– Nicolás, ¿va a hacer fricandó esta noche? -preguntó Colin.
– Dios mío -dijo Nicolás-, el señor no me había advertido. Yo tenía otros proyectos.
– ¿Por qué, diablos coronados -dijo Colin-, me habla usted siempre en tercera persona?
– Si el señor me permite que le dé una explicación, le diré que ciertas familiaridades sólo son admisibles cuando se ha trabajado juntos de guardabarreras, lo que no es el caso.
– Es usted altivo, Nicolás -dijo Colin.
– Tengo el orgullo de mi posición, señor -dijo Nicolás-, y no puede guardarme rencor por ello.
– Desde luego -dijo Colin-. Pero me gustaría que fuera menos distante.
– Yo siento por el señor un afecto sincero, aunque discreto -dijo Nicolás.
– Me siento orgulloso y contento de ello, Nicolás, y le correspondo de verdad. Bueno, entonces, ¿qué hace usted esta noche?
– Una vez más permaneceré fiel a la tradición de Gouffé y prepararé esta vez salchicha de las islas al oporto moscado.
– ¿Y cómo se hace eso? -dijo Colin.
– Pues así: «Se toma una salchicha, que se desollará por más que grite, conservándose cuidadosamente la piel. El salchichón se mecha con patas de cabrajo cortadas en lonchas y rehogadas en mantequilla bastante caliente y se echa sobre hielo en una cacerola escalfada. Se sube el fuego y, en el espacio que así se gana, se disponen con gusto rodajas de lechecillas cocidas a fuego lento. Cuando el salchichón emite un sonido grave, se retira con presteza del fuego y se rocía con oporto de calidad. Se revuelve con una espátula de platino. Se unta de grasa un molde y se guarda para que no se oxide. En el momento de servirlo se hace una salsa con un sobrecito de comprimidos de litina y un cuarto de leche fresca». Se guarnece con las lechecillas, se sirve y ¡hale!
– Me he quedado pasmado -dijo Colin-. Gouffé fue un gran hombre. Dígame una cosa, Nicolás, ¿usted cree que mañana tendré un grano en la nariz?
Nicolás examinó con gravedad las napias de Colin y llegó a una conclusión negativa.
– Y, ya que estamos, ¿sabe usted cómo se baila el biglemoi?
– Yo me quedé en el descoyuntado estilo Boissiere y en la Tramontana, creada el semestre pasado en Neuilly -dijo Nicolás- y no domino el biglemoi, del que tan sólo conozco los rudimentos.
– ¿Cree usted -preguntó Colin- que se puede adquirir en una sesión la técnica necesaria?
– Yo creo que sí -dijo Nicolás-. En lo esencial, no es complicado en absoluto. Conviene tan sólo evitar los errores groseros y las faltas de gusto. Uno de ellos consistiría en bailar el biglemoi con el ritmo del bugui-bugui.
– ¿Eso sería un error?
– Sería una falta de gusto.
Nicolás dejó sobre la mesa el pomelo que había estado pelando durante la conversación y se enjuagó las manos con agua fresca.
– ¿Tiene prisa? -preguntó Colin.
– Claro que no, señor -dijo Nicolás-, la cocina está en marcha.
– Entonces, me haría un gran favor si me enseñara esos rudimentos del biglemoi -dijo Colin-. Vamos al living, voy a poner un disco.
– Aconsejo al señor un ritmo que cree ambiente, algo del estilo de Chloé arreglado por Duke Ellington, o bien del Concierto para ]ohnny Hodges… -dijo Nicolás-. Eso que al otro lado del Atlántico llaman moody o sultry tune.
– El principio del biglemoi -dijo Nicolás-, que el señor conocerá, sin duda, se basa en la producción de interferencias por medio de dos fuentes animadas de un movimiento oscilatorio rigurosamente sincrónico.
– Ignoraba que intervinieran en él conceptos de física tan avanzados.
– En este caso específico -dijo Nicolás-, el bailarín y la bailarina se mantienen a una distancia bastante pequeña el uno del otro, y hacen ondular sus cuerpos siguiendo el ritmo de la música.
– ¿Ah, sí? -dijo Colin un poco inquieto.
– Se produce entonces -prosiguió Nicolás- un sistema de ondas estáticas que presentan, como en acústica, crestas y valles, lo que contribuye no poco a crear el ambiente en la sala de baile.
– Claro… -murmuró Colin.
– Los profesionales del biglemoi -continuó Nicolás- a veces llegan a crear focos de ondas parásitas haciendo vibrar sincrónicamente algunos de sus miembros por separado.
No quiero ponerme pesado; voy a intentar enseñar al señor cómo se hace.
Como le había recomendado Nicolás, Colin escogió Chloé y lo centró en el plato del tocadiscos. Posó delicadamente la punta de la aguja en el fondo del primer surco y observó cómo Nicolás entraba en vibración.