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– Se nos está haciendo tarde -dijo Colin.

– No importa repuso Chloé. Atrasa el reloj.

– ¿De verdad que no quieres ir en coche?…

– No… -dijo Chloé-. Quiero pasear contigo por la calle.

– ¡Pero hay un buen trecho!

– No importa… -dijo Chloé-. Cuando me has… besado ahora mismo, he sentido que recuperaba el aplomo. Tengo ganas de andar un poco.

– ¿Entonces le digo a Nicolás que vaya a recogemos en coche? -sugirió Colin.

– Bueno, si tú quieres…

Para ir al doctor, Chloé se había puesto un vestidito azul claro, con un escote en punta muy bajo y llevaba una chaqueta corta de lince, acompañada de un gorro a juego. Completaban el conjunto unos zapatos de serpiente teñida.

– Ven, gatita mía.

– No es gato -dijo Chloé-. Es lince.

– Me cuesta decir linza -dijo Colin.

Salieron de la habitación y pasaron a la entrada. Chloé se detuvