Capítulo II

Todo Whitehall coincidía en que ninguna historia debía jamás volver a empezar de esa manera. Disciplinados ministros montaron en cólera al respecto. Crearon un comité de investigación terriblemente secreto para averiguar qué era lo que había marchado mal, oír testigos, citar nombres, dejarse de rodeos, apuntar directamente, cerrar huecos, prevenir una repetición, nombrarme presidente y redactar un informe. Las conclusiones a que nuestro comité llegó, si es que llegó a alguna, constituyen el secreto más alto de todos, en especial para los que formamos parte de él. Pues, como todos sabíamos muy bien, la función de tales comités es hablar gravemente hasta que el polvo se haya sedimentado y luego, retornar nosotros también al polvo. Cosa que hizo puntualmente nuestro comité, sin dejar detrás nada más que nuestro aire terriblemente secreto, una serie de documentos de trabajo por completo desprovistos de valor y un montón de anexos secretos en los archivos del Tesoro.

Todo empezó, en el menos sobrio lenguaje de Ned y sus colegas de la Casa Rusia, con un egregio follón entre las cinco y las ocho y media de una cálida tarde de domingo, cuando un tal Nicholas P. Landau, viajante de comercio y contribuyente acreditado aunque de origen polaco, sin antecedentes, se presentó a las puertas de nada menos que cuatro Ministerios distintos de Whitehall para solicitar una entrevista urgente con un funcionario de la Oficina de Inteligencia Británica, como él gustaba de llamada, sólo para ser ridiculizado, burlado y, en un caso, físicamente empujado. Aunque si los dos ujieres del Ministerio de Defensa llegaron hasta el extremo de agarrar a Landau por el cuello y el fondillo de los pantalones, como él sostenía que hicieron, y llevarle en vilo hasta la puerta, o si se limitaron a ayudarle a volver a la calle; según la versión de ellos, es cuestión sobre la que nos fue imposible obtener un consenso.

¿Pero por qué, preguntó severamente nuestro comité, se sintieron obligados los dos ujieres a suministrar esta ayuda?

El señor Landau se negó a dejamos ver el interior de su cartera de mano, señor. Sí, ofreció permitirnos tener en nuestro poder la cartera mientras esperaba, siempre que él conservase la llave en su poder, señor. Pero no es ése el reglamento. Y, sí, nos la agitó delante de la cara, la golpeó, la sacudió entre sus manos, aparentemente para demostrar que no había en ella nada que debiéramos temer. Pero eso tampoco era el reglamento. Y cuando, con un mínimo de fuerza, tratamos de aliviarle de la citada cartera, este caballero -como tardíamente se había convertido Landau en su testimonio- se resistió a nuestros esfuerzos, señor, y lanzó fuertes gritos con acento extranjero, provocando alboroto.

¿Pero qué gritó?, preguntamos, consternados ante la idea de alguien gritando en Whitehall un domingo.

Verá, señor, en la medida en que pudimos entenderle, dado su estado emocional, gritaba que aquella cartera suya contenía papeles altamente secretos, señor. Que le habían sido confiados por una rusa, señor, en Moscú.

Yeso un alborotador polaco, señor, podrían haber añadido. En un tranquilo domingo en Londres, señor, y nosotros viendo la grabación de los paquistaníes contra Botham en el cuarto de atrás.

Incluso en el Foreign Office, esa glacial sede de la hospitalidad británica donde el desesperado Landau se presentó como último recurso y con la mayor repugnancia, fue sólo a fuerza de súplicas y con unas cuantas sinceras lágrimas es lavas como consiguió abrirse paso hasta los refinados oídos del honorable Palmer Wellow, autor de una sagaz monografía sobre Liszt.

Y si Landau no hubiera utilizado una nueva táctica, probablemente las lágrimas eslavas no habrían servido de nada. Porque esta vez depositó la cartera abierta sobre el mostrador para que el portero, que era joven pero escéptico, pudiese aproximar la cabeza al cristal blindado recientemente instalado y la mirase con sus indolentes ojos, y viera por sí mismo que allí no había más que unos cuantos viejos y sucios manuscritos y un sobre marrón, nada de bombas.

– Vuelva-el-lunes-de-diez-a-cinco -dijo el portero, hablando por el modernísimo comunicador eléctrico como si anunciara una estación de ferrocarril galesa, y volvió a sumergirse en la oscuridad de su garita.

La puerta de la verja estaba entornada. Landau miró al joven, y miró luego más allá de él hacia la gran galería construida cien años antes para impresionar a los turbulentos príncipes del Raj. Y antes de que nadie se diera cuenta, había cogido su cartera y, burlando las defensas aparentemente impenetrables erigidas para impedir exactamente un asalto como ése, estaba ya corriendo a toda velocidad con ella -«como un jugador de rugby, señor»- a través del sacrosanto patio y subiendo los escalones que conducían al enorme vestíbulo. Y estaba de suerte. Palmer Wellow, cualquier otra cosa que fuese además, pertenecía al lado apaciguador del Foreign Office. Y era día de servicio de Palmer.

– Hola, hola -murmuró Palmer mientras descendía los amplios peldaños y contemplaba la descompuesta figura de Landau jadeando entre dos corpulentos guardias-. Bueno, su estado es deplorable. Me llamó Wellow. Soy secretario residente aquí.

Levantó defensivamente el puño izquierdo, pero su mano derecha estaba extendida en ademán de saludo.

– Yo no quiero un secretario -dijo Landau-. Yo quiero un alto funcionario o nada.

– Bueno, un secretario es bastante alto -le aseguró modestamente Palmer-. Supongo que es el idioma lo que le llama a engaño.

Era justo dejar constancia, y así lo hizo nuestro comité, de que nada había que reprochar hasta el momento a la actuación de Palmer Wellow. Se mostró jocoso, pero eficaz. No cometió ningún error. Condujo a Landau a una sala de entrevistas y le invitó a sentarse, derrochando atenciones. Encargó para él una taza de té y le ofreció una galleta digestiva. Con una lujosa pluma estilográfica, regalo de un amigo, anotó el nombre y dirección de Landau y los de las compañías que contrataban sus servicios. Anotó el número del pasaporte británico de Landau y su fecha y lugar de nacimiento. 1930 en Varsovia. Insistió con desarmadora sinceridad en que él no sabía nada de cuestiones propias de los servicios de información, pero se comprometía a entregar el material de Landau a «las personas competentes», que, sin duda, le dedicarían la atención que merecía. Y como Landau volvió a insistir en ello, improvisó un recibo para él en una hoja con membrete azul del Foreign Office, lo firmó e hizo que el conserje añadiera un sello con la fecha y la hora. Le dijo que si había algo más que las autoridades desearan tratar, muy probablemente se pondrían en contacto con él, quizá por medio del teléfono.

Sólo entonces, vacilante, Landau entregó su desaliñado paquete por encima de la mesa y contempló con cierto pesar cómo se cerraba en torno a él la lánguida mano de Palmer.

– ¿Pero por qué no se lo da simplemente al señor Scott Blair? -preguntó Palmer, después de haber leído el nombre que figuraba en el sobre.

– ¡Lo he intentado, vive Dios! -estalló Landau en un nuevo arranque de exasperación-. Ya se lo he dicho. Le he telefoneado a todas partes. Le he telefoneado hasta ponerme morado. No está en su casa, no está en su trabajo, no está en su club, no está en ninguna parte -protestó Landau, resintiéndose de su desesperación su gramática inglesa-. Lo intenté desde el aeropuerto. Muy bien, es sábado.

– Pero es domingo -objetó Palmer con una indulgente sonrisa.

