Capítulo XVI

– ¡Gyorgy! ¡Maravilloso! ¡Fantástico! ¿Dónde está Varenka?

– ¡Barley, amigo mío, sálvanos, por los clavos de Cristo! No nos gusta el siglo XX más que a ti el inglés. ¡Huyamos juntos de él! Nos vamos esta noche, ¿vale? ¿Sacas los billetes?

– Yuri. Dios mío, ¿ésta es tu nueva esposa? Abandónele. Es un monstruo.

– Barley! ¡Escucha! ¡Todo va bien! ¡Ya no tenemos problemas! ¡En los viejos tiempos debíamos suponer que todo era un caos! ¡Ahora podemos mirar nuestros periódicos y confirmarlo!

– ¡Misga! ¿Cómo va el trabajo? ¡Súper!

– Por amor de Dios, Barley, es la guerra, guerra abierta. ¡Primero tuvimos que ahorcar a la vieja guardia y luego tuvimos que librar otro Stalingrado!

– ¡Leo! ¡Me alegra verte! ¿Cómo está Sonya!

– ¡Hazme caso, Barley! ¡El comunismo no es una amenaza! ¡Es una industria parásita que se nutre de los errores que cometéis vosotros, los estúpidos cretinos de Occidente!

La recepción se celebraba en la sala, revestida de espejos, del piso alto de un vetusto hotel situado en el centro de la ciudad. Guardias de paisano permanecían fuera, en la acera. Otros más rondaban por el vestíbulo y en la escalera y a la entrada del salón.

«Potomac & Blair» había invitado a cien personas. Ocho habían aceptado, nadie había rehusado y hasta el momento habían llegado ciento cincuenta asistentes. Pero hasta que Katya se encontrara entre ellos Barley prefería los espacios próximos a la puerta.

Entró un rebaño de muchachas occidentales, escoltadas por los acostumbrados y dudosos intérpretes oficiales, todos hombres. Un corpulento filósofo que tocaba el clarinete llegó acompañado por su más reciente amiguito.

– ¡Aleksander! ¡Fantástico! ¡Maravilloso!

Un siberiano solitario llamado Andrei, ya borracho, necesitaba hablar con Barley sobre un asunto de vital importancia.

– El socialismo de partido único es un desastre, Barley. Nos ha destrozado el corazón. Conservad vuestra variedad británica. ¿Publicarás mi nueva novela?

– Bueno, no sé, Andrei -respondió cautelosamente Barley, mirando hacia la puerta-. Nuestro director ruso la admira, pero no ve un mercado inglés para ella. Estamos pensando en el tema.

– ¿Sabes por qué he venido esta noche? -preguntó Andrei.

– Dímelo tú.

Llegó otro bullicioso grupo, pero Katya continuaba sin aparecer.

– Para lucir ante ti mis mejores ropas. Nosotros, los rusos, nos conocemos demasiado bien unos a otros nuestras artimañas. Necesitamos tu espejo occidental. Tú vienes aquí, vuelves a marcharte con nuestras mejores imágenes reflejadas en ti y nos sentimos nobles. Si has publicado mi primera novela, lo lógico es que publiques también la segunda.

– No, si la primera no produjo nada de dinero, ¿no te parece, Andrei? -replicó Barley con rara firmeza, y, para su alivio, vio que Wicklow se dirigía hacia ellos cruzando el salón.

– ¿Te has enterado de que Anatoly murió en diciembre en la cárcel a consecuencia de una huelga de hambre? ¿Después de dos años de esta Gran Nueva Rusia que estamos disfrutando? -continuó Andrei, tomando otro enorme trago de whisky, cortesía de la Embajada americana en apoyo de una Rusia más sobria.

– Claro que nos hemos enterado -intervino suavemente Wicklow-. Fue terrible.

– Entonces, ¿por qué no publican mi novela?

Dejando que Wicklow se las hubiera con él, Barley extendió los brazos y se dirigió apresuradamente a la puerta con una expresión radiante en el rostro. Había llegado la soberbia Natalie de la Biblioteca Estatal de Literatura Extranjera, una docta belleza de sesenta años. Se unieron en extático abrazo.

– ¿De quién hablaremos esta noche, Barley? ¿De James Joyce o de Adrian Mole? ¿Por qué pareces de pronto tan inteligente? Es porque te has vuelto capitalista.

Una estampida lanzó a la mitad de la concurrencia hacia el fondo del salón e hizo que los guardias atisbaran, alarmados, por la puerta. El rumor de conversaciones se debilitó y volvió a recuperarse. Se había abierto el buffet.

Pero Katya seguía sin llegar.

