Capítulo V

Nos habíamos trasladado a la biblioteca en que habían empezado a hablar Ned y Barley. Brock había instalado una pantalla y un proyector y había colocado varias sillas dispuestas en forma de herradura, pensando en una persona determinada para cada silla, pues como otras mentes violentas, Brock tenía una exagerada afición al trabajo doméstico. Había escuchado la entrevista por el transmisor y, pese a sus siniestras insinuaciones sobre Barley, un destello de excitación brillaba en sus pálidos ojos bálticos. Barley, profundamente sumido en sus pensamientos, se hallaba sentado en la primera fila entre Bob y Clive, privilegiado aunque distraído invitado a una proyección privada. Observé la silueta de su cabeza mientras Brock encendía el proyector, primero reflexivamente inclinada y levantada luego bruscamente al aparecer la primera imagen en la pantalla. Ned estaba sentado junto a mí. No decía ni una palabra, pero podía percibir la disciplinada intensidad de su excitación. Veinte rostros masculinos titilaron en nuestro campo visual, la mayoría científicos soviéticos que, en una apresurada búsqueda en los registros de Londres y Langley, se estimó que podrían haber tenido acceso a la información de «Pájaro Azul». Algunos aparecían más de una vez, primero con barba y luego sin ella. A otros se les veía tal como eran cuando tenían veinte años menos porque eso era lo único que los archivos tenían de ellos.

– Ninguno de ellos -declaró Barley cuando finalizó la proyección, llevándose bruscamente la mano a la cabeza como si hubiera recibido un picotazo.

Bob simplemente no podía creerlo, pero sus incredulidades eran tan seductoras como sus credulidades.

– ¿Ni siquiera un quizás o un acaso, Barley? Parece muy seguro de sí mismo para ser un hombre que estaba bebiendo a base de bien cuando los vio por primera vez. Cristo, yo he estado en fiestas en las que no podía recordar ni mi propio nombre.

– Ninguna duda, amigo -respondió Barley, y tornó a sus pensamientos.

Le tocaba ahora el turno a Katya, aunque Barley no podía saberlo. Bob comenzó a aludirla cautelosamente, un profesional de Langley mostrándonos su destreza.

– Barley, éstos son algunos de los hombres y mujeres del mundillo editorial de Moscú -dijo con aire desenfadado, mientras Brock pasaba las primeras diapositivas-. Personas con las que puede que usted se haya tropezado durante sus viajes rusos, en recepciones, ferias del libro y todo eso. Si ve alguien que conozca, avise.

– ¡Válgame el cielo, pero si esa es Leonora! -exclamó Barley con alegría mientras Bob hablaba aún. En la pantalla, una espléndida y corpulenta mujer con un trasero que parecía un campo de fútbol cruzaba una despejada extensión de asfalto. Leni es un alto cargo dentro de «SK» -añadió Barley.

– ¿SK? -repitió Clive, como si hubiese descubierto una sociedad secreta.

– Soyuzkniga. «SK» encarga y distribuye libros extranjeros por toda la Unión Soviética. Otra cosa es si los libros llegan o no. Leni es muy divertida.

– ¿Conoce su otro nombre?

– Zinovieva.

Confirmado, decía la sonrisa de Bob.

Le mostraron otras y eligió las que ellos sabían que conocía, pero cuando le enseñaron la fotografía de Katya que le habían mostrado a Landau -Katya con su abrigo y su peinado alto, bajando la escalera con su bolsa de compra-, Barley murmuró «otra», como había hecho con todas las que no conocía.

Pero Bob se apresuró a intervenir.

– Deja ésta, por favor -dijo, con un tono tan apremiante que hasta un niño de pecho habría adivinado que aquella fotografía poseía algún oculto significado.

Así que Brock retuvo allí la foto y, como todos nosotros, también el aliento.

– Barley, la damita de pelo oscuro y grandes ojos de esta foto trabaja en la «Compañía Editora Octubre», Moscú. Habla un inglés excelente, clásico, como el de usted y el de Goethe. Tenemos entendido que es redaktor y se ocupa de encargar y aprobar traducciones de obras soviéticas al inglés. ¿No le suena?

– No tengo esa suerte -respondió Barley.

En vista de lo cual, Clive me lo entregó con una inclinación de cabeza. Para usted, Palfrey, es su testigo. Asústelo.

Yo utilizo una voz especial para mis sesiones de adoctrinamiento. Se supone que debe infundir el terror de la promesa matrimonial, y la detesto porque es la voz que Hannah detesta. Si mi profesión tuviese una falsa bata blanca, éste sería el momento en que yo administrase la perversa inyección. Pero esa noche, en cuanto me quedé a solas con él, adopté un tono más protector y me convertí en un Palfrey diferente y quizá rejuvenecido. Hablé a Barley, no como a un inexperto principiante, sino como a un amigo al que se trata de prevenir.

Éste es el trato, dije, utilizando lo menos parecido a la jerga legal que se me ocurrió. Éste es el lazo que le estamos echando en torno al cuello. Tenga cuidado. Reflexione.

A otras personas las hago sentarse. A Barley le dejé moverse de un lado a otro porque había visto que se encontraba más a gusto cuando podía pasearse por la habitación y agitarse y estirar lánguidamente los brazos. La empatía es una maldición aun cuando sea efímera, y ni todas las leyes de Inglaterra me pueden proteger de ella.

Y mientras le alentaba momentáneamente percibí varias cosas de él que me habían pasado inadvertidas cuando había más gente. Como se inclinaba su cuerpo apartándose de mí, como si se protegiera contra su arraigada disposición a entregarse a la primera persona que se lo pidiera. Cómo sus brazos, pese a sus esfuerzos por dominarse, se mantenían rebeldes, especialmente en los codos, que, como desertores, parecían deseosos de liberarse de cualquier uniforme que se les impusiera.

Y, para mi propia frustración, advertí que aún no podía observarle lo bastante atentamente, sino sólo tener breves atisbos de él en los dorados espejos, según pasaba por delante de ellos. Hoy es el día en que todavía me lo represento como muy alejado de mí.

Advertí su meditabundo talante mientras se sumergía en mi homilía y emergía luego de ella, captando uno o dos extremos y alejándose seguidamente de mí, con lo que me veía de pronto ante una extensión poderosa espalda que no podía reconciliarse con el irreconciliado frente.