– Así que ayer era sábado, ¿no? Pruebo en su oficina, y me sale un aullido electrónico. Miro en la guía telefónica, hay uno en Hammersmith. No sus iniciales, sino Scott Blair. Se pone una enfurecida dama que me dice que me vaya al infierno. Hay un representante que conozco, un tal Archie Parr, que hace la parte occidental para él. Le pregunto a Archie: «Archie, por los clavos de Cristo, ¿cómo puedo localizar urgentemente a Barley?» «Ha desaparecido, Niki. Ha hecho una de sus escapadas. No se le ha visto en la tienda desde hace semanas.» Trato de investigar, Londres, los condados vecinos. No figura inscrito, no hay ningún Bartholomew. Bueno, no podría estarlo, ¿verdad?, no si es un…

– Si es un ¿qué? -preguntó Palmer, intrigado.

– Escuche, se ha esfumado, ¿no? Ya se había esfumado antes. Podría haber razones para hacerlo. Razones que usted no conoce porque no quieren que las conozca. Podría haber vidas en juego, no sólo la de él. Es muy urgente, me dijo ella. Y alto secreto. Vamos, ocúpese del asunto, por favor.

Esa misma noche, como no ocurría gran cosa en el mundo aparte de una nueva crisis en el Golfo y un sórdido escándalo de televisión sobre militares y dinero en Washington, Palmer decidió acudir a una fiesta organizada en Montpelier Square por un grupo de compañeros de promoción de Cambridge, solteros como él, pero divertidos. Un relato de este encuentro llegó también a oídos de nuestro comité.

– A propósito, ¿habéis oído hablar de Nosecuántos Scott Blair? -les preguntó Wellow ya avanzada la noche, cuando su recuerdo de Landau fue reavivado por unos compases de Chopin que estaba tocando al piano-. ¿No había un Scott Blair con nosotros? -volvió a preguntar al no haberse podido hacer oír por entre el ruido.

– Un par de años por delante de nosotros. En el Trinity -llegó borrosamente la respuesta a través de la sala-. Estudiaba Historia. Un fanático del jazz. Quería ganarse la vida tocando el saxofón. El viejo no lo soportaba. Barley Blair, borracho como una cuba desde el amanecer.

Palmer Wellow hizo sonar un atronador acorde que sumió silencio a la locuaz concurrencia.

– ¿Os he dicho que es un peligroso espía? -preguntó.

– ¿El padre? Está muerto.

– El hijo, estúpido. Barley.

Como si saliera de detrás de una cortina, su informante emergió de entre la multitud de jóvenes y menos jóvenes y se detuvo ante él, con un vaso en la mano. Y para su satisfacción, Palmer reconoció en él a un querido compañero del Trinity de hacía cien años.

– La verdad es que no sé si Barley es o no un peligroso espía -dijo el compañero de Palmer con una aspereza habitual en él, mientras la barahúnda de voces se elevaba de nuevo hasta su estruendo anterior-. Pero ciertamente es un fracasado.

Estimulada más aún su curiosidad, Palmer regresó a sus espaciosos aposentos del Foreign Office y al sobre y los cuadernos de Landau, que había confiado al conserje para su custodia. Y fue entonces cuando, en palabras de nuestro documento provisional de trabajo, sus actos adoptaron un rumbo nefasto. 0, en las palabras más duras de Ned y sus colegas de la Casa Rusia, fue entonces cuando, en cualquier país civilizado, P. Wellow habría sido suspendido por los pulgares en un punto elevado de la ciudad y abandonado allí para que reflexionara en paz sobre sus logros.

Pues lo que Palmer hizo fue pasárselo en grande con los cuadernos. Durante dos noches y un día y medio. Porque los encontró en extremo divertidos. No abrió el satinado sobre -en el que, con la letra de Landau, se leía ahora: «Absolutamente privado, a la atención del señor B. Scott Blair o un alto miembro del Servicio de Inteligencia»- porque, como Landau, era de una escuela que consideraba indigno leer la correspondencia ajena. De todos modos, el sobre estaba pegado por los dos extremos, y Palmer no era hombre que se enfrentara a obstáculos físicos. Pero el cuaderno -con sus delirantes aforismos y citas, su exhaustiva abominación de políticos y militares, sus esporádicas referencias a Pushkin, el puro hombre del Renacimiento, y a Kleist, el puro suicida- le fascinó.

Experimentaba escasa sensación de urgencia y ninguna de responsabilidad. Él era un diplomático, no un Amigo, como se les llamaba a los espías. Y los Amigos, en la zoología de Palmer, eran gentes carentes de la potencia intelectual necesaria para ser lo que Palmer era. Esto se debía, en realidad, a su declarado resentimiento por el hecho de que el ortodoxo Foreign Office al que pertenecía semejando fuera cada vez más una organización destinada a encubrir las ignominiosas actividades de los Amigos. Pues Palmer era un hombre de erudición impresionante, aunque desorganizada. Había estudiado árabe y se había diplomado en Historia Moderna. En sus ratos libres, había añadido ruso y sánscrito. Lo tenía todo, menos matemáticas y sentido común, lo cual explica por qué pasó por alto las fatigosas páginas de fórmulas algebraicas, ecuaciones y diagramas que componían los otros dos cuadernos y que, en contraste con las divagaciones filosóficas del autor, tenían un aspecto aburridamente disciplinado. Y lo cual explica también -aunque el comité encontró difícil aceptar semejante explicación- por qué decidió Palmer hacer caso omiso de la vigente Orden a los Secretarios Residentes relativa a desertores y ofrecimientos de información, solicitada o no, y obrar a su antojo.

– Él establece las conexiones más insólitas e inesperadas, Tig -dijo el martes a un colega más veterano del Departamento de Investigación, habiendo decidido que era ya momento de compartir su adquisición-. Simplemente, tienes que leerlo.

– Pero ¿cómo sabemos que se trata de un hombre, Palms?

Palmer lo sentía, simplemente, Tig. Las vibraciones.

El veterano colega de Palmer echó un vistazo al primer cuaderno, luego al segundo, luego se sentó y examinó el tercero. Después, miró los dibujos del segundo cuaderno. Y el lado profesional de su personalidad asumió entonces el control de la emergencia.

– Yo en tu lugar creo que les entregaría esto inmediatamente, Palms -dijo. Pero pensándolo mejor, se lo entregó él mismo inmediatamente, después de haber telefoneado a Ned por la línea verde pidiéndole ayuda.

Tras lo cual, dos días después, se desató el infierno. A las cuatro de la madrugada del miércoles, las luces del piso superior del puesto que Ned ocupaba en el edificio de ladrillo de Victoria conocido como la Casa Rusia permanecían todavía brillantemente encendidas mientras tocaba a su fin la primera y desconcertada reunión del que más tarde se convertiría en el equipo «Pájaro Azul». Cinco horas después, tras haber participado en dos reuniones más en el cuartel general del Servicio, en un elevado edificio situado en el Embankment, Ned estaba de nuevo sentado a su mesa, mientras las carpetas se amontonaban a su alrededor tan rápidamente como si las chicas de Registro hubieran decidido levantar una barricada.

«Dios puede actuar de forma misteriosa -se le oyó a Ned decir a su pelirrojo ayudante Brock, en un momento de calma entre dos entregas-, pero no hay nada como la forma en que elige sus chorbos.»

Un chorbo, en la jerga del Servicio, es una fuente viva, y una fuente viva en lenguaje liso y llano es un espía. ¿Se refería Ned a Landau cuando hablaba de chorbos? ¿A Katya? ¿Al anónimo escritor de los cuadernos? ¿O estaba ya su mente concentrada en los vaporosos contornos de aquel gran caballero espía británico que era el señor Bartholomew Scott Blair? Brock no lo sabía ni le importaba. Él era de Glasgow, pero de padres lituanos, y los conceptos abstractos le irritaban.