– Hoy, con la perestroika, todo es mucho más fácil -estaba diciendo Natalie con su irresistible sonrisa-. Viajar al extranjero no es ningún problema. Por ejemplo, a Bulgaria. Todo lo que tenemos que hacer es describir a nuestros burócratas qué clase de persona creemos que somos. Naturalmente, los búlgaros necesitan saberlo antes de que lleguemos. Deben estar advertidos de lo que pueden esperar. ¿Somos una persona inteligente, de inteligencia media o normal? Los búlgaros necesitan prepararse, incluso quizás entrenarse un poco. ¿Somos tranquilos o excitables, prosaicos o imaginativos? Una vez que hemos respondido a estas sencillas preguntas ya mil más de parecido jaez, podemos pasar a otros temas más importantes, tales como la dirección y nombre completo de nuestra abuela materna, la fecha de su muerte y el número de su certificado de defunción y, si les da por ahí, quizá también el nombre del médico que lo firmó. Como puedes ver, nuestros burócratas están haciendo todo lo posible por introducir rápidamente las nuevas y más relajadas normas y enviarnos de vacaciones al extranjero con nuestros hijos. Barley, ¿a quién estás esperando? ¿He perdido mi buen aspecto o es que te has aburrido ya de mí?

– ¿Y qué les dijiste tú? -preguntó Barley, riendo, e hizo un esfuerzo por mantener los ojos fijos en ella.

– ¡Oh!, dije que era muy inteligente, que era una persona tranquila y bienhumorada y que los búlgaros estarían encantados con mi compañía. Los burócratas están poniendo a prueba nuestra determinación, eso es todo. Confían en que, si tenemos que satisfacer a tantos departamentos diferentes, perderemos el ánimo y decidiremos quedarnos en casa. Pero la cosa está mejorando. Todo está mejorando un poco. Quizá no lo creas, pero la perestroika no está siendo dirigida por extranjeros. Está dirigida por nosotros.

– ¿Cómo está tu perro, Barley? -murmuró junto a Barley una lúgubre voz de hombre. Era Arkady, escultor extraoficial, con su bella amiga extraoficial.

– Yo no tengo perro, Arkady. ¿Por qué lo preguntas?

– Porque a partir de este momento resulta menos peligroso hablar del propio perro que de los prójimos humanos diría yo.

Barley volvió la cabeza para seguir la mirada de Arkady y vio a Alik Zapadny, de pie en el otro extremo del salón y en animada conversación con Katya.

– Los moscovitas estamos hablando demasiado peligrosamente estos días -continuó Arkady, con los ojos todavía fijos en Zapadny-. En nuestra excitación, nos estamos tornando irreflexivos. Los informadores por lo menos tendrán una buena cosecha este otoño. Pregúntale a él. Yo diría que está en la cúspide de su profesión.

– Alik, viejo diablo, ¿qué rollo le estás metiendo a esta pobre chica? -preguntó Barley, mientras abrazaba primero a Katya y luego a Zapadny-. He podido verla ruborizarse desde el otro extremo del salón. Debes tener cuidado con él, Katya. Su inglés es casi tan bueno como el tuyo, y lo habla mucho más de prisa. ¿Cómo, estás?

– ¡Oh!, gracias -dijo ella, suavemente-. Estoy muy bien. Llevaba el mismo vestido que había llevado en su entrevista en el «Odessa». Se mostraba retraída, pero conservando el dominio de sí misma. Su rostro tenía la sufrida ansiedad de la aflicción. Dan Zeppelin y Mary Lou estaban con ellos.

– En realidad, estábamos sosteniendo una discusión bastante interesante sobre derechos humanos, Barley -explicó Zapadny, moviendo su vaso en ademán circular hacia los demás como si estuviera haciendo una colecta-. ¿Verdad, señor Zeppelin? Siempre nos sentimos muy agradecidos cuando los occidentales nos aleccionan sobre cómo debemos comportarnos con los criminales, ¿sabes? Pero ¿cuál es la diferencia, me pregunto yo, entre un país que encierra en la cárcel a unas cuantas personas de más y un país que deja en libertad a sus gángsters? Yo creo que he encontrado aquí un punto de negociación para nuestros dirigentes soviéticos. Mañana por la mañana anunciaremos al llamado Comité de Vigilancia de Lelsinki que no podemos tener nada más que tratar con ellos hasta que hayan metido entre rejas a la mafia americana. ¿Qué tal estaría eso, señor Zeppelin? Nosotros soltamos a los nuestros, y ustedes encierran a los suyos. Yo diría que es un trato justo.

– ¿Quiere la respuesta cortés o la verdadera? -exclamó Dan por encima del hombro de Mary Lou.

