49

– ¡Entre! -gritó el grabador de discos.

Miró hacia la puerta. Era Chick.

– Buenos días -dijo Chick. -Vengo a vede otra vez por esas grabaciones que le traje.

– Permítame que haga la cuenta -dijo el otro-. Por las treinta caras, confección de útiles, grabación con el pantógrafo de veinte ejemplares numerados, por cada cara, eso le hace, uno con otro, ciento ocho doblezones. Se lo dejo en ciento cinco.

– Aquí tiene -dijo Chick. -Tengo un cheque de ciento diez doblezones; se lo endoso y me devuelve usted cinco doblezones.

– De acuerdo -dijo el grabador.

Abrió el cajón y le dio a Chick un billete de cinco doblezones completamente nuevo.

Los ojos de Chick se extinguían en su rostro.


50

Isis se bajó. Nicolás conducía el coche. Miró el reloj y la siguió con la mirada, hasta que entró en casa de Colin y Chloé. Llevaba un uniforme nuevo de gabardina blanca y una gorra de cuero también blanco. Estaba rejuvenecido, pero su expresión inquieta delataba un profundo desasosiego.

La escalera disminuía bruscamente de ancho en la planta de Colin, pudiendo Isis tocar a la vez y sin abrir los brazos la barandilla y la fría pared. La alfombra ya no era más que un ligero plumón que apenas cubría la madera. Llegó al rellano, recuperó un poco el aliento y llamó.

No acudió nadie a abrir. En la escalera, no se oía más que, de vez en cuando, un ligero crujido seguido de una salpicadura húmeda cuando un escalón se estiraba.

Isis llamó otra vez. Desde el otro lado de la puerta podía percibir el ligero estremecimiento del martillo de acero sobre el metal. Empujó un poco la hoja y ésta se abrió de golpe.

Entró y tropezó con Colin. Descansaba tendido en el suelo, la cara apoyada en éste, de lado y con los brazos hacia delante… Tenía los ojos cerrados. En la entrada estaba oscuro.

En torno a la ventana se percibía un halo de claridad que no lograba penetrar. Respiraba quedamente. Estaba dormido.

Isis se inclinó, se arrodilló junto a él y le acarició la mejilla. Su piel se estremeció levemente y sus ojos se movieron bajo los párpados. Miró a Isis y pareció volverse a dormir. Isis le sacudió suavemente. Colin se sentó, ocultó un bostezo y dijo:

– Estaba durmiendo.

– Ya veo -dijo Isis-. ¿No duermes ya en su cama?

– No -dijo Colin-. Quería estar aquí para esperar al médico e ir a comprar flores.

Parecía completamente despistado.

– ¿Qué es lo que pasa? -dijo Isis.

– Chloé -dijo Colin-. Tose otra vez.

– Será un poco de irritación que queda -dijo Isis.

– No -dijo Colin-. Es el otro pulmón.

Isis se levantó y corrió hacia la habitación de Chloé. La madera del parqué salpicaba bajo sus pasos. No reconocía la habitación. En su cama, Chloé, la cabeza medio oculta en la almohada, tosía, sin ruido, pero sin pausa. Cuando oyó entrar a Isis se incorporó un poco y cobró aliento. Esbozó una débil sonrisa cuando Isis se acercó a ella, se sentó en la cama y la tomó en sus brazos como si fuera un niñito enfermo.

– No tosas, Chloé, cariño -murmuró Isis.

– Qué flor más bonita -dijo Chloé en un soplo, respirando el gran clavel rojo prendido en los cabellos de Isis-. Esto hace bien -añadió.

– ¿Estás enferma todavía? -dijo Isis.

– Yo creo que es el otro pulmón -dijo Chloé.

– Qué va-dijo Isis-, es el primero, que te hace toser un poco todavía.

– No -dijo Chloé-. ¿Dónde está Colin? ¿Ha salido a traerme flores?

– Ya viene -dijo Isis-. Yo ya le he visto. ¿Tiene dinero? -añadió.

– Sí -dijo Chloé-. Todavía tiene un poco. Pero para qué sirve eso si no resuelve nada.

– ¿Te duele? -preguntó Isis.

– Sí -dijo Chloé-, pero no mucho. La habitación ha cambiado, como puedes ver.

– Me gusta más así -dijo Isis-. Antes era demasiado grande.

– ¿Cómo están las demás habitaciones? -dijo Chloé.

– Ah, bien… -dijo Isis evasivamente.

Recordaba todavía la sensación del parqué frío como un pantano.

– A mí no me importa que esto cambie -dijo Chloé-. Mientras esté calentito y confortable…

– ¡Claro! -dijo Isis-. Un pisito pequeño resulta más simpático.

– El ratón se queda conmigo -dijo Chloé-. Ahí abajo lo tienes, en el rincón. Yo no sé qué es lo que hace. No quería volver al pasillo.

– Sí, comprendo -dijo Isis.

– Déjame otra vez tu clavel-dijo Chloé-, me hace bien.

Isis lo desprendió de su cabellera y se lo dio a Chloé que se lo acercó a los labios, aspirando largamente.

– ¿Cómo está Nicolás? -dijo..

– Bien -dijo Isis-. Pero ya no tiene la alegría de antes. Yo te traeré más flores cuando vuelva.

– Yo lo quería mucho a Nicolás -dijo Chloé-. ¿Te vas a casar con él?

– No puedo -murmuró Isis-. No tengo su misma categoría…

– Eso no importa, si él te quiere… -dijo Chloé.

– Mis padres no se atreven a hablarle de ello -dijo Isis-.

¡Oh!…

El clavel palideció de repente, se ajó y pareció secarse. Después cayó, hecho fino polvo, sobre el pecho de Chloé.

– ¡Oh! -dijo también Chloé-. Voy a toser otra vez. ¿Has visto…?

Se interrumpió para llevarse la mano a la boca. Un violento acceso se apoderaba de ella de nuevo.

– Es… esta cosa que tengo… lo que hace morir a todas las flores… -balbuceó.

– No hables -dijo Isis-. No tiene ninguna importancia.

Colin te va a traer más flores.

En la habitación, la luz era azul y casi verde en los rincones. No había allí todavía trazas de humedad y la alfombra seguía siendo bastante gruesa, pero una de las cuatro ventanas cuadradas estaba ya casi completamente cerrada.

Isis oyó el ruido húmedo de los pasos de Colin en la entrada.

– Aquí está -dijo-. Seguro que te trae flores.

Apareció Colin. Llevaba un gran ramo de lilas en los brazos.

– Toma, Chloé, cariño -dijo-. ¡Cógelas!

Ella tendió los brazos.

– Eres muy bueno, amor mío -dijo.

Colocó el ramo sobre la otra almohada, se volvió de lado y hundió su rostro en los tallos blancos y azucarados.

Isis se levantó.

– ¿Te vas? -dijo Colin.

– Sí -dijo Isis-. Me esperan. Volveré con flores.

– Serías muy amable si pudieras venir mañana por la mañana -dijo Colin-. Tengo que ir a buscar trabajo, y no quiero dejarla completamente sola antes de haber vuelto a ver al doctor.

– Descuida, vendré… -dijo Isis.

Se inclinó un poquito, con precaución, y besó a Chloé en la tierna mejilla. Chloé levantó la mano y acarició la cara de Isis, pero no volvió la cabeza. Respiraba con avidez el perfume de las lilas, que se desprendía en lentas volutas en torno a sus cabellos brillantes.

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