Marcharon mucho tiempo por las calles. La gente ya no se volvía y había cada vez menos luz. El cementerio de los pobres estaba muy lejos. El camión rojo rodaba y daba tumbos en las desigualdades del camino al tiempo que petardeaba alegremente.
Colin ya no oía nada, vivía en el pasado y sonreía a veces, lo recordaba todo. Nicolás e Isis marchaban detrás. Isis tocaba de vez en cuando el hombro de Colin.
La carretera se detuvo y el camión también; habían llegado al agua. Los mozos bajaron la caja negra. Era la primera vez que Colin iba al cementerio; estaba situado en una isla de forma indecisa, cuyos contornos cambiaban con frecuencia con el peso del agua. Se la distinguía vagamente a través de la bruma. El camión quedó en la orilla.
A la isla se accedía por una larga plancha flexible y gris, cuyo extremo más alejado desaparecía en la bruma. Los mozos profirieron terribles juramentos y el primero echó a andar por la plancha, cuya anchura era justamente la indispensable para que pudiera pasar una persona. Los mozos transportaban la caja negra ayudándose con anchas correas de cuero sin curtir que pasaban sobre sus hombros y daban una vuelta alrededor de su cuello y el segundo mozo había empezado a asfixiarse, poniéndose absolutamente morado; contra el fondo gris de la niebla, esto daba una gran sensación de tristeza. Colin los siguió; Nicolás e Isis echaron a andar a su vez a lo largo de la plancha; el primer mozo se escurría adrede para sacudirla y balancearla de derecha a izquierda. Éste desapareció en medio de una bruma que se desflecaba como hilillos de azúcar en el agua de un jarabe. Sus pasos resonaban sobre la plancha en gama descendente y, poco a poco, la plancha se curvó; se aproximaban al centro; cuando pasaron por él, la plancha tocó el agua y pequeñas olitas con céntricas chapotearon por ambos lados; el agua casi la recubría; estaba oscura y transparente; Colin se inclinó a la derecha, miró hacia el fondo y creyó ver una cosa blanca moverse vagamente en la profundidad; Nicolás e Isis se detuvieron detrás de él, estaban como de pie sobre el agua. Los mozos continuaban; la segunda mitad del camino era ascendente y, cuando hubieron pasado del medio, disminuyeron las olitas y la plancha se separó del agua con un ruido de succión.
Los mozos echaron a correr. Daban patadas y las asas de la caja negra sonaban contra las paredes. Llegaron a la isla antes de que Colin y sus amigos entraran penosamente en el pequeño sendero bajo flanqueado por setos de plantas oscuras. El sendero describía sinuosidades extrañas de formas desoladas, y el suelo era poroso y muy suelto. Se ensanchó un poco. Las hojas de las plantas pasaban a un color gris ligero y sus nervaduras resaltaban en oro sobre su carne aterciopelada. Los árboles, altos y flexibles, caían, formando un arco, de un borde al otro del camino. A través de la bóveda así formada, la luz producía un halo blanco, sin brillo. El sendero se dividió en varias trochas y los mozos entraron sin vacilar por la de la derecha. Colin, Isis y Nicolás debían apresurarse para alcanzarles. No se oían animales en los árboles. Únicamente, de cuando en cuando algunas hojas grises se desprendían para caer pesadamente en el suelo. Siguieron las ramificaciones del camino. Los mozos lanzaban patadas a los árboles y sus pesados zapatones marcaban sobre la esponjosa corteza profundas señales azuladas. El cementerio estaba justamente en el centro de la isla; trepando sobre las piedras, por encima de las copas de los árboles raquíticos, podía entreverse, lejos, hacia la otra orilla, un cielo veteado de negro y marcado por el pesado vuelo de los aguilones sobre los campos de álsine y de eneldo.
Los mozos de cuerda se detuvieron junto a una gran fosa; se pusieron a balancear el ataúd de Chloé cantando A la salade y apretaron el disparador de un mecanismo. Se abrió la tapa y algo cayó en la fosa con un gran crujido; el segundo mozo cayó al suelo medio estrangulado, porque la correa no se había desprendido lo suficientemente deprisa de su cuello. Colin y Nicolás llegaron corriendo. Isis venía, tropezando, detrás. Entonces el Monapillo y el Vertiguero, ataviados con viejos delantales llenos de manchas de aceite, surgieron de súbito de detrás de un túmulo y se pusieron a aullar como lobos, arrojando tierra y piedras en la fosa.
Colin estaba postrado de rodillas. Tenía el rostro entre las manos. Las piedras hacían un ruido seco al caer, y el Vertiguero, el Monapillo y los dos mozos se cogieron de las manos y dieron una vuelta alrededor de la fosa; luego, de repente, se marcharon hacia el sendero y desaparecieron bailando la farandola. El Vertiguero soplaba en una enorme trompa, cuyos sonidos roncos vibraban en el aire muerto.
La tierra se iba desprendiendo poco a poco y, al cabo de dos o tres minutos, el cuerpo de Chloé había desaparecido completamente.