Pasó otro grupo políglota de invitados, seguido, tras una teatral pausa, nada menos que por el propio gran Sir Peter Oliphant, rodeado de una cohorte de aduladores rusos e ingleses. Aumentaba el ruido y se iba llenando el salón. Tres corresponsales ingleses de aire enfermizo inspeccionaron el agotado buffet y se marcharon. Alguien abrió el piano y empezó a tocar una canción ucraniana. Una mujer cantó, y otros se le unieron.

– No, Barley, no sé qué es lo que te aterra -estaba replicando Katya, para sorpresa de Barley, o sea que debía de habérselo preguntado-. Estoy segura de que eres muy valiente, como todos los ingleses.

En el calor del recinto y en el torbellino de la ocasión, su propia excitación se había vuelto súbitamente contra él. Se sentía embriagado, pero no de alcohol, pues se había pasado toda la noche sosteniendo un solo whisky.

– Quizá no haya nada allí -aventuró, dirigiéndose no sólo a Katya, sino también a un círculo de rostros desconocidos-. En el entramado. En la intelectualidad.

Todo el mundo estaba esperando. Barley, también. Trataba de mirarles a todos mientras sus ojos veían solamente a Katya. ¿Qué había estado diciendo él? ¿Qué habían estado oyendo? Sus rostros continuaban vueltos hacia él, pero no había luz en ellos, ni siquiera en los de Katya; solamente había preocupación. Continuó, con voz vacilante:

– Durante años, todos tuvimos esta visión de grandes artistas rusos esperando ser descubiertos -titubeó-. Bueno, la teníamos, ¿no? ¿Novelas épicas, obras de teatro? ¿Grandes pintores, prohibidos, trabajando en secreto? ¿Áticos llenos de maravilloso material ilegal? ¿Lo mismo músicos? Hablábamos de ello. Soñábamos con ello. La secreta continuación del siglo XIX. «Y cuando llegue el deshielo -nos decíamos unos a otros-, saldrán todos del hielo y nos deslumbrarán.» Así que, ¿dónde diablos están todos esos genios? ¿Y si murieron congelados en el hielo? Quizá la represión fue eficaz. Eso es todo lo que estoy diciendo.

Un hechizado silencio siguió a sus palabras, antes de que Katya acudiera en su ayuda.

– El talento ruso existe, Barley, y siempre ha existido, incluso en los peores tiempos. No puede ser destruido -declaró, con un atisbo de su vieja severidad-. Tal vez tenga que acomodarse primero a las nuevas circunstancias, pero no tardará en expresarse con toda brillantez. Estoy segura de que eso es lo que quieres decir.

Henziger está pronunciando su discurso. Es una obra maestra de inconsciente hipocresía.

– ¡Que la precursora y audaz empresa de «Potomac & Blair» proporcione una modesta contribución a la grande y nueva era de entendimiento Este-Oeste! -declara, engreído por su convicción. Su voz se eleva, y con ella su vaso. Él es el honrado comerciante, él es cada americano decente con el corazón en su sitio. Y, sin duda que eso es precisamente lo que cree ser, pues el actor aficionado que hay en él reposa justo bajo la superficie-. ¡Hagámonos ricos unos a otros! -grita, levantando más aún, su vaso-. ¡Hagámonos libres unos a otros! Comerciemos juntos, y hablemos juntos, y bebamos juntos, y hagamos del mundo un lugar mejor en que vivir. Señoras y caballeros…, por ustedes y por «Potomac & Blair» y por nuestro beneficio mutuo…, y por la perestroika…, ¡salud! ¡Amén!

Están llamando a gritos a Barley. Spikey Morgan empieza, Yuri y Alik Zapadny siguen, todos los viejos amigos que conocen el juego gritan «¡Barley, Barley!» Pronto, el salón entero está clamando por Barley, algunos de ellos sin saber siquiera por qué, y por un momento ninguno de ellos le ve. Luego, de pronto, está subido a la mesa del buffet, sosteniendo un saxofón prestado y tocando My Funny Valentine, que ha tocado en todas las ferias del libro de Moscú desde la primera, mientras Jack Henziger le acompaña al piano con el inconfundible estilo de Fats Waller.

Los guardias de la puerta entran en el salón para escuchar, los guardias de la escalera se acercan al umbral y los guardias del vestíbulo se aproximan a la escalera mientras las primeras notas del canto del cisne de Barley adquieren claridad y, luego, un espléndido poder.


– Por amor de Dios, vamos a ir al nuevo «Indio» -protesta Henziger mientras permanecen en pie sobre la acera bajo la inexpresiva mirada de los toptuny-. ¡Tráete a Katya contigo! ¡Hemos reservado una mesa!

– Lo siento, Jack. Lo teníamos comprometido hace tiempo. Henziger está sólo fingiendo. «Necesita bienestar -le ha confiado Barley-. Vaya invitarla a una cena tranquila en alguna parte.»


