ruta. Sí, un saxo tenor…, un saxo barítono era el doble de grande. Para las diez, tenían a su hombre. El taxi había partido rumbo a Knightshrigde, pero en Trafalgar Square Barley había cambiado, en efecto, de idea y le había pedido que le llevara a Harley Street. El taxímetro marcaba tres libras. Barley le dio al chófer un billete de cinco y le dijo que se quedara las vueltas.
Mediante un pequeño milagro de agilidad mental, y con la ayuda de los últimos informes de Walter, Ned estableció la relación…, Andrew George Macready, alias Andy, ex trompetista de jazz y contacto registrado de Barley, había ingresado hacía tres semanas en el Asilo de las Hermanas Mercedarias, en Harley Street, véase carta interceptada escrita a lápiz, Mrs. Macready a Hampstead, sección 47ª, y el lapidario comentario de Walter en la pequeña hoja: Macready es el gurú de Barley sobre la mortalidad.
Todavía recuerdo cómo me aferré con las dos manos al agarradero del coche de Ned. Llegamos al asilo y nos dijeron que Macready se hallaba bajo sedación. Barley había permanecido una hora con él, y habían conseguido intercambiar unas pocas palabras. LA enfermera de noche, que acababa de entrar de servicio, había ofrecido a Barley una taza de té, sin leche ni azúcar. Barley la había completado con whisky de un frasco que llevaba. Había ofrecido un trago a la enfermera, pero ésta había declinado la invitación. Le preguntó si podría «tocarle al viejo Andy un par de sus piezas favoritas». Tocó con apagados tonos durante diez minutos exactamente, que fue lo que ella le permitió. Varias de las monjas se habían congregado en el pasillo para escuchar, y una de ellas reconoció la melodía como Blue and Sentimental, de Basie. Dejó su número de teléfono y un cheque por cien libras «para el croupier». en una bandeja de colecta que había junto a la puerta. La enfermera le dijo que podía volver siempre que quisiera.
– No será usted policía, ¿verdad? -me preguntó tristemente mientras nos dirigíamos hacia la puerta.
– Santo Dios, no. ¿Por qué habría de serlo?
Meneó la cabeza y no respondió, pero yo pensé que ya sabía lo que había visto en él. Un hombre que huía, ocultándose de sus propios actos.
Utilizando el teléfono del coche mientras regresábamos a toda velocidad a la Casa Rusia, Ned ordenó a Brock que hiciese una lista de todos los clubes, salas de concierto y pubs del área de Londres en que se estuviera tocando jazz esa noche. Debía distribuir entre ellos todos los vigilantes que pudiera reunir.
Como toque final, yo añadí la matización del abogado. En ninguna circunstancia debía Brock ni ningún vigilante coartar físicamente a Barley ni llegar a las manos con él. Cualesquiera otros que fuesen los derechos a que Barley había renunciado, no había renunciado a su derecho a defenderse, y era un hombre vigoroso.
Nos estábamos preparando para una larga espera cuando llamó Mary, la jefe del servicio de escucha, toda dulzura y suavidad esta vez.
– Ned, creo que deberías venir por aquí lo antes posible. Algunos de los huevos que pusiste a incubar se están abriendo.
Ned regresó apresuradamente a Russell Square, tomando las curvas a noventa por hora.
En su cubil subterráneo, Mary nos recibió con la sonrisita que reservaba para momentos de desastre. Junto a ella se hallaba una ayudante llamada Pepsi, vestida con un mono de color verde. Sobre una mesa estaba funcionando un magnetófono.
– ¿Quién diablos es a estas horas? -preguntó una voz estentórea, y reconocí inmediatamente a la formidable tía Pandora de Barley, la Vaca Sagrada a la que había invitado a almorzar. Una pausa, mientras caían las monedas en el interior de la máquina. Siguió la comedida voz de Barley.
– Me temo que ya he tenido bastante, Pan. Me voy de la editorial.
– No digas idioteces -replicó tía Pandora-. Ya te estás dejando enredar por alguna estúpida chicuela.
– Hablo en serio, Pan. Esta vez es de verdad. Tenía que decírtelo.
– Tú siempre hablas en serio. Por eso suenas a falso cuando tratas de mostrarte frívolo.
– Por la mañana voy a ir a hablar con Guy -Guy Solomons, al abogado de la familia, contacto registrado de Barley-. Wicklow, el nuevo empleado, puede hacerse cargo de todo. Es un tipejo duro, y aprende de prisa.
