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Colin estaba terminando de asearse. Al salir del baño, se había envuelto en una amplia toalla de rizo, dejando sólo al descubierto las piernas y el torso. Cogió el pulverizador del estante de cristal y roció sus cabellos claros con fluida y perfumada esencia. El peine de ámbar dividió la sedosa masa en largas estrías rubias, de un leve matiz anaranjado, semejantes a los surcos que hubiera podido trazar con el tenedor en la mermelada de albaricoque alguien que jugara a ser labrador. Colin dejó el peine y, armándose del cortaúñas, recortó en bisel los extremos de sus párpados mates para impregnar de misterio su mirada. Tenía que hacerlo a menudo porque le volvían a crecer con rapidez. Encendió la lamparita del espejo de aumento y se acercó para cerciorarse del estado de su cutis. Algunas espinillas brotaban junto a las aletas de la nariz. Viéndose tan feas en el espejo de aumento, se ocultaron con presteza bajo la piel y, satisfecho, Colin apagó la lámpara. Se quitó la toalla que le ceñía la cintura y se pasó una puntita entre los dedos de los pies para absorber los últimos restos de humedad. En el espejo, se podía ver a quién se parecía: al rubio que representaba el papel de Slim en la película Hollywood Canteen. Tenía la cabeza redonda, las orejas pequeñas, la nariz recta, la tez dorada. Sonreía a menudo con una sonrisa de niño pequeño, lo que, por fuerza, había acabado por hacerle un hoyito en la barbilla. Era bastante alto, delgado, de piernas largas, y muy simpático. El nombre de Colin le iba bastante bien. Hablaba con dulzura a las muchachas y alegremente a los muchachos. Casi siempre estaba de buen humor; el resto del tiempo, dormía.

Dejó vaciarse la bañera practicando un agujero en el fondo. El suelo del cuarto de baño, de baldosas de gres cerámico color amarillo claro, hacía una suave pendiente que orientaba el agua hacia un orificio situado exactamente sobre la mesa de despacho del inquilino que habitaba el piso de abajo. Éste, hacía poco tiempo, y sin advertir a Colin, había cambiado la mesa de sitio. Ahora, el agua caía sobre la despensa.

Deslizó los pies en unas sandalias de piel de murciélago y se puso un elegante atuendo de estar en casa: pantalón de pana del color verde del agua muy profunda y chaqueta de calamaco color avellana. Puso la toalla a secar en la percha, colocó la alfombrilla de baño en el borde de la bañera y la roció de sal gorda para eliminar toda el agua que tuviera. La alfombra comenzó a babear, formando racimos de burbujitas jabonosas.

Salió del cuarto de baño y se dirigió a la cocina a fin de inspeccionar los últimos preparativos para la cena; Chick, que vivía muy cerca, iba a ir a cenar, como hacía todos los lunes por la noche. No era más que sábado, pero Colin tenía ganas de verlo y de hacerle saborear el menú preparado con serena alegría por Nicolás, su nuevo cocinero. Chick, soltero como él, tenía también su misma edad, veintitrés años, y gustos literarios afines, pero menos dinero. Colin poseía una fortuna suficiente para vivir bien sin trabajar para nadie. En cambio, Chick tenía que acudir todas las semanas al ministerio para ver a su tío y pedirle dinero prestado, porque su profesión de ingeniero no le daba para vivir al nivel de los obreros que mandaba y resultaba difícil dar órdenes a personas mejor vestidas y mejor nutridas que uno. Colin le ayudaba cuanto podía, invitándole a cenar siempre que venía a mano, pero el orgullo de Chick le obligaba a andar con tacto y no demostrar, con favores demasiado frecuentes, que creía que le estaba ayudando.

El pasillo de la cocina, acristalado a ambos lados, era claro y un sol brillaba por cada uno de ellos, porque a Colin le gustaba mucho la luz. Casi por doquier había grifos de latón lustrados con esmero. Los jugueteos de los soles sobre los grifos producían efectos maravillosos. A los ratones de la cocina les gustaba bailar al son del ruido que hacían los rayos de sol al rebotar en los grifos, y corrían tras las burbujitas que aquéllos hacían al pulverizarse contra el suelo, como si fueran chorritos de mercurio amarillo. Colin acarició de paso a un ratón; era gris y menudo, tenía unos bigotes negros muy largos, y estaba asombrosamente lustroso. El cocinero les daba muy bien de comer, sin dejarles engordar demasiado. Los ratones no hacían ruido durante el día y sólo jugaban en el pasillo.

Colin empujó la puerta pintada de esmalte de la cocina. El cocinero, Nicolás, vigilaba su cuadro de mandos. Estaba sentado delante de un tablero también pintado de esmalte color amarillo claro, donde estaban colocados los cuadrantes correspondientes a los diversos aparatos culinarios que se alineaban a lo largo de las paredes. La aguja del horno eléctrico, graduado para el pavo asado, oscilaba entre «casi» y «a punto». Se acercaba el momento de retirarlo. Nicolás pulsó un botón verde que accionaba el palpador sensible.