Pero Barley no invitó a Katya a cenar en su noche de despedida, como confirmaron los irregulares antes de retirarse. Fue Katya, no Barley, quien hizo la invitación esta vez. Le llevó a un lugar que todos los chicos y chicas rusos de ciudad conocen desde la adolescencia, y que se encuentra en lo alto de cualquier bloque de apartamentos de cualquier ciudad importante. No hay un solo ruso de la generación de Katya que no cuente con sitios así entre los recuerdos de su primer amor. Y un lugar de éstos había también en lo alto de la escalera de Katya, en el punto en que termina el último tramo y empiezan los áticos, aunque estaba más solicitado en invierno que en verano porque incluía el rezumante depósito de agua caliente y las humeantes tuberías negras.

Pero primero era preciso que inspeccionase a Matvey y los gemelos para asegurarse de que se encontraban bien, mientras Barley permanecía en el rellano esperándola. Luego, le hizo subir, cogido de la mano, varios tramos de escaleras hasta el último, que era de madera. Tenía una llave y la introdujo en la herrumbrosa puerta de acero que ordenaba a todos los intrusos mantenerse a distancia. Y cuando la hubo abierto y vuelto a cerrar, le condujo a través de las vigas hasta el trozo de suelo duro en que había preparado una improvisada cama, con una borrosa vista de las estrellas a través de la sucia claraboya y el borboteo de las tuberías y el hedor a ropa húmeda por toda compañía.

– La carta que le diste a Landau se extravió -dijo Barley-. Acabó en manos de nuestros funcionarios. Fueron los funcionarios quienes me enviaron hasta ti. Lo siento.

Pero ya no había tiempo para que ninguno de los dos se sorprendiera de nada. Él le había hablado poco de su plan y no le habló más ahora. Ambos daban por sobrentendido que ella ya sabía demasiado. Y, además, había cuestiones más importantes de que tratar, pues fue también esa noche cuando Katya contó a Barley las cosas que después constituyeron el resto de su conocimiento de ella. Y ella le confesó su amor en términos lo bastante simples como para sostenerle durante la separación que ambos sabían les esperaba.

Sin embargo, Barley no demoró su regreso. No dio a los que operaban sobre el terreno ni a los que permanecían en Londres ningún motivo para inquietarse por él. Volvió al «Mezh» para la medianoche, a tiempo para charlar un rato más con los muchachos.

– ¡Oh!, Jack. Alik Zapadny me ha invitado a su tradicional reunión de despedida mañana por la tarde -confió a Henziger, mientras se tomaban una última copa en el bar del primer piso.

– ¿Quieres que vaya yo? -preguntó Henziger. Pues, como los propios rusos, Henziger no se hacía ninguna ilusión acerca de las lamentables amistades de Zapadny.

Barley sonrió tristemente.

– No estás lo bastante curtido, Jack. Esto es para nosotros, los dorados viejos de los tiempos en que no había esperanza.

– ¿A qué hora? -preguntó Wicklow, siempre práctico.

– Las cuatro, creo que dijo. Parece una hora la mar de extraña para tomar una copa. Sí, estoy seguro de que fue eso. Las cuatro.

Luego, les deseó cordialmente buenas noches a todos y se dirigió al cielo en el ascensor, que en el «Mezh» es una jaula de cristal que se desliza hacia arriba y hacia abajo a lo largo de una barra de acero, para preocupación secreta de muchas personas honradas, en la planta inferior.


Era la hora de comer, y, después de todas nuestras noches insomnes y nuestros desvelados amaneceres, había algo indecente en una sorpresa que se producía a la hora de comer, Pero fue una sensación. Una sensación llevada a mano. Una sensación en el interior de un sobre amarillo dentro de una cartera de seguridad cerrada con llave. Johnny corrió con él desde su puesto de Londres hasta la sala de situación, con protección armada para cruzar la plaza desde la Embajada. Atravesó la planta baja y subió la pequeña escalera hasta la zona de mando antes de comprender que nos habíamos trasladado al despacho de madera de palisandro de Sheriton para tomar nuestro café y nuestros bocadillos.

Se la entregó a Sheriton y permaneció en pie junto a él como un mensajero de obra teatral mientras Sheriton leía primero la carta de remisión, que se guardó en el bolsillo, y luego el mensaje mismo.

Después se situó junto a Ned mientras Ned leía también el mensaje. Sólo cuando Ned me lo pasó a mí, Johnny pareció decidir que ya lo había leído bastantes veces: una interceptación de señales, transmitidas desde Leningrado por el Ejército soviético, interceptadas en Finlandia por los americanos y descifradas en Virginia por una batería de ordenadores lo bastante potentes como para iluminar Londres durante un año.