Por lo que a mí se refiere, tuve que esperar otra semana: antes de que Ned decidiese con la adecuada renuencia que era el momento de recurrir al viejo Palfrey. Llevo siendo el viejo Palfrey desde todo el tiempo que puedo recordar. Todavía no he llegado a comprender qué fue de mis nombres de pila. «¿Dónde está el viejo Palfrey? -dicen-. ¿Dónde está nuestra águila legal doméstica? ¡Traed al viejo leguleyo! ¡Esto es mejor echárselo al viejo Palfrey!»

Es fácil tratar conmigo. No hacen falta grandes complicaciones. Mis nombres son Horatio Benedict de Palfrey, pero puede usted olvidarse inmediatamente de los dos primeros, y el hecho es que nadie se ha acordado jamás del «de». En el Servicio soy Harry, por lo que con frecuencia, dado mi natural obediente, soy Harry también para mí mismo. A solas en mi pequeño pisito de soltero, me siento inclinado a llamarme a mí mismo Harry mientras me preparo una chuleta. Asesor legal de los ilegales, ése soy yo, y en otro tiempo socio más joven de la desaparecida casa de Mackie, «Mackie & de Palfrey, Procuradores y Notarios Públicos», de Chancery Lane. Pero eso fue hace veinte años. Durante veinte años he sido su más humilde servidor secreto, dispuesto en cualquier momento a robar la balanza de la misma diosa ciega a quien mi joven corazón había aprendido a venerar.

Según me han explicado, un palafrén, que es lo que significa palfrey, no era un caballo de guerra ni un cazador, sino un caballo de silla considerado adecuado para las damas. Bueno, pues sólo hay una damita que condujera jamás durante algún trecho a este Palfrey, pero lo condujo casi hasta su tumba, y se llamaba Hannah. Y fue por cusa de Hannah por lo que me apresuré a buscar cobijo en el interior de la ciudadela secreta en que la pasión no tiene lugar, donde los muros son tan gruesos que no puedo oír sus puños golpeando contra ellos, ni su lacrimosa voz implorando que la deje entrar y arrostre el escándalo que tanto aterrorizaba a un joven procurador en el umbral de una carrera respetable.

Esperanza en el rostro y nada en el corazón, dijo ella. Una mujer más juiciosa podría haberse guardado para sí esa clase de observaciones, según he pensado siempre. A veces se llega a la verdad a través de la autoindulgencia. «Entonces, ¿por qué insiste en un caso desesperado? -protestaba yo-. Si el paciente está muerto, ¿por qué seguir intentando resucitarle?»

Porque ella era una mujer, parecía ser la respuesta. Porque ella creía en la redención de las almas masculinas. Porque yo no había pagado lo suficiente por mi insuficiencia.

Pero ya he pagado ahora, créanme.

Es por causa de Hannah por lo que continúo caminando por los corredores secretos, llamando a mi cobardía deber, ya mi debilidad, sacrificio.

Es por causa de Hannah por lo que permanezco hasta altas horas de la noche aquí, en el gris cubículo de mi despacho que ostenta en su puerta el letrero de LEGAL, rodeado de carpetas y cintas y películas amontonadas como el caso de Jarndyce contra Jarndyce, mientras redacto el exculpatorio informe de la operación que denominamos «Pájaro Azul» y de su protagonista, Bartholomew, alias Barley, Scott Blair.

Y es también por causa de Hannah por lo que, incluso mientras garrapatea su exculpación, este viejo Palfrey deja de vez en cuando la pluma, y levanta la cabeza y sueña.


El retorno de Niki Landau a la bandera británica, si es que había llegado a abandonarla seriamente, tuvo lugar exactamente cuarenta y ocho horas después de que los cuadernos fueran depositados sobre la mesa de Ned. Desde su desdichado paso por Whitehall, Landau había estado enfermo de ira y mortificación. No había ido a trabajar, no se había ocupado de su pisito de Golders Green que normalmente cuidaba y pulía como si fuese el faro de su vida. Ni siquiera Lydia pudo sacarle de su melancolía. Yo mismo había arreglado apresuradamente las cosas para que Interior autorizase a intervenir su teléfono. Cuando ella le llamó, escuchamos cómo se la quitaba evasivamente de encima. Y cuando ella hizo una trágica aparición en su puerta, nuestros observadores informaron que la dejó quedarse a tomar una taza de té y luego la despidió.

– No sé qué es lo que he hecho mal, pero, sea lo que sea, lo siento -la oyeron decir con tristeza cuando se marchaba.

Apenas si había llegado ella a la calle cuando llamó Ned. Después, Landau me preguntó astutamente si realmente se trataba de una coincidencia.

– ¿Niki Landau? -preguntó Ned, con una voz que no le daba a uno ganas de bromear.

– Podría ser -respondió Landau, irguiéndose.

– Me llamo Ned. Creo que tenemos un amigo común, no hace falta mencionar nombres. Usted tuvo la amabilidad de entregar el otro día una carta suya, no sin ciertas dificultades, me temo. Y también un paquete.

Landau reaccionó inmediatamente a la voz con estremecida emoción. Competente e imperiosa. «La voz de un buen oficial, no de un cínico, Harry.»

– Sí, en efecto -dijo, pero Ned estaba hablando de nuevo.

– No creo que necesitemos entrar en muchos detalles por teléfono, pero si creo que usted y yo debemos sostener una larga conversación, y creo que debemos estrecharle la mano. Sin tardar mucho. ¿Cuándo podemos hacerlo?

– Cuando usted diga -respondió Landau. Y se contuvo justo a tiempo para no decir «señor».

– Yo siempre pienso que ahora es un buen momento. ¿Qué le parece a usted?

– Me parece de perlas, Ned -respondió Landau con tono risueño.

– Mandaré un coche a buscarle. No tardará mucho, así que quizá sea mejor que se quede usted donde está y espere a que suene el timbre de su puerta. Es un «Rover» verde matrícula B. El conductor se llama Sam. Si lo prefiere, para su tranquilidad, pídale que le enseñe su tarjeta. Y si quiere mayor tranquilidad aún, telefonee al número que figura en ella. ¿Cree que se las arreglará?

– Nuestro amigo se encuentra bien, ¿verdad? -dijo Landau, incapaz de resistir el deseo de preguntarlo. Pero Ned ya había colgado.

El timbre de la puerta repiqueteó un par de minutos después. Tenían el coche esperando a la vuelta de la esquina, pensó Landau mientras flotaba escaleras abajo como en un sueño. Ya está. Estoy en manos de profesionales. La casa se hallaba situada en el elegante distrito residencial de Belgravia, en una fila de casas idénticas, y había sido recientemente restaurada. Su fachada blanca recién pintada resplandecía bajo los rayos del sol poniente. Un palacio de excelencia, un templo a los secretos poderes que gobiernan nuestras vidas. Una brillante placa de latón sobre la puerta enmarcada por columnas decía OFICINA DE ENLACE DEL FOREIGN OFFICE. La puerta estaba abriéndose ya mientras Landau subía los escalones. Y mientras el uniformado portero la cerraba a su espalda, Landau vio a un hombre delgado y erguido avanzar hacia él a través de los rayos del sol, primero la recortada silueta, luego el atractivo y saludable semblante, luego el apretón de manos: discreto, pero leal como un saludo naval.

– Bien hecho, Niki. Pase.