Y cómo, al volverse hacia mí, sus ojos carecían del servil sometimiento que tan frecuentemente me había asqueado en otros receptores de mis sabias palabras. Él no se sentía intimidado. Ni siquiera se sentía afectado. Sus ojos me turbaban, no obstante, corno lo habían hecho la primera vez que se habían posado valorativamente sobre mí. Eran demasiado veraces, demasiado claros, demasiado indefensos. Ninguno de sus vivaces gestos podía protegerlos. Me daba la impresión de que yo o cualquier otra persona habría podido penetrar en ello posesión de él, y esa sensación me asustaba como si fuese una amenaza. Me hacía temer por mi propia seguridad.

Pensé en su expediente. Tantos choques frontales, actos de aparente autodestrucción, tan poca prudencia. Su terrible historial escolar. Sus esfuerzos por lograr unos pocos laureles boxeando, que acabaron llevándole a la enfermería de la escuela con la mandíbula rota. Su expulsión por estar borracho mientras leía la Epístola en la misa cantada. «Estaba borracho desde la noche anterior, señor. No fue intencionado.» Azotado y expulsado.

Qué útil, pensé, para él y para mí, si yo hubiera podido señalar algún gran crimen que le obsesionara, algún acto de cobardía u omisión. Pero Ned me había mostrado toda su vida, incluidos anexos secretos, historial médico, dinero, mujeres, esposas, hijos. Y todo eran casillas de poca monta. Ninguna gran explosión, ningún gran crimen. Ningún gran nada…, lo que tal vez constituyera la explicación de él. ¿Era por necesidad de un mar más vasto, por lo que repetidamente se había hecho a sí mismo naufragar contra rocas pequeñas, desafiando a su Hacedor a que se presentara con algo más grande o dejara de molestarle? ¿Sería tan arrojado y temerario cuando se enfrentase a peligros mayores?

Y luego, de pronto, antes de que me dé cuenta de ello, nuestros papeles se han invertido. Él está en pie delante de mí, mirándome desde arriba. El equipo está todavía esperando en la biblioteca, y oigo los ruidos de su impaciencia. El impreso de declaración reposa delante de mí, sobre la mesa. Pero me está leyendo a mí, no al impreso.

– ¿Alguna pregunta? -le digo, consciente de su estatura-. ¿Algo que quiera saber antes de firmar? -Finalmente estoy utilizando mi voz oficial, como medio de autoprotección.

Se siente desconcertado al principio, y, luego, regocijado.

– ¿Por qué? ¿Tiene más respuestas que quiere decirme?

– Es un asunto grave -le advierto severamente-. Le han confiado a usted un gran secreto. Usted no lo pidió, pero no puede desconocerlo. Sabe lo suficiente para colgar a un hombre, y, probablemente, a una mujer. Eso le coloca a usted en una cierta categoría, le impone obligaciones que no puede rehuir.

Y, Dios me ayude, vuelvo a pensar en Hannah. El hombre ha despertado en mí el dolor de ella, como si fuese una herida recién abierta.

Se encoge de hombros, rechazando la carga.

– No sé lo que sé -dice.

Suena un golpecito en la puerta.

– La cuestión es que tal vez quieran decirle más cosas -añado, suavizando de nuevo la voz, tratando de hacerle consciente de mi interés por él-o Puede que lo que usted ya sabe sea sólo el principio de lo que quieran que averigüe.

Está firmando. Sin leer. Es un cliente de pesadilla. Podría estar firmando su sentencia de muerte y no lo sabría ni le importaría. Están llamando a la puerta, pero aún tengo que añadir mi nombre como testigo.

– Gracias -dice.

– ¿Por qué?

Dejo la pluma sobre la mesa. Ya te tengo, pienso con helado triunfo, en el momento en que entran Clive y los demás. Un cliente difícil, pero le he hecho firmar.

Pero la otra mitad de mi ser se siente avergonzada y misteriosamente alarmada. Experimento la sensación de haber encendido un fuego dentro de nuestro propio campamento, y no hay medio de saber cómo se propagará ni quién lo apagará.


El único mérito del acto siguiente consistió en que fue breve. Me dio pena Bob, nunca fue un hombre astuto y, ciertamente, no era un fanático. Era transparente, pero eso no es todavía un crimen, ni aun en el mundo secreto… Era más de la pasta de Ned que de la de Clive y estaba más cerca de la forma de hacer las cosas del Servicio que de la de Langley. Hubo un tiempo en que Langley tenía muchos como Bob y no le iba nada mal.

– Barley, ¿tiene idea de la naturaleza del material que la fuente que usted llama Goethe ha proporcionado hasta el momento? ¿De su mensaje general, digamos? -preguntó azoradamente Bob, exhibiendo su amplia sonrisa.

Johnny había lanzado la misma clase de pregunta a Landau, recordé. Y se quemó los dedos.

– ¿Cómo voy a tenerla? -replicó Barley-. No le he puesto los ojos encima. Ustedes no me dejan.

– ¿Está completamente seguro de que el propio Goethe no le dio ninguna indicación anticipada? ¿Ninguna palabra susurrada, de autor a editor, de lo que podría proporcionarle algún día, si ambos cumplían sus promesas? ¿Aparte de lo que ya nos ha contado de Peredelkino de las divagaciones sobre armamento y enemigos irreales?

– Les he dicho todo lo que recuerdo -respondió Barley, meneando la cabeza con aire confuso.

También igual que Johnny antes que él, Bob empezó a mirar de soslayo que sostenía bajo la mesa. Pero en el caso de Bob con verdadera turbación.

– Barley, en las seis visitas que ha realizado usted a la Unión Soviética durante los siete últimos años, ¿ha establecido algún contacto, aunque sea breve, con pacifistas, disidentes u otros grupos extraoficiales de esa naturaleza?

– ¿Es delito acaso?

Clive terció con tono cortante.

– Responda a la pregunta, ¿quiere?

Sorprendentemente, Barley obedeció. A veces, Clive era, simplemente, demasiado pequeño para llegar hasta él.

– Está uno con toda clase de personas, Bob. Músicos de jazz, libreros, intelectuales, periodistas, artistas… Es una pregunta imposible de responder. Lo siento.