– ¿Has localizado la cabina telefónica? -preguntó Ned a Mary en cuanto Barley colgó.
– Inmediatamente -respondió Mary, con orgullo.
Procedente de la cinta, oímos de nuevo el timbre de un teléfono. Barley otra vez.
– ¿Reggie? Voy a ir a tocar esta noche. Ven tú también.
Mary nos pasó una tarjeta en la que había escrito: Canon Reginald Cowan, tambor y sacristán.
– No puedo -respondió Reggie-. Tengo la maldita clase de confirmación.
– Deshazte de ellos -dijo Barley.
– No puedo. Los cabrones de ellos están ya aquí conmigo.
– Te necesitamos, Reggie. El viejo Andy se está muriendo.
– Y todos nosotros también. Todo el puñetero tiempo.
Cuando se estaba terminando la cinta, Brock llamó desde la Casa Rusia pidiendo que se pusiera urgentemente Ned. Sus vigilantes habían informado que Barley se había presentado en su club del Soho hacía una hora, se había tomado cinco whiskies y había ido luego al «Arco de Noé», en King's Cross.
– ¿Arco de Noé? Querrás decir Arca.
– Arco. Es un arco que hay bajo la línea del ferrocarril. Noé es un antillano de dos metros y medio. Barley se ha unido a la banda.
– ¿Solo?
– Hasta el momento.
– ¿Qué clase de sitio es?
– Restaurante y licores. Sesenta mesas, escenario, paredes de ladrillo, putas, lo de costumbre.
Brock pensaba que todas las chicas guapas eran putas.
– ¿Cómo de lleno? -preguntó Ned.
– Dos tercios y aumentando.
– ¿Qué está tocando?
– Lover Man, de Duke Ellington.
– ¿Cuántas salidas?
– Una.
– Reúne un grupo de tres hombres y colócalos en una mesa cerca de la puerta. Si se marcha, intercéptale, pero no le toques. Llama a Recursos y diles que quiero que Ben Lugg se sitúe inmediatamente con su taxi junto al «Arco de Noé» y espere con la bandera bajada. Él sabrá lo que debe hacer -Lugg era el taxista particular del Servicio-. ¿Hay algún teléfono público en el club?
– Dos.
– Manténlos ocupados hasta que llegue yo ahí. ¿Te ha visto?
– No.
– Que no te vea. ¿Qué hayal otro lado de la calle?
– Una lavandería.
– ¿Está abierta?
– No.
– Espérame delante de ella. -Se volvió hacia Mary, que todavía estaba sonriendo-. Hay dos teléfonos en el «Arco de Noé», King's Cross -dijo, hablando muy despacio-. Inutilízalos ahora. Si la dirección tiene su propia línea, inutilízala también. Ahora. No me importa la escasez de personal técnico, inutilízalos ahora. Si hay cabinas telefónicas afuera, en la calle, inutilízalas todas, ahora.
Abandonamos el coche del Servicio y llamamos un taxi. Brock estaba esperando a la puerta de la lavandería, tal como se le había ordenado. Ben Lugg tenía el coche aparcado junto al bordillo. En la puerta se despachaban los billetes de entrada a 5,95. Ned caminó por delante de mí, pasó de largo junto a la mesa de los vigilantes sin dedicarles ni una mirada y avanzó hasta la parte delantera.
Nadie bailaba. La banda se estaba tomando un descanso. Barley se hallaba en el centro del escenario, delante de una silla dorada, tocando con el suave acompañamiento del contrabajo y los tambores. Un arco de ladrillo formaba una cámara de resonancia sobre él. Llevaba todavía su traje de editor y parecía haberse olvidado de quitarse la chaqueta. Luces de colores giratorias vagaban sobre él y se posaban ocasionalmente sobre su rostro, cubierto de sudor. Tenía una expresión yerta y remota. Mantenía sostenidas las notas largas, y comprendí que eran un réquiem por Andy y por cualquier otra persona que ocupara su atormentada mente. Un par de chicas se habían sentado en las sillas de la banda y le miraban sin pestañear. Una hilera de cervezas esperaba también su atención. En pie junto a él, se hallaba el inmenso Noé, con los brazos cruzados sobre el pecho, escuchando con la cabeza baja. Concluyó la pieza. Lenta y amorosamente, como si le vendara una herida a un amigo, Barley limpió su saxo y lo depositó en su estuche. Noé no permitió aplausos, pero se elevó en la sala un rumoroso sonido mientras todo el mundo hacía chasquear los dedos y se oían voces de «otra», pero Barley no hizo ningún caso. Bebió un par de cervezas, agitó la mano en señal de despedida y, abriéndose paso delicadamente por entre la multitud, se dirigió hacia la puerta. Fuimos tras él, y, cuando salimos a la calle, Ben Lugg se acercó en el coche con la bandera levantada.
