La mano de Chloé, tibia y confiada, reposaba en la de Colin.
Ella le miraba; sus ojos claros, un poco asombrados, tranquilizaban a Colin. Debajo de la plataforma, por toda la alcoba, preocupaciones y cuidados se amontonaban, buscando encarnizadamente sofocarse los unos a los otros. Chloé sentía una fuerza opaca dentro de su cuerpo, en su tórax una presencia de signo contrario, contra la que no sabía luchar; tosía de vez en cuando para hacer huir al enemigo, agarrado en lo profundo de su carne. Le parecía que, si respiraba hondo, se entregaría viva a la rabia ciega del adversario, a su insidiosa malignidad. Su pecho se elevaba apenas y el contacto de las sábanas estiradas sobre sus largas piernas desnudas infundían calma a sus movimientos.
Junto a ella, con la espalda un poco encorvada, Colin la miraba. La noche se aproximaba, se iba formando en capas con céntricas alrededor del pequeño núcleo luminoso de la lámpara encendida a la cabecera de la cama, apresada en la pared, encerrada en una placa redonda de cristal esmerilado.
– Ponme música, Colin, cariño -dijo Chloé-. Pon canciones que te gusten.
– Te va a fatigar -dijo Colin.
Hablaba desde muy lejos, tenía muy mala cara. Su corazón ocupaba todo el espacio de su pecho, no se había dado cuenta hasta ahora.
– No, por favor te lo pido -dijo Chloé.
Colin se levantó, bajó la escalerilla de roble y conectó el aparato automático. Tenía altavoces en todas las habitaciones. Colin conectó el de la alcoba.
– ¿Qué has puesto? -preguntó Chloé.
Sonreía. Lo sabía muy bien.
– ¿Te acuerdas? -dijo Colin.
– Me acuerdo…
– ¿Te sientes mal?
– No me siento muy mal.
Allí donde los ríos se arrojan al mar se forma una barra difícil de franquear y grandes remolinos coronados de espuma donde bailan los restos de los náufragos. Entre la noche que reinaba fuera y la lucecita de la lámpara los recuerdos fluían de la oscuridad, chocaban con la claridad y, ya sumergidos, ya a flote, mostraban sus vientres blancos y sus espaldas plateadas. Chloé se incorporó un poco.
– Ven, siéntate cerca de mí…
Colin se acercó a ella, se puso de través en la cama y la cabeza de Chloé reposó en el hueco de su brazo izquierdo. El encaje de su ligera camisa dibujaba sobre su piel dorada una caprichosa red, tiernamente henchida por el arranque de los senos. La mano de Chloé cogía el hombro de Colin.
– ¿No estás enfadado?…
– ¿Por qué iba a estado?
– Por tener una mujer tan tonta…
Colin besó el huequecito del hombro confiado.
– Tápate un poco el brazo, Chloé, cariño. Vas a coger frío.
– No tengo frío -dijo Chloé-. Anda, escucha el disco.
Había algo de etéreo en la manera de tocar de Johnny Hodges, algo inexplicable y perfectamente sensual. La sensualidad en estado puro, desprendida del cuerpo.
Las esquinas de la habitación se modificaban, redondeándose, como efecto de la música. Ahora, Colin y Chloé reposaban en el centro de una esfera.
– ¿Qué era? -preguntó Chloé.
– Era The Mood fo be Wooed -dijo Colin.
– Es exactamente lo que sentía -dijo Chloé-.¿Cómo podrá entrar el médico en nuestra alcoba, con la forma que tiene?
Nicolás salió a abrir. En el umbral estaba el doctor.
– Soy el médico -dijo.
– Muy bien -dijo Nicolás-. Sírvase seguirme.
El doctor le siguió.
– Ya estamos -explicó cuando llegaron a la cocina-o Pruebe esto y dígame qué le parece.
En un receptáculo sílico-sodo-cálcico vitrificado había una poción de peculiar color, tirando a púrpura de Cassius ya verde vejiga, con un ligero matiz de azul de cromo.
– ¿Qué es esto? -preguntó el doctor.
– Una poción… -dijo Nicolás.
– Ya lo veo…, pero -dijo el doctor- ¿para qué sirve?
– Es un reconstituyente -dijo Nicolás.
El doctor aproximó el vaso a la nariz, olfateó, se prendió fuego, aspiró y probó, bebió después y se agarró el vientre con las dos manos, dejando caer al suelo su maletín de doctorizar.
– ¿Hace efecto, eh? -dijo Nicolás.
– ¡Buah!… Sí, ciertamente es para espicharla… -dijo el doctor-o ¿Es usted veterinario?
– No, señor -dijo Nicolás-, cocinero. Al fin y al cabo, hace efecto, ¿no?
– No está mal del todo -concedió el doctor-, me siento remozado.
– Venga a ver a la enferma -dijo Nicolás-. Ahora, ya está usted desinfectado.
El doctor se puso en marcha, pero en sentido contrario. Parecía poco dueño de sus movimientos.
– ¡Eh! -dijo Nicolás-. ¿Qué pasa? ¿Está usted en condiciones de hacer el reconocimiento o no?
– Bueno -dijo el doctor-, me gustaría contar con la opinión de un colega, así que le he pedido al doctor Tragamangos que viniera…
– Está bien -dijo Nicolás-. Ahora, venga por aquí.
Abrió la puerta de servicio.
– Baje usted los tres pisos y gire a la derecha, entre y ya está…
– De acuerdo… -dijo el doctor.
Empezó a bajar y de repente se detuvo.
– Pero, ¿dónde estoy?
– Ahí… -dijo Nicolás.
– ¡Ah, bueno!… -dijo el doctor.
Nicolás cerró la puerta. Llegaba Colin.
– Pero ¿qué pasa? -preguntó.
– Era un médico. Parecía un poco idiota, así que le he puesto de patitas en la calle.
– Pero hace falta un médico -dijo Colin.
– Desde luego -dijo Nicolás-. Va a venir Tragamangos.
– Me parece mejor -dijo Colin.
La campanilla sonó otra vez.
– No te muevas -dijo Colin-. Voy yo.
En el pasillo, el ratón trepó a lo largo de su pierna y se encaramó a su hombro derecho. Colin se apresuró y abrió al profesor.
– ¡Buenos días! -dijo éste.
Iba vestido de negro y llevaba una camisa de un amarillo apabullante.
– Fisiológicamente -explicó-, el negro sobre fondo amarillo corresponde al contraste máximo. Debo añadir que, además, no fatiga la vista y que evita que lo aplasten a uno en la calle.
– Sin duda -aprobó Colin.
El profesor Tragamangos podría tener cuarenta años. Su estatura podía aguantarlos. Pero ni uno más. Tenía el rostro lampiño, con una perilla en punta, y unas gafas inexpresivas.
– ¿Quiere usted seguirme? -propuso Colin.
– No sé. Dudo…
Pero se decidió de todas maneras.
– ¿Quién está enfermo?
– Chloé -dijo Colin.
– ¡Ah! -dijo el profesor-, esto me recuerda una canción…
– Sí -dijo Colin-, ésa es.
– Bueno -añadió Tragamangos-, vamos allá. Debería habérmelo dicho antes. ¿Qué tiene?
– No lo sé -dijo Colin.
– Yo tampoco -confesó el profesor-, ahora mismo, eso sí, puedo decírselo.
– ¿Pero, lo sabrá? -preguntó Colin, inquieto.
– Es posible -dijo el profesor Tragamangos, dubitativo-o Ahora bien, sería necesario que yo la examinara…
– Pues, venga usted… -dijo Colin.
– Sí, claro… -dijo el profesor.
Colin le conduj6 hasta la puerta de la habitación, súbitamente, pero se acordó de algo.
– Tenga cuidado al entrar -dijo-, es redonda.
– Bueno, ya estoy acostumbrado -dijo Tragamangos-, ¿está encinta?
– No, hombre, no… -dijo Colin-, es usted idiota… la que es redonda es la habitación.
– ¿Completamente redonda? -preguntó el profesor-o Entonces ¿ha puesto usted un disco de Ellington?
– Sí -contestó Colin.
– Yo también tengo discos suyos en casa -dijo Tragamangos-. ¿Conoce usted Slap Happy?
– Prefiero… -empezó Colin, pero se acordó de Chloé, que estaba esperando, y empujó al profesor dentro de la alcoba.
– Buenos días -dijo el profesor.
Subió la escalerilla.
– Buenos días -contestó Chloé-. ¿Cómo está usted?
– A fe -respondió el profesor- que el hígado me da la lata de vez en cuando. ¿Sabe usted lo que es eso?
– No -dijo Chloé.
– Está claro -contestó el profesor-, que no tiene usted mal el hígado.
– Se acercó a Chloé y le cogió la mano.
– Un poquito caliente, ¿eh?
– Yo no me doy cuenta.
– Sí -dijo el profesor-, pero hace mal.
Se sentó en la cama.
– Voy a auscultada, si no le molesta.
– Sí, hágalo, por favor -dijo Chloé.
El profesor sacó de su maletín un estetoscopio con amplificador y aplicó la campana a la espalda de Chloé.
– Cuente usted -dijo.
Chloé empezó a contar.
– Así no hacemos nada -dijo el doctor-, después del veintiséis va el veintisiete.
– Sí, es verdad -dijo Chloé-. Perdóneme.
– Por otra parte, ya basta -dijo el doctor-. ¿Tose usted?
– Sí -dijo Chloé, Y tosió.