– Entonces, ¿puedo modificarla un poco y preguntarle si está usted relacionado con pacifistas en Inglaterra?

– No tengo ni idea.

– Barley, ¿sabía usted que dos miembros de un cierto grupo musical con el que usted estuvo entre 1977 y 1980 participaron activamente en la Campaña por el Desarme Nuclear, así como en otras organizaciones pacifistas?

Barley pareció sorprendido, pero complacido.

– ¿De veras? ¿Tienen nombres?

– ¿Le sorprendería si le dijese Maxi Burns y Bert Wunderley?

Para regocijo de todos menos de Clive, Barley soltó una alegre carcajada.

– ¡Oh, Dios mío! Olvídese del pacifismo, Bob. Maxi era un comunista rematado. Habría hecho saltar por los aires las Cámaras del Parlamento si hubiese tenido una bomba. Y Bert le habría tenido cogida la mano mientras lo hacía.

– ¿Debo entender que eran homosexuales? -preguntó Bob, con sonrisa maliciosa.

– Maricas perdidos -confirmó alegremente Barley.

Ante lo cual, con evidente alivio, Bob dobló su hoja de papel y dirigió a Clive una mirada para indicar que había terminado, y Ned propuso a Barley que salieran a tomar un poco el aire. Walter se acercó invitadoramente a la puerta y la abrió. Ned debía de haberle exigido que actuara a manera de contraste, pues Walter nunca se habría atrevido si no. Barley vaciló unos instantes y, luego, cogió una botella de whisky y un vaso y se metió cada cosa en un bolsillo de la chaqueta en lo que sospecho que era un gesto destinado a impresionarnos. Así equipado, marchó tras ellos a paso de ambladura, moviendo, como la jirafa, las piernas y los brazos a un tiempo, dejándonos a los tres solos y sin pronunciar palabra.

– ¿Eran las preguntas de Russell Sheriton las que le estabas haciendo? -pregunté con tono amistoso a Bob.

– Últimamente, Russell es demasiado brillante para toda esta maldita clase de cosa, Henry -respondió Bob con evidente disgusto-. Russell ha recorrido un largo camino.

Las luchas por el poder que se desarrollaban en Langley eran un misterio incluso para los que se veían implicados en ellas, y ciertamente -por mucho que fingiéramos otra cosa- para nuestros barones del piso doce. Pero en las agitaciones y maniobras desarrolladas, el nombre de Sheriton había aparecido frecuentemente como el hombre con más probabilidades de acabar descollando.

– ¿Quién las autorizó entonces? -pregunté yo, ateniéndome a la cuestión-. ¿Quién las redactó, Bob?

– Quizá Russell.

– ¡Acabas de decir que era demasiado brillante!

– Quizá tiene que mantener tranquilos a sus boyardos -respondió turbadamente Bob, encendiendo su pipa y sacudiendo la cerilla.

Nos dispusimos a esperar a Ned.


El umbroso árbol está en un jardín público próximo a los muelles. Yo he estado bajo él y sentado bajo sus ramas he contemplado cómo se elevaba sobre el puerto el sol naciente mientras el rocío depositaba gotitas de agua sobre mi impermeable gris. He escuchado, sin entenderle, a un viejo místico de rostro venerable que gusta de recibir allí a la luz del día, a sus discípulos. Son de todas las edades y le llaman profesor. El banco está instalado alrededor del tronco del árbol y se halla dividido en asientos individuales por medio de reposabrazos de hierro. Barley estaba sentado en el centro, entre Ned y Walter. Habían hablado primero en una soñolienta taberna de marineros y luego en lo alto de una colina, dijo Barley, pero, por alguna razón, Ned se niega a acordarse de la colina. Ahora habían vuelto al valle como lugar final. Brock permanecía sentado, vigilante, el coche alquilado observándoles detrás de la extensión de hierba. De los almacenes del otro lado de la carretera llegaba un chirrido de grúas, un ir y venir de camiones y los gritos de los pescadores. Eran las cinco de la mañana, pero el puerto está despierto desde las tres. Las primeras nubes del alba se formaban y disgregaban como el Primer Día.

– Elijan a otro -dijo Barley. Lo había dicho ya de varias maneras diferentes-. Yo no soy su hombre.

– Nosotros no le elegimos -dijo Ned-. Le eligió Goethe. Si conociéramos una forma de volver junto a él sin usted, nos apresuraríamos a utilizarla. Él se ha fijado en usted. Probablemente ha estado esperando diez años a que apareciese alguien como usted.

– Él me eligió porque no era un espía -repuso Barley-. Porque canté mi maldita aria.

– Y tampoco será un espía ahora -dijo Ned-. Será un editor. El de él. Todo lo que hará será colaborar con su autor y con nosotros al mismo tiempo. ¿Qué hay de malo en ello?

– Usted tiene empuje, tiene talento -dijo Walter-. No es extraño que beba. Ha permanecido infrautilizado durante veinte años. Ahora es su oportunidad de brillar. Tiene suerte.

– Ya brillé en Peredelkino. Cada vez que brillo, se apagan las luces.

– Podría incluso llegar a ser solvente -dijo Ned-. Tres semanas de preparación en Londres mientras espera nuestro visado, una divertida semana en Moscú, y nunca volverá a tener dificultades económicas.

Con la prudencia innata en él, Ned había evitado la palabra «adiestramiento».

Y vuelve el turno a Walter, un toque de látigo, un poco de adulación, pero Ned lo deja pasar.

– ¡Oh!, el dinero no importa. ¡Barley es demasiado espléndido! Se trata de hacer algo por el propio país, y a mucha gente no se le presenta nunca la oportunidad. Sueñan con ello, solicitan hacerlo, pero nunca encuentran ocasión. Y después, cumplida su intervención, puede reposar y disfrutar los beneficios de ser británico, sabiendo que se los ha ganado aunque se ría de ellos, a lo que tiene perfecto derecho, cosa que, como todas las demás, es preciso luchar para conseguirla.

Y Ned había juzgado bien. Barley se echó a reír y dijo a Walter «venga de ahí» o algo parecido.

– Y es también hacer algo por su autor, si lo piensa bien -intervino Ned, con su forma sencilla de hablar-. Le estará salvando cl cuello. Si va a entregar secretos de Estado, lo menos que puede hacer por él es ponerle en manos de gente competente. Usted es antiguo alumno de Harrow, ¿no? -añadió como si acabara de recordarlo-. ¿No he leído en alguna parte que se educó usted en Harrow?

