Capítulo XIII

Katya recogió a Barley a las diez de la mañana del domingo en el patio exterior del inmenso «Mezhdunarodnaya», que era donde Henziger había insistido en que se hospedaran. Los occidentales lo conocen familiarmente como «el Mezh». Wicklow y Henziger se hallaban sentados en el extravagante gran salón del hotel, con el propósito de presenciar su feliz reunión y su marcha.

Era un día espléndido, saturado de aromas otoñales, y Barley había empezado temprano a esperarla, paseando por el patio exterior entre las limusinas de cristales ahumados que acudían en ininterrumpido flujo a recoger y descargar a sus caudillos del Tercer Mundo. Después, apareció por fin entre ellas su «Lada» rojo como una carcajada en su funeral, con la blanca manita de Anna asomando por la ventanilla posterior como un pañuelo y Sergey, erguido como un comisario junto a ella, agarrando su red de pescar.

Era importante para Barley hacer caso primero a los niños. Había pensado en ello y se había dicho a sí mismo que eso era lo que haría, porque nada era insignificante ya, nada podía dejarse al azar. Por consiguiente, sólo cuando les hubo saludado a los dos con entusiásticos movimientos del brazo y le hubo hecho a Anna una risueña mueca a través de la ventanilla posterior, se permitió a sí mismo mirar a la parte delantera, donde tío Matvey se hallaba sólidamente instalado en el asiento de la derecha, resplandeciendo como un castaño su bruñido rostro moreno y centelleantes sus ojos de marinero bajo el borde de su gorra a cuadros. Hiciera buen o mal tiempo, Matvey se había puesto sus mejores cosas en honor del gran inglés: su chaqueta de sarga, sus mejores botas y su corbata de lazo. Prendida en la solapa, llevaba una insignia de esmalte con las banderas de la Revolución cruzadas. Matvey bajó la ventanilla de su lado, y Barley alargó el brazo a través de ella, estrechándole la mano y gritándole «hola, hola» varias veces. Sólo entonces se aventuró a mirar a Katya. Y se produjo una especie de momento en blanco, como si hubiera olvidado su papel, o simplemente lo hermosa que era, antes de que enarbolara su sonrisa.

Pero Katya no mostró tanta reserva.

Saltó del coche. Llevaba unos pantalones cómodos y mal cortados y estaba preciosa con ellos. Se precipitó hacia él, resplandeciente de felicidad y confianza. Gritó: «¡Barley!» y para cuando llegó hasta él había extendido tanto los brazos que su cuerpo quedaba alegre e irreflexivamente ofrecido a su abrazo, que, como buena chica rusa, abrevió luego decorosamente retrocediendo un paso, aunque agarrándole todavía, examinando su rostro, su pelo, su atuendo, mientras parloteaba en un torrente de espontánea jovialidad.

– Es estupendo, Barley. ¡Es estupendo verte otra vez! -exclamaba-. Bienvenido a la feria del libro, bienvenido de nuevo a Moscú. ¡Matvey no podía creerlo cuando llamaste desde Londres! «Los ingleses siempre fueron nuestros amigos -dijo-. Ellos enseñaron a Pedro a navegar, y, si no hubiera sabido navegar, no tendríamos hoy una Marina.» Hablaba de Pedro el Grande, claro. Matvey vive solamente para Leningrado. ¿No le gusta el coche de Volodya? Estoy encantada de que por fin tenga algo que amar.

Le soltó, y, como el feliz idiota que ya parecía, Barley lanzó un grito: «Santo Dios, ¡casi lo olvido!» Se refería a las bolsas. Las había dejado apoyadas contra la pared del hotel, junto a la puerta de entrada, y cuando reapareció con ellas Matvey trataba de bajar del coche para dejarle sitio delante, pero Barley no quiso ni oír hablar de ello.

– ¡No, no, no, no! ¡Estaré perfectamente bien con los gemelos! Muchas gracias, de todos modos, Matvey.

Luego, acomodó trabajosamente su largo cuerpo en el asiento posterior como si estuviese aparcando un camión articulado mientras repartía sus paquetes y los gemelos le dirigían intimidadas sonrisas: este gigante occidental que nos ha traído chocolatinas inglesas, y lápices suizos, y cuadernos de dibujo, uno a cada uno, y las obras de Beatrix Potter en inglés para los dos, y una preciosa pipa nueva para tío Matvey, que Katya está diciendo que le hará más feliz de cuanto es posible imaginar, con una bolsita de tabaco inglés para fumar.

Y para Katya todo cuanto podría desear durante el resto de su vida…, lápices de labios y un jersey y perfumes y un pañuelo de seda francés demasiado bonito para llevarlo puesto.

Para entonces, Katya había salido con el coche del patio del «Mezh» y tomado por una carretera llena de baches, charlando sobre la feria del libro que se inauguraba al día siguiente y tratando de sortear los inundados hoyos.

Se dirigían hacia el Este. El suave y dorado sol de septiembre pendía ante ellos en el firmamento, haciendo que incluso los suburbios de Moscú parecieran hermosos. Entraron en la melancólica llanura de las afueras de Moscú, con sus campos sin dueño, sus desoladas iglesias y sus transformadores vallados. Grupos de viejas dachas se desparramaban como antiguas casetas de playa a lo largo de la carretera, y sus esculpidos frontis y sus cercados jardines le recordaban a Barley las estaciones ferroviarias rurales inglesas de su juventud. Desde su asiento delantero, Matvey los estaba envenenando a todos con su nueva pipa y proclamando su éxtasis por entre las nubes de humo. Pero Katya se hallaba demasiado ocupada señalando puntos interesantes del paisaje como para prestarle mucha atención.

– En aquella colina está la fundición tal y tal, Barley. El edificio de cemento de tu izquierda es una granja colectiva.

– ¡Magnífico! -exclamó Barley-. ¡Fascinante! ¡Pero menudo día!