Las buenas voces no siempre van unidas a buenos rostros, pero la de Ned sí. Mientras le seguía al interior del estudio ovalado, Landau sentía la impresión de que podía contarle absolutamente cualquier cosa y Ned seguiría de su lado. De hecho, Landau vio en Ned muchas cosas que le agradaron inmediatamente, lo cual constituía la seducción de Ned: el discreto encanto, el mesurado buen aspecto, la energía que emanaba y el «pase». Landau olfateó en él también al políglota, pues él mismo lo era. No tuvo más que dejar caer un nombre ruso o una expresión rusa para que Ned la recogiera y sonriese y la acompañara con otra frase por su cuenta. «Era uno de los nuestros, Harry. Si tenías un secreto, ése era el hombre a quien contárselo, no aquel lacayo del Foreign Office.»

Pero hasta que empezó a hablar, Landau no se había dado cuenta de lo desesperadamente que había estado necesitando confiarse a alguien. Abrió la boca y se dejó llevar. Todo lo que pudo hacer a partir de ese momento fue escucharse a sí mismo con asombro, pues no sólo estaba hablando de Katya y de los cuadernos, y de por qué los había aceptado y cómo los había escondido, sino también de toda su vida hasta entonces, de sus azoramientos por ser eslavo, de su amor a Rusia pese a todo y de su sensación de hallarse suspendido entre dos culturas. Sin embargo, Ned no le guió ni le frenó de ninguna manera. Era un escuchador nato. Apenas si se movió, salvo para tomar unas cuantas notas en trozos de cartulina, y si le interrumpió fue sólo para aclarar algún detalle extraño, el momento de Sheremetyevo, por ejemplo, cuando se le dio paso a Landau por el vestíbulo de salida sin dedicarle una mirada siquiera.

– ¿Recibió todo su grupo ese trato, o sólo usted?

– Todos nosotros. Un movimiento de cabeza, y pasamos.

– ¿No se sintió usted elegido de alguna manera?

– ¿Para qué?

– ¿No tuvo la impresión de que quizás estuviera recibiendo una clase de trato distinto al de las otras personas? ¿Un trato mejor, por ejemplo?

– Pasamos como una cuadrilla de ovejas. Un rebaño -se corrigió a sí mismo Landau-. Entregamos nuestros visados, y eso fue todo.

– ¿Había otros grupos pasando con la misma facilidad, que usted se diera cuenta?

– Los rusos no parecían estar tomándose mucho trabajo. Quizá porque era un sábado de verano, quizá por la glasnost. Separaban a unos pocos para inspeccionarlos y dejaban pasar a los demás. Me sentí como un estúpido, si quiere que le diga la verdad. No necesitaba haber tomado todas las precauciones que tomé.

– No fue usted ningún estúpido. Lo hizo maravillosamente -replicó sin el menor aire condescendiente, mientras escribía de nuevo-. Y en el avión ¿quién se sentó a su lado? ¿Lo recuerda?

– Spikey Morgan.

– ¿Quién más?

– Nadie. Estaba junto a la ventanilla.

– ¿Qué asiento era?

Landau conocía perfectamente el número del asiento. Era el que reservaba siempre que podía.

– ¿Hablaron mucho durante el vuelo?

– Pues la verdad es que sí, mucho.

– ¿De qué?

– De mujeres principalmente. Spikey se ha instalado con un par de ellas en Notting Hill.

Ned rió alegremente.

– ¿Y usted le habló a Spikey de los cuadernos? ¿Para su alivio, Niki? Habría sido perfectamente natural, dadas las circunstancias. Para confiarse en alguien.

– Ni soñarlo, Ned. En absoluto. No lo hice y nunca lo haré. Si se lo estoy contando a usted es sólo porque usted es oficial.

– ¿Y qué hay de Lydia?

La ofensa a la dignidad de Landau superó por un momento su admiración hacia Ned, e incluso su sorpresa por su familiaridad con sus asuntos.

– Mis amigas, Ned, saben poco acerca de mí. Puede incluso que crean saber más de lo que saben -respondió-. Pero no comparten mis secretos porque no son invitadas a ello.

Ned continuaba escribiendo. Y de alguna manera, el movimiento de su pluma, juntamente con la sugerencia de que podría haber sido indiscreto, indujo a Landau a probar suerte, pues ya se había dado cuenta de que cada vez que empezaba a hablar de Barley una especie de rigidez parecía descender sobre las tranquilizadoras facciones de Ned.

– Y Barley se encuentra bien, ¿verdad? No ha tenido un accidente, ni nada.

Ned pareció no oírle. Cogió una nueva cartulina y reanudó su escritura.

– Supongo que Barley habría utilizado la Embajada, ¿verdad? -dijo Landau-. Lo digo porque él es un profesional. Es el ajedrez lo que le delata, si quiere saberlo. En mi opinión, no debería jugar. No en público.

Entonces y sólo entonces levantó lentamente Ned la cabeza de la página en que estaba escribiendo. Y Landau vio en su rostro una dura expresión que era más aterradora que sus palabras.

– Nosotros nunca mencionamos nombres como ése, Niki -dijo muy sosegadamente-. No entre nosotros. Usted no podía saberlo, así que no ha hecho nada malo. Pero, por favor, no vuelva a hacerlo.

Luego, viendo quizás el efecto que había producido en Landau, se levantó, fue hasta una mesita auxiliar de madera de satín, sirvió dos vasos de jerez y entregó uno a Landau.

– Y, sí, se encuentra bien -dijo.

Y brindaron en silencio por Barley, cuyo nombre Landau se había jurado ya diez veces, para entonces, que no volvería a cruzar sus labios.

– No queremos que vaya usted a Gdansk la semana próxima -dijo Ned-. Hemos preparado un certificado médico y una compensación para usted. Está usted enfermo. Posible úlcera. Y se mantendrá entretanto alejado del trabajo, ¿le importa?

– Haré lo que usted diga -respondió Landau.

Pero antes de marcharse, firmó una declaración de la Ley de Secretos Oficiales bajo la benévola mirada de Ned. Se trata de un documento redactado en términos legales, calculado para impresionar al firmante y a nadie más. Pero tampoco la propia Ley dice mucho en favor de sus redactores.

Después Ned desconectó los micrófonos y las cámaras de vídeo ocultas que el duodécimo piso había insistido en que se encendieran porque aquello se estaba convirtiendo en esa clase de operación.

Y hasta aquí Ned lo hizo todo solo, a lo que tenía perfecto derecho como jefe de la Casa Rusia. Los agentes operativos tienen que ser solitarios. Ni siquiera llamó al viejo Palfrey para que leyera la ley de sedición. Todavía no.


Si Landau se había sentido menospreciado hasta esa tarde, durante el resto de la semana fue objeto de inusitada atención. A primera hora de la mañana siguiente, Ned telefoneó para pedirle con su cortesía habitual que se presentara en una dirección de Pimlico. Resultó ser un bloque de pisos de los años 30, con curvadas ventanas de marco de acero pintadas de verde y una entrada que hubiera debido conducir a un cine. En presencia de dos hombres que no le presentó, Ned hizo que Landau repitiera por segunda vez su historia y, luego, le arrojó a los lobos.

El primero en hablar fue un hombre de aire distraído y flotante, de mejillas sonrosadas, ojos claros e infantiles y una chaqueta de tonalidad amarillenta que hacía juego con sus desordenados cabellos rubios. Su voz flotaba también.

– Ha dicho usted un vestido azul, me parece. Me llamo Walter -añadió, como si él mismo se sintiera sorprendido por la noticia.

– En efecto, señor.

– ¿Está seguro? -gorjeó, girando la cabeza y mirándole de soslayo por debajo de sus sedosas cejas.

– Completamente, señor. Un vestido azul, con una bolsa marrón de compra. La mayoría de las bolsas de compra están hechas de cuerda o de rafia. La suya era de plástico marrón. «Bueno, Niki -me dije-, hoy no es el día, pero si alguna vez pensaras en darte un revolcón con esta damita en el futuro, como bien podría ser, siempre podrías traerle de Londres un bonito bolso azul que hiciese juego con su vestido azul, ¿verdad?» Así es como lo recuerdo, ¿sabe? Tengo la relación en la cabeza, señor.

