18

El Religioso salió de la sacristería seguido de un Monapillo y de un Vertiguero. Llevaban grandes cajas de cartón ondulado llenas de elementos decorativos.

– Cuando llegue el camión de los pintureros, lo hacéis entrar hasta el altar, José -le dijo al Vertiguero.

En efecto, casi todos los vertigueros profesionales se llaman José.

– ¿Se va a pintar todo de amarillo? -preguntó José.

– Con rayas violetas -dijo el Monapillo Emmanuel Judo, un muchachote simpático cuya ropa y cadena de oro brillaban como narices frías.

– Sí -dijo el Religioso-, porque viene el señor Zobispo para la Benedicción. Venid, vamos a decorar la galería de los músicos con todos los cachivaches que hay en esas cajas.

– ¿Cuántos músicos hay? -preguntó el Vertiguero.

– Setenta y tres -dijo el Monapillo.

– Y catorce Niños de la Fe -añadió el Religioso con orgullo.

El Vertiguero soltó un largo silbido: «Fiiuuuu…».

– ¡Y sólo son dos los que se casan! -añadió, con admiración.

– Sí -dijo el Religioso-. Así se hace cuando se trata de gente rica.

– ¿Habrá mucha gente? -preguntó el Monapillo.

– ¡Mucha! -respondió el Vertiguero-. Yo llevaré mi larga vértiga roja y mi bastón de pomo rojo.

– No -dijo el Religioso-. Tendrán que ser la vértiga amarilla y el bastón violeta. Es más distinguido.

Llegaron debajo de la galería. El Religioso abrió la portezuela disimulada en una de las columnas que soportaban la bóveda. Uno tras otro, se introdujeron en la estrecha escalera en forma de tornillo de Arquímedes. De lo alto venía un vago resplandor.

Subieron veinticuatro vueltas de tornillo y se detuvieron a respirar.

– ¡Cuesta! -dijo el Religioso.

El Vertiguero, que era el más bajo, asintió, y el Monapillo, cogido entre dos fuegos, tuvo que rendirse a esta constatación.

– Todavía quedan dos vueltas y media -dijo el Religioso.

Emergieron a la plataforma situada al lado opuesto del altar, a cien metros por encima del suelo, que apenas se adivinaba a través de la bruma. Las nubes entraban sin remilgos en la iglesia y cruzaban la nave en forma de amplias guedejas grises.

– Hará buen tiempo -dijo el Monapillo aspirando el olor de las nubes-o Huelen a tomillo serpol.

– Con una chispa de majuelo -dijo el Vertiguero-, también se huele.

– ¡Espero que la ceremonia sea un éxito! -dijo el Religioso.

Dejaron sus cajas en el suelo y empezaron a ornamentar las sillas de los músicos con adornos. El Vertiguero los iba sacando, les soplaba para quitarles el polvo y se los pasaba al Monapillo y al Religioso. Por encima de ellos, las columnas subían y subían, y parecían juntarse muy lejos. La piedra mate, de un hermoso color blanco crema, acariciada por el suave resplandor del día, reflejaba por doquier una luz ligera y tranquila. Arriba del todo, era verdiazul.

– Habrá que sacarle brillo a los micrófonos -dijo el Religioso al Vertiguero.

– Saco el último adorno -dijo el Vertiguero-, y me ocupo de eso.

Extrajo de su alforja un trapo rojo de lana y se puso a frotar enérgicamente el pedestal del primer micrófono. Había cuatro, dispuestos en fila delante de las sillas de la orquesta y combinados de manera tal que a cada melodía correspondía un repique de campanas en el exterior de la iglesia mientras en el interior se oía la música.

– Date prisa, José -dijo el Religioso-. Emmanuel y yo ya hemos terminado.

– Un momento -dijo el Vertiguero-, tengo aún cinco minutos de indulgencias.

El Monapillo y el Religioso volvieron a tapar las cajas que contenían los adornos y las colocaron en un rincón del palco para encontrarlas después de la boda.

Los tres abrocharon las correas de sus paracaídas y se lanzaron graciosamente al vacío. Las tres grandes flores multicolores se abrieron con un chapoteo de seda y, sin estorbo alguno, posaron sus pies sobre las pulidas losas de la nave.


19

– ¿Estoy guapa?

Chloé se estaba mirando en el agua de la pecera de plata pulida donde el pez rojo retozaba sin empacho. Sobre su hombro el ratón gris de los bigotes negros se frotaba la nariz con las patas y miraba los cambiantes reflejos.

Chloé se había puesto las medias, finas como humo de incienso, del mismo color que su clara piel, y los zapatos de tacón alto de piel blanca. El resto de su cuerpo estaba completamente desnudo, a excepción de una pesada pulsera de oro azul, que hacía parecer aún más frágil su delicada muñeca.

– ¿Crees que debo vestirme?

El ratón se deslizó a lo largo del redondo cuello de Chloé y fue a posarse sobre uno de sus senos. El ratón la miró desde abajo y pareció opinar que sí.

– Ahora, te voy a dejar en el suelo -dijo Chloé-. Sabes, te vuelves a casa de Colin esta tarde. ¡Tienes que decir adiós a los demás!

Dejó el ratón sobre la alfombra, miró por la ventana, dejó caer de nuevo el visillo y se acercó a su cama. Allí estaba, tendido, su vestido blanco, y los dos vestidos color agua clara de Isis y de Alise.

– ¿Estáis listas ya?

En el cuarto de baño, Alise ayudaba a Isis a peinarse. También tenían puestos ya los zapatos y las medias.

– ¡No vamos muy deprisa, ni vosotras ni yo! -dijo Chloé con falsa severidad-o ¿Sabéis, niñas, que me caso esta mañana?

– ¡Pero si todavía tienes una hora! -dijo Alise.

– Es más que suficiente -dijo Isis-. Además, ya estás peinada.

Chloé rió sacudiendo sus bucles. Hacía calor en el cuarto lleno de vapor y la espalda de Alise estaba tan apetitosa que Chloé la acarició dulcemente con las palmas de las manos.

Isis, sentada delante del espejo, abandonaba dócilmente la cabeza a las hábiles manipulaciones de Alise.

– ¡Me haces cosquillas! -dijo Alise, empezando a reír.

Chloé la acariciaba precisamente donde hace cosquillas, en los costados y hasta las caderas. La piel de Alise estaba tibia y viva.

– Me vas a estropear el rulo -dijo Isis, que se estaba haciendo las uñas por pasar el tiempo.

– Estáis hermosísimas las dos -dijo Chloé-. Es una lástima que no podáis ir así; a mí me gustaría que fuerais sólo con las medias y los zapatos.

– Anda, ve a vestirte, niña -dijo Alise-. Lo vas a echar todo a perder.

– ¡Dame un beso! -dijo Chloé-. ¡Estoy tan contenta!

Alise la echó del cuarto de baño y Chloé se sentó en la cama. Se reía sola viendo los encajes del vestido. Para empezar, se puso un sujetador de celofán y una braguita de raso blanco que sus sólidas formas hacían bombearse suavemente por detrás…

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