Anna había volcado sus lápices sobre su regazo descubriendo que si lamía las puntas dejaban regueros húmedos de pintura. Sergey la urgía a volver a guardarlos en su bote y Barley trataba de mantener la paz dibujándole animales para que ella los colorease, pero las superficies de las carreteras de Moscú no son consideradas con los artistas.

– Verde no, zoquete -le dijo-. ¿Cuándo se ha visto una vaca verde? Por amor de Dios, Katya, tu hija cree que las vacas son verdes.

– ¡Oh, Anna carece por completo de sentido práctico! -exclamó Katya, riendo, y, hablando por encima del hombro, le dijo algo a Anna, que miró a Barley y rió entre dientes.

Y todo esto tenía que ser oído por encima del continuado monólogo de Matvey y la inmensa hilaridad de Anna y las enojadas interjecciones de Sergey, por no mencionar el atormentado tronar del pequeño motor, hasta que nadie pudo oír nada más que a sí mismo. De pronto, el coche se salió de la carretera y empezó a avanzar por un campo de hierba y a remontar luego una colina sin tan siquiera una pista que los guiase, con grandes carcajadas de los niños y también de Katya, mientras Matvey se agarraba la gorra con una mano y la pipa con la otra.

– ¿Lo ves? -le preguntó Katya a Barley por encima del alboroto, como si hubiera demostrado una cuestión largamente discutida entre enamorados-. En Rusia podemos ir exactamente por donde se nos antoje, siempre que no invadamos las fincas de nuestros millonarios o nuestros funcionarios gubernamentales.

Coronaron la colina entre nuevas y tumultuosas risas y se hundieron en una depresión herbosa. Volvieron a elevarse luego como un barco sobre las olas, para acabar enfilando un camino rural que discurría junto a un arroyo. El arroyo se internaba en un bosquecillo de abedules, hasta el que también llevaba el camino. Katya detuvo el coche, accionando el freno de mano como si estuviese reduciendo la velocidad de un trineo. Estaban solos en el paraíso, con el arroyo en el que construir una presa, y una ribera en la que hacer su comida campestre y espacio para jugar al lapta con el palo y la pelota de Sergey, que estaban en el maletero del coche, y que requería que todos se situasen en círculo y uno lanzase la pelota y otro la golpease.

Pronto quedó claro que Anna se interesaba muy poco por el lapta. Su ambición era despacharlo lo más alegremente posible y, luego, disponerse a almorzar y a flirtear con Barley. Pero Sergey, el soldado, era un fiel creyente, y Matvey, el marinero, un fanático. Mientras disponía las cosas para el almuerzo, Katya explicó la importancia mística del lapta para el desarrollo de la cultura occidental.

– Matvey me asegura que es el origen del béisbol americano y de vuestro críquet inglés. Él cree que fue introducido en tu país por inmigrantes rusos. Estoy segura de que también cree que fue inventado por Pedro el Grande.

– Si eso es verdad, es la muerte del Imperio -dijo gravemente Barley.

Tendido sobre la hierba, Matvey continúa hablando volublemente mientras da chupadas a su nueva pipa. Sus generosos ojos azules, volviéndose hacia su glorioso pasado de Leningrado, están llenos de una luz heroica. Pero Katya le oye como si fuese una radio que no es posible apagar. Capta el detalle curioso y es sorda para todo lo demás. Caminando a través de la hierba, sube al coche y cierra la portezuela tras de sí, para reaparecer en pantalón corto, llevando el almuerzo en una bolsa de hule, con bocadillos envueltos en papel de periódico. Ha preparado kotleti y pollo fríos y empanadillas. Tiene pepino salado y huevos duros. Ha traído botellas de cerveza Zhiguli y Barley whisky, con el que Matvey brinda fervorosamente por algún monarca ausente, quizás el propio Pedro.

Sergey, de pie en la orilla, rastrea el agua con su red. Su sueño, explica Katya, es coger un pez y guisarlo para todos los que dependen de él. Anna está dibujando. Ostentosamente, se aparta de su obra para que los otros puedan admirarla. Quiere dar un retrato suyo a Barley para que lo cuelgue en su habitación de Londres.

– Me pregunto si estás casado -dice Katya, cediendo a la insistencia de su hija.

– No, ahora no, pero siempre estoy disponible.

Anna hace otra pregunta, pero Katya se ruboriza y la reprende. Cumplidos sus reales deberes, Matvey se ha tendido de espaldas, con la gorra sobre los ojos, parloteando acerca de Dios sabe qué, salvo que, sea lo que sea, le resulta sumamente agradable.

– Pronto describirá el sitio de Leningrado -dice Katya, con cariñosa sonrisa.

Una pausa mientras mira a Barley. La mirada quiere decir: «Ahora podemos hablar.»


El camión gris se marchaba ya. Barley llevaba un rato notando su presencia con desagrado, esperando que fuese amistoso pero deseando que los dejara solos. Las ventanillas laterales de la cabina estaban oscuras de polvo. Con una sensación de agradecimiento, lo vio por fin entrar lentamente en la carretera y perderse luego, también lentamente, de su vista y sus pensamientos.

– ¡Oh!, él se encuentra muy bien -decía Katya-. Me escribió una larga carta, y todo le va de maravilla. Estuvo enfermo, pero se ha recuperado por completo, estoy segura. Tiene muchas cosas de que hablar contigo, y durante la feria hará una visita especial a Moscú para estar contigo y conocer los progresos con relación a su libro. Le gustaría ver pronto algún manuscrito preparado, aunque sea una página sólo. Mi opinión es que sería peligroso, pero él es muy impaciente. Quiere propuestas sobre el título, traducciones, incluso ilustraciones. Yo creo que se está convirtiendo en el típico escritor dictatorial. Lo confirmará todo dentro de muy poco y encontrará también un apartamento donde podáis entrevistaras. Quiere hacer todos los preparativos por sí mismo, ¿te imaginas? Creo que has sido una influencia muy beneficiosa para él.