– Sólo fui a clase allí -respondió Barley, y Walter soltó una de sus estrepitosas carcajadas, a las que se unió también Barley por pura cortesía.

– ¿Por qué solicitó ingresar con nosotros hace todos esos años? ¿Recuerda qué le impulsó a ello? -preguntó Ned-. Algún sentido del deber, ¿verdad?

– Yo quería mantenerme apartado de la empresa de mi padre. Mi profesor dijo que enseñara en una escuela preparatoria. Mi primo Lionel dijo que me hiciera espía. Ustedes me rechazaron.

– Sí, Y me temo que no podemos hacerle ese favor una segunda vez -dijo Ned.

Como viejos camaradas, los tres hombres contemplaron en silencio el mar. Una hilera de barcos de guerra se extendía ante la bocana del puerto, orlados de luces sus aparejos.

– ¿Sabe que siempre soñé que habría uno? -dijo de pronto Walter, mirando al mar-. En el fondo, yo soy un hombre de Dios. Estoy seguro. 0, si no, un marxista fracasado. Siempre creí que, tarde o temprano, su historia tendría que producir uno. ¿Cuánta ciencia tiene usted? Ninguna, claro. Usted es de esa generación… Si le preguntase qué es velocidad de quemado, usted pensaría probablemente que le estaba hablando de temas culinarios.

– Probablemente -admitió Barley, riendo de nuevo a pesar suyo.

– ¿CEP? ¿Alguna idea?

– Me temo que no me gustan las iniciales.

– Circular-errar-probable entonces. ¿Qué tal eso?

– En la inopia -replicó Barley, en uno de sus impredecibles accesos de irritabilidad.

– ¿Recalibrar? ¿A quién o qué recalibro, y con qué?

Barley no se molestó en contestar.

– Bien. ¿Qué es el Gran Hijoputa, familiarmente conocido en los círculos como el GHP? No ofenderá eso sus oídos, ¿verdad?

Barley se encogió de hombros.

– El GHP es el supercohete SS9 soviético -dijo Walter-. Fue exhibido en un desfile del Uno de Mayo en los años oscuros de la guerra fría. Sus dimensiones eran impresionantes, y más tarde se le atribuyó una famosa huella. ¿Tampoco le dice nada eso? ¿Huella? No importa, ya se lo dirá. La huella en este caso eran tres enormes agujeros en las estepas rusas que parecían el diseño del grupo de silos para Minuteman con su centro de mando. La discusión era si habían sido producidos por cabezas explosivas susceptibles de ser dirigidas independientemente y si, por consiguiente, podían los soviéticos alcanzar a tres silos americanos a un mismo tiempo. Los que no querían creer tal cosa consideraban que las huellas eran mera casualidad. Los que sí lo creían fueron más lejos y dijeron que las cabezas explosivas eran para destruir ciudades, no silos. Prevalecieron los creyentes, y se dieron a sí mismos luz verde para el programa ABM. No importaba que su teoría resultara completamente desautorizada tres años después. Ellos se acabaron imponiendo. No sé si me sigue.

– No necesito ir detrás de nadie -dijo Barley.

– Pero aprende muy aprisa, ya lo creo que sí -le aseguró Walter a Ned, hablando por encima del cuerpo de Barley-. Los editores pueden hacerse cargo de cualquier cosa.

– ¿Qué tiene de malo averiguar? -se quejó Ned, con el tono de un hombre desconcertado por sutilezas-. Eso es lo que no consigo entender. No le estamos pidiendo que construya los horribles cohetes ni que apriete el botón. Le estamos pidiendo que nos ayude a mejorar nuestro conocimiento del enemigo. Si a usted no le gusta la cuestión nuclear, tanto mejor. Y, si el enemigo resulta ser amigo, ¿dónde está el mal?

– Yo creía que se suponía que la guerra fría había terminado -dijo Barley.

A lo que Ned, sinceramente alarmado al parecer, exclamó por lo bajo:

– ¡Oh, Dios mío!

Pero Walter no se mostró tan contenido. Walter fingió estar indignado, y quizá lo estaba. Podía estar cualquier cosa en cualquier momento, y a menudo varias cosas a la vez.

– ¡Teatralismos políticos baratos y amistades fingidas! -refunfuñó-. Aquí estamos, empeñados en el más grande enfrentamiento ideológico de la Historia, y usted me dice que todo ha terminado porque un puñado de estadistas consideran conveniente estrecharse las manos en público y deshacerse de unos cuantos juguetes anticuados. El imperio del mal de rodillas, ¡oh sí! Su economía es un desastre, su ideología titubea y su patio trasero está saltando en pedazos ante sus rostros. No me diga que esa es una razón para desmontar nuestros cañones, porque no le creeré ni una palabra. Es una razón para espiarles a fondo veinticinco horas al día y darles una patada en los huevos cada vez que intenten sacar los pies del tiesto. ¡Dios sabe quién se creerán que son dentro de diez años!

– Supongo que se da cuenta de que si deja en la estacada a Goethe lo estará entregando a los americanos -dijo Ned, a manera de información de tipo práctico-. Bob no le dejará escapar, ¿por qué habría de hacerla? No se deje engañar por sus modales de Yale. ¿Cómo vivirá usted consigo mismo entonces?

– Yo no quiero vivir conmigo mismo -dijo Barley-. No puedo imaginar nadie peor con quien vivir.

Una nube color pizarra atravesó el rojo camino del sol antes de deshacerse en fragmentos.

– Todo se reduce a lo siguiente -dijo Ned-. Es una forma ruda y poco inglesa de expresarlo, pero lo diré de todos modos. ¿Quiere ser usted un elemento pasivo o activo en la defensa de su país?

Barley estaba todavía tratando de encontrar una respuesta cuando Walter se la proporcionó, y con un tono cortante que no admitía contradicción.

– Es usted miembro de una sociedad libre. No tiene opción -dijo.

El confuso rumor del puerto iba creciendo en intensidad a medida que aumentaba la luz del día. Barley se puso en pie lentamente y se frotó la espalda. Parecía tener allí una zona de dolor permanente, justo encima de la cintura. Quizás eso explicaba la inclinación de su cuerpo.

