Un cielo bajo y algodonoso permanecía suspendido sobre los palacios importados, confiriéndoles un aire adusto en su disfraz. Sonaba una música de verano en los parques, pero el verano colgaba tras de las nubes, dejando una blanquecina niebla nórdica que temblaba engañosamente sobre los venecianos canales. Barley caminaba y, como siempre que estaba en Leningrado, tenía la sensación de ir paseando por otras ciudades, ahora Praga, ahora Viena, ahora un trozo de París o un rincón de Regent's Park. Ninguna otra ciudad que él conociera ocultaba su pudor detrás de tantas fachadas hermosas ni hacía preguntas tan terribles con su sonrisa. ¿Quién rezaba en estas iglesias cerradas, irreal es? ¿Y al Dios de quién? ¿Cuántos cuerpos habían ahogado estos bellos canales o llevado flotando, helados, hasta el mar? ¿En qué otro lugar de la Tierra se ha construido a sí misma la barbarie monumentos tan bellos? Hasta las personas que pasaban por la calle, tan educadas, tan correctas, tan reservadas, parecían unidas entre sí por su monstruoso fingimiento. Y Barley, mientras vagaba y miraba a todas partes como cualquier turista -y contaba los minutos como cualquier espía-, sentía que él también formaba parte de su doblez.
Había estrechado la mano a un magnate americano que no era un magnate y compadecido con él a su esposa enferma, que no estaba enferma ni, probablemente, era su esposa.
Había dado instrucciones a un subordinado que no era subordinado suyo para que prestara auxilio en una emergencia que no existía.
Se estaba dirigiendo a una cita con un escritor que no era escritor pero que buscaba el martirio en una ciudad en la que podía encontrarse el martirio con toda facilidad aunque no lo anduviera uno buscando.
Estaba muerto de miedo y tenía una resaca que le duraba ya cuatro días.
Por fin era ciudadano de Leningrado.
Encontrándose en la Perspectiva Nevsky, se dio cuenta de que estaba buscando la cafetería habitualmente conocida como el «Saigón», un lugar para poetas, traficantes de drogas y especuladores, no para hijas de profesores. «Tu padre tiene razón -la oyó decir-. Siempre vencerá el sistema.»
Tenía su propio plano de la ciudad, cortesía de Paddy, una edición alemana con texto en varios idiomas. Cy le había dado un ejemplar de Crimen y Castigo, una manoseada edición en rústica de Penguin con una traducción que le resultaba desesperante. Había puesto las dos cosas en una bolsa de plástico. Wicklow había insistido. No cualquier bolsa, sino esta bolsa, que anuncia algún horrible cigarrillo americano y puede ser reconocida a quinientos metros de distancia. Ahora, su única misión en la vida era seguir a Raskolnikov en su fatídico viaje para asesinar a la vieja dama, y por eso era por lo que estaba buscando un patio que diera al canal Grivoyedev. Se entraba por unas puertas de hierro, y un frondoso árbol daba sombra. Se internó lentamente en él, mirando su Penguin y luego, cautelosamente, a las sucias ventanas, como si esperase ver rezumar la sangre de la vieja usurera por la pintura amarillenta. Sólo ocasionalmente dejaba vagar su mirada a esa desenfocada distancia media que es coto privado de las clases altas británicas y que comprende objetos tan extraños como gente que pasa, o que no pasa pero no hace nada; o la puerta que conducía a la calle Plejanova, que, decía Paddy, sólo muy pocas personas conocían en la ciudad, como los científicos que habían estudiado de jóvenes en el Litmo, a la vuelta de la esquina, pero que, por lo que Barley podía ver en su indolente búsqueda de accesos, no daban señales de volver.
Estaba sin aliento. Una burbuja de náusea, como una bolsa de aire, le presionaba en la boca del estómago. Llegó a la puerta y la abrió. Atravesó un vestíbulo. Subió el corto tramo de escaleras que llevaba a la calle. Miró a ambos lados y fingió compulsar sus descubrimientos mientras la correa del odiado micrófono de Wicklow le cortaba la espalda. Dio media vuelta y deambuló de nuevo a través del patio y bajo el frondoso árbol hasta encontrarse otra vez a la orilla del canal. Se sentó en un banco y desplegó el plano. Diez minutos, había dicho Paddy, entregándole un arañado cronómetro en lugar de su poco fiable reliquia. Cinco antes, cinco después, y luego largarse.
– ¿Se ha perdido? -preguntó un hombre pálido que parecía demasiado viejo para ser un gancho. Llevaba gafas italianas de piloto de carreras y zapatillas «Nike». Su inglés ruso tenía acento americano.
– Yo siempre estoy perdido, amigo, gracias -respondió cortésmente Barley-. Es lo que me gusta.
– ¿Quiere venderme algo? ¿Cigarrillos? ¿Whisky? ¿Una estilográfica? ¿Quiere negociar con drogas, moneda, o algo por el estilo?
– Gracias, pero estoy muy bien como estoy -respondió Barley, aliviado al oírse a sí mismo hablar normalmente-. Y si se apartara un poco del sol estaría mejor todavía.