De Leningrado a Moscú, copia para Saratov.

Se autoriza al profesor Yakov Savelyev a pasar un fin de semana de esparcimiento en Moscú tras su conferencia en la Academia Militar de Saratov este viernes. Ruego disponga transporte y alojamiento.

– Bueno, gracias, señor oficial de Administración, Leningrado -murmuró Sheriton.

Ned había vuelto a coger el mensaje y estaba leyéndolo otra vez. De todos nosotros, parecía ser el único que no se hallaba impresionado.

– ¿Esto es todo lo que han encontrado? -preguntó.

– No lo sé, Ned -respondió Johnny, sin molestarse en ocultar su hostilidad.

– Aquí dice «uno sobre uno». ¿Qué se supone que significa eso? Averigua si es el único de la hornada. Si no lo es, quizá pudiera descubrir qué más han captado que valga la pena -esperó hasta que Johnny hubo salido de la estancia-. Perfecto -dijo ácidamente-. Dios mío, creería uno que estábamos tratando con los alemanes.

Continuamos ociosos, mordisqueando distraídamente nuestra comida, Sheriton se había metido las manos en los bolsillos y vuelto de espaldas a nosotros mientras miraba el silencioso tráfico por la ventana de cristales ahumados. Llevaba un jersey negro de punto. A través de la ventana interior, los demás podíamos ver a Johnny hablando por uno de los teléfonos supuestamente seguros. Colgó y le vimos regresar hacia nosotros.

– Cero -anunció.

– ¿Qué es cero? -preguntó Ned.

– «Uno sobre uno» significa uno sobre uno. Es un solo. Nada a ningún lado.

– ¿Una chiripa entonces? -sugirió Ned.

– Un solo -repitió obstinadamente Johnny.

Ned se volvió hacia Sheriton, que continuaba de espaldas a nosotros.

– Lee las señales, Russell. Esa interceptación depende por completo de sí misma. No hay nada cerca por ninguna parte y apesta. Nos están echando un pedazo de cebo.

Ahora le tocó a Sheriton el turno de realizar un segundo examen de la hoja. Cuando finalmente habló, dio muestras de un profundo cansancio y quedó claro que estaba llegando a los límites de su tolerancia.

– Ned, los criptógrafos me han asegurado que el mensaje estaba en una clave militar de ínfima categoría, cosecha de 1921. Nadie utiliza ya ese tipo de engaño. Nadie hace esas cosas. No es «Pájaro Azul» quien está fallando. Eres tú.

– ¡Quizás es por eso por lo que lo hicieron así! ¿No es lo que tú y yo podríamos hacer?

– Bueno, es posible -admitió Sheriton, como si le trajera sin cuidado-. Si empiezas a pensar así, resulta bastante difícil pensar de otra manera.

Clive se tornó mordaz.

– Difícilmente podemos pedirle a Sheriton que suspenda la operación sobre la base de que todo marcha bien, Ned -dijo suavemente.

– Sobre la base de voces imaginarias -le corrigió Sheriton, haciendo un esfuerzo por dominarse mientras se volvía hacia los demás con semblante malhumorado-. Sobre la base de que todo lo que nos favorezca es una conspiración del Kremlin y todo lo que desbaratamos es prueba de nuestra integridad. Ned, mi Agencia estuvo a punto de morir a causa de esta dolencia. Ya no vamos por ahí. Es mi operación y mi juego.

– Y mi agente -dijo Ned-. Le hemos abandonado. Y hemos abandonado a «Pájaro Azul».

– Claro, claro -dijo Sheriton con helada afabilidad-. Sin duda. Miró hoscamente a Clive.

– ¿Señor Delegado?

Clive tenía sus propias maneras de mantenerse entre dos aguas, y todas bien ensayadas.

– Russell…, si me lo permite…, Ned. Creo que los dos estáis siendo ligeramente egoístas. Somos un servicio. Vivimos en una comunidad corporativa. Son nuestros jefes, no nosotros solos, quienes han dado a «Pájaro Azul» su bendición. Existe una voluntad corporativa que es más grande que ninguno de nosotros.

Otro error, pensé. Es más pequeña que todos nosotros. Es un insulto a las posibilidades de cada uno de nosotros, excepto quizá de Clive, que, por lo tanto, la necesita.

Sheriton se volvió de nuevo hacia Ned, pero siguió sin levantar la voz.

– Ned, ¿tienes idea de lo que sucederá en Washington y Langley si fracaso ahora? ¿Puedes imaginar las carcajadas de hiena que resonarán a través del Atlántico procedentes de Defensa, el Pentágono y los neandertales? ¿Puedes barruntar qué opinión se formarían del material de «Pájaro Azul»? -señaló sin aparente rencor a Johnny, que permanecía con expresión estólida, mirando sucesivamente a cada uno de ellos-. ¿Imaginas el informe de este sujeto? ¿De este Judas? Estábamos esparciendo un poco de moderación por la ciudad, ¿recuerdas? Y ahora me dices que tengo que arrojar a «Pájaro Azul» a los chacales.

– Estoy diciendo que no se le dé la lista de compra.

Sheriton se inclinó hacia él ladeando la cabeza como si estuviese un poco sordo.

– ¿A Barley? ¿O a «Pájaro Azul»?

– A ninguno de los dos. Final.

Sheriton acabó enfadándose realmente. Había estado preparándose para este momento, y ahora había llegado. Se situó delante de Ned, a menos de medio metro de él, y cuando levantó las manos en ademán de reproche, levantó también la mitad de su esponjoso jersey, lo que le hizo parecer un gigantesco murciélago enfurecido.

– ¡De acuerdo entonces! Ésta es nuestra situación de caso peor. Preparada al estilo Ned. ¿De acuerdo? Le enseñamos a «Pájaro Azul» la lista de compra, y él resulta ser agente de ellos, no nuestro. ¿He considerado esa posibilidad? Día y noche, apenas si he considerado otra cosa, Ned. Si «Pájaro Azul» es de ellos y no nuestro, si Barley lo es, si la chica lo es, si todos o alguno de los participantes no es estrictamente trigo limpio, la lista de compra brillará como una luz resplandeciente por el orificio anal de los Estados Unidos de América -empezó a pasear de un lado a otro-. Mostrará a los soviéticos lo que su propio hombre ha revelado. Así que sabrán qué es lo que sabemos. Esto ya es malo. Pero además mostrará a los soviéticos que, no sabemos y cómo no lo sabemos. Malo también, pero aún falta lo peor. Inteligentemente analizada, la lista de compra puede ponerles de manifiesto los fallos de nuestra maquinaria de recogida de información y, si son más inteligentes aún, los de nuestro grotesco, ridículo, incompetente y cómicamente abarrotado arsenal. ¿Por qué? Porque, al final, nos concentramos en lo que nos asusta, que es lo que nosotros no podemos hacer y ellos sí. Ése es el lado desfavorable. He mirado el saldo bancario, Ned. Conozco los riesgos. Sé lo que podemos ganar con «Pájaro Azul» y lo que nos va a costar si metemos la pata. El perder me desilusiona. Lo he visto otras veces, y no me impresiona. Si estamos equivocados, todo se va al diablo. Lo sabíamos allá, en la isla aquella, y lo sabemos ahora un poco mejor porque ha llegado el momento de utilizar munición viva. Pero no es éste el momento de empezar a mirar por encima de nuestros hombros a menos que tengamos una razón poderosísima.

Volvió a acercarse a Ned.

– ¡«Pájaro Azul» es sincero, Ned! ¿Recuerdas? Son tus palabras. ¡Te las agradecí y sigo agradeciéndotelas! «Pájaro Azul» está diciendo la pura verdad, tal como él la conoce. Ya mis miopes jefes va a haber que metérsela por el culo aunque revienten. ¿Me oyes, Ned? ¿O ya te he hecho dormir?

Pero Ned no cedió a la negra ira de Sheriton.

– No se la des, Russell. Le hemos perdido. Si le das algo, dale humo.

– ¿Humo? ¿Jugársela a Barley, quieres decir? ¿Admitir que «Pájaro Azul» es falso? ¿Bromeas? ¡Dame pruebas, Ned! ¡No me des presentimientos! ¡Dame una jodida prueba! ¡Todo el mundo en Washington que no tiene pelos entre los dedos de los pies me dice que «Pájaro Azul», es la Sagrada Biblia, el Talmud y el Corán! ¡Y ahora me dices que le dé humo! ¡Tú nos metiste en esto, Ned! ¡No trates de escabullirte a las primeras de cambio!

Ned reflexionó sobre esto unos momentos, y Clive reflexionó sobre Ned. Finalmente, Ned se encogió de hombros como diciendo quizá que daba la mismo. Luego, volvió a su mesa, donde se sentó, solo, pareciendo leer papeles, y recuerdo que yo me pregunté de pronto si también él tendría una Hannah, si la teníamos todos, alguna vida secreta que le mantenía sujeto a la rueda.


Quizás era cierto que VAAP no tenía habitaciones pequeñas, o quizás Alik Zapadny, después de sus años en la cárcel, sentía una comprensible aversión hacia ellas.