– Cualquier Iglesia decente hace tiempo que les habría quemado a ustedes en la hoguera, bastardos -dijo fatigadamente.

Se volvió hacia Ned, escrutándole a través de sus pequeñas gafas.

– Yo no soy el hombre adecuado -le advirtió-. Y es usted un necio por utilizarme.

– Todos somos inadecuados -dijo Ned-. Y estamos tratando con cosas inadecuadas.

Barley cruzó el césped, buscándose las llaves en los bolsillos. Entró en una calle lateral y se perdió de vista mientras Brock caminaba suavemente tras él. La casa era una cuña, estrecha en la calle, ancha en la trasera. Barley abrió la puerta principal y la cerró a su espalda. Pulsó el temporizador y empezó a subir la escalera con paso regular y pausado, porque tenía un largo camino que recorrer.


Ella era una buena mujer, y nada era culpa suya. Todas eran buenas mujeres. Eran mujeres con una misión que cumplir para con él, lo mismo que Hannah tuvo en otro tiempo una misión para conmigo…, salvarle, fortalecerle, encauzar sus numerosas capacidades en una dirección, ayudarle a emprender el nuevo rumbo que le liberase de todos los nuevos rumbos que había emprendido antes. Y Barley la había alentado como las había alentado a todas ellas. Había permanecido a su lado en el lecho de la enfermedad como si él mismo no fuese el paciente sino un miembro del equipo médico. «A ver qué podemos hacer por este pobre tipo que le haga restablecerse y ponerse de nuevo en marcha.»

La única diferencia era que él nunca había creído en el remedio, como tampoco yo.

Ella yacía tendida boca abajo, exhausta y posiblemente dormida. Había limpiado el piso. Como los presos limpiaban celdas y los deudos cuidan tumbas, ella había lavado la superficie de un mundo que no podía modificar. Otras personas podrían decirle a Barley que era demasiado duro consigo mismo. Las mujeres se lo decían con frecuencia. Cómo no debía hacerse responsable de las dos mitades de cada relación que se derrumbaba sobre él. Barley sabía a que atenerse. Conocía la distancia existente entre él mismo y todas las cosas. En aquellos días él era todavía el inigualado experto en su propia incurabilidad.

La tocó en el hombro, pero ella no se movió, por lo que comprendió que estaba despierta.

– Tuve que ir a la Embajada -dijo-. En Londres hay gente que reclama a coro mi presencia. Tengo que volver y enfrentarme a la música o me quitarán el pasaporte.

Sacó una maleta de debajo de la cama y empezó a llenarla con las camisas que ella le había planchado.

– Dijiste que esta vez no ibas a volver -respondió ella-. Que ya habías cumplido tu período inglés. Que habías terminado.

– Me han apuntado en el vuelo de la mañana. No hay nada que pueda hacer. Dentro de unos minutos va a venir un coche a recogerme.

Fue al cuarto de baño en busca de su cepillo de dientes y sus útiles de afeitar.

– Están acumulando contra mí todos los cargos imaginables -exclamó-. No hay nada que pueda hacer.

– Y yo vuelvo con mi marido -dijo ella.

– Quédate aquí. Utiliza el piso. Lo que quieras. Van a ser sólo unas semanas.

– Si no hubieras dicho todo aquello, habríamos estado de maravilla. Yo habría sido feliz teniendo sólo una aventura. Deberías ver tus cartas. Oírte a ti mismo.

Barley no la miraba. Estaba inclinado sobre su maleta.

– No se lo hagas a nadie más -dijo ella.

Y no pudo mantener por más tiempo la calma. Empezó a sollozar y estaba sollozando cuando él se marchó, y aún seguía sollozando a la mañana siguiente cuando yo entré y le puse bajo las narices un impreso de declaración y le pregunté cuánto le había contado Barley. Nada. Me expuso toda la historia y, sin embargo, le defendió a capa y espada. Hannah habría hecho lo mismo. Y lo sigue haciendo, un desbordamiento de lealtad todavía hoy, cuando sus ilusiones quedaron ya destruidas.

Ned y sus hombres de la Casa Rusia no disponían más que de tres semanas para poner en forma a Barley. Tres fines de semana y quince días que no empezaban hasta las cinco de la tarde, cuando Barley se escabullía de su oficina.

Pero Ned llevaba acabo el trabajo como sólo él podía hacerlo. Ned habría mantenido en pie a los adiestradores toda la noche y él mismo toda la noche y el día. Y Barley, con la mutabilidad que era innata en él, giraba y oscilaba a impulsos de cada soplo de brisa, hasta que se asentó y encontró un rostro fijo y, a medida que se aproximaba el día de su partida, uno serio también. A menudo parecía aceptar sin vacilaciones toda la ética de nuestro oficio. Después de todo, le dijo a Walter, ¿no era la apariencia lo único importante? ¡Oh Dios mío, sí!, exclamó Walter, complacido…, ¡y no sólo en nuestro oficio! ¿Y no era una máscara toda la identidad del hombre?, insistió Barley; ¿y no era el mundo secreto el único en que valía la pena vivir? Walter le aseguró que así era y le aconsejó que estableciera en él su residencia permanente antes de que subieran los precios.

Barley había amado a Walter desde el principio, había amado la fragilidad y, como ahora comprendo, la fugacidad que había en él. Parecía saber desde el primer momento que estaba tomando la mano de un hombre que caminaba hacia su destrucción. En otras ocasiones, el propio rostro de Barley se tornaba tan vacío como la tumba abierta. No habría sido Barley si no hubiera sido un péndulo.

Sobre todo, se aficionó a la atmósfera familiar que Ned, con su Instinto del espectáculo, cuidaba tan asiduamente, las animadas cenas, la participación y el ser la estrella de la familia, las partidas de ajedrez con el viejo Palfrey, a quien Ned unció astutamente al carro de Barley para compensar la influencia turbadoramente efímera de Walter.

– Déjate caer por aquí siempre que te apetezca -me dijo Ned, con una palmadita amistosa.

Así que me convertí en el viejo Harry de Barley.

¡Viejo Harry, vamos a echar una partida de ajedrez, maldita sea! Viejo Harry, ¿por qué no te quedas a cenar? Viejo Harry, ¿dónde tienes el jodido vaso?