Y siempre llama la atención en las cintas cuando vuelvo a reproducirlas que Landau llamase a Walter «señor», cuando a Ned nunca le llamó otra cosa que Ned. Pero esto no era tanto una señal de respeto por parte de Landau, cuanto de una cierta repulsión que Walter le inspiraba. Al fin y al cabo, Landau era un mujeriego, y Walter era todo lo contrario.

– ¿Y el pelo negro, dice usted? -inquirió Walter, como si el pelo negro suscitase incredulidad.

– Negro, señor. Negro y sedoso. Casi como el ala de un cuervo. Definitivamente.

– ¿No teñido cree usted?

– Conozco la diferencia, señor -respondió Landau, tocándose la cabeza, pues ahora quería ya darles todo, incluso el secreto de su eterna juventud.

– Ha dicho antes que era de Leningrado, ¿Por qué ha dicho eso?

– El porte, señor. Vi calidad. Vi una mujer rusa de Roma. Así es como pienso en ella. Petersburgo.

– Pero, ¿no le pareció armenia? ¿O georgiana? ¿O judía, por ejemplo?

Landau meditó la última sugerencia, pero la rechazó.

– Yo mismo soy judío, ¿sabe? No diré que haya que serlo para conocer a uno, pero lo cierto es que no sentí ese estremecimiento especial de reconocimiento.

Un silencio que podría haber sido embarazoso pareció alentarle a continuar.

– Para ser sincero, yo creo que ser judío es excesivo. Si es eso lo que uno quiere ser, por mi parte muy bien. Pero si no necesita serlo, nadie debería obligarle. Yo mismo soy primero, británico y luego, polaco, y todo lo demás viene después. No importa que en muchos la situación sea justamente al revés. Eso es problema suyo.

– ¡Oh, bien dicho! -exclamó enérgicamente Walter, agitando los dedos y sonriendo-. ¡Oh! Eso lo expresa de forma concisa y perfecta. ¿Y dice usted que su inglés era bastante bueno?

– Más que bueno, señor. Clásico. Una lección para todos nosotros.

– Como una maestra, dijo usted.

– Esa fue mi impresión -respondió Landau-. Una maestra, una profesora. Percibí la instrucción. La inteligencia. La voluntad.

– ¿No podría ser una intérprete?

– En mi opinión, los buenos intérpretes adoptan una postura discreta, se mantienen en un segundo plano. Esta mujer se destacaba a sí misma.

– ¡Oh!, vaya, esa es una buena respuesta -dijo Walter, estirándose los puños-. Y llevaba un anillo de boda. Bien hecho.

– Ciertamente que lo llevaba, señor. Un anillo de compromiso y un anillo de boda. Normalmente es lo primero que suelo mirar, y en Rusia no es como en Inglaterra y tiene uno que mirar al revés, porque las mujeres llevan el anillo de boda en la mano derecha. Las solteras rusas son una plaga y el divorcio no está bien visto. A mí deme un buen marido y un par de chiquillos con los que ella pueda volver.

– Hablemos de eso. Cree usted que ella también tenía hijos, ¿no?

– Estoy convencido de ello, señor.

– ¡Oh!, vamos, no puede estarlo -dijo despectivamente Walter, con una súbita contracción de las comisuras de los labios-. Usted no tiene facultades de percepción psíquica, ¿no?

– Las caderas, señor. Las caderas, la dignidad incluso cuando estaba asustada. No era una Juno, no era una sílfide. Era una madre.

– ¿Estatura? -preguntó Walter con voz aguda, mientras enarcaba con alarma sus peladas cejas-. ¿Puede decirnos su estatura? Piense en usted mismo. Imagine que está con ella. ¿Está usted mirando hacia arriba o hacia abajo?

– Más alta de lo normal, ya se lo he dicho.

– ¿Más alta que usted, entonces?

– Sí.

– ¿Uno sesenta y cinco? ¿Uno setenta?

– Más bien lo segundo -respondió hoscamente Landau.

– ¿Y su edad? Antes no la ha concretado.

– Si tiene más de treinta y cinco años, ella no lo sabe. Una piel preciosa, una bella figura, una mujer hermosa en la plenitud de su vida, especialmente el espíritu, señor -respondió Landau con una leve sonrisa, pues, si bien podía encontrar a Walter desagradable, en algunos aspectos seguía sintiendo la debilidad del polaco hacia los excéntricos.

– Es domingo. Imagine que ella es inglesa. ¿Esperaría usted que fuese a la iglesia?

– Habría dejado zanjada de forma definitiva la cuestión -dijo Landau, con gran sorpresa por su parte, antes de haber tenido tiempo de pensar una respuesta-o Podría haber dicho que Dios no existía. Podría haber dicho que Dios sí existía. Pero no habría dejado la cuestión en el aire como la mayoría de nosotros. Ella la habría abordado de frente y habría tomado una decisión y hecho algo al respecto si consideraba que debía hacerlo.

Súbitamente, el extraño comportamiento de Walter dejó paso a una amplia y blanda sonrisa.

– ¡Oh!, es usted muy bueno -declaró con envidia-. ¿Conoce usted alguna ciencia? -continuó, mientras su voz volvía a perderse entre las nubes.

– Un poco. Ciencia elemental, en realidad. Lo que voy captando.

– ¿Física?

– Nivel cero, no más, señor. Antes vendía libros de texto. No estoy seguro de que aprobase el examen, ni aun ahora. Pero me permitieron mejorar, por así decirlo.

– ¿Qué significa telemetría?

– Jamás he oído hablar de eso.

– ¿Ni en inglés ni en ruso?

– Me temo que en ningún idioma, señor. La telemetría ha pasado de largo por delante de mí.

– ¿Y qué me dice del CEP?

– ¿El qué, señor?

– Circular-errar-probable. Bueno, en esos curiosos cuadernos que usted nos trajo se hablaba mucho de ello. No me diga que no le ha llamado la atención.

– No me fijé. Lo pasé por alto. Eso es todo lo que hice.

– Hasta que llegó a esa observación sobre el caballero soviético agonizando en el interior de su armadura, donde dejó de pasar cosas por alto. ¿Por qué?

– No es que llegara deliberadamente a esa observación. Me tropecé con ella por casualidad.

– Muy bien, se la tropezó por casualidad. Y se formó una opinión, ¿verdad? De lo que el autor nos estaba diciendo. ¿Qué opinión?

– Incompetencia, supongo. Los rusos son unos inútiles en eso. Son ineficaces.

– ¿Ineficaces en qué?

– Los cohetes. Cometen errores.

– ¿Qué clase de errores?

– Todas las clases. Errores magnéticos, errores de distorsión, sea lo que sea eso. No sé. Eso es cosa de usted, no mía.

Pero la defensiva hosquedad de Landau no hizo sino poner de relieve su virtud como testigo. PueS cuando deseaba brillar y no lo conseguía, su fracaso les tranquilizaba, como mostró ahora el alegre gesto de alivio de Walter.

– Bueno, creo que se ha portado terriblemente bien -declaró como si Landau no estuviera delante y agitando de nuevo las manos en un teatral gesto de conclusión-. Nos dice lo que recuerda. No inventa cosas para urdir una historia mejor. Usted no hará eso, ¿verdad, Niki? -añadió ansiosamente, descruzando las piernas como si tuviera un pellizco en la ingle.

– No, señor. Puede estar tranquilo.

– ¿Y no lo ha hecho? Porque tarde o temprano lo averiguaríamos. Y entonces todo lo que usted nos ha dado perdería valor.

