Colin, de pie en el rincón de la plaza, esperaba a Chloé. La plaza era redonda y en ella había una iglesia, palomas, un jardín, bancos y, delante, coches y autobuses sobre la calzada de macadam. El sol también esperaba a Chloé, pero él podía entretenerse en hacer sombras, en hacer germinar granos de judía silvestre en los intersticios que se prestaban a ello, en hacer cerrar las ventanas y en hacer avergonzarse a un farol encendido a causa de una inconsciencia de un Cepedeísta.
Colin arrollaba el borde de sus guantes y preparaba su primera frase. Frase que se modificaba cada vez más rápidamente a medida que se aproximaba la hora del encuentro. No sabía adónde llevar a Chloé. Quizás a un salón de té, pero, por lo general, en estos sitios el ambiente es más bien deprimente y no le gustaban en absoluto esas señoras glotonas de cuarenta años que se comen siete pasteles de crema con el meñique estirado. Colin no concebía la glotonería más que en los hombres, en los que adquiere todo su sentido sin privarles de su dignidad natural. Tampoco podía llevada al cine: ella no aceptaría. Tampoco al diputádromo; no le gustaría. Tampoco a las carreras de terneras, porque le daría miedo. Al Hospital Saint-Louis tampoco, porque está prohibido. Tampoco al Museo del Louvre; hay sátiros detrás de los querubines asirios. A la estación de Saint Lazare ni hablar, porque no hay más que carretillas y ni un solo tren.
– ¡Hola!…
Chloé había llegado por detrás. Colin se quitó el guante con rapidez, se enredó en él, se dio un gran puñetazo en la nariz, dijo «¡Ay!» y estrechó la mano de Chloé, que reía.
– Pareces un poco nervioso.
Un abrigo de piel de pelo largo, del color de sus cabellos, y un gorro también de piel; botitas cortas de piel vuelta.
Chloé cogió a Colin del brazo.
– Dame el brazo. Hoy no estás muy espabilado.
– Sí. Las cosas marcharon mejor la última vez -confesó Colin.
Ella se rió otra vez, lo miró y se volvió a reír todavía más.
– Te estás riendo de mí -dijo Colin-. Eso no es muy caritativo.
– ¿No te alegras de verme? -dijo Chloé.
– ¡Sí!… -contestó Colin.
Iban caminando por la primera acera que les salió al paso. Una nubecilla rosa descendía del aire y se aproximaba a ellos.
– ¿Voy? -propuso.
– Ven -dijo Colin.
Y la nubecita les envolvió. Dentro de ella hacía calorcito y olía a azúcar con canela.
– ¡Ya no se nos puede ver! -dijo Colin-. ¡En cambio, nosotros sí podemos ver a la gente!
– Es un poco transparente -dijo Chloé-. No te fíes.
– No importa, de todas maneras se siente uno mejor -dijo Colin-. ¿Qué quieres que hagamos?
– Pasear. Sencillamente pasear… ¿Te aburre? Entonces cuéntame cosas.
– Yo no tengo muchas cosas que contar -dijo Chloé-. Podemos mirar escaparates. ¡Mira ése!… Es interesante.
Dentro del escaparate una hermosa mujer estaba tendida sobre un colchón de muelles. Tenía el pecho desnudo y un aparato le cepillaba los senos hacia arriba con largos cepillos sedosos de pelo blanco y fino. El cartel decía: Economice zapatos con el Antípoda del Reverendo Charles.
– Es una buena idea -dijo Chloé.
– ¡Pero no tiene nada que ver!… -dijo Colin-. Es bastante más agradable con la mano.
Chloé enrojeció.
– No digas cosas de ésas. No me gustan los chicos que dicen cosas feas delante de las chicas.
– Lo siento… -dijo Colin-, yo no quería…
Parecía tan triste que ella sonrió y le sacudió un poquito para hacerle ver que no estaba enfadada.
En otro escaparate, un hombre gordo con delantal de carnicero degollaba niños pequeños. Se trataba de un escaparate de propaganda de la Beneficencia.
– Mira a dónde va a parar el dinero -dijo Colin-. Les debe costar un riñón limpiar eso todas las noches.
– ¡Pero no serán de verdad!… -dijo Chloé asustada.
– ¿Cómo saberlo? -dijo Colin-. Además, a la Beneficencia le sale gratis.
– A mí eso no me gusta. Antes no se veían escaparates de propaganda de esa clase. No creo que sea ningún progreso.
– Pero eso no tiene ninguna importancia -dijo Colin-. Eso sólo actúa sobre quienes creen en esas imbecilidades.
– ¿Y eso, qué te parece?… -dijo Chloé.
En el escaparate había una barriga montada sobre ruedas de goma, bien redonda y rolliza. El anuncio decía: La suya tampoco hará arrugas si la plancha con la Plancha Eléctrica.
– ¡Pero yo conozco esa barriga!… -dijo Colin-. ¡Es la barriga de Sergio, mi antiguo cocinero!… ¿Qué puede estar haciendo ahí?
– ¿Y eso qué importa? -dijo Chloé-. No irás a ponerte a elucubrar sobre esa barriga, que, por otra parte, es demasiado gorda…
– ¡Es que cocinaba muy bien!…
– Vámonos -dijo Chloé-. No quiero ver más escaparates, estoy harta.
– ¿Qué hacemos? -dijo Colin-. ¿Vamos a tomar el té a cualquier parte?
– No hombre… Todavía no es hora… y, además, a mí tampoco me gusta mucho eso.
Colin respiró aliviado y sus tirantes chascaron.
– ¿Qué ha sido ese ruido?
– Yo, que he pisado una rama seca -explicó Colin, sonrojándose.
– ¿Y si fuéramos a pasear por el Bosque de Bolonia? -dijo Chloé.
Colin la miró encantado.
– Es una excelente idea. Además, no habrá nadie.
A Chloé se le subieron los colores.
– No es por eso. Además -añadió para vengarse-, no iremos más que por los paseos grandes, porque, si no, se moja uno los pies.
Colín apretó un poco el brazo que sentía bajo el suyo.
– Vamos a coger el metro -dijo Colin.
El metro estaba flanqueado a ambos lados por hileras de jaulas de grandes dimensiones en que los Ordenadores Urbanos guardaban las palomas de recambio destinadas a las plazoletas y monumentos. Había también criaderos de gorriones y pío-píos de gorrioncitos. La gente no pasaba mucho por allí porque las alas de todos estos pájaros levantaban una terrible corriente de aire en la que revoloteaban minúsculas plumas blancas y azules.
– ¿Pero es que no paran nunca de moverse? -dijo Chloé ajustándose el gorro para que no se le volara.
– Es que no son siempre los mismos -dijo Colin.
Lucharon a brazo partido con los faldones de su abrigo.
– Démonos prisa en alejamos de las palomas; los gorriones levantan menos aire -añadió Chloé apretándose contra Colin.
Apretaron el paso y salieron de la zona peligrosa. La nubecita no les había seguido. Había tomado el atajo y los esperaba ya en el otro extremo.