Ned invitaba de vez en cuando a Bob, y nunca a Clive. Era el espectáculo de Ned, era su obra¡, y él sabía perfectamente hasta dónde podía llegarse con Barley sin enfurecerle.

Para instalarle, Ned había elegido una villa de estilo eduardiano situada en Knightsbridge, zona de Londres en la que Barley no tenía amistades ni relaciones. Clive parpadeó al enterarse de su precio, pero pagaban los americanos, así que sus remilgos estaban fuera de lugar. La casa se encontraba en una calle sin salida a menos de cinco minutos a pie de «Harrods», y yo la alquilé a nombre del Grupo de Acción e Investigación Ética, organismo de carácter caritativo que había registrado años antes y había mantenido en reserva para cuando se presentara la ocasión de utilizarlo. Fue designada para cuidar de la casa una agradable ama de llaves del Servicio llamada Srta. Coad, y yo le tomé puntualmente juramento en la lista del «Pájaro Azul» La habitación de los niños del piso superior fue convertida en una modesta sala de reuniones y, como en el resto de las habitaciones, que eran cómodas y bien amuebladas, se instalaron micrófonos en ella.

– Ésta será su casa durante bastante tiempo -le dijo Ned a Barley, mientras le enseñaba las habitaciones-. Aquí está su dormitorio cuando lo necesite, y aquí tiene la llave. Utilice el teléfono todo lo que quiera, pero me temo que estaremos escuchando, así que si se trata de conversaciones privadas, más vale que recurra a la cabina del otro lado de la calle.

Como toque final, había pedido que la autorización de Interior se extendiera también a la cabina telefónica. Intenso interés americano.

Como Barley y yo éramos bastante noctámbulos, jugábamos nuestras partidas de ajedrez cuando los otros se habían acostado. Él era un contrincante impulsivo y a menudo brillante, pero hay en mí una veta calculadora que él nunca ha poseído, y yo sintonizaba con sus debilidades mejor que él con las mías. Después de todo, yo había leído su expediente. Pero aún recuerdo partidas en que él veía toda una campaña de una sola ojeada y con tres o cuatro movimientos y un rugido de regocijo me obligaba a abandonar.

– ¡Te cacé, Harry! ¡Estás perdido! ¡Ríndete!

Pero cuando empezábamos otra partida, yo notaba que la paciencia le abandonaba. Comenzaba a merodear y a agitar las manos y dejaba que su mente emprendiera uno de sus viajes.

– ¿Casado, Harry?

– No como para darme cuenta -respondí.

– ¿Qué diablos quiere decir eso?

– Tengo una esposa en el campo. Yo vivo en la ciudad.

– ¿Hace mucho?

– Un par de siglos -dije indolentemente, deseando ya haber dado una respuesta diferente.

– ¿La quieres?

– ¡Mi querido amigo!

Pero él me estaba mirando, deseando saber.

– Supongo que desde lejos. Sí -añadí a regañadientes.

– ¿Y ella te quiere también?

– Supongo que sí. Ha pasado algún tiempo desde que se lo pregunté.

– ¿Hijos?

– Uno. Anda ya por los treinta.

– ¿Sueles verle?

– Una felicitación por Navidad, funerales y bodas. Somos bastante buenos amigos a nuestra manera.

– ¿A qué se dedica?

– Flirteó con la ley. Ahora gana dinero.

– ¿Es feliz?

Me sentí irritado, cosa que últimamente es inhabitual en mí. Las definiciones de felicidad y amor no eran cosa suya. Yo tenía derecho a acercarme a él, pero no al revés. Y más inhabitual todavía era que yo dejara traslucir mi ira. Sin embargo, debí de hacerlo, pues le sorprendí mirándome con preocupación, preguntándose sin duda si no habría tocado accidentalmente alguna tragedia familiar. Luego enrojeció y se volvió, buscando una distracción que nos sacara del trance.

– Digamos que no opone resistencia, señor -dijo un tal señor Candyman, especialista en el último grito en micrófonos corporales, dirigiéndose a Ned-. No es que sea un lince, pero escucha y, ciertamente, recuerda.

– Es un caballero, señor Ned, que es lo que a mí me gusta -dijo una vigilante a la que se había encargado que enseñara a Barley los rudimentos de las técnicas callejeras-. Tiene inteligencia y tiene sentido del humor, que yo suelo decir que es la mitad del camino.

Más tarde confesó que había rechazado sus proposiciones en cumplimiento de las normas del Servicio, pero que él había logrado introducirla en la obra de Scott Fitzgerald.

– Parece cosa de brujería -declaró roncamente Barley al término de una fatigosa sesión sobre las técnicas de la escritura secreta. Pero era evidente que disfrutaba con ello de todos modos.

Y al ir acercándose el día decisivo, su sumisión se hizo total. Incluso cuando introduje al contable del Servicio, un tipo de aspecto lúgubre llamado Christopher, que había dedicado cinco días a una aterrada inspección de los libros de «Abercrombie & Blair», Barley no manifestó la rebeldía que yo había esperado.

– ¡Pero si todos los editores estamos casi en quiebra, Chris, muchacho! -protestó, paseando de un lado a otro del saloncito, sosteniendo el vaso de whisky en la mano mientras daba sus zancadas-. Los grandes como Jumbo comen las hojas, y nosotros mordisqueamos la corteza -y añadió, poniendo acento alemán-: Ustedes tienen sus métodos, nosotros tenemos los nuestros.

Pero a Ned y a mí nos traía sin cuidado el mundo editorial. Y lo mismo a Chris. Lo que nos importaba era la operación, y nos obsesionaba la pesadilla de que Barley pudiera dejamos colgados en medio de ella.

– ¡Pero yo no necesito un maldito director! -exclamó Barley, agitando hacia nosotros sus baqueteadas gafas-. Yo no puedo pagar a un maldito director. ¡Mis santas tías en Ely reventarán las ligas si contrato a un maldito director!

Pero yo ya me había encargado de las santas tías. Durante un almuerzo en Rules» había cortejado y conquistado a Lady Pandora Weir-Scott, más conocida por Barley como la Vaca Sagrada a causa de sus acendradas creencias anglicanas. Oficiando como pontífice del Foreign Office, yo le había explicado confidencialmente que la casa de «Abercrombie & Blair» iba a recibir una subvención subrepticia de la Fundación Rockefeller para promover las relaciones culturales anglosoviéticas. Pero ni una palabra, o el dinero sería escamoteado y entregado a otra editorial que lo mereciese.