Éste penetró sin encontrar resistencia, y en ese mismo momento la aguja marcó «a punto». Con rápido ademán, Nicolás cortó la corriente del horno y puso en marcha el calientaplatos.

– ¿Estará bueno? -preguntó Colin.

– El señor puede estar seguro -afirmó Nicolás-. El pavo estaba perfectamente calibrado.

– ¿Qué nos ha preparado de entrada?

– Dios mío -dijo Nicolás-, por una vez no he innovado nada. Me he limitado a plagiar a Gouffé.

– ¡Podría haber escogido peor maestro! -observó Colin-. Y ¿qué parte de su obra va a usted a reproducir?

– Está en la página 638 de su Libro de cocina. Voy a leerle al señor el pasaje a que me refiero.

Colin se sentó en un taburete de asiento acolchado con caucho alveolado revestido de seda parafinada a tono con el color de las paredes, y Nicolás se expresó en los siguientes términos:

– «Se hace pasta de hojaldre como para una entrada. Se prepara una anguila de buen tamaño, que se cortará en rodajas de tres centímetros. Éstas se ponen en una cacerola con vino blanco, sal, pimienta, cebolla en rodajas, una ramita de perejil, tomillo, laurel y una puntita de ajo.» La puntita no he podido amarla como me habría gustado -continuó Nicolás-, la piedra está muy gastada.

– Haré que la cambien -dijo Colin.

Nicolás prosiguió:

– «Una vez cocida, la anguila se retira de la cacerola y se pone en una saltera. El caldo se pasa por la estameña, se le añade salsa española y se reduce hasta que la salsa se adhiera a la cuchara. Se pasa por el tamiz, se recubre con ella la anguila y se le da un hervor durante dos minutos. Se coloca la anguila dentro del hojaldre. Éste se rodea de un collar de champiñones vueltos hacia dentro y se le pone un ramito de lechas de carpa en el centro. Por último, se baña con la salsa que haya quedado.»

– De acuerdo -aprobó Colin-. Creo que a Chick le gustará.

– No tengo el placer de conocer al señor Chick -dijo Nicolás-, pero si no le gusta la próxima vez haré otra cosa, yeso me permitirá determinar casi con certeza el orden espacial de sus gustos y aversiones.

– ¡Hum!… -dijo Colin-. Le dejo, Nicolás. Voy a ocuparme de poner la mesa.

Atravesó el pasillo en sentido contrario y cruzó el office hasta llegar al comedor-gabinete, cuyas paredes beige rosado y alfombra azul pálido eran un descanso para la vista.

La pieza, de cuatro metros por cinco poco más o menos, daba a la avenida de Louis Armstrong a través de dos ventanas alargadas. Espejos sin azogue se deslizaban por las paredes laterales, dejando entrar los aromas de la primavera cuando ésta reinaba en el exterior. En el lado opuesto a las ventanas, una mesa de roble, suave al tacto, ocupaba uno de los rincones de la sala. Dos banquetas en ángulo recto se hallaban a dos lados de la mesa y sillas a juego, con almohadones de piel, ornaban los dos lados restantes. El mobiliario de la sala comprendía, además, un largo mueble de pequeña altura acondicionado como discoteca, un gramófono de la máxima potencia y un mueble, simétrico del anterior, que contenía los tirachinas, los platos, los vasos y demás aparejos utilizados para comer entre gentes civilizadas.

Colin escogió un mantel azul a juego con la alfombra. Colocó en medio del mantel un centro de mesa constituido por un bocal con formol en cuyo interior dos embriones de pollo parecían remedar El espectro de la rosa en la coreografía de Nijinsky. En torno, algunas ramas de mimosa en tiras: el jardinero de unos amigos la obtenía cruzando mimos a de bolas con la cinta de regaliz negro que se encuentra en los merceros al salir de la escuela. Acto seguido, tomó, uno para cada uno, dos platos de porcelana blanca adornados por rejillas de oro transparente, y unos cubiertos de acero inoxidable con mangos calados, cada uno de ellos con una mariquita disecada aislada entre dos plaquitas de plexiglás para dar buena suerte. Puso también copas de cristal y servilletas plegadas en forma de bonete de cura; esto llevaba cierto tiempo, Apenas había dado fin a estos preparativos, cuando la campanilla se separó de la pared y le anunció la llegada de Chick.

Colin desvaneció un ficticio pliegue de la servilleta y acudió a abrir.

– ¿Qué tal? ¿Cómo estás? -preguntó Chick.

– Bien, ¿y tú? -replicó Colin-. Quítate la gabardina y ven a ver lo que está haciendo Nicolás.

– ¿Tu cocinero nuevo?

– Sí -dijo Colin-. Se lo cambié a mi tía por el antiguo y un kilo de café belga.

– ¿Es bueno?

– Parece saber lo que se hace. Es discípulo de Gouffé.