Estaba buscando algo en su bolso. Un coche rojo había aparcado al otro lado del bosquecillo de abedules, pero ella parecía ajena a Indo lo que no fuese su propio buen humor.

– Personalmente, yo creo que su obra no tardará en ser considerada superflua. Con las conversaciones sobre desarme avanzando tan rápidamente y con la nueva atmósfera de cooperación internacional, todas estas terribles cosas pertenecerán muy pronto al pasado. Naturalmente, los americanos recelan de nosotros. Naturalmente, también nosotros recelamos de ellos. Pero cuando hayamos unido nuestras fuerzas, podremos desarmarnos completamente e impedir juntos toda nueva perturbación en el mundo. -Era su voz didáctica, que no admitía discusión.

– ¿Cómo impediremos toda nueva perturbación en el mundo si no tenemos armas con que impedirla? -objetó Barley, y se ganó una severa mirada por su temeridad.

– Barley, creo que estás siendo occidental y negativo -replicó ella, mientras sacaba el sobre de su bolso-. Fuiste tú, no yo, quien dijo a Yakov que necesitábamos efectuar un experimento en la naturaleza humana.

Ningún sello, observó Barley. Ningún matasellos. Sólo «Katya» en caracteres cirílicos, en lo que parecía la letra de Goethe, pero ¿quién podría asegurarlo? Experimentó una súbita sensación de alarma en la cabeza y los hombros, como un veneno o una alergia que le estuviese inundando.

– ¿De qué se ha estado recuperando? -preguntó.

– ¿Estaba nervioso cuando le viste en Leningrado?

– Los dos lo estábamos. Era el tiempo -respondió Barley, todavía esperando una respuesta. Se empezaba a sentir también ligeramente embriagado. Debía de ser algo que había comido.

– Era porque estaba enfermo. Muy poco después de vuestra entrevista sufrió un grave derrumbamiento, y fue tan súbito y tan intenso que ni siquiera sus colegas sabían adónde había desaparecido. Tenían las peores sospechas. Un amigo suyo de confianza me dijo que temían que estuviese muerto.

– No sabía que tuviese otros amigos de confianza aparte de ti.

– Me ha nombrado representante suyo ante ti. Naturalmente, tiene otros amigos para otras cosas -sacó la carta, pero no se la entregó.

– No es eso exactamente lo que me dijiste la otra vez -dijo débilmente, mientras continuaba luchando contra sus crecientes síntomas de desconfianza.

Ella no se inmutó por su objeción.

– ¿Por qué habría una de contarlo todo en el primer encuentro? Una tiene que protegerse. Es normal.

– Supongo que sí -admitió él.

Anna había terminado su autorretrato y necesitaba reconocimiento inmediato. La representaba cogiendo flores en un tejado.

– ¡Soberbio! -exclamó Barley-. Dile que lo colgaré encima de mi chimenea. Sé exactamente dónde. Hay una foto de Anthea esquiando en un lado, y Hal navegando en el otro. Anna irá en medio.

– Pregunta qué edad tiene Hal -dijo Katya.

Realmente tuvo que pensárselo. Primero hubo de recodar el año de nacimiento de Hal, luego el año en que estaban y, después, restar laboriosamente uno de otro mientras pugnaba por ahuyentar la música que sonaba en sus oídos.

– ¡Ah, bueno!, Hal tiene veinticuatro años. Pero me temo que ha hecho un matrimonio bastante desacertado.

Anna quedó decepcionada. Les miró con aire de reproche mientras Katya reanudaba la conversación.

– Tan pronto como supe que había desaparecido, traté de ponerme en contacto con él por todos los medios habituales, pero no conseguí nada. Me sentía sumamente angustiada.

Le entregó por fin la carta, con los ojos brillantes de satisfacción y alivio. Al cogerla, la mano de Barley se cerró sobre la de ella, que no se resistió.

– Y luego, hace ocho días, ayer sábado hizo una semana, justo dos días después de tu llamada telefónica desde Londres. Ígor me telefoneó a casa. «Tengo una medicina para ti. Vamos a tomar un café y te la doy.» Medicina es la palabra en clave que utilizamos para referirnos a una carta. Se refería a una carta de Yakov. Me sentí sorprendida y muy feliz. Hacía años que Yakov no me enviaba una carta. ¡Y qué carta!

– ¿Quién es Ígor? -preguntó Barley, levantando un tanto la voz para acallar el tumulto que bullía en su cabeza.

Eran cinco páginas, escritas en buen papel blanco imposible de encontrar, con letra mesurada y regular. Barley no había imaginado a Goethe capaz de un documento de aspecto tan convencional. Ella retiró su mano, pero suavemente.

– Ígor es un amigo de Yakov, de Leningrado. Estudiaron juntos.

– Magnífico. ¿A qué se dedica ahora?

Ella se sintió incomodada por la pregunta, y estaba impaciente por conocer su reacción ante la carta, aunque Barley solamente pudiera juzgarla por la apariencia.

– Está como científico en uno de los Ministerios. ¿Qué importa en qué trabaja Ígor? ¿Quieres que te la traduzca o no?

– ¿Cuál es su otro nombre?

Ella se lo dijo, y, en medio de su confusión, se sintió exaltado por su tono áspero. Hubiéramos debido tener años, pensó, no horas. Hubiéramos debido estirarnos del pelo el uno al otro cuando éramos niños. Hubiéramos debido haber hecho todo lo que nunca hicimos, antes de que fuera demasiado tarde. Sostuvo la carta para que se la leyera, y ella se arrodilló cuidadosamente sobre la hierba detrás de él, sosteniéndose con una mano apoyada en su hombro, mientras con la otra le iba señalando las líneas a medida que las traducía. Barley podía sentir sus pechos rozándole la espalda. Podía sentir cómo su mundo se asentaba y estabilizaba en su interior a medida que la monstruosidad de sus primeras sospechas dejaban paso a un estado de ánimo más analítico.