– Bueno, pues yo lo merezco mucho más que nadie -aseguró Lady Pandora, separando los codos para extraer de su langosta la última tira comestible-. Pruebe a dirigir «Ammerford» con treinta mil al año.

Malévolamente, le pregunté si podía abordar a su sobrino.

– Ni hablar. Déjemelo a mí. Él no conoce el valor del dinero y no sabe mentir.

La necesidad de proporcionar a Barley un encargado pareció de pronto más urgente.

– Usted lo solicitó -explicó Ned, agitando ante el rostro de Barley un anuncio de una reciente edición de la Prensa cultural. Acreditada editorial británica busca lector cualificado de ruso para promoción a director, 25-45 años, ficción y técnicas, currículum vitae.

Y a la tarde siguiente Leonord Carl Wicklow se presentó en los repetidamente hipotecados locales de «Abercrombie & Blair», de Norfolk Street, Strand.

– Tengo un ángel para usted, señor Barley -retumbó en el viejo interfono la voz empapada en ginebra de la señora Dunbar-. ¿Le hago pasar?

Un ángel con las perneras de los pantalones sujetas con pinzas de ciclista y una cartera colgada de una correa que le cruzaba el pecho en bandolera. Frente angélica y despejada, sin una arruga, angélicos rizos rubios. Ojos angélicos que no conocían el mal. Una nariz angélica, tan misteriosamente torcida que lo primero que a uno se le ocurría al verle era alargar la mano y tratar de enderezársela. Entrevístele como lo haría con cualquier otro, le había dicho Ned a Barley. Leonard Carl Wicklow, nacido en Brighton en 1964, graduado con mención de honor en la Escuela de Estudios Eslavos y de Europa Oriental, Universidad de Londres.

– ¡Oh, sí! Usted. Maravilloso. Siéntese -gruñó Barley-. ¿Qué diablos le trae al mundo editorial? Piojoso oficio -había almorzado con una de sus más estridentes novelistas y todavía estaba digiriendo la experiencia.

– Bueno, en realidad es un deseo que he tenido durante años, señor -dijo Wicklow, con una sonrisa de angélico entusiasmo.

«No sé si el cabrón de él ladra o ronronea» le dijo esa misma noche a Ned en Knighstsbridge, mientras subíamos los tres las estrechas escaleras para nuestra vespertina cita con Walter.

– La verdad es que las dos cosas las hace bastante bien -respondió Ned.

Los seminarios de Walter mantenían cautivado a Barley. Barley amaba a cualquiera cuyo asidero en la vida fuese tenue, y Walter parecía como si se hallara en peligro de caerse por el borde del mundo cada vez que se levantaba de la silla. Hablaban de técnicas comerciales, hablaban de teología nuclear, hablaban del relato de horror de la ciencia soviética de la que era inevitablemente heredero el «Pájaro Azul» quienquiera que fuese. Walter era un profesor demasiado bueno como para revelar cuál era su tema, y Barley estaba demasiado interesado como para preguntar.

– ¿Control? -exclamó Walter, indignado-. ¿De verdad que no puede distinguir entre control y desarme, mentecato? ¿Desactivar la crisis mundial, dice? ¿Qué patochada propia del Guardian es ésa? Nuestros dirigentes adoran la crisis. Nuestros dirigentes se regodean en la crisis. ¡Nuestros dirigentes se pasan la vida explorando el globo en busca de crisis que re aviven sus desfallecientes libidos!

Y Barley, lejos de ofenderse, se inclinaba hacia delante en su silla, gemía y aplaudía y pedía más. Desafiaba a Walter, se ponía en pie de un salto y recorría de un lado a otro la habitación. Tenía memoria, tenía aptitud, como Walter había predicho. Y su virginidad científica cedió al primer asalto, cuando Walter pronunció su conferencia introductoria sobre el equilibrio del terror, que se las había ingeniado para convertir en un inventario de todas las locuras de la Humanidad.

– No hay escape -anunció con satisfacción-. Y ninguna acumulación de bienintencionados sueños deparará una salida. El demonio no regresará al interior de su botella, el enfrentamiento es para siempre, el abrazo se hace más prieto y los juguetes más inteligentes a cada generación, y para ninguno de los dos bandos existe seguridad suficiente. Ni para los actores principales, ni para los pequeños advenedizos que todos los anos se agencian una bomba de bolsillo y se unen al club. Nos hemos cansado de creerlo, porque somos humanos. Podemos incluso engañarnos a nosotros mismos para creer que la amenaza ha desaparecido. No desaparecerá nunca. Nunca, nunca, nunca…

– ¿Y quién nos salvará, Walt? -preguntó Barley-. ¿Usted y Nedsky?

– Si algo nos salva, cosa que dudo, será la vanidad -repuso Walter-. Ningún dirigente quiere pasar a la Historia como el cretino que destruyó a su país en una tarde. Y el miedo, supongo. La mayoría de nuestros valerosos políticos tiene una narcisista objeción al suicidio, gracias a Dios.

– ¿No hay esperanza, si no?

– Para el hombre solo, no -respondió alegremente Walter, que más de una vez había considerado seriamente la posibilidad de tomar las Órdenes Sagradas, en vez de las del Servicio.

– Entonces, ¿qué es lo que Goethe está tratando de conseguir? -volvió a preguntar Barley, con un atisbo de exasperación.

– ¡Oh!, salvar al mundo, estoy seguro. A todos nos gustaría hacer eso.

– ¿Salvarlo cómo? ¿Cuál es su mensaje?

– Eso es lo que usted debe averiguar, ¿no?

– ¿Qué es lo que nos ha dicho hasta ahora? ¿Por qué no puedo saberlo?

– Mi querido amigo, no sea usted tan pueril -exclamó ásperamente Walter, pero Ned se apresuró a intervenir.