– ¿Qué tiene, doctor? -preguntó Colin-. ¿Es grave?
– Hum… -dijo el profesor-o Tiene algo en el pulmón derecho, pero no sé qué es…
– ¿Y entonces? -preguntó Colin.
– Sería necesario que viniera a mi consulta para hacer un examen más a fondo -dijo el profesor..
– No me gusta mucho la idea de que se levante -dijo Colin-. ¿Y si se pone mala, como esta tarde?
– No -dijo el profesor-, lo que tiene no es grave. Voy a hacerle una receta, pero hay que seguida al pie de la letra.
– Sí, doctor -dijo Chloé.
Se llevó la mano a la boca y se puso a toser.
– No tosa -dijo Tragamangos.
– No tosas, cariño -dijo Colin.
– No puedo evitado -dijo Chloé con voz entrecortada.
– Se oye una música rara en su pulmón -dijo el profesor.
Parecía un poco molesto.
– ¿Es normal eso, doctor? -preguntó Colin.
– Hasta cierto punto… -contestó el profesor.
Se tiró de la perilla, que volvió a su sitio con un chasquido seco.
– ¿Cuándo debemos ir a vedo, doctor? -preguntó Colin.
– Dentro de tres días -dijo el profesor-. Tengo que poner en condiciones mis aparatos.
– ¿No los utiliza habitualmente? -preguntó a su vez Chloé.
– No -dijo el profesor-o Prefiero mucho más construir modelos a escala de aviones, pero me están interrumpiendo constantemente, así que llevo con el mismo desde hace un año y no encuentro tiempo para terminado. ¡Es exasperante!
– No cabe duda -dijo Colin.
– Son como tiburones -dijo el profesor-. Yo me complazco en compararme con el desdichado náufrago cuya somnolencia acechan los monstruos voraces para volcar su frágil esquife.
– Es una imagen muy bella -dijo Chloé, y se echó a reír con suavidad para no empezar a toser otra vez.
– Preste atención, niña mía -dijo el profesor poniéndole la mano en el hombro-. Es una imagen completamente estúpida, porque según el Génie Civil de 15 de octubre de 1944, en contra de la opinión general, de las treinta y cinco especies de tiburones que se conocen, tan sólo tres o cuatro son devoradoras de hombre. Y aun así, atacan menos al hombre que el hombre a ellos.
– Habla usted muy bien -dijo Chloé con admiración. Le gustaba mucho este doctor.
– Y es Génie Civil quien lo dice -afirmó el doctor-, no soy yo. Y con esto, les dejo.
Dio a Chloé un sonoro beso en la mejilla derecha, le dio una palmadita en el hombro y empezó a bajar la escalerilla.
Se enganchó el pie derecho en el pie izquierdo y éste con el último escalón y cayó al suelo.
– Esta instalación suya es un poco peculiar -hizo observar a Colin mientras se frotaba vigorosamente la espalda.
– Le ruego me excuse -dijo Colin.
– Además -añadió el profesor-, esta habitación esférica tiene algo de deprimente. Pruebe a poner Slap Happy, probablemente le devolverá la normalidad; o, si no, acepíllela.
– De acuerdo -dijo Colin-. ¿Qué tal un pequeño aperitivo?
– No estaría mal-dijo el profesor-. ¡Hasta la vista, pequeña! -gritó a Chloé, antes de salir de la alcoba.
Chloé seguía riéndose. Desde abajo, se la veía sentada en el gran lecho rebajado como sobre un estrado majestuoso, iluminada desde un lado por la lámpara eléctrica. Los rayos de luz se filtraban a través de sus cabellos del color del sol en la hierba recién nacida, y la luz que había pasado por su piel se posaba, dorada, sobre las cosas.
– Tiene usted una linda mujer -dijo el profesor a Colin en la antecámara.
– Sí, es verdad -dijo Colin.
Y, de repente, se puso a llorar, porque sabía que estaba enferma.
– Vamos, vamos… -dijo el profesor-, me pone usted en una situación embarazosa… Voy a consolarle… Tenga…
Rebuscó en el bolsillo interior de su chaqueta y sacó una carterita de cuero rojo.
– Mire, ésta es la mía.
– ¿La suya? -preguntó Colin, que trataba de serenarse.
– Mi mujer, quiero decir -explicó el profesor.
Colin, maquinalmente, abrió la carterita y explotó de risa.
– Ya está… ¿lo ve? -dijo el profesor-. No falla nunca. Todos se desternillan. Pero, en fin, ¿qué es lo que es tan divertido?
– Yo… yo… yo no sé -balbuceó Colin, y se desplomó, presa de una crisis de hilaridad.
El profesor cogió su carterita.
– Son ustedes todos iguales -dijo-. Piensan que las mujeres tienen que ser bonitas a la fuerza… Bueno, ¿qué hay de ese aperitivo?