60

Nicolás pasó por delante de la penúltima librería que Alise acababa de incendiar. Se había cruzado con Colin que iba a su trabajo, y sabía del apuro en que se hallaba su sobrina. Se había enterado inmediatamente de la muerte de Partre al telefonear a su club y emprendió la busca de Alise; quería consolarla, levantarle la moral y tenerla consigo hasta que volviera a ser alegre como antes. Vio la casa de Chick, y una llamarada larga y delgada que salía del medio del escaparate del librero de al lado, haciendo saltar la luna como un martillazo. Observó delante del portal el coche del senescal de la policía y vio que el conductor lo desplazaba ligeramente hacia delante para evitar la zona peligrosa, y percibió también las siluetas negras de los agentes. Los Bombeadores aparecieron casi inmediatamente. Su coche se detuvo delante de la librería haciendo un ruido infernal. Nicolás luchaba ya con la cerradura. Consiguió romper la puerta a patadas y corrió hacia el interior. Todo ardía al fondo de la tienda. Vio el cuerpo del librero tendido, con los pies en las llamas, el corazón al lado y el arrancacorazones de Chick en el suelo. El fuego brotaba en forma de grandes esferas rojas y de lenguas puntiagudas que atravesaban de una vez los espesos muros de la tienda; Nicolás se lanzó al suelo para no ser alcanzado y en ese instante sintió por encima de él el violento desplazamiento de aire producido por el chorro extintor de los aparatos de los Bombeadores. El ruido del fuego redoblaba mientras que el chorro le asaltaba por la base. Los libros ardían crepitando; las hojas volaban golpeándose entre sí y pasaban por encima de la cabeza de Nicolás en sentido inverso del chorro; apenas podía respirar entre todo aquel estrépito y llamas. Esperaba que Alise no hubiera quedado atrapada por el fuego, pero no veía puerta alguna por la que hubiera podido escapar y el fuego se debatía contra los Bombeadores y pareció elevarse rápidamente, dejando libre la zona baja que parecía apagarse. En medio de las cenizas sucias quedaba un brillante fulgor, más brillante aún que las llamas.

El humo desapareció muy rápidamente, aspirado hacia el piso de encima. Los libros se extinguieron, pero el techo ardía con más fuerza que nunca. Cerca del suelo, ya no había más que aquel fulgor.

Sucio de ceniza, con los cabellos ennegrecidos, respirando apenas, Nicolás avanzó, reptando, hacia la claridad. Oía las botas de los Bombeadores que se afanaban. Bajo una viga de hierro retorcida percibió la deslumbrante melena rubia.

Las llamas no habían podido devorarla porque era más brillante que ellas. Se la metió en el bolsillo de dentro y salió.

Caminaba con paso inseguro. Los Bombeadores le miraron marchar. El fuego hacía estragos en los pisos superiores y se disponían a aislar el bloque de edificios para dejar arder, ya que no les quedaba más líquido extintor.

Nicolás caminaba por la acera. Su mano derecha acariciaba los cabellos de Alise contra su pecho. Oyó el ruido del coche del senescal de la policía que le adelantaba. En la parte trasera, reconoció el mono de cuero rojo del senescal. Abrió un poco la solapa de la chaqueta y se encontró completamente bañado de sol. Sólo sus ojos permanecían en la sombra.


61

Colin divisó la trigésima columna. Desde por la mañana estaba andando en la cueva de la Reserva de Oro. Su misión consistía en gritar cuando viese venir hombres a robar el oro. La cueva era muy grande. Yendo de prisa era necesario un día entero para recorrerla. En el centro se hallaba la cámara blindada donde el oro maduraba lentamente en una atmósfera de gases letales. El trabajo estaba bien pagado si se conseguía dar la vuelta dentro del día. Colin sentía que no estaba en una forma física lo suficientemente buena, y en la cueva estaba demasiado oscuro. Pese a sí mismo, se volvía de vez en cuando perdiendo tiempo en el horario, y no veía detrás de sí otra cosa que el minúsculo punto radiante de la última lámpara, y delante de él la lámpara siguiente que se iba agrandando lentamente.

Los ladrones de oro no acudían todos los días, pero de todas maneras había que pasar por el control a la hora prevista; de lo contrario, se practicaba una reducción en el salario.

Había que respetar el horario si se quería estar listo para gritar cuando pasaran los ladrones. Se trataba de hombres de costumbres muy regulares.

A Colin le dolía el pie derecho. La cueva, construida de dura piedra artificial, tenía un suelo rugoso y desigual. Al pasar la octava línea blanca forzó un poco la marcha para llegar a la trigésima columna a su debido tiempo. Se puso a cantar en voz alta para acompañar la marcha y de repente se detuvo porque los ecos le devolvían palabras destrozadas y amenazadoras que cantaban una melodía diametralmente opuesta a la suya.

Con las piernas doloridas, caminaba incansablemente y rebasó la trigésima columna. Maquinalmente, se volvió, creyendo ver algo detrás. Perdió cinco segundos más y dio algunos pasos acelerados para recuperarlos.

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