– Usted sabe todo lo que necesita saber -dijo, con sosegada autoridad-. Usted es el mensajero. Es lo que usted está preparando para ser, es lo que él quiere que sea. Nos ha dicho que un montón de cosas del bando soviético no funcionan. Ha pintado un cuadro de fracasos a todos los niveles, imprecisión, incompetencia, despilfarro y, encima, falseamiento de los resultados de las pruebas que se envían a Moscú. Quizás es verdad, quizá lo ha inventado. Quizá lo inventó alguien por él. Resulta una historia bastante sugestiva.

– ¿Nosotros creemos que es verdad? -insistió obstinadamente Barley.

– No puede usted saberlo.

– ¿Por qué no?

– Porque, sometido a interrogatorio, todo el mundo habla. Ya no hay héroes. Usted habla, yo hablo, Walter habla, Goethe habla, ella habla. Así que, si le decimos lo que sabemos acerca de ellos, nos arriesgamos a comprometer nuestra capacidad para espiarles. ¿Conocemos algún secreto determinado respecto a ellos? Si la respuesta es que no, entonces saben que carecemos del programa, o el aparato, o la fórmula o la estación terrestre supersecreta para averiguarlo. Pero si la respuesta es que sí, adoptarán medidas evasivas para asegurarse de que no podemos seguir observándoles por ese método.

Barley y yo jugábamos al ajedrez.

– ¿Entonces, considera usted que el matrimonio sólo da resultado a distancia? -me preguntó, reanudando nuestra conversación anterior como si nunca la hubiéramos abandonado.

– Estoy seguro de que el amor, sí -respondí, con un exagerado encogimiento de hombros, y me apresuré a desviar la conversación por derroteros menos íntimos.

Para su última noche, la señorita Coad preparó una trucha asalmonada y abrillantó la bandeja de plata. Se llamó a Bob, que llevó un raro whisky de malta y dos botellas de Sancerre. Pero nuestra celebración encontró a Barley del mismo humor introspectivo hasta que el animoso sermón final de Walter le rescató de su taciturnidad.

– La cuestión es por qué -gorjeó de pronto Walter, haciendo resonar su voz en la habitación, mientras se servía de mi vaso de Sancerre-. Eso es lo que buscamos. No la sustancia, sino el motivo. ¿Por qué? Si confiamos en el motivo, confiamos en el hombre. Entonces, confiamos en su material. En el principio no era la palabra, ni el acto, ni la estúpida serpiente. En el principio era ¿por qué? ¿Por qué cogió la manzana? ¿Estaba aburrida? ¿Sintió curiosidad? ¿Le pagaban por hacerlo? ¿Le indujo Adán a ello? Si no, ¿quién lo hizo? El diablo es la excusa de toda muchacha. No haga caso de él. ¿Actuó ella en nombre de alguien? No basta decir: «Porque la manzana está ahí.» Eso puede que sirva para el Everest. Puede incluso servir para el Paraíso. Pero no servirá para Goethe, y no servirá para nosotros y, ciertamente, no servirá para nuestros valerosos aliados americanos, ¿verdad, Bobby?

Y cuando nos echamos todos a reír, entornó los ojos y levantó más aún la voz.

– O tomemos a la encantadora Katya. ¿Por qué la elige Goethe? ¿Por qué pone en peligro su vida? ¿Y por qué ella se lo permite? No lo sabemos. Pero debemos saberlo. Debemos saber todo lo que podamos acerca de ella, porque en nuestra profesión los correos son el mensaje. Si Goethe es auténtico, la cabeza de la muchacha está en globo. Eso es un hecho. Y, si Goethe no es auténtico, ¿cómo queda ella? ¿Inventó ella misma todo el asunto? ¿Está realmente en contacto con él? ¿Está en contacto con alguien diferente y, en tal caso, con quién?

Apuntó con un fláccido dedo al rostro de Barley.

– Y ahí entra usted, señor. ¿Cree Goethe que es usted un espía o no? ¿Le dijeron otras personas que usted era un espía? Conviértase en un hámster. Almacene todas las semillas que pueda encontrar. Dios le bendiga a usted y a todos los que navegan con usted.

Llené discretamente otro vaso, y bebimos. Y recuerdo que en el profundo silencio oímos con nitidez las campanadas del Big Ben que subían río arriba desde Westminster.

Hasta primera hora de la mañana siguiente, cuando faltaban pocas horas para que Barley emprendiera la marcha, no le permitimos una visión limitada de los documentos que tan estridentemente había reclamado en Lisboa, los cuadernos de Goethe recreados en facsímil por Langley bajo draconianas condiciones de secreto, incluidas las gruesas pastas rusas de cartón y los dibujos de alegres escolares soviéticos en las portadas.

Recibiéndolos en silencio con las dos manos, Barley se convirtió en puro editor, mientras el resto de nosotros contemplábamos la transformación. Abrió el primer cuaderno, miró el margen, lo sopesó y pasó rápidamente las hojas hasta el final pareciendo calcular cuánto tardaría en leerlo. Cogió el segundo, lo abrió por una página al azar y, al ver las apretadas líneas, torció el gesto como quejándose de que el texto estuviera escrito a mano y a un solo espacio.

Luego, fue pasando revista a los tres cuadernos, examinando con aire desconcertado sus páginas, desde las ilustraciones al texto y del texto a las efusiones literarias, mientras mantenía la cabeza rígidamente echada hacia atrás y a un lado, corno resuelto a reservarse su juicio.

Pero cuando levantó los ojos, yo advertí que habían perdido su sentido del lugar y parecían hallarse fijos en alguna lejana montaña que sólo él veía.


Un registro rutinario del piso de Barley en Hampstead realizado por Ned y Brock después de su marcha no proporcionó ninguna pista con respecto a su estado de ánimo. Entre el desorden que cubría su mesa se encontró una vieja libreta en la que acostumbraba a hacer sus anotaciones. Los últimos apuntes parecían recientes, siendo probablemente el más interesante el constituido por un par de versos que había entresacado de la última obra de Stevie Smith.


No temo tanto a la noche oscura

como a los amigos que no conozco.


Ned lo introdujo despaciosamente en la carpeta, pero rehusó hacer ninguna consideración al respecto. No hay ningún tipo que no sienta un cosquilleo en el estómago en vísperas de su primera operación.

Y en el reverso de una vieja factura tirada en la papelera, Brock encontró una cita que acabó llevándole hasta Roethke y que por sus propias y oscuras razones no mencionó hasta semanas después.

«Aprendo yendo a donde tengo que ir.»

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