– Aquí está la dirección, sólo un número de apartado postal, eso es normal -dijo ella, apoyando la yema del dedo índice en el ángulo superior derecho-. Está en un hospital especial, quizás en una ciudad especial. Escribió la carta en la cama…, ¿ves lo bien que escribe cuando está sereno?, y le dio la carta a un amigo que estaba de paso para Moscú. El amigo se la dio a Ígor. Es normal. «Mi querida Katya…», no es así exactamente como empieza, es otra expresión cariñosa distinta, no importa. «He estado postrado en cama aquejado de una variedad de hepatitis, pero la enfermedad es muy instructiva y estoy vivo.» Eso es muy típico de él, extraer enseguida la lección moral -estaba señalando de nuevo en el papel-. Esta palabra hace peor la hepatitis. Es «irritada».

– Agravada -dijo sosegada mente Barley.

La mano apoyada en su hombre le dio un apretón de reprobación.

– ¿Qué importa cuál es la palabra correcta? ¿Quieres que vaya a buscar un diccionario? «He tenido temperatura alta y muchas fantasías…»

– Alucinaciones -dijo Barley.

– La palabra es gallutsinatsiya… -empezó ella, furiosamente.

– Está bien, dejémoslo así.

– «…pero ya estoy recuperado y dentro de dos días me trasladarán a una unidad de convalecencia para pasar una semana junto al mar.» No dice qué mar, ¿por qué había de hacerla? «Podré hacer de todo, excepto beber vodka, pero ésa es una limitación burocrática que, como buen científico, pasaré por alto en seguida.» ¿No es típico eso también? ¿Que después de la hepatitis piense inmediatamente en vodka?

– Absolutamente -convino Barley, sonriendo para complacerla y, quizá, para tranquilizarse.

Las líneas eran totalmente rectas, como si estuvieran escritas sobre papel pautado. No había ni una sola tachadura.

– «Si todos los rusos pudiéramos tener hospitales como éste, no tardaríamos en convertirnos en una nación extraordinariamente sana.» Siempre es el idealista, aunque esté enfermo. «Las enfermeras son guapísimas y los médicos, jóvenes y atractivos, es más una casa de amor que una casa de enfermedad.» Esto lo dice para ponerme celosa. Pero ¿sabes una cosa? Es muy poco habitual que hable de alguien feliz. Yakov es un trágico. Es incluso un escéptico. Yo creo que le han curado también sus estados de ánimo. «Ayer hice ejercicio por primera vez, pero pronto quedé agotado como un niño. Después me tendí en el balcón y estuve tomando el sol antes de quedarme dormido como un ángel, sin nada en la conciencia, excepto lo mal que te he tratado, siempre explotándote.» Y ahora me habla de amor; eso no lo traduciré.

– ¿Siempre lo hace?

Ella se echó a reír.

– Ya te lo dije. Ni siquiera es normal que me escriba, y han pasado muchos meses, años diría yo, desde que hablamos de nuestro amor, que ahora es enteramente espiritual. Yo creo que la enfermedad le ha puesto un poco sentimental, así que le perdonaremos. -Volvió la página que sostenía Barley, y sus manos se encontraron de nuevo, pero la de Barley estaba fría como el hielo, y se sintió secretamente sorprendido de que ella no hiciera ningún comentario al respecto-. Y llegamos ahora al señor Barley. A ti. Es extremadamente cauteloso. No te menciona por tu nombre. Por lo menos, la enfermedad no ha afectado a su discreción. «Dile, por favor, a nuestro buen amigo que haré todo lo posible por verle durante su visita, siempre que continúe mi recuperación. Debe traer sus materiales y yo trataré de hacer lo mismo. Tengo que pronunciar una conferencia en Saratov esa semana -Ígor dice que es en la academia militar, Yakov siempre da una conferencia allí en setiembre, aprende una muchas cosas cuando alguien está enfermo- y desde allí iré a Moscú lo antes posible. Si hablas con él antes que yo, dile, por favor, que haga lo siguiente. Dile que se traiga todas las nuevas preguntas, porque después de esto no quiero responder más preguntas para los hombres grises. Dile que su lista ha de ser definitiva y exhaustiva.»

Barley escuchó en silencio las nuevas instrucciones de Goethe, que eran categóricas, como lo habían sido en Leningrado. Y, mientras escuchaba, se disiparon las negras nubes de su incredulidad, dejando un secreto temor dentro de él, y retornó su náusea.

Una muestra de página de traducción, pero impresa, por favor, impresa es mucho más reveladora, estaba ella diciendo en nombre de Goethe.

Quiero un prólogo escrito por el profesor Killian, de Estocolmo, ponte en contacto con él lo antes posible, estaba leyendo.

¿Ha habido nuevas reacciones de los intelectuales? Haz el favor de avisarme.

Fechas de edición. Goethe había oído que el otoño era el mejor mercado, pero ¿hay que esperar realmente todo un año?, preguntó ella, en nombre de su amante.

Y el título. ¿Qué tal La mayor mentira del mundo? La presentación publicitaria, mándame un borrador, si no te importa. Y, por favor, envíale un ejemplar al doctor Dagmar Nosecuántos, de Stanford, y al profesor Herman Nosequé, del MIT…

Barley fue apuntando laboriosamente todo esto en su libreta, en una página que rotuló con el título de FERIA DEL LIBRO.

– ¿Qué hay en el resto de la carta?

Ella estaba guardándola de nuevo en su sobre.

– Ya te lo he dicho. Cuestiones de amor. Está en paz consigo mismo y desea reanudar una relación plena.

– Contigo.