– ¿Quiere conocer un grupo internacional de personas, chicas incluidas? Yo puedo enseñarle la verdadera Rusia que nadie llega a ver nunca.
– Mire, amigo, para serie completamente sincero, no creo que conociera usted a la verdadera Rusia ni aunque se pusiera en pie y le diese un mordisco en los huevos -dijo Barley, volviendo a su mapa. El hombre se alejó.
Los viernes, hasta los más grandes científicos estarán haciendo lo mismo que todos los demás, había dicho Paddy. Estarán echándole el cierre a la semana y emborrachándose. Habrán tenido sus tres días de jolgorio, se habrán enseñado unos a otros sus logros e intercambiado sus descubrimientos. Sus anfitriones de Leningrado les estarán obsequiando con una opípara comida, pero dejándoles tiempo para que vayan a las tiendas antes de regresar a sus apartados postales. Ésa será la primera oportunidad de su amigo para escabullirse del grupo si es que lo va a hacer.
Mi amigo. Mi Raskolnikov. No su amigo. Mío. Por si fracaso.
Una cita fallida, y quedan dos.
Barley se levantó, se frotó la espalda y, con tiempo de sobra por delante, continuó su paseo literario por Leningrado. Volviendo a cruzar la Perspectiva Nevsky, miró los ajados rostros de los transeúntes que hacían sus compras y, en un acceso de empatía, rogó por ser admitido en sus filas: «¡Soy uno de vosotros! ¡Comparto vuestras confusiones! ¡Aceptadme! ¡Escondedme! ¡Ignorarme!» Se serenó. Miró a su alrededor con expresión estúpida.
A su espalda estaba la catedral de Kazán. Delante de él se alzaba la Casa del Libro, donde, como buen editor, se detuvo Barley, mirando los escaparates y levantando la vista hacia la pequeña torre con su globo. Pero no se quedó mucho tiempo por si le reconocía alguien de una de las oficinas editoriales del edificio. Entró en la calle Zhelyabova y se acercó a una de las grandes galerías comerciales de Leningrado, con sus modas inglesas del tiempo de la guerra y gorros piel que resultaban fuera de lugar por la estación. Se colocó ostensiblemente delante de la puerta principal, con la bolsa colgando del dedo índice y desplegando el plano para justificarse.
Aquí no, pensó. Por amor de Dios, aquí no. Danos una intimidad decente, Goethe, por favor. Aquí, no.
«Si elige la tienda es que cuenta con una entrevista pública -había dicho Paddy-. Tiene que abrir los brazos y exclamar: "Scott Blair, ¿es posible que sea usted?"»
Durante los diez minutos siguientes, Barley no pensó en nada. Miraba el plano, levantaba la cabeza y miraba los edificios. Miraba a las chicas, y aquel día de verano en Leningrado las chicas le devolvían la mirada. Pero eso no ahuyentaba sus recelos, y volvía a clavar la vista en el plano. Un abundante sudor le corría por el tórax. Fantaseó con la posibilidad de que se le produjera un cortocircuito en los micrófonos. Carraspeó un par de veces porque temía no ser capaz de hablar. Pero cuando trató de humedecerse los labios descubrió que se le había secado la lengua.
Transcurrieron los diez minutos, pero esperó otros dos porque se lo debía a sí mismo, a Katya y a Goethe. Dobló el plano, sin hacerla por los pliegues adecuados, pero eso era algo que nunca había conseguido hacer. Guardó el plano en la chillona bolsa de plástico. Volvió a integrarse con la multitud y descubrió que, después de todo, podía andar como todos los demás, sin súbitos bandazos ni fatales caídas de bruces sobre el pavimento.
Retrocedió por la Nevsky en dirección al puente Anichkov, buscando el trolebús número 7 para su tercera y última comparecencia ante la asamblea de espías de Leningrado.
Dos muchachos con pantalones vaqueros estaban delante de él en la cola. Tres babushkas se hallaban detrás. Llegó el trolebús, y los muchachos subieron. Barley les siguió. Los dos muchachos conversaban ruidosamente. Un hombre mayor se levantó para ceder el asiento a uno de los babushkas. Formamos un buen grupo aquí, pensó Barley en otro impulso de dependencia respecto de aquellos a los que estaba engañando; quedémonos juntos todo el día y gocemos de nuestra compañía. Un niño le estaba mirando ceñudamente a la cara, preguntándole algo. Con súbita inspiración, Barley se levantó la manga y le enseñó el reloj de pulsera, chapado en acero, de Paddy. El chico lo observó y lanzó un silbido de entusiasmo. El trolebús se detuvo.
Se ha asustado, pensó Barley, con alivio, mientras entraba en el parque. Asomó el sol por entre las nubes. Se ha acobardado, y ¿quién puede reprochárselo?
Pero ya le había visto para entonces. Goethe, exactamente tal y como estaba previsto. Goethe, el gran amante y pensador, sentado en el tercer banco de la izquierda según se entra por el camino de grava, un nihilista que no da ningún principio por sentado.
Goethe. Leyendo su periódico. Sereno y de la mitad de su tamaño original, vestido con un traje negro, ciertamente, pero pareciendo su hermano más pequeño y más viejo. Barley experimentó una fugaz sensación de abatimiento a la vista de una tan absoluta normalidad. La sombra del gran poeta se había esfumado. Varias arrugas surcaban el rostro antes liso. Lo volátil no tenía cabida en este ruso barbudo y con aire de oficinista que tomaba el aire de mediodía en un banco del parque.
Pero Goethe no obstante, y sentado entre un conjunto de contrapuestos santuarios rusos; a menos de un tiro de pistola de las altivas estatuas de Marx, Engels y Lenin, que le miraban ceñudamente desde plintos extrañamente separados; a menos de un tiro de fusil de la sagrada Habitación 67, donde Lenin había establecido su cuartel general revolucionario en un internado para muchachas de la clase alta de Petersburgo; a menos de una marcha fúnebre de la barroca catedral azul de Rastrelli, construida para aliviar los años filiales de una emperatriz; a menos de un paseo a ciegas desde el cuartel general del Partido en Leningrado, con sus corpulentos policías mirando amenazadoramente a las masas liberadas.
Smola significa alquitrán, recordó estúpidamente Barley en aquel momento sostenido de monstruosa normalidad. En Smolny, Pedro el Grande almacenó su alquitrán para la primera Armada rusa.
Los que se hallaban cerca de Goethe eran tan normales como él. Él día había amanecido nublado, pero el sol que luego había acabado luciendo había obrado milagros, y los buenos ciudadanos se despojaban de sus ropas como si un impulso común hubiese hecho presa en ellos. Muchachos desnudos de cintura para arriba, muchachas que semejaban flores caídas en el suelo y corpulentas mujeres con sostenes de raso yacían tendidos a los pies de Goethe, escuchando radios, comiendo bocadillos y hablando de algo que les hacía torcer el gesto, reflexionar y soltar la carcajada, todo ello en rápida sucesión.
Un sendero de gravilla discurría junto al banco. Barley se lanzó por él, estudiando las lnformationen que figuraban al dorso del plano doblado. Sobre el terreno, había dicho Ned, en una sesión consagrada a la macabra etiqueta de la profesión, la fuente es la estrella y la estrella decide si realizar el encuentro o abandonar.
Cincuenta metros separaban a Barley de su estrella, pero el sendero les unía como una línea prescrita. ¿Estaba andando demasiado de prisa o demasiado despacio? Un momento estaba casi tropezando con la pareja que iba delante de él, y al momento siguiente le estaban empujando a un lado desde atrás. Si no le hace caso, espere cinco minutos y vuelva a pasar entonces, había dicho Paddy. Mirando de soslayo por encima del plano, Barley vio a Goethe levantar la cara como si hubiera olido su proximidad. Vio la palidez de sus mejillas y las apagadas cuencas de sus ojos; luego, la blancura del periódico mientras lo doblaba como si fuese la manta de un campista. Vio que había algo anguloso y un tanto espasmódico en sus movimientos, de tal modo que a la mente desbocada de Barley se le presentaba como la figura disciplinada de un aparato de relojería en una ciudad suiza; ahora levanto mi blanca cara, ahora doy las doce con mi bandera blanca, ahora me enderezo y me alejo. Una vez doblado el periódico, Goethe se lo guardó en el bolsillo y dirigió una pedagógica mirada a su reloj de pulsera. Luego, con el mismo aire mecánico de ser invento de otro, ocupó su puesto en el ejército de transeúntes y caminó entre ellos en dirección al río.
El paso de Barley quedó ahora fijado, pues era el de Goethe. Éste recorría el sendero que conducía a una fila de coches aparcados. Con los ojos y el cerebro despejados, Barley caminó tras él y, al llegar a los coches, le vio parado, recortándose su figura sobre las rápidas aguas del Neva y con la chaqueta hinchada por la brisa que soplaba del río. Pasó un barco de recreo, pero sus pasajeros no daban ninguna muestra de estar recreándose. Una lancha carbonera, moteada de minio, se deslizó lentamente ante ellos, y el sucio humo que brotaba de su chimenea resultaba hermoso a la saltarina luz del río. Goethe se inclinó sobre la balaustrada y contempló fijamente la corriente como si calculase su velocidad. Barley se dirigió hacia él, arrastrando con lentitud los pies mientras se orientaba por su plano con creciente diligencia. Aunque oyó que le llamaban, en el inmaculado inglés que le había despertado en Peredelkino, no respondió inmediatamente.
– ¿Señor? Disculpe, señor. Creo que nos conocemos.
Pero Barley rehusó oír al principio. La voz era demasiado nerviosa, demasiado vacilante. Continuó mirando fijamente sus lnformationen. Debe de ser otro tipo que me quiere vender algo, se estaba diciendo a sí mismo. Otro de esos traficantes de drogas o alcahuetes.
– ¿Señor? -repitió Goethe, como si él mismo se sintiera ahora inseguro.
Sólo ahora, vencido por la insistencia del desconocido, accedió Barley de mala gana a levantar la cabeza.
– Creo que usted es el señor Scott Blair, señor, el prestigioso editor inglés.
Ante lo cual, Barley se resolvió finalmente a reconocer al hombre que le dirigía la palabra, primero con duda, luego con sincero pero mudo placer, al tiempo que le tendía la mano.
– Vaya, que me ahorquen -dijo en voz baja-. Santo Dios. El gran Goethe en persona. Nos conocimos en aquella ignominiosa fiesta literaria. Nosotros dos éramos los únicos serenos. ¿Cómo está usted?
– ¡Oh!, muy bien -respondió Goethe, mientras su tensa voz se iba afianzando. Pero su mano estaba resbaladiza de sudor cuando Barley se la estrechó. No sé cómo podría estar mejor en este momento. Bienvenido a Leningrado, señor Barley. Qué pena que yo tenga un compromiso para esta tarde. ¿Puede usted pasear un rato conmigo? ¿Podemos intercambiar ideas? -bajó ligeramente la voz y explicó-: Es más seguro mantenerse en movimiento.
Había cogido del brazo a Barley y le estaba llevando rápidamente a lo largo de la orilla. Su premura había ahuyentado de la mente de Barley todo pensamiento táctico. Barley miró a la oscilante figura que caminaba a su lado, la palidez de sus demacradas mejillas, las líneas de dolor, o de miedo, o de preocupación que las surcaban. Vio los asustados ojos posarse nerviosamente en cada rostro que pasaba. Y su único impulso fue protegerle: por el propio Goethe y por Katya.
– Si pudiéramos seguir caminando durante media hora, veríamos el acorazado Aurora, que disparó el cañonazo que desencadenó la Revolución. Pero la próxima revolución empezará con unas cuantas frases melodiosas de Bach. ¿Está de acuerdo?
– Y sin director -dijo Barley, con una sonrisa.
– O quizás un poco de ese jazz que usted toca tan espléndidamente. ¡Sí, sí! ¡Ya lo tengo! Usted anunciará nuestra revolución tocando a Lester Young al saxofón. ¿Ha leído la nueva novela de Rybakov? Veinte años prohibida y, por lo tanto, una gran obra maestra rusa. Yo creo que es un robo de tiempo.
– No se ha publicado en inglés todavía.
– ¿Ha leído la mía? -la delgada mano se había tensado sobre su brazo. La excitada voz se había convertido en un murmullo.
– Lo que he podido entender, sí. ¿Qué le parece?
– Es valiente.
– ¿Nada más que eso?
– s sensacional. Lo que he podido entender. Soberbio.
– Aquella noche nos reconocimos el uno al otro. Fue algo mágico. ¿Conoce nuestro refrán ruso: «Un pescador siempre ve a otro desde lejos»? Nosotros somos pescadores. Alimentamos a los miles de personas con nuestra verdad.
– Tal vez -dijo dubitativamente Barley, y notó que la delgada cabeza se volvía hacia él-. Debo hablar de ello con usted, Goethe. Tenemos uno o dos problemas.
– Por eso es por lo que ha venido usted. Y también yo. Gracias por venir a Leningrado. ¿Cuándo lo publicará? Tiene que ser pronto. Aquí los escritores esperan para publicar tres o cinco años, aunque no sean Rybakov. Yo no puedo hacer eso. Rusia no tiene tiempo y yo tampoco.
Pasó una fila de remolcadores, mientras un pequeño bote de dos plazas se bamboleaba en su estela. Dos enamorados se abrazaban en la barandilla. Y en la sombra de la catedral, una joven balanceaba un cochecito mientras leía el libro que sostenía con la mano libre.
– Al no acudir yo a la feria fonográfica de Moscú, Katya le dio su manuscrito a un colega mío -dijo cautelosamente Barley.
– Lo sé. Tuvo que correr el riesgo.
– Lo que usted no sabe es que el colega no pudo encontrarme a su regreso a Inglaterra. Así que se lo entregó a las autoridades. Personas discretas. Expertos.
Goethe se volvió bruscamente hacia Barley con súbita alarma, y su rostro adquirió una expresión consternada.
– No me gustan los expertos -dijo-. Son nuestros carceleros. Desprecio a los expertos más Que a nadie sobre la tierra.
– Usted mismo lo es, ¿no?
– ¡Por eso lo sé! Los expertos son adictos. ¡No resuelven nada! Son servidores del sistema que les contrate, cualquiera que sea. Ellos lo perpetúan. Cuando seamos torturados, seremos torturados por expertos. Cuando seamos ahorcados, nos ahorcarán expertos. ¿No ha leído lo que escribí? Cuando el mundo sea destruido, lo será no por sus locos, sino por la cordura de sus expertos y la superior ignorancia de sus burócratas. Usted me ha traicionado.