– No, señor. Es como lo he dicho. Ni más ni menos.

– Estoy seguro de ello -dijo Walter a sus colegas en tono de confianza, mientras volvía a recostarse-. Lo más difícil en nuestra profesión, o en cualquier otra es decir «creo». Niki es una fuente natural y muy poco frecuente. Si hubiera más como él, nadie nos a nosotros.

– Éste es Johnny -explicó Ned, haciendo de edecán.

Johnny tenía ondulados cabellos entre canos, mandíbula ancha y una carpeta llena de telegramas de aspecto oficial. Con su leontina de oro y su bien cortado traje oscuro, podría haber sido la visión estereotipada del inglés de una camarera extranjera, pero ciertamente, no lo era de Landau.

– Niki, ante todo tenemos que darle las gracias, muchacho -dijo Johnny, con el perezoso acento americano de la Costa Este. Nosotros somos los mayores beneficiarios, sugería su munificente tono. Nosotros, los accionistas mayoritarios. Me temo que Johnny es un poco así. Un buen oficial, pero incapaz de guardarse su supremacía americana. A veces pienso que ésa es la diferencia entre los espías americanos y los nuestros. Los americanos, con su franco disfrute de poder y de dinero, hacen ostentación de su suerte. Carecen del instinto de disimulo que es tan natural en nosotros, los británicos.

De cualquier modo, Landau se sintió súbitamente irritado.

– ¿Le importa que le haga un par de preguntas? -dijo Johnny.

– Si a Ned le, parece bien… -respondió Landau.

– Por supuesto -dijo Ned.

– Así que estamos en la feria fonográfica esa noche. ¿De acuerdo, muchacho?

– Bueno, era por la tarde en realidad, Johnny.

– Usted escolta a la mujer Yekaterina Orlova a través de la sala hasta lo alto de la escalera, donde están los guardias. Se despide de ella.

– Ella va cogida de mi brazo.

– Ella va cogida de su brazo, estupendo. Delante de los guardias. Usted la ve bajar la escalera. ¿También la ve salir a la calle, muchacho?

Nunca le había oído a Johnny utilizar la palabra «muchacho» para dirigirse a alguien, así que entendí que estaba tratando de aguijonear de alguna manera a Landau, una cosa que los miembros de la Agencia aprenden de los psicólogos de la casa.

– En efecto -respondió ásperamente Landau.

– ¿Hasta la misma calle? Párese a pensarlo -sugirió, con la falsa afabilidad del fiscal.

– Hasta la calle y fuera de mi vida.

Johnny esperó hasta tener la seguridad de que todo el mundo se daba cuenta de que estaba esperando, y Landau más que nadie.

– Niki, muchacho, hemos situado a distintas personas en lo alto de esa escalera durante las últimas veinticuatro horas. Nadie ve la calle desde lo alto de esa escalera.

El rostro de Landau se ensombreció. No de azoramiento, sino de ira.

– La vi bajar la escalera. La vi cruzar el vestíbulo hasta donde está la calle. No volvió. A menos que alguien haya cambiado de sitio la calle durante las últimas veinticuatro horas, cosa que admito que con Stalin siempre era posible…

– Vamos a seguir, ¿eh? -dijo Ned.

– ¿Vio salir a alguien detrás de ella? -preguntó Johnny, presionando un poco más a Landau.

– ¿Por la escalera o a la calle?

– Las dos cosas, muchacho. Las dos.

– No. No la vi salir a la calle, ¿no?, porque acaba usted de decirme que no la vi hacerlo. Así que, ¿por qué no responde usted a las preguntas y yo las formulo?

Mientras Johnny se recostaba negligentemente, intervino Ned.

– Niki, algunas cosas tienen que ser examinadas muy cuidadosamente. Es mucho lo que está en juego, y Johnny tiene sus órdenes.

– Yo también estoy en juego -repuso Landau-. He hablado con toda franqueza y sinceridad, y no me gusta que me ponga en ridículo un americano que ni siquiera es británico.

Johnny había vuelto a consultar la carpeta.

– Niki, ¿quiere describir las medidas de seguridad adoptadas en la feria, tal como usted mismo las observó?

Landau respiró tensamente.

– Está bien -dijo, y volvió a empezar-. Teníamos a esos dos jóvenes policías de uniforme paseando por el vestíbulo del hotel. Ésos son los que llevan las listas de todos los rusos que entran y salen, lo cual es normal. Luego, arriba, dentro de la sala, teníamos los plastas. Esos son los de paisano. Los vagos, les llaman, los echados -añadió para ilustración de Johnny-. Al cabo de un par de días se conoce uno de memoria a los echados. No compran, no roban los objetos expuestos ni piden muestras gratuitas, y uno de ellos siempre tiene pelo rubio, no me pregunte por qué. Teníamos tres de éstos, y no cambiaron toda la semana. Fueron los que se la quedaron mirando mientras bajaba la escalera.

– ¿Esos son todos, muchacho?

– Que yo sepa, sí, pero estoy esperando que me diga que estoy equivocado.

– ¿No reparó también en dos damas de edad indeterminada y cabellos grises que también estuvieron presentes todos los días de la feria, llegaban temprano, se marchaban tarde, que tampoco compraban, ni entraban en negociaciones con ninguno de los expositores, ni parecían tener ningún motivo legítimo para asistir a la feria?

– Supongo que está usted hablando de Gert y Daisy.

– ¿Perdón?

– Había un par de viejas del Consejo de Bibliotecas. Venían por la cerveza. Su principal placer era coger folletos de los puestos y mendigar prospectos gratuitos. Las bautizamos Gert y Daisy por los personajes de cierto programa de radio muy popular en Inglaterra en los años de la guerra y después.

– ¿No se le ocurrió que esas damas podrían estar desempeñando también una función de vigilancia?

La poderosa mano de Ned se había levantado ya para contener a Landau, pero llegó demasiado tarde.

– Johnny -exclamó Landau, hirviendo de excitación-. Estoy en Moscú, ¿de acuerdo? Moscú, Rusia, muchacho. Si me parase a considerar quién tenía una función de vigilancia y quién no, no saldría de la cama por la mañana y no me metería en ella por la noche. Hasta los pájaros de los árboles están conectados, según tengo entendido.

Pero Johnny estaba consultando de nuevo sus telegramas.

– Dice usted que Yekaterina Borisovna Orlova afirmó que el puesto contiguo, perteneciente a «Abercrombie & Blair», había permanecido vacío el día anterior, ¿no es así?

– Sí, eso digo.

– Pero usted no la vio el día anterior, ¿verdad?

– No, en efecto.

– Dice usted también que nunca le pasa inadvertida una mujer atractiva.

– Así es, y que me dure mucho tiempo.

– ¿No cree, entonces, que hubiera debido fijarse en ella?

– A veces me pierdo alguna -confesó Landau, coloreándose de nuevo su rostro-. Si estoy de espaldas, si estoy inclinado sobre una mesa o aliviándome en el retrete, es posible que mi atención se debilite por un momento.

Pero la imperturbabilidad de Johnny estaba adquiriendo su propia autoridad.

– Tiene usted parientes en Polonia, ¿verdad, señor Landau? -El «muchacho» había cumplido evidentemente su función, pues, escuchando la cinta, advertí que había prescindido de él.

– Sí.

– ¿No tiene usted una hermana mayor ocupando un alto puesto en la Administración polaca?

– Mi hermana trabaja en el Ministerio de Sanidad polaco como inspectora de hospitales. No ocupa un alto puesto y está ya en edad de jubilación.

– ¿Se ha percatado alguna vez de ser directa o indirectamente objeto de presión o chantaje por parte de agencias del bloque comunista o de terceras partes que actuasen en su nombre?