Una pausa, mientras ella le miraba reflexivamente.

– Barley, creo que te estás mostrando un poco infantil.

– ¿Amantes, entonces? -insistió Barley-. Vivir siempre felices, ¿es eso?

– En el pasado le asustaba la responsabilidad. Ya no. Eso es lo que escribe, y, naturalmente, está descartado por completo. Lo que ha sido ha sido. No se puede reconstruir.

– Entonces, ¿por qué lo escribe? -dijo obstinadamente Barley.

– No lo sé.

– ¿Tú le crees?

Se disponía ella a enfadarse seriamente con él cuando captó en su expresión algo que no era envidia, que no era hostilidad, sino una intensa y casi aterradora preocupación por su seguridad.

– ¿Por qué había de decirte todo eso sólo porque está enfermo? No suele andar jugando con las emociones de la gente, ¿no? Él se enorgullece de decir la verdad.

Y su penetrante mirada no se separaba de ella ni de la carta.

– Está solo -respondió ella, protectoramente-. Me echa de menos, y por eso exagera. Es normal. Barley, yo creo que te estás mostrando un poco…

O no podía encontrar la palabra o, pensándoselo mejor, había decidido no usarla, así que Barley la dijo por ella.

– Celoso -concluyó.

Y se las arregló para hacer lo que sabía que ella estaba esperando. Sonrió. Compuso una franca y sincera sonrisa de desinteresada amistad, le apretó la mano y se puso en pie.

– Parece estar estupendamente -dijo-. Me alegro mucho por él. Por su recuperación.

Y lo decía de veras. Totalmente. Podía oír la nota auténtica de convicción que vibraba en su voz mientras sus ojos se movían rápidamente en dirección al coche rojo aparcado al otro lado del bosquecillo de abedules.

Y luego, para deleite general, Barley se lanza a la tarea de convertirse en un padre de fin de semana, papel para el que su desgarrada vida le ha preparado ampliamente. Sergey quiere que pruebe su habilidad en la pesca. Anna quiere saber por qué no se ha traído su traje de baño. Matvey se ha ido a dormir, sonriendo por efecto del whisky y de los recuerdos. Katya está metida en el agua con sus pantaloncitos cortos. A él le parece más hermosa que nunca, y más remota. Aun recogiendo piedras para construir una presa, es la mujer más hermosa que ha visto jamás.

Pero nadie trabajó nunca más intensamente que Barley aquella tarde para construir una presa, nadie tuvo una visión más clara de cómo había que mantener a raya a las aguas. Se remanga sus estúpidos pantalones grises de franela y se mete en el agua hasta la ingle. Levanta palos y piedras hasta quedar medio muerto de fatiga, mientras Anna dirige las operaciones a horcajadas sobre sus hombros. Complace a Sergey con su conducta laboriosa y decidida y a Katya con su aire romántico. Un coche blanco ha remplazado al rojo. Una pareja se halla sentada en él con las puertas abiertas, comiendo lo que estén comiendo, y por sugerencia de Barley los niños se sitúan en lo alto de la colina y les saludan agitando los brazos, pero la pareja del coche blanco no corresponde al saludo.

Cae la tarde y un intenso aroma a hogueras otoñales se extiende sobre las hojas secas de abedul. Moscú está nuevamente hecho de madera, y ardiendo. Cuando cargan las cosas en el coche, un par de gansos silvestres vuela sobre ellos, y son los dos últimos gansos del mundo.

Durante el viaje de regreso al hotel, Anna duerme sobre el regazo de Barley mientras Matvey parlotea y Sergey mira ceñudamente las páginas de Squirrel Nutkin como si fuesen el Manifiesto Comunista.

– ¿Cuándo hablarás de nuevo con él? -pregunta Barley.

– Está arreglado -responde ella, enigmáticamente.

– ¿Lo arregló Ígor?

– Ígor no arregla nada. Ígor es el mensajero.

– El nuevo mensajero -la corrige él.

– Ígor es un viejo conocido y un nuevo mensajero. ¿Por qué no?

Katya le mira y lee sus intenciones.

– No puedes venir al hospital, Barley. Es peligroso para ti.

– Tampoco es exactamente una fiesta para ti -responde.

Ella lo sabe, pensó. Lo sabe, pero no sabe que lo sabe. Tiene los síntomas, una parte de ella ha establecido el diagnóstico. Pero el resto de ella se niega a admitir que haya algo mal.


La sala de situación angloamericana no era ya un destartalado sótano de Victoria, sino el radiante ático de un elegante nuevo rascacielos en Grosvenor Square. Se autodenominaba Grupo de Conciliación Interaliado y se hallaba custodiada por turnos de marines americanos vestidos con militares trajes de paisano. Flotaba un aire de excitación mientras el ampliado equipo de atractivos jóvenes de ambos sexos se movía por entre pulcras mesas, contestaba a destellantes teléfonos, hablaba con Langley a través de líneas de seguridad, pasaba papeles, mecanografiaba en silenciosos teclados o haraganeaba en actitudes de ansiosa relajación ante las filas de monitores de televisión que habían remplazado a los relojes gemelos de la vieja Casa Rusia.

Era una cubierta sobre dos niveles, y Ned y Sheriton se hallaban sentados uno junto a otro en el cerrado puente, mientras bajo ellos, al otro lado del cristal a prueba de ruidos, sus desiguales equipos desarrollaban sus funciones. Brock y Emma tenían una pared. Bob, Johnny y sus cohortes, la otra pared y el pasillo central. Pero todos viajaban en la misma dirección. Todos mostraban las mismas expresiones obedientemente resueltas, situados frente a las mismas baterías de pantallas que vibraban y parpadeaban como cotizaciones de Bolsa al funcionar el descodificador automático.

– El camión ha regresado sin novedad -dijo Sheriton cuando las pantallas se despejaron bruscamente y fulguraron la palabra cifrada BLACKJACK.

