30

La calle había cambiado totalmente de aspecto desde que Colin y Chloé partieran. Ahora, las hojas de los árboles eran grandes y las casas habían olvidado su tinte pálido para revestirse de un tono verde desvaído, antes de adquirir el suave color beige del verano. El pavimento se volvía elástico y blando bajo los pies y el aire olía a frambuesa.

Todavía hacía fresco, pero del otro lado de las ventanas de vidrios azulados se adivinaba el buen tiempo. A lo largo de las aceras brotaban flores verdes y azules, y la savia serpenteaba alrededor de sus frágiles tallos, haciendo un ligero mido húmedo como el beso de un caracol.

Nicolás abría la marcha. Llevaba un traje de sport de cálida lana color mostaza y, debajo, un chándal de cuello subido con un salmón a la Chambord dibujado tal como aparece en la página 607 del Libro de cocina de Gouffé. Sus zapatos de piel amarilla y suela de tocino rozaban apenas la vegetación.

Ponía cuidado en andar por los dos surcos despejados para dejar pasar los coches.

Colin y Chloé le seguían; Chloé iba cogida de la mano de Colin y aspiraba a grandes bocanadas los aromas del aire.

Llevaba un vestido blanco de lana y un abriguito corto de leopardo benzolado, cuyas manchas, difuminadas por el tratamiento, se alargaban formando aureolas y se entrecruzaban de curiosas maneras. Sus cabellos como espuma flotaban libremente al aire y exhalaban un suave hálito perfumado de jazmín y de clavel.

Colin, con los ojos semicerrados, se dejaba guiar por ese perfume y sus labios se estremecían levemente a cada inhalación. Las fachadas de las casas se abandonaban un tanto, olvidándose de su severa rectitud, con lo que el aspecto que formaba la calle despistaba a veces a Colin, que tenía que pararse a leer las placas esmaltadas.

– ¿Qué hacemos primero? -preguntó Colin.

– Ir de compras -dijo Chloé-. No me queda un solo vestido.

– ¿No irás a las Hermanas Callote, como de costumbre? -dijo Colin.

– No -dijo Chloé-. Quiero ir a los grandes almacenes y comprarme vestidos de confección y cosas.

– Seguro que Isis se va a alegrar de verte, Nicolás -dijo Colin.

– ¿Y por qué? -preguntó Nicolás.

– No sé…

Torcieron por la calle Sidney Bechet y ya habían llegado. Delante del portal, la portera se balanceaba en una mecedora mecánica, cuyo motor petardeaba con ritmo de polca. Era un ingenio viejo.

Isis salió a recibirles. Chick y Alise estaban ya allí. Isis llevaba un vestido rojo y sonrió a Nicolás. Besó a Chloé y durante unos instantes se besaron los unos a los otros.

– Tienes buena cara, Chloé, cariño -dijo Isis-. Creí que estabas enferma. Esto me tranquiliza.

– Ya me siento mejor -dijo Chloé-. Nicolás y Colin me han cuidado muy bien.

– ¿Qué tal les va a tus primas? -preguntó Nicolás.

Isis se puso como la grana.

– Me preguntan por ti cada dos días -dijo.

– Son unas chicas encantadoras -dijo Nicolás, volviéndose ligeramente-, pero tú eres más sólida.

– Sí… -dijo Isis.

– ¿Qué tal el viaje? -dijo Chick.

– Todo ha ido bien -dijo Colin-. La carretera, al principio, era muy mala, pero luego se arregló.

– Menos por la nieve -dijo Chloé- estuvo bien…

Se llevó la mano al pecho.

– ¿Dónde vamos? -preguntó Alise.

– Si queréis, os puedo resumir la conferencia de Partre -dijo Chick.

– ¿Has comprado muchas cosas de él desde que nos fuimos? -preguntó Colin.

– Bueno… no… -dijo Chick.

– ¿Y tu trabajo? -preguntó Colin.

– Bueno… marcha bien… -dijo Chick-. Tengo un tipo que me sustituye cuando me veo forzado a salir.

– ¿Y él, hace eso gratis? -preguntó Colin.

– ¡Hombre!… casi -dijo Chick-. ¿Queréis que nos vayamos ya a patinar?

– No, vamos de tiendas -dijo Chloé-. Pero si vosotros, los hombres, queréis ir a patinar…

– Es una buena idea -dijo Colin.

– Yo las acompaño. Tengo que hacer algunas compras -dijo Nicolás.

– Está bien -dijo Isis-. Pero vamos deprisa para después tener tiempo de patinar un poco.

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