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Colin subió la escalera, vagamente iluminada por vidrieras inmóviles, y se encontró en el primer piso. Ante él, una puerta negra cortaba la fría piedra de la pared. Entró sin llamar, llenó una ficha y se la entregó al conserje quien la vació, hizo una bolita con ella, la introdujo en el cañón de una pistola ya perfectamente preparada y apuntó con cuidado a una ventanilla practicada en el tabique vecino. Apretó el gatillo tapándose la oreja derecha con la mano izquierda y el disparo partió. Reposadamente, volvió a dedicarse a cargar su pistola para el siguiente visitante.

Colin permaneció de pie hasta que un timbre ordenó al conserje que lo introdujera en el despacho del director.

Siguió al hombre por un largo pasillo con curvas peraltadas. En estas curvas, las paredes seguían siendo perpendiculares al suelo y se inclinaban, por consiguiente, en el valor del ángulo suplementario correspondiente, por lo que tenía que andar muy deprisa para mantener el equilibrio. Antes de darse cuenta de lo que le ocurría, se encontró delante del director. Obediente, se sentó en un bronco sillón que se encabritó bajo su peso y tan sólo se detuvo ante un gesto imperativo de su dueño.

– ¿Y bien? -dijo el director.

– Bueno, aquí estoy… -dijo Colin.

– ¿Qué sabe usted hacer? -preguntó el director.

– Yo aprendí rudimentos… -dijo Colin.

– Lo que yo quiero decir -aclaró el director- es: ¿en qué invierte usted el tiempo?

– La mayor parte de mi tiempo -dijo Colin-la paso empequeñeciéndola.

– ¿Por qué? -preguntó el director en voz más baja.

– Porque no me gustan las cosas grandes -dijo Colin.

– ¡Ah!… ¡Hum!… -masculló el director-o ¿Sabe usted para qué empleo buscamos nosotros una persona?

– No -dijo Colin.

– Yo tampoco… -dijo el director-. Tendré que preguntar a mi subdirector. Pero usted no parece capacitado para ese empleo.

– ¿Por qué? -preguntó Colin a su vez.

– No sé… -dijo el director.

Parecía inquieto y echó el sillón un poco hacia atrás.

– ¡No se acerque!… -dijo rápidamente.

– Pero si…, pero si yo no me he movido… -dijo Colin.

– Sí… sí… -gruñó el director-. Siempre se dice eso… y luego…

Se inclinó con actitud desconfiada sobre su mesa de despacho sin perder de vista a Colin, y descolgó su teléfono, que agitó vigorosamente.

– ¡Oiga!… -gritó-o ¡ Venga aquí inmediatamente!…

Colocó el receptor en su sitio y continuó examinando a Colin con mirada suspicaz.

– ¿Qué edad tiene usted? -preguntó.

– Veintiún…-dijo Colin.

– Lo que yo pensaba… -murmuró su interlocutor.

Se oyeron unos golpecito s en la puerta.

– ¡Entre! -gritó el director, y su semblante se sosegó.

Entró en el despacho un hombre minado por la absorción continua de polvo de papel; podían adivinarse sus bronquiolos colmados hasta arriba de pasta celulósica reciclada. Traía un expediente debajo del brazo.

– Ha roto usted una silla -dijo el director.

– Sí -contestó el subdirector.

Dejó el expediente sobre la mesa.

– Se puede reparar, sabe usted…

Se volvió hacia Colin.

– ¿Sabe usted reparar sillas?…

– Yo creo… -dijo Colin, desconcertado-. ¿Es muy difícil?

– Yo -afirmó el subdirector- he utilizado hasta tres botes de cola de oficina y no he conseguido nada.

– ¡Esos botes los va a pagar usted! -dijo el director-. Se los voy a descontar del sueldo.

– Ya he hecho que se los descuenten del sueldo a mi secretaria -dijo el subdirector-. Esté tranquilo jefe.

– ¿Es para reparar sillas para lo que ustedes solicitan un empleado? -preguntó tímidamente Colin.

– ¡Claro está! -dijo el director.

– Yo ya no me acuerdo bien -dijo el subdirector- Pero usted no es capaz de reparar una silla…

– ¿Por qué? -dijo Colin.

– Sencillamente, porque usted no es capaz -dijo el subdirector.

– Y yo me pregunto, ¿en qué lo ha notado usted? -dijo el director.

– En particular -dijo el subdirector- porque estas sillas son irreparables. Y, en general, porque este señor no me da la impresión de saber reparar una silla.

– Pero, ¿qué tiene que ver una silla con un empleo de oficina? -dijo Colin.

– ¿Es que usted se sienta, quizá, en el suelo para trabajar?

– dijo el director con sarcasmo.

– Entonces es que usted no debe de trabajar a menudo -ponderó el subdirector.

– Yo le voy a decir lo que es usted -dijo el director-, ¡usted es un holgazán!…

– Eso es… -aprobó el subdirector-, un holgazán…

– Nosotros -añadió el director- no podemos de ningún modo contratar a un holgazán…

– Y menos cuando no tenemos trabajo que darle… -dijo el subdirector.

– Esto es absolutamente ilógico -dijo Colin, aturdido por sus voces oficinescas.

– Ilógico por qué, ¿eh? -preguntó el director.

– Porque lo que hay que hacer con un holgazán es no darle trabajo -contestó Colin.

– Eso es, así que lo que usted quiere es sustituir al director… -dijo el subdirector.

El director rompió a reír ante la idea.

– ¡Es extraordinario!… -dijo.

Su rostro volvió a cobrar seriedad y echó un poco más hacia atrás el sillón.

– Lléveselo… -le dijo al subdirector-. Ya veo yo a lo que ha venido…, ¡váyase!, ¡deprisa!… ¡lárgate, mangante! -aulló.

El subdirector se precipitó hacia Colin, pero éste había cogido ya el expediente olvidado sobre la mesa:

– Si me toca… -amenazó Colin.

Fue retrocediendo poco a poco hacia la puerta.

– ¡Fuera! -gritaba el director-o ¡Aborto de Satanás!…

– Lo que es usted es un viejo gilipollas -dijo Colin, e hizo girar el pomo de la puerta.

Lanzó su expediente sobre la mesa y se precipitó al pasillo. Cuando llegó a la entrada, el conserje le disparó un pistoletazo y la bala de papel hizo un agujero en forma de calavera en la hoja de la puerta que acababa de cerrarse.

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