El camión mismo era un milagro de penetración.

¡Nuestro propio camión! ¡En Moscú! ¡Nosotros! Una enorme operación independiente estaba detrás de su adquisición y despliegue. Era un «Kamaz», de color gris sucio y muy grande, de una flota de camiones pertenecientes a SOVTRANSAVTO, de ahí el acrónimo pintado en caracteres latinos en su mugriento costado. Había sido reclutado, juntamente con su conductor, por el enorme destacamento de la Agencia en Munich, durante una de las muchas incursiones del camión en la Alemania Occidental para adquirir artículos de lujo con destino a los escasos privilegiados de Moscú que tenían acceso a un establecimiento especial de distribución. Todo, desde zapatos occidentales hasta tampones occidentales y piezas de repuesto para coches occidentales, había sido transportado de un lado a otro en las entrañas del camión. En cuanto al conductor, era uno de los Artilleros de Larga Distancia, como se conoce en la Unión Soviética a estas desdichadas criaturas. Empleados estatales, miserablemente mal pagados, sin seguro médico ni de accidentes que les proteja contra el infortunio en Occidente, que incluso en lo más crudo del invierno se acurrucan estoicamente al abrigo de sus grandes cargamentos, masticando salchichas antes de compartir otra noche de sueño en sus incómodas cabinas, pero que se ganan, incluso en Rusia, grandes fortunas con sus oportunidades en Occidente.

Y ahora, a cambio de recompensas más inmensas aún, este concreto Artillero de Larga Distancia había accedido a «prestar» su camión a un «traficante occidental» aquí, en el corazón mismo de Moscú. Y este mismo traficante, que era miembro del propio ejército de toptuny de Cy, se lo prestó a Cy, quien, a su vez, lo equipó con toda clase de aparatos de escucha y vigilancia ingeniosamente portátiles, los cuales fueron luego retirados antes de que el camión fuese devuelto a través de los intermediarios a su conductor legal.

Jamás había sucedido nada semejante. Nuestra propia sala de seguridad móvil ¡en Moscú!

Sólo Ned encontró turbadora la idea. Los Artilleros de Larga Distancia trabajaban en parejas, como él sabía mejor que nadie. Por orden de la KGB, estas parejas eran deliberadamente incompatibles, y en muchos casos cada hombre tenía que informar acerca del otro. Pero cuando Ned preguntó si podía leer el expediente operacional, se lo denegaron al amparo de las mismas leyes de seguridad que él tanto respetaba.

Pero aún quedaba por desvelar la pieza más impresionante del arsenal de Langley, y, una vez más, Ned se vio en la imposibilidad de resistirse a ella. En lo sucesivo, las cintas grabadas en Moscú serían cifradas con claves aleatorias y transmitidas en pulsaciones digitales en la milésima parte del tiempo que tardarían en devanarse si las escuchaba uno en su cuarto de estar. Sin embargo, cuando la estación receptora reconvertía en sonido esas pulsaciones, insistían los brujos de Langley, era imposible notar que las cintas hubiesen sufrido ese proceso.

La palabra ESPERAR estaba formándose en bellas pirámides.

Espiar es esperar.

La palabra SONIDO la sustituía. Espiar es escuchar.


Ned y Sheriton se pusieron sus auriculares, mientras Clive y yo nos instalábamos en los asientos que había detrás de ellos y nos poníamos los nuestros.

Katya permanecía sentada en la cama, mirando pensativamente el teléfono, queriendo que no volviera a sonar.

¿Por qué das tu nombre cuando ninguno de nosotros damos nombres?, le preguntó mentalmente.

¿Por qué das el mío?

¿Eres Katya? ¿Cómo estás? Aquí Ígor. Sólo para decirte que no he vuelto a saber más de él, ¿de acuerdo?

Entonces, ¿por qué me llamas para no decirme nada?

La hora acostumbrada, ¿de acuerdo? El lugar acostumbrado.

No hay problema. Igual que antes.

¿Por qué repites lo que no necesita repetición, cuando ya te he dicho que estaré en el hospital a la hora convenida?

Para entonces sabrá cuál es su posición, sabrá qué avión puede coger, todo. O sea que no necesitas preocuparte, ¿de acuerdo? ¿Qué tal tu editor? ¿Se presentó?

– Ígor, no sé de qué editor estás hablando.

Y colgó antes de que él pudiera decir más.

Me estoy mostrando desagradecida, se dijo. Cuando la gente está enferma, es normal que los viejos amigos se reúnan. Y, si de la noche a la mañana pasan de la categoría de conocido casual a la de viejo amigo, y ocupan el centro de la escena cuando apenas si te han dirigido la palabra durante años, es un signo de lealtad y no hay nada siniestro en ello, aunque hace sólo seis meses Yakov declaraba a Ígor irredimible… «Ígor ha continuado por el camino que yo he dejado atrás -había observado después de un encuentro casual en la calle-. Ígor hace demasiadas preguntas.»

Sin embargo, aquí estaba Ígor actuando como el amigo más íntimo de Yakov y exponiéndose por él de formas muy valiosas y arriesgadas. Si tienes una carta para Yakov, no tienes más que dármela. He establecido una excelente línea de comunicación con el sanatorio. Conozco a alguien que hace el viaje casi todas las semanas, le había dicho en su última entrevista.

– ¿El sanatorio? -había exclamado ella excitadamente-. Entonces, ¿dónde está? ¿Dónde se halla situado el sitio?

Pero era como si Ígor no hubiera pensado aún la respuesta a la pregunta, pues había fruncido el ceño con aire molesto y había alegado secreto de Estado. Nosotros, secreto de Estado, ¡cuando estamos aireando los secretos del Estado!

Estoy siendo injusta con él, pensó. Estoy empezando a ver engaño en todas partes. En Ígor, incluso en Barley.