– Nadie le ha traicionado -replicó airadamente Barley-. El manuscrito se extravió, eso es todo. Nuestros burócratas no son sus burócratas. Lo han leído, lo admiran, pero necesitan saber más acerca de usted. No pueden creer el mensaje a menos que puedan creer en la fuente.
– ¿Pero quieren publicarlo?
– Ante todo, necesitan cerciorarse de que usted no es un fraude, y la mejor forma que tienen para ello es hablar con usted.
Goethe estaba caminando a zancadas grandes y demasiado rápidas, arrastrando a Barley consigo. Miraba fijamente ante sí y le corría el sudor por las sienes.
– Yo soy un hombre de letras, Goethe -dijo Barley, jadeante, a su rostro apartado-. Todo lo que sé de física se reduce a Beowulf, chicas y cerveza caliente. Esto es algo que me sobrepasa. Y también a Katya. Si quiere seguir este camino, sígalo con los expertos y déjenos a nosotros al margen. Eso es lo que he venido a decide.
Cruzaron un sendero y atravesaron otro segmento de césped. Un grupo de escolares rompió filas para dejados pasar.
– ¡Ha venido para decirme que se niega a publicar mi obra!
– ¿Cómo puedo publicada? -replicó Barley, enardecido a su vez por la desesperación de Goethe-. Aunque pudiéramos dar forma al material, ¿qué hay de Katya? Ella es su correo, ¿recuerda? Ha entregado secretos militares soviéticos a una potencia extranjera, lo cual no es cosa que pueda tomarse a broma aquí. Si llegan a averiguar la intervención de ustedes dos en el asunto, ella morirá en cuanto el primer ejemplar aparezca en los escaparates. ¿Qué clase de papel es ése para que lo desempeñe un editor? ¿Cree que voy a quedarme en Londres apretando el botón que les condenará a ustedes dos aquí?
Goethe estaba jadeando, pero sus ojos habían dejado de escrutar a la multitud y se habían vuelto hacia Barley.
– Escúcheme -suplicó Barley-. Espere un momento. Yo entiendo. Realmente creo que entiendo. Tenía usted talento, y fue aplicado a finalidades perversas. Usted conoce todas las formas por las que el sistema apesta y quiere lavar su alma. Pero usted no es Cristo ni es tampoco Pecherin. Carece de entidad suficiente para que se le tenga en consideración. Si quiere suicidarse, eso es cosa suya. Pero la matará a ella también. Y si no le importa a quién mata, ¿por qué ha de importarle a quién salva?
Estaba dirigiéndose hacia un merendero con sillas y mesas hechas de troncos. Se sentaron uno junto a otro y Barley extendió su plano. Se inclinaron sobre él, fingiendo examinarlo juntos. Goethe estaba todavía ponderando las palabras de Barley, relacionándolas con sus propósitos.
– Sólo existe el ahora -explicó finalmente, con voz que no era más que un murmullo-. No hay más dimensión que el presente. En el pasado lo hemos hecho todo mal pensando en el futuro. Ahora debemos hacerlo todo bien pensando en el presente. Perder tiempo es perderlo todo. Nuestra historia rusa no nos da segundas oportunidades. Cuando saltamos sobre un abismo, no nos da la oportunidad de un segundo salto. Y cuando fracasamos, nos da lo que nos merecemos: otro Stalin, otro Breznev, otra purga, otra era glacial de aterrorizada monotonía. Si el impulso actual continúa, yo habré estado en la vanguardia. Si cesa o retrocede, seré otra estadística de nuestra historia posrevolucionaria.
– Y también Katya -dijo Barley.
El dedo de Goethe, incapaz de permanecer quieto, se movía sobre el plano. Miró a su alrededor y continuó:
– Estamos en Leningrado, Barley, la cuna de nuestra gran Revolución. Nadie triunfa aquí sin sacrificio. Usted dijo que necesitábamos un experimento en la naturaleza humana. ¿Por qué se horroriza cuando pongo en práctica sus palabras?
– Me interpretó mal aquel día. Yo no soy el hombre por el que usted me tomó. Soy el clásico bocazas. Usted me encontró simplemente cuando el viento soplaba en la dirección adecuada.
Con un esfuerzo de autocontrol, Goethe abrió las manos y las extendió sobre el plano, con las palmas hacia abajo.
– No necesita recordarme que el hombre no está a la altura de su retórica -dijo-. Nuestros nuevos dirigentes hablan de apertura, desarme, paz. Así, pues, dejémosles que tengan su apertura. Y su desarme. Y su paz. Sigamos su juego y démosles lo que piden. Y asegurémonos de que esta vez no pueden atrasar el reloj. -Se había puesto en pie, sin soportar por más tiempo el confinamiento de la mesa.
Barley estaba a su lado.
– Goethe, por amor de Dios. Tómeselo con calma.