– ¿El hombre de la maleta grande? -inquirió Chick aterrado, y su bigotito negro descendió trágicamente.

– Claro que no, tonto. De Jules Gouffé, el famoso cocinero.

– Bueno, sabes, es que yo… -dijo Chick-, aparte de JeanSol Partre, no leo gran cosa.

Siguió a Colin por el embaldosado pasillo, acarició a los ratones y, de paso, puso unas gotitas de sol en su encendedor.

– Nicolás -dijo Colin-, le presento a mi amigo Chick.

– Buenos días, señor -dijo Nicolás.

– Buenos días, Nicolás -dijo Chick-. ¿No tiene usted una sobrina que se llama Alise?

– Sí, señor -dijo Nicolás-. Y una linda muchacha, por cierto, si se me permite el comentario.

– Se parece mucho a usted -dijo Chick-. Aunque en lo tocante al busto, haya algunas diferencias.

– Yo soy bastante ancho -dijo Nicolás- y ella está más desarrollada en sentido perpendicular, si el señor me permite esta puntualización.

– Bueno -dijo Colin-, ya estamos casi en familia. No me había dicho usted que tenía una sobrina, Nicolás.

– Mi hermana ha seguido el mal camino, señor -dijo Nicolás-. Ha cursado estudios de filosofía. No son cosas de las que guste envanecerse en una familia orgullosa de sus tradiciones…

– Bueno… -dijo Colin-, creo que tiene usted razón. Ahora, enséñenos ya ese pastel de anguila…

– Sería peligroso abrir el horno en este momento -advirtió Nicolás-. Podría producirse una desecación consecutiva a la introducción de aire menos rico en vapor de agua que el que ahora está encerrado dentro.

– Yo -dijo Chick- preferiría llevarme la sorpresa al verlo en la mesa.

– No puedo menos que aprobar al señor -dijo Nicolás-. ¿El señor me permitiría reanudar mi labor?

– Pues claro, Nicolás, por favor.

Nicolás volvió a su trabajo, que consistía en desmoldar filetes de lenguado en áspic adornados con láminas de trufa, que habrían de servir de guarnición a los entremeses de pescado. Colín y Chick salieron de la cocina.

– ¿Quieres un aperitivo? -preguntó Colin-. Ya he terminado mi pianóctel, podrías probarlo.

– ¿Qué tal funciona? -preguntó Chick.

– A la perfección. Me ha costado ponerlo a punto, pero el resultado ha superado todas mis esperanzas. A partir de Black and Tan Fantasy he conseguido una mezcla verdaderamente prodigiosa.

– ¿En qué principio te basas? -preguntó Chick.

– A cada nota -dijo Colin – hago corresponder un alcohol, un licor o bien un aroma. El pedal corresponde al huevo batido y la sordina al hielo. Para el agua de Seltz hace falta un trino en el registro agudo. Las cantidades están en proporción directa a la duración: a la semifusa equivale un dieciseisavo de unidad, a la negra la unidad, y a la redonda cuatro unidades. Cuando se toca una canción lenta, se activa un sistema de registro para que no aumenten las medidas -lo que daría un cóctel demasiado abundante-, aunque sí el contenido de alcohol. Y además se puede, si se quiere, según la duración de la canción, hacer variar el valor de la unidad, reduciéndolo por ejemplo a una centésima parte, para obtener una bebida en la que se tengan en cuenta todas las armonías mediante una regulación lateral.

– Es bastante complicado, ¿eh? -dijo Chick.

– El conjunto funciona a base de contactos eléctricos y relés. No te doy detalles, tú entiendes de eso. Y además el piano funciona de verdad.

– ¡Fantástico! -dijo Chick.

– Sólo hay algo fastidioso -añadió Colin-, y es el pedal para el huevo batido. He tenido que poner un sistema especial de enganche, porque cuando se toca un ritmo demasiado caliente, caen trozos de tortilla en el cóctel y resulta difícil de tragar. Lo arreglaré, pero de momento basta con tener cuidado. Y el sol grave da crema fresca.

– Me voy a hacer un cóctel a base de Loveless Love -dijo Chick-. Va a ser algo tremendo.

– Está todavía en el cuarto trastero, donde me he hecho un taller -dijo Colin-, porque no he tenido tiempo de atornillar las placas de protección. Ven. Vamos a ver. Voy a ajustarlo para dos cócteles de veinte centilitros aproximadamente para empezar.

Chick se sentó al piano. Cuando terminó la pieza, una parte del panel delantero se abatió con un golpe seco y apareció una fila de vasos. Dos de ellos estaban llenos hasta el borde de una apetitosa mezcolanza..

– Tengo un cierto temor -dijo Colin-. Ha habido un momento en que has dado una nota falsa. Por suerte, estaba en la armonía.

– ¿Pero este cacharro tiene en cuenta la armonía? -dijo Chick.

– No del todo -dijo Colin-. Sería demasiado complicado. Tiene unas pocas limitaciones. Anda, bebe, y vamos a la mesa.

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