Landau se volvió hacia Ned.

– ¿Que si me he qué? Me temo que mi inglés no es muy bueno.

– Si lo ha advertido, si se ha dado cuenta -dijo Ned, con una sonrisa.

– No, nunca -respondió Landau.

– En sus viajes a países del bloque oriental, ¿ha intimado con mujeres de esos países?

– Me he acostado con algunas. No he intimado.

Como un escolar travieso, Walter soltó una risita a medias contenida levantando los hombros y tapándose con una mano los horribles dientes. Pero Johnny continuó gravemente:

– Señor Landau, ¿ha tenido usted anteriormente contactos con alguna agencia de Inteligencia de algún país hostil o amigo, en alguna parte?

– Negativo.

– ¿Ha vendido alguna vez información a alguna persona de cualquier posición o profesión…, periódico, agencia de investigación, Policía, Ejército, para cualquier finalidad, aun inocua?

– Negativo.

– ¿Y nunca ha sido usted miembro de un partido comunista o de cualquier organización o grupo favorable a sus fines?

– Yo soy un súbdito británico -replicó Landau, adelantando su pequeña mandíbula polaca.

– ¿Y no tiene usted idea, por vaga y nebulosa que sea, del mensaje general contenido en el material que usted ha manejado?

– Yo no lo he manejado. Lo he pasado.

– Pero usted lo leyó.

– Leí lo que pude. Un poco. Luego lo dejé, como ya le he dicho.

– ¿Por qué?

– Por un sentido de decencia, si quiere saberlo. Algo que empiezo a sospechar que a usted no le preocupa.

Pero Johnny, lejos de enrojecer, estaba rebuscando pacientemente en su carpeta. Sacó un sobre y del sobre varias fotografías tamaño postal que extendió sobre la mesa como cartas de baraja. Unas eran borrosas, todas eran granulosas. Unas pocas presentaban obstáculos en primer plano. Mostraban mujeres que bajaban los peldaños de un desolado edificio de oficinas, unas en grupos, otras solas. Unas llevaban bolsas de compra, otras tenían la cabeza inclinada y no llevaban nada. Y Landau recordó haber oído que era costumbre en Moscú que las mujeres que se escabullían para hacer sus compras durante la hora de la comida se metieran en los bolsillos todo lo que necesitaban y dejaran los bolsos encima de las mesas, con el fin de mostrar al mundo que sólo habían salido momento al pasillo.

– Ésta -dijo Landau de pronto, señalando con el índice,

Johnny recurrió a otro de sus trucos de tribunal. En realidad, era demasiado inteligente para aquella tontería, pero eso no le contuvo. Adoptó una expresión decepcionada e incrédula. Parecía como si hubiese cogido a Landau en una mentira. La película de vídeo le muestra exagerando desaforadamente el papel.

– ¿Cómo puede estar tan condenadamente seguro, por amor de Dios? Nunca la vio con abrigo.

Landau no se inmuta.

– Ésa es la mujer, Katya -dice con firmeza-. La reconocería en cualquier parte. Katya. Se ha arreglado el pelo, pero es ella, Katya. Y ésa es su bolsa, de plástico -continúa mirando la fotografía-. Y su anillo de boda -por un momento parece olvidar que no está solo-. Haría lo mismo por ella mañana -dice-. Y pasado mañana.

Lo cual señaló el satisfactorio final del hostil interrogatorio del testigo por parte de Johnny.


A medida que avanzaban los, días y una enigmática entrevista seguía a otra, nunca dos veces en el mismo sitio, nunca con las mismas personas, a excepción de Ned, Landau tenía la creciente impresión de que las cosas se estaban aproximando a un clímax. En un laboratorio de sonido situado detrás de Portland Place le hicieron escuchar voces de mujeres recogidas en cinta magnetofónica, rusas hablando en ruso y rusas hablando en inglés. Pero no reconoció la de Katya. Otro día, para alarma suya, fue dedicado al dinero. No el de ellos, sino el de Landau. Sus extractos bancarios…, ¿de dónde diablos los sacaban? Sus declaraciones de impuestos, recibos de salarios, ahorros, hipoteca, póliza de seguros, peor que la Inspección de Hacienda.

– Confíe en nosotros, Niki -dijo Ned con una sonrisa tan franca y tranquilizadora que Landau tuvo la impresión de que había estado luchando de alguna manera en su favor y de que las cosas estaban a punto de arreglarse.

Van a ofrecerme un empleo, pensó el lunes. Van a convertirme en un espía, como Barley.

Están tratando de enmendar lo que hicieron con mi padre, veinte años después de su muerte, pensó el martes.

Luego, el miércoles por la mañana, Sam, el conductor, tocó por última vez el timbre de su puerta, y todo quedó claro.

– ¿Dónde es hoy, Sam? -le preguntó alegremente Landau-. ¿En la Torre de Londres?

– En Sing Sing -respondió Sam, y ambos soltaron una carcajada. Pero Sam no le llevó a la Torre, ni tampoco a Sing Sing, sino a la puerta lateral de entrada a uno de los mismos Ministerios de Whitehall en que hacía solamente once días Landau había intentado infructuosamente entrar. El ojizarco Brock le guió por una escalera trasera y desapareció. Landau entró en una amplia estancia que daba sobre el Támesis. Varios hombres se hallaban sentados a una mesa ante él. A la izquierda estaba Walter, con la corbata bien puesta y el pelo alisado. A la derecha estaba Ned. Y entre ellos, con las palmas de las manos sobre la mesa y unos pliegues junto a las comisuras de los labios que daban a su rostro un aire de firmeza, se sentaba un hombre más joven, vestido con un bien cortado traje, que Landau supuso correctamente era de rango superior a los otros dos y que, como Landau dijo más tarde, parecía como si hubiera salido de una película diferente. Era de aspecto agradable y reservado y como acicalado para la televisión. Tenía cuarenta años, pero lo peor de él era su inocencia. Parecía demasiado joven como para que se le imputasen crímenes de adultos.

– Me llamo Clive -dijo con voz sosegada-. Pase, Landau. Tenemos un problema respecto a qué hacer con usted.

Y más allá de Clive -más allá de todos ellos, en realidad-, como en una reflexión adicional, Niki Landau me vio a mí, el viejo Palfrey. Y Ned le vio verme, y sonriendo nos presentó.

– Y, Niki, éste es Harry -dijo, faltando a la verdad.

Nadie más había merecido hasta entonces una descripción de sus funciones, pero Ned ofreció una para mí:

– Harry es nuestro árbitro oficial, Niki. Él se ocupa de que todo el mundo reciba un trato justo.

– Excelente -dijo Landau.

Aquí es donde, en la historia del asunto, hago mi modesta entrada como recadero jurídico, preparador y acondicionador y, finalmente, como cronista; ora Rosencrantz, ora Guildenstern, y sólo ocasionalmente Palfrey.

Y para cuidar más aún de Landau allí estaba Reg, que era corpulento, pelirrojo y tranquilizador. Reg le condujo hasta una silla situada en el centro de la estancia y luego se sentó junto a él en otra. Y Landau le cogió inmediatamente apego a Reg, lo cual era frecuente, ya que Red se dedicaba a las labores de bienhechor, y entre sus clientes figuraban desertores, agentes empantanados y huidos y otros hombres y mujeres cuyos lazos con Inglaterra podían haberse debilitado si el viejo Reg Wattle y su agradable esposa Berenice no hubieran estado allí para cogerles de la mano.