En cualquier caso, la habitación que había elegido para su entrevista le pareció a Barley lo bastante grande como para organizar allí un baile de regimiento, y lo único pequeño que había en ella era el propio Zapadny, que se agazapaba al extremo de una larga mesa como un ratón en una balsa, mirando con penetrantes ojos a su visitante mientras avanzaba hacia él caminando sobre el suelo de parqué, con los largos brazos oscilando a los costados, los codos ligeramente levantados y una expresión en el rostro que ni Zapadny ni quizá nadie le había visto jamás: no de excusa, vaga ni deliberadamente necia, sino de una firmeza de intención casi amenazadora.

Zapadny había dispuesto delante de sí varios papeles, y un montón de libros junto a los papeles, y una jarra de agua y dos vasos. Y era evidente que deseaba dar a Barley la impresión de haber sido sorprendido en medio de sus ocupaciones, en lugar de enfrentársele a sangre fría, sin el apoyo o la protección de sus innumerables ayudantes.

– Barley, mi querido amigo, es muy amable por su parte venir a despedirse; seguramente estará tan ocupado como yo en este momento -empezó, hablando demasiado de prisa-. Yo diría que si nuestra industria editorial continúa expandiéndose así vamos a tener que emplear a cien personas más y solicitar que se nos concedan oficinas más amplias, aunque esto es sólo mi opinión personal y no oficial. -Revolvió nerviosamente sus papeles y echó hacia atrás una silla en lo que imaginaba ser un gesto de cortesía europea de viejo estilo. Pero, como de costumbre, Barley prefirió quedarse de pie-. Bueno, no puedo ofrecerle una copa en el lugar de trabajo, pero siéntese y cambiaremos impresiones durante un rato… -levantando las cejas y mirando al reloj-, Dios mío, deberíamos disponer de un mes, no de cinco días solamente. ¿Cómo va el Ferrocarril Transiberiano? Quiero decir que no veo dificultades básicas ahí, siempre que se respete nuestra propia posición y todas las partes contratantes observen las reglas de juego limpio. ¿Se muestran demasiado codiciosos los finlandeses? ¿Quizás es el señor Henziger quien se muestra codicioso? Ciertamente, es un tipo duro de pelar, diría yo.

Su mirada volvió a cruzarse con la de Barley, y su desasosiego aumentó. De pie ante él, Barley no tenía el aspecto de un hombre que quisiera hablar del Ferrocarril Transiberiano.

– La verdad es que me resulta un poco extraño que usted insistiera tan dogmáticamente en hablar completamente a solas conmigo -continuó Zapadny, no sin desesperación-. Después de todo, esto es de la plena competencia de la señora Korneyeva. Ella y su personal son directamente responsables del fotógrafo y de todos los detalles de tipo práctico.

Pero Barley también tenía preparado un discurso, aunque no resultó en absoluto afectado por el nerviosismo de Zapadny.

– Alik -dijo, rehusando sentarse-. ¿Funciona ese teléfono?

– Claro.

– Necesito traicionar a mi país y tengo prisa. Y me gustaría que me pusieses en contacto con las autoridades adecuadas, porque hay ciertas cosas que deben quedar concretadas de antemano. Así que no me vengas con que no sabes con quién hablar, hazlo simplemente, o perderás muchos puntos con los cerdos que piensan que te dominan.

Era media tarde, pero un crepúsculo invernal se había instalado ya sobre Londres y el pequeño despacho de Ned en la Casa Rusia estaba sumergido en una suave media luz. Había puesto los pies sobre la mesa y estaba recostado en su silla, con los ojos cerrados y un vaso de oscuro whisky al alcance de la mano, vaso que en manera alguna, me di cuenta en seguida, era el primero del día.

– ¿Sigue Clive enclaustrado con los nobles de Whitehall? -me preguntó con fatigada ligereza.

– Está en la Embajada americana, preparando la lista de compra.

– Yo creía que a ningún simple británico se le permitía estar cerca de esa lista.

– Están hablando de principios. Sheriton tiene que firmar una declaración nombrando a Barley americano honorario. Clive tiene que añadir una nota.

– ¿Diciendo qué?

– Que es un hombre de honor y persona digna y honrada.

– ¿Se la has redactado tú?

– Claro.

– Mal hecho -dijo Ned, con aire de soñoliento reproche-. Te ahorcarán -se echó hacia atrás y cerró los ojos.

– ¿Tanto vale realmente la lista de compra? -pregunté. Por una vez, me daba la impresión de tener un talante más práctico que el de Ned.

– ¡Oh!, lo vale todo -respondió indolentemente-. Es decir, si alguna parte de ella vale algo.

– ¿Te importa decirme por qué?

Yo no había sido admitido a los secretos más recónditos del material de «Pájaro Azul», pero sabía que, de haberlo sido, no habría entendido ni jota. El concienzudo Ned, en cambio, había procurado instruirse. Se había sentado a los pies de nuestros investigadores adscritos al Servicio y almorzado en el Ateneo con nuestros más grandes científicos del Departamento para ponerse al día.