– ¡Al diablo con la calma! ¡Es la calma lo que mata! -empezó a caminar de nuevo a grandes pasos-. ¡No rompemos la maldición del secreto pasándonos nuestros secretos de mano en mano como ladrones! ¡Yo he vivido una gran mentira! ¡Y usted me dice que la mantenga secreta! ¿Cómo sobrevivió la mentira? Por el secreto. ¿Cómo se desmoronó nuestra gran visión hasta convertirse en este horrible caos? Por el secreto. ¿Cómo mantiene uno a su propio pueblo ignorante de la vesanía de sus planes de guerra? Por el secreto. Manteniendo la luz apagada. Muestre mi obra a sus espías si es eso lo que debe hacer. Pero publíquela también. Es lo que prometió, y yo creeré su promesa. He metido en su bolsa un cuaderno con nuevos capítulos. Sin duda responde a muchas de las preguntas que los necios quieren hacerme.
La brisa del río acariciaba el acalorado rostro de Barley mientras caminaban. Mirando las relucientes facciones de Goethe, creyó percibir huellas de la inocencia herida que parecía ser el origen de su resentimiento.
– Quiero una sobrecubierta que tenga sólo letras -anunció-. Ningún dibujo, por favor, ni tampoco un diseño sensacionalista. ¿Me ha oído?
– Aún no tenemos título -objetó Barley.
– Hará figurar mi propio nombre como autor. Nada de evasiones ni de seudónimos. Utilizar un seudónimo es inventar otro secreto.
– Ni siquiera conozco su nombre.
– Ellos lo sabrán. Después de lo que Katya le dijo, y con los nuevos capítulos, no tendrán ningún problema. Lleve bien las cuentas y cada seis meses envíe, por favor, el dinero a una causa que lo merezca. Nadie dirá que hice esto por mi propio beneficio.
Por entre los cercanos árboles los sones de una música marcial rivalizaban con el estruendo de invisibles tranvías.
– Goethe -dijo Barley.
– ¿Qué ocurre? ¿Tienes miedo?
– Venga a Inglaterra. Ellos le sacarán del país. Son astutos. Entonces podrá decir al mundo lo que quiera. Alquilaremos el Albert Hall para usted. Hablará por televisión, por radio…, donde quiera, Y, cuando haya terminado, le darán un pasaporte y dinero, y podrá vivir tranquilamente el resto de su vida en Australia.
Se habían detenido de nuevo. ¿Había oído? ¿Había entendido?
No parpadeaba. Sus ojos estaban fijos en Barley, como si fuese un punto lejano en un vasto horizonte.
– Yo no soy un desertor, Barley. Soy ruso, y mi futuro está aquí, aunque sea corto. ¿Publicará mi obra, o no? Necesito saberlo.
Tratando de ganar tiempo, Barley metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó el manoseado libro de Cy.
– Vaya darle esto -dijo-. Un recuerdo de nuestro encuentro. Sus preguntas están incluidas en el texto, juntamente con una dirección de Finlandia a la que puede escribir y un número de teléfono de Moscú con instrucciones sobre lo que debe decir cuando llame. Si trata con ellos directamente, tienen toda clase de chismes inteligentes que pueden darle para facilitar las comunicaciones.
Depositó el libro en la abierta mano de Goethe, donde permaneció
– ¿La publicará? ¿Sí o no?
– ¿Cómo podrán comunicar con usted? Tienen que saberlo.
– Dígales que pueden contactar conmigo a través de mi editor.
– Saque a Katya de la ecuación. Quédese con los espías y manténgase alejado de ella.
La mirada de Goethe había descendido hasta el traje de Barley y permanecía posada sobre él, como si su vista le turbase. Su triste sonrisa era como una última fiesta.
– Hoy va usted de gris, Barley. Mi padre fue enviado a prisión por hombres grises. Fue ejecutado por un anciano que llevaba un uniforme gris. Son los hombres grises quienes han arruinado nuestra hermosa profesión. Tenga cuidado, o arruinarán también la suya. Publicará mi obra, o debo recomenzar mi búsqueda de un ser humano decente?
Barley permaneció unos momentos sin poder contestar. Se le habían agotado sus mecanismos de evasión.
Si consigo entrar en posesión del material y encuentro la forma de convertirlo en libro, la publicaré -respondió.
– Le preguntado sí o no.
Prométale cualquier cosa que pida dentro de lo razonable, había dicho Paddy. Pero, ¿qué era razonable?
– Está bien -respondió-. Sí.
Goethe devolvió a Barley el librito en rústica, y Barley, aturdido, se lo volvió a guardar en el bolsillo. Se abrazaron, y Barley olió a sudor y a humo de tabaco rancio y sintió de nuevo la desesperada fuerza de su despedida en Peredelkino. Goethe le soltó ahora tan bruscamente como le había agarrado y, con otra nerviosa mirada a su alrededor, echó a andar con pasos rápidos en dirección a la parada del trolebús. Y, mientras le miraba, Barley advirtió que el viejo matrimonio del café observaba también su marcha, desde la sombra de los árboles oscuros y azulados.
Barley estornudó, luego empezó a estornudar seriamente. Luego, estornudó de veras. Regresó al parque, con el rostro sepultado en el pañuelo mientras sacudía los hombros y estornudaba y volvía a estremecerse.