– Ha hecho usted un buen trabajo, pero no podemos decirle por qué es bueno, ya que resultaría peligroso -continuó Clive con su voz, una vez que Landau se hubo instalado cómodamente-. Incluso lo poco que usted sabe es demasiado. Y no podemos dejarle vagabundear por la Europa oriental con nuestros secretos en la cabeza. Es demasiado peligroso. Para usted y para las personas afectadas. De modo que, si bien nos ha prestado un valioso servicio, también se ha convertido en una grave preocupación.

En algún momento de su prudente ascensión al poder, Clive se había enseñado a sí mismo a sonreír. Era un arma injusta para usarla con personas amistosas, algo así como el silencio por teléfono. Pero Clive no sabía nada de injusticia porque nada sabía de su contrario. En cuanto a la pasión, era lo que uno empleaba cuando necesitaba persuadir a la gente.

– Después de todo, usted podría señalar con el dedo a algunas personas muy importantes, ¿no? -continuó, en voz tan baja que todos se mantenían inmóviles para oírle-. Sé que usted no haría eso deliberadamente, pero cuando uno está esposado a un radiador no tiene mucha opción. Al final, no.

Cuando consideró que había asustado lo suficiente a Landau, Clive me miró, me hizo una seña con la cabeza y contempló cómo abría yo la ostentosa carpeta de cuero que había llevado conmigo y entregaba a Landau el largo documento que había preparado, mediante el cual, en sustancia, Landau se comprometía a renunciar a perpetuidad a todo viaje al otro lado del Telón de Acero, a no abandonar nunca el país sin avisar primero a Reg con un determinado número de días de antelación, dejándose al acuerdo entre ambos la concreción de los detalles, y a que Reg custodiara el pasaporte de Landau para evitar contratiempos. Y a aceptar irrevocablemente la intervención de Reg en su vida, o de quien las autoridades designasen en su lugar, como confidente, filósofo y árbitro prudente de sus asuntos de toda índole, incluido el delicado problema de cómo liquidar los impuestos sobre el cheque adjunto, extendido sobre la sucursal, en Fulham, de un anodino Banco británico, por la suma de cien mil libras.

Y, para ser regularmente amedrentado por la Autoridad, también se le obligaba a presentarse cada seis meses, para una actualización del tema del Secreto, ante el asesor jurídico del Servicio, Harry. Al viejo Palfrey, ex-amante de Hannah, un hombre tan doblegado por la vida que podía encomendársele sin peligro la tarea de mantener erguidos a otros. Y además de todo lo anterior, de conformidad con ello y consecuentemente a ello, a que todo el asunto relativo a una cierta mujer rusa y al manuscrito literario de su amigo, y al contenido del citado manuscrito -cualquiera que sea el grado de su apreciación de la importancia del mismo-, y al papel desempeñado por un cierto editor británico, sea en este momento solemnemente declarado nulo, inoperante, inexistente y extinguido, en lo sucesivo y para siempre. Amén.

Había un solo ejemplar y permanecería en mi caja fuerte hasta que se descompusiera o disgregara de puro viejo. Landau lo leyó dos veces, mientras Reg lo leía por encima de su hombro. Luego Landau se sumergió durante un rato en sus propios pensamientos, sin prestar atención a quién le estaba observando ni a quién le ordenaba que firmase y dejara de ser un problema. Porque Landau sabía que en este caso él era el comprador, no el vendedor.

Se vio a sí mismo en pie junto a la ventana de su habitación de hotel en Moscú. Recordó cómo había deseado poder colgar sus botas de viajante y dedicarse a una vida menos difícil. Y se le ocurrió la regocijante idea de que su Hacedor debía de haberle cogido la palabra y dispuesto las cosas en consecuencia, lo cual, para turbación de todos, le hizo soltar una carcajada.

– Bueno, espero que el viejo Johnny, el Yanqui, esté pagando la cuenta de esto, Harry -dijo.

Pero la broma no obtuvo el aplauso que merecía, porque resultaba que era verdad. Así que Landau cogió la pluma de Reg, firmó, me entregó el documento y se quedó mirando mientras yo añadía mi propia firma como testigo: Horatio B. de Palfrey, que, después de veinte años, ha adquirido una ilegibilidad tal que si hubiese firmado «Sopa de Tomate Heinz» ni Landau ni nadie hubiesen podido notar la diferencia, y lo volví a depositar en su ataúd de cuero y di unas palmaditas sobre la tapa. Se intercambiaron apretones de manos y seguridades mutuas, y Clive murmuró: «Le estamos agradecidos, Niki», como la película de la que Landau se convencía periódicamente de que formaba parte.

Luego todo el mundo volvió a estrechar la mano de Landau y tras verle alejarse con noble porte en el crepúsculo, o, más exactamente, caminar airosamente por el pasillo charlando con Reg Wattle, que abultaba el doble que él, todos aguardaron con impaciencia que se estableciera la conexión de las tomas de escucha telefónica cuya autorización yo había obtenido ya mediante la infalible alegación de intenso interés americano.

Intervinieron los teléfonos de su oficina y de su casa, leyeron su correspondencia e instalaron una lapa electrónica en el eje trasero de su querido «Triumph» descapotable.

Le siguieron durante sus horas de ocio y reclutaron una mecanógrafa de su oficina para que le vigilase como «extranjero sospechoso» él cumplía las últimas semanas de trabajo fijadas. Colocaron potenciales amigas en los bares en que solía hacer sus cacerías. Pero, pese a estas engorrosas e innecesarias precauciones, dictadas por la misma eficacia americana, no consiguieron nada. Ningún indicio de jactancia o indiscreción llegó a sus oídos. Landau nunca se lamentó, nunca alardeó de nada, nunca trató de sobresalir. De hecho, acabó convirtiéndose en una de las pocas historias perfectamente felices cortas y concluidas de la profesión.

Él fue el prólogo perfecto. Nunca volvió.

Jamás intentó ponerse en contacto con Barley Scott Blair, el gran espía británico. Vivió siempre bajo una sensación de respetuoso temor hacia él. Ni aun en la solemne inauguración de su tienda de vídeo, en que le habría gustado más que ninguna otra cosa en el mundo recrearse en la presencia de aquel héroe secreto británico de la vida real, nunca trató de forzar las reglas. Quizás era suficiente satisfacción para él saber que una noche en Moscú, cuando el viejo país le había llamado, él también se había comportado como el caballero inglés que a veces anhelaba ser. O quizás el polaco que había en él se sentía contento de haber burlado alosa ruso. O quizás era el recuerdo de Katya lo que le mantenía fiel. Katya la fuerte, la virtuosa, Katya la valiente y hermosa, que aun en su propio miedo se había cuidado de advertirle de los peligros que para él mismo entrañaba aquello: «Debe creer en lo que está haciendo.»

Y Landau había creído. Y Landau se sentía en extremo orgulloso de haber creído, como lo habría estado cualquiera de nosotros.

Incluso su tienda de vídeo prosperó. Fue una sensación, un poco fuerte para la sangre de algunas personas de vez en cuando, como la de aquel policía de Golders Green, con quien tuve que sostener una conversación amistosa. Pero puro bálsamo para otros.

Sobre todo, podíamos quererle, porque nos veía como nosotros deseábamos ser vistos, como los omniscientes, competentes y heroicos custodios de la riqueza interior de nuestra gran nación. Era una concepción de nosotros que Barley nunca pareció poder compartir…, como tampoco, debo decirlo, pudo compartirla Hannah, aunque ella sólo llegó a conocerlo todo desde fuera, como el lugar al que no podía seguirme, como el santuario del compromiso definitivo y, por ende, en su inflexible concepción, de desesperación.

– Decididamente, ellos no son el remedio, Palfrey -me había dicho hacía sólo unas semanas, cuando, por alguna razón, yo trataba de ensalzar al Servicio-. Y a mí me parece que, más probablemente, son la enfermedad.

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