Barley. Frunció el ceño. Él no tenía ningún derecho a criticar la declaración de afecto de Yakov. ¿Quién se cree que es este occidental, con sus modales confianzudos y sus cínicas sospechas? ¿Intimando tan rápidamente, haciendo de Dios con Matvey y mis hijos?

Nunca confiaré en un hombre que haya sido educado sin dogmas, se dijo severamente.

Puedo amar a un creyente, puedo amar a un hereje, pero no puedo amar a un inglés.

Encendió su pequeña radio y recorrió las bandas de onda corta, después de haberse puesto primero el auricular para no molestar a los gemelos. Pero mientras escuchaba las diferentes voces que se disputaban su alma -Deutsche Welle, Voz de América, Radio Libertad, Voz de Israel, Voz de Dios sabía quién, cada una de ellas tan cálida, tan superior, tan apremiante-, se sintió invadida de una irritada confusión. ¡Yo soy rusa!, sentía deseos de gritarlas. ¡Aun en la tragedia, sueño con un mundo mejor que el vuestro!

Pero ¿qué tragedia?

Estaba sonando el teléfono. Cogió el auricular. Pero era sólo Nasayan, un hombre muy alterado últimamente, pasando revista a los planes del día siguiente.

– Escucha, estoy confirmando privadamente que realmente deseas estar mañana en la caseta de «Octubre». Sólo que debemos empezar pronto, ¿comprendes? Si tienes que llevar a los chicos a la escuela o algo así, puedo perfectamente decirle a Yelizavieta Alexeyevna que venga en tu lugar. No me cuesta nada. No tienes más que decírmelo.

– Eres muy amable, Grigory Tigranovich, y agradezco tu llamada. Pero, ya que me he pasado casi toda la semana ayudando a instalar las exposiciones, me gustaría estar presente en la inauguración oficial. Matvey puede arreglárselas muy bien para acompañar a los niños a la escuela.

Pensativamente, volvió a colgar el auricular. Nasayan, Dios mío…, ¿por qué nos hablamos como personajes en el escenario? ¿Quién creemos que nos está escuchando que necesita frases tan redondas? Si puedo hablarle a un desconocido inglés como si fuese mi amante, ¿por qué no puedo hablarle normalmente a un armenio que es mi colega?

Él llamó, y Katya comprendió en seguida que había esperado su llamada todo este tiempo, porque ya estaba sonriendo. A diferencia de Ígor, no dijo su nombre ni el de ella.

– Fúgate conmigo -dijo.

– ¿Esta noche?

– Los caballos están ensillados y hay comida para tres días.

– Pero, ¿estás lo bastante sereno como para fugarte?

– Sorprendentemente, lo estoy -una pausa-. No es por no intentarlo, pero nada ha ocurrido. Debe de ser la vejez.

Parecía, en efecto, sereno. Sereno y próximo.

– Pero, ¿y la feria del libro? ¿Vas a abandonarla como abandonaste la feria de material fonográfico?

– Al diablo con la feria del libro. Tenemos que hacerlo antes o nunca. Después, estaremos demasiado cansados. ¿Cómo te encuentras?

– ¡Oh!, estoy furiosa contigo. Has embrujado completamente a mi familia, y ahora sólo me preguntan cuándo volverás con más tabaco y pinturas.

Otra pausa. Él no solía ser tan reflexivo cuando bromeaba.

– Eso es lo que hago. Embrujo a las personas y luego, una vez que están bajo mi hechizo, dejo de sentir nada por ellas.

– ¡Pero eso es terrible! -exclamó ella, profundamente horrorizada-. ¿Qué me estás diciendo, Barley?

– Sólo repitiendo la sabiduría de una ex esposa, eso es todo. Decía que yo tenía impulsos, pero no sentimientos, y que no debía llevar abrigo con capucha en Londres. Cuando alguien le dice a uno algo así, uno lo cree durante todo el resto de su vida. Desde entonces, yo nunca llevo abrigo con capucha.

– Barley, esa mujer… Barley, fue totalmente cruel e irresponsable por su parte decir eso. Lo siento, pero está completamente equivocada. Estaba enfadada, estoy segura. Pero se equivoca.

– ¿Sí? Entonces, ¿qué es lo que siento? Ilústrame.

Katya se echó a reír, comprendiendo que se había metido de cabeza en su trampa.

– Eres un hombre muy malo, Barley. No quiero tener nada que ver contigo.

– ¿Porque no siento nada?

– En primer lugar, sientes protección hacia las personas. Todos lo hemos notado hoy, y nos sentimos muy agradecidos.

– Más.

– En segundo lugar, yo diría que tienes un sentido del honor. Eres decadente, claro, porque eres occidental. Eso es normal. Pero te redime el hecho de que sientas el honor.

– ¿Quedan empanadillas?

– ¿Quieres decir que también sientes hambre?

– Quiero ir a comerlas.

– ¿Ahora?

– Ahora.

– ¡Es completamente imposible! Estamos ya todos acostados y es casi medianoche.

– Mañana.

– Esto es demasiado ridículo, Barley. Estamos a punto de empezar la feria del libro, los dos tenemos una docena de invitaciones.

– ¿A qué hora?

Un hermoso silencio se abría paso entre ellos.

– Puedes venir quizás a las siete y media.

– Tal vez llegue antes.

Durante un rato, ninguno de los dos habló. Pero el silencio les unía más estrechamente de lo que hubieran podido hacer las palabras. Se convirtieron en dos cabezas sobre una misma almohada, oreja con oreja. Y cuando él colgó, no eran sus bromas y sus ironías lo que permanecía con ella, sino el tono de tranquila sinceridad -Katya diría casi de solemnidad- que parecía no poder eliminar de su voz.


Estaba cantando.

Dentro de su cabeza y fuera de ella también. En su corazón y por todo su cuerpo, Barley Blair estaba por fin cantando.