– ¡Hombre, Scott! -exclamó J. P. Henziger, con el desbordante entusiasmo de un hombre de gran actividad obligado a esperar, mientras abría la puerta de la habitación más grande del hotel «Europa»-. Scott, hoy es el día en que descubrimos quiénes son nuestros amigos. Pase, por favor. ¿Qué le ha retenido? Salude a Maisie.
Era un hombre de cuarenta y tantos años, musculoso y prensil, pero poseía la clase de rostro feo y amistoso al que normalmente Barley habría reaccionado al instante. Llevaba un pelo de elefante alrededor de una muñeca y una cadenilla de eslabones de oro alrededor de la otra. Medias lunas de sudor oscurecían sus axilas. Tras él apareció Wicklow, que cerró rápidamente la puerta.
Dos camas gemelas, cubiertas por colchas de color aceitunado, ocupaban el centro de la habitación. En una de ellas languidecía la señora Henziger, una gatita de treinta y cinco años sin maquillar y con las deshechas trenzas extendidas trágicamente sobre los pecosos hombros. Un hombre de traje negro permanecía con aire inquieto junto a ella. Llevaba gafas de montura amarilla. Un maletín de médico yacía abierto sobre la cama. Henziger continuó improvisando para los micrófonos.
– Scott, quiero que conozca al doctor Peter Bernstorf del Consulado General aquí, en Leningrado, un médico excelente. Le estamos muy agradecidos. Maisie va mejorando rápidamente. También le estamos agradecidos al señor Wicklow. Leonard se encargó del hotel, de la agencia de viajes, de la farmacia. ¿Qué tal le ha ido el día?
– Aguantando mecha -exclamó Barley, y por un momento el guión previsto amenazó irse al diablo.
Barley echó la bolsa sobre la cama y con ella el libro rechazado que llevaba en el bolsillo de la chaqueta. Con manos temblorosas, se quitó la chaqueta, soltó la correa del micrófono y lo echó con la bolsa y el libro. Se llevó la mano a la parte posterior de la cintura y, rechazando el ofrecimiento de ayuda por parte de Wicklow, se sacó de debajo del cinturón la pequeña grabadora y la echó también sobre la cama, de tal modo que Maisie dejó escapar un sofocado «mierda» y movió rápidamente las piernas a un lado. Dirigiéndose al lavabo, vació su botellín de whisky en un vaso de plástico, apretándose el pecho con el otro brazo como si le hubieran pegado un tiro. Luego, bebió y siguió bebiendo, indiferente a los movimientos, perfectamente organizados, que se desarrollaban a su alrededor.
Henziger, ágil como un gato pese a su corpulencia, cogió la bolsa, sacó el cuaderno y se lo echó a Bernstorf, que lo metió en su maletín, entre los frascos e instrumentos, donde desapareció misteriosamente. Henziger le pasó el libro, que se desvaneció también. Wicklow recogió la grabadora y la correa. Ambas fueron a parar también al maletín, que Bernstorf cerró mientras impartía sus últimas instrucciones a la paciente: nada de sólidos en cuarenta y ocho horas, señora Henziger, té, un trozo de pan moreno en todo caso, no deje de tomar todos los antibióticos, se sienta o no mejor. No había terminado cuando intervino Henziger.
– Y, doctor, si alguna vez va a Boston y necesita cualquier cosa, insisto, cualquier cosa, aquí tiene mi tarjeta y mi promesa y mi…
Con el vaso en la mano, Barley permaneció ante el lavabo, mirando con expresión ceñuda al espejo, mientras el maletín del Buen Samaritano avanzaba hacia la puerta.
De todas sus noches en Rusia y, pensándolo bien, de todas sus noches en cualquier lugar del mundo, ésta fue la peor de Barley.
Henziger había oído que acababa de abrirse en Leningrado un restaurante en régimen de cooperativa, siendo éste el eufemismo a la sazón utilizado para designar un negocio privado. Wicklow lo había localizado y había informado que estaba completo, pero las negativas constituían un desafío para Henziger. A fuerza de abundantes llamadas telefónicas y de propinas aún más abundantes, se les acabó colocando una mesa especial, a un metro de la peor y más estruendosa ópera gitana que Barley esperaba oír jamás.
Y allí se hallaban ahora sentados, celebrando la milagrosa recuperación de la señora Henziger. El maullido de los cantantes era amplificado por altavoces electrónicos. No había descansos entre los números.
Y en torno a ellos se sentaba la Rusia que Barley siempre había odiado pero que nunca había visto: los no tan secretos zares del capitalismo, los advenedizos industriales y consumidores ostentosos, los ricachones y especuladores del Partido, sus enjoyadas mujeres que apestaban a perfumes occidentales y a desodorante ruso, los camareros congregados alrededor de las mesas más ricas. Se elevaban las horribles voces de los cantantes, la música se elevaba para ahogarlas, se elevaban de nuevo las voces y la voz de Henziger se elevaba sobre todas ellas.