– A «Mo's» -ordenó Barley, mientras se dejaba caer en el asiento trasero. Había sacado de alguna parte otro frasco de whisky y estaba desenroscando el tapón-. Hola, Harry. ¿Qué tal el amor a distancia?
– Estupendo, gracias. Lo recomiendo.
– ¿Dónde diablos está «Mo's»? -preguntó Ned, mientras se instalaba junto a él y yo tomaba asiento en el traspuntín.
– En Tufnell Park. Debajo del «Falmouth Arms».
– ¿Buen sonido? -preguntó Ned.
– El mejor.
Pero no era la falsa alegría de Barley lo que me alarmaba. Era su aire de lejanía, el apagado brillo de sus ojos, la forma en que se mantenía encerrado dentro de la inexpugnable fortaleza de la cortesía británica.
Mo era una rubia de cincuenta y tantos años, que se pasó un rato besando a Barley antes de dejar que nos sentásemos a su mesa. Barley tocó unos blues y Mo quería que se quedase, yo creo que a pasar la noche, pero Barley no podía permanecer mucho tiempo en ninguna parte, así que fuimos a una pizzería con orquestina de Islington donde tocó otro solo, y Ben Lugg entró con nosotros a tomarse una taza de té y escuchar. Ben había sido boxeador en sus tiempos y todavía hablaba de este deporte. Desde Islington cruzamos el río hasta el «Elephant» para oír a un grupo negro que tocaba soul en un garaje de autobuses. Eran las cuatro y cuarto, pero Barley no mostraba señales de tener sueño; prefirió quedarse con el grupo bebiendo combinaciones de cacao y licores, en jarras de porcelana de medio litro. Cuando por fin conseguimos llevarle suavemente hacia el taxi de Ben, las dos chicas del local de Noé reaparecieron como salidas de la nada y se sentaron una a cada lado de él en el asiento trasero.
– Venga de ahí, muchachas -dijo Ben, mientras Ned y yo esperábamos en la acera-. Largo.
– Quedaos donde estáis -les aconsejó Barley.
– No es vuestro taxi, queridas. Es de ese tipo -señalando a Ned-, así que largaos como buenas chicas.
Barley lanzó un puñetazo contra la cabeza de Ben, que se hallaba adornada con un sombrero flexible. Ben paró el golpe como un hombre que aparta una telaraña y, con el mismo movimiento, sacó cuidadosamente del coche a Barley y se lo entregó a Ned, quien, con el mismo cuidado, le sujetó, inmovilizándole los brazos.
Todavía con el sombrero puesto, Ben desapareció en la trasera del coche y reapareció con una chica agarrada de cada mano.
– ¿Por qué no vamos todos a tomar un poco el aire? -sugirió Ned, mientras Ben daba a cada una de las chicas un billete de diez libras para que se esfumaran.
– Buena idea -dijo Barley.
Así pues, cruzamos el río en lenta procesión, con los vigilantes de Brock cerrando la marcha y el coche de Ben Lugg siguiéndonos lentamente. Un alba gris comenzaba a clarear sobre los muelles.
– Lo siento -dijo Barley al cabo de un rato-. No ha pasado nada, ¿eh, Nedsky?
– No que yo sepa -dijo Ned.
– Hay que estar alerta -advirtió Barley-. Tu país te necesita alerta. ¿Verdad, Nedsky? Es sólo que me entraron ganas de tocar un poco de música -me explicó-. ¿Le gusta la música, Harry? Un amigo mío solía tocarle piezas por teléfono a su chica. Sólo piano, no saxo, pero decía que resultaba eficaz. Podría usted probarlo con su parienta.
– Mañana nos vamos a América -dijo Ned.
Barley no dio mayor trascendencia a la noticia.
– Les sentará muy bien. Es una buena época del año. Yo diría que es cuando más bonito está el país.
– En realidad, también le sentará bien a usted -dijo Ned-. Pensábamos llevarle con nosotros.
– Trajes de calle, ¿no? -preguntó Barley-. ¿O es mejor que meta un smoking en la maleta por si acaso?