– Interrelación -dijo con desprecio-. Desbarajuste mutuamente asegurado. Nosotros rastreamos sus juguetes. Ellos rastrean los nuestros. Nos vigilamos unos a otros nuestros torneos de ballestería sin que ni unos ni otros sepamos a qué blancos está apuntando el otro bando. Si apuntan a Londres, ¿darán en Birmingham? ¿Qué es error? ¿Qué es deliberado? ¿Quién se está aproximando al CEP cero? -captó mi aturdimiento y se sintió satisfecho de sí mismo-. Nosotros les vemos lanzar sus ICBM en la península de Kamchatka. ¿Pero pueden lanzarlos sobre un silo de Minuteman? Nosotros no lo sabemos, y ellos tampoco lo saben. Porque en ninguno de los lados se ha probado el material auténtico en condiciones de guerra. Las trayectorias de los ensayos no son las trayectorias que utilizarán cuando empiece la diversión. La Tierra, Dios la bendiga, no es una esfera perfecta. ¿Cómo podría serio a su edad? Su densidad varía. Y también la fuerza gravitatoria cuando vuelan sobre ella cosas tales como misiles y cabezas explosivas. Interviene la oblicuidad. Nuestros planificadores tratan de compensarla en sus verificaciones. Goethe lo intentó. Ellos utilizan los datos suministrados por los satélites de alarma tempranas, y quizá tienen en su empeño más éxito que Goethe. Quizá no. No lo sabremos hasta que la bendita esfera salte en pedazos, y tampoco lo sabrán ellos, porque la prueba real solamente puede hacerse una vez. -Se estiró voluptuosamente, como si el tema le agradara-. Así, pues, los campos se dividen. Los halcones gritan: «¡Los soviéticos tienen una extraordinaria precisión de tiro! ¡Pueden acertarle a una mosca a diez mil kilómetros de distancia!» Y todo lo que las palomas replican es: «Nosotros no sabemos lo que los soviéticos pueden hacer, y los soviéticos no saben lo que los soviéticos pueden hacer. Y nadie que no sepa si su arma funciona o no, va a disparar primero. Es la incertidumbre lo que mantiene el equilibrio», dicen las palomas. Pero ése no es un argumento que satisfaga a la mente literal americana, porque la mente literal americana no gusta de habérselas con conceptos imprecisos o grandes visiones. No en su nivel literal. Y lo que Goethe estaba diciendo era una herejía mayor aún. Estaba diciendo que la incertidumbre era lo único que existía. Con lo cual estoy bastante de acuerdo. Así que los halcones le odiaban y las palomas organizaron un baile y se colgaron de la araña central. -Bebió de nuevo-. Si por lo menos Goethe hubiese respaldado a los que sostenían la precisión de tiro, todo habría ido bien -dijo, con tono de reproche.

– ¿Y la lista de compra? -volví a preguntarle. Clavó la mirada en su vaso.

– La selección de objetivos que haga una de las partes, mi querido Palfrey, se basa en las suposiciones de esa parte acerca de la otra. Y viceversa. Ad infinitum. ¿Acorazamos nuestros silos? Si el enemigo no puede alcanzarlos, ¿por qué molestamos? ¿Los superacorazamos -aunque supiéramos cómo-, con un costo cifrable en miles de millones? De hecho, ya lo estábamos haciendo, aunque no se ha divulgado mucho. ¿O los protegemos imperfectamente con SDI a costa de más miles de millones? Depende de cuáles sean nuestros prejuicios y de quién firme el cheque de nuestro sueldo. Depende de que seamos fabricantes o contribuyentes. ¿Instalamos nuestros cohetes en trenes, o en autopistas, o en carreteras rurales, que es lo que se lleva este mes? ¿O decimos que todo es una basura, así que al diablo con ello?

– ¿Así que es el fin o el principio? -pregunté. Se encogió de hombros.

– ¿Cuándo llegará a terminar? Enciende tu televisor, ¿qué ves? Los dirigentes de ambos bandos abrazándose. Lágrimas en los ojos. Pareciéndose cada día más uno a otro. ¡Hurra, todo ha terminado! Por los huevos. Escucha a los que están en el ajo y te das cuenta de que el cuadro no ha variado una sola pincelada.

– ¿Y si apago mi televisor? ¿Qué veré entonces?

Había dejado de sonreír. De hecho, su rostro estaba más serio de lo que yo le había visto nunca, aunque su ira -si de eso se trataba- parecía no ir dirigida contra nadie más que contra sí mismo.

– Nos verás a nosotros. Ocultos detrás de nuestras grises pantallas. Diciéndonos unos a otros que nosotros mantenemos la paz.

Загрузка...