– Quiero que sepa algo, Scott -rugió, inclinándose excitadamente sobre la mesa en dirección a Barley-. Este pequeño país está en marcha. Huelo esperanza aquí, huelo cambios, huelo comercio. Y nosotros, en Potomac, estamos adquiriendo una parte de ello. Me siento orgulloso. -Pero su voz le había sido arrebatada por la banda-. Orgulloso -repitieron inaudiblemente sus labios frente a un millón de decibelios gitanos.
Y lo malo consistía en que Henziger era una buena persona y Maisie no lo era menos, lo que empeoraba las cosas. A medida que el tormento se prolongaba, Barley entró en el bienaventurado estado de la sordera. Dentro de la cacofonía descubrió su propia cámara de seguridad. Desde sus ventanas saeteras, su yo secreto miraba la noche blanca de Leningrado. ¿Adónde has ido, Goethe?, preguntó. ¿Quién la sustituye cuando ella no está aquí? ¿Quién remienda tus negros calcetines y te prepara tu aguada sopa mientras la arrastras del pelo a lo largo de tu noble y altruista camino a la autodestrucción?
De alguna manera, sin ser consciente de ello, debían de haber vuelto al hotel, pues despertó para encontrarse apoyado en el brazo de Wicklow entre los alcohólicos finlandeses que daban tumbos por el vestíbulo.
– Una gran fiesta -dijo a quien quisiera oírle-. La banda, espléndida. Gracias por venir a Leningrado.
Pero mientras Wicklow le remolcaba pacientemente para llevarle a la cama, la parte serena de Barley miró por encima de su hombro a lo largo de la amplia escalera. Y, en la oscuridad, junto a la puerta de entrada, vio a Katya, sentada con las piernas cruzadas y el bolso sobre el regazo. Vestía una chaqueta negra de pinzas. Llevaba un pañuelo blanco de seda anudado bajo la barbilla, y su rostro estaba vuelto hacia él con esa tensa sonrisa suya, triste y esperanzada, abierta al amor.
Sin embargo, al aclarársele la vista, la vio decirle alguna procacidad al portero y se dio cuenta de que se trataba, simplemente, de otra fulana de Leningrado en busca de clientes.
Y al día siguiente, a los sones de las más discretas de las trompetas británicas, nuestro héroe volvió a casa.
Ned no quería ceremonias, nada de americanos y, desde luego, tampoco Clive, pero estaba decidido a realizar algún gesto de bienvenida, así que nos fuimos en coche a Gatwick y, tras situar a Brock en la barrera de Llegadas con una tarjeta que decía «Potomac», nos instalamos en una sala de espera que el Servicio compartía de mala gana con el Foreign Office, entre una interminable discusión sobre quién se había bebido la ginebra.
Esperamos, el avión traía retraso. Clive telefoneó desde Grosvenor Square para preguntar «¿Ha llegado, Palfrey?», como si esperase que fuera a quedarse en Rusia.
Pasó otra media hora antes de que Clive telefoneara de nuevo, y esta vez fue el propio Ned quien atendió la llamada. No había hecho más que colgar el teléfono cuando se abrió la puerta y entró Wicklow, sonriendo angelicalmente pero arreglándoselas al mismo tiempo para lanzar una advertencia con los ojos.
Segundos después, entraba Barley, con el mismo aspecto de sus fotografías de vigilancia, a excepción de la palidez que le cubría el rostro.
– ¡Malditos cabrones! -exclamó antes de que Brock cerrara de golpe la puerta-. ¡Ese remilgado capitán con su acento de Surrey! Le mataré al muy cerdo.
Mientras Barley continuaba despotricando, Wicklow explicó discretamente la causa de su agitación. Su vuelo chárter desde Leningrado había sido ocupado por una delegación de jóvenes comerciantes británicos a quienes Barley había calificado arbitraria como yuppies de la peor especie, cosa que, por el ruido que hacían, eran, en efecto. Varios estaban ya borrachos cuando subieron al avión y los restantes no tardaron en estarlo. No llevaban más que unos cuantos minutos en el aire cuando el capitán, que, en opinión de Barley, fue el provocador del incidente, anunció que el avión acababa de salir del espacio aéreo soviético. Se elevó un griterío ensordecedor mientras la azafata recorría el pasillo repartiendo champaña. Luego, todos rompieron a cantar el ¡Rule, Britannia!
– A mí que me den siempre «Aeroflot» -bramó furiosamente Barley ante los congregados-. Vaya escribir a la compañía aérea. Voy a…
– Usted no va a hacer nada parecido -le interrumpió amablemente Ned-. Usted va a dejar que le demos nuestro más cálido y cordial recibimiento. Y después puede dar rienda suelta a su berrinche.
Mientras decía esto, continuó estrechando la mano de Barley hasta que éste acabó finalmente sonriendo.
– ¿Dónde está Walt? -preguntó, mirando a su alrededor.
– Me temo que ha tenido que salir a un trabajo -respondió Ned, pero Barley había perdido ya el interés. Su mano temblaba violentamente mientras bebía y lloraba un poco, cosa que Ned me aseguró era normal en los que volvían del lugar de la acción.