Se hallaba en su gran dormitorio gris del sombrío «Mezh», la víspera de la feria del libro de Moscú, y estaba cantando Bendice esta casa al reconocible estilo de Mahalia Jackson, mientras pirueteaba por la habitación con un vaso de agua mineral en la mano, viendo su reflejo en la inmensa pantalla de televisión que era el único resplandor de la habitación.

Sobrio.

Totalmente sobrio.

Barley Blair.

Solo.

No había bebido nada. En el camión de seguridad durante su rendimiento de informe, aunque había sudado como un caballo de carreras, nada. Ni siquiera un vaso de agua mientras obsequiaba a Paddy y Cy con una versión endulzada y suavizada de su día.

En la fiesta ofrecida por los editores franceses en el «Rossiya» con Wicklow, donde había resplandecido de seguridad en sí mismo, nada.

En la fiesta de los suecos en el «National» con Henziger, donde había resplandecido más brillantemente aún, había cogido una copa de shampanskoye georgiano como medida de autoprotección porque Zapadny estaba estupefacto al ver que no bebía. Pero se las había arreglado para dejarla sin beber detrás de un jarrón de flores. Así que tampoco nada.

Y en la fiesta de Doubleday en el «Ukraina» con Henziger también, resplandeciendo ya como la estrella polar, había cogido un vaso de agua mineral en la que flotaba una rodaja de limón haciendo que pareciese una tónica con ginebra.

Así que nada. No por altivez. No por espíritu reformado, ni mucho menos. No se había vuelto abstemio ni había comenzado una nueva vida. Era simplemente que no quería que nada empañase el lúcido éxtasis que le estaba invadiendo, aquella sensación nueva de hallarse en terrible peligro y mostrarse a la altura de las circunstancias, de saber que estaba preparado para cualquier cosa que sucediese y que si nada sucedía también para eso estaba preparado, porque su preparación era una defensa completa con un sagrado absoluto en su centro.

He ingresado en las reducidas filas de personas que saben qué es lo primero que harán si el barco se incendia en plena noche, pensó; y qué será lo último que hagan o que no harán en absoluto. Sabía con ordenado detalle qué era lo que consideraba digno de ser salvado y qué carecía de importancia para él. Y qué debía ser apartado, pisoteado y abandonado.

Una gran operación de limpieza había tenido lugar en el interior en su mente, con inclusión, tanto de humildes detalles, como de grandes temas. Porque, como recientemente había observado Barley, era un humilde detalle que los grandes temas forjaran su ruina.

La claridad de su visión le sorprendía. Miró a su alrededor, dio una o dos vueltas; cantó unos cuantos compases. Volvió a donde estaba y comprendió que nada había sido pasado por alto.

Ni la momentánea inflexión de incertidumbre en la voz de ella. Ni la sombra de duda deslizándose sobre los oscuros charcos de sus ojos.

Ni las rectas líneas de la carta de Goethe en vez de alborotados trazos.

Ni las toscas y forzadas bromas de Goethe sobre burócratas y vodka.

Ni la culpable lamentación de Goethe por la forma en que la había tratado, cuando durante veinte años la había tratado como le había dado la gana, incluso usándola como chica de los recados de la que prescindir en cualquier momento.

Ni la ingenua promesa de Goethe de compensarle por todo ello en el futuro, siempre que continuara en el juego por el momento, cuando es un artículo de fe para Goethe que el futuro ya no le interesa, que toda su obsesión se centra en el ahora. «¡Sólo existe el ahora!»

Pero de estas sutiles teorías, que muy probablemente no eran más que teorías, la mente de Barley se remontó sin esfuerzo al más importante premio de su clarificada percepción: que, en el contexto de la noción de Goethe de lo que estaba logrando, Goethe tenía razón, y que durante la mayor parte de su vida Goethe había permanecido en un miembro de una ecuación corrupta y anacrónica mientras Barley, en su ignorancia, había permanecido en el otro.

Y que, si alguna vez tenía Barley que elegir, iría por el camino de Goethe antes que por el de Ned o de algún otro, porque su presencia sería urgentemente requerida en el extremo terreno medio del que se había elegido a sí mismo ciudadano.

Y que todo cuanto le había sucedido a Barley desde Peredelkino había suministrado la prueba de esto. Los viejos ismos estaban muertos, la lucha entre el comunismo y el capitalismo había terminado en un húmedo sollozo. Su retórica se había sepultado en las cámaras secretas de los hombres grises que continuaban bailando mucho después de que hubiera finalizado la música.

En cuanto a su lealtad hacia su país, Barley la veía sólo como una cuestión de a qué Inglaterra elegía servir. Sus últimos lazos con la fantasía imperial se habían roto. Los redobles de los tambores chauvinistas le repugnaban. Prefería ser arrollado por ellos, antes que marchar con ellos. Él conocía una Inglaterra mucho mejor, y estaba dentro de él mismo.

Yacía tendido en la cama, esperando que el miedo se apoderase de él, pero tal cosa no ocurría. En su lugar, se encontró jugando una especie de ajedrez mental, porque el ajedrez versaba sobre posibilidades, y parecía mejor contemplarlas con tranquilidad en lugar de tratar de elegir entre ellas cuando el techo se estuviera cayendo.

Porque, si Armagedón no descargaba su golpe, no había nada que perder. Pero si lo hacía, había mucho que salvar.

Así, pues, Barley empezó a pensar. Y Barley empezó a hacer sus preparativos con la cabeza fría, exactamente como le habría aconsejado Ned si Ned llevara todavía las riendas.

Pensó hasta la madrugada y dormitó un poco y cuando despertó continuó pensando, y para cuando se dirigió con pasos rápidos a desayunar, buscando ya la animación de la feria, había toda una sección de su cabeza plenamente dedicada a pensar lo que los necios que lo hacen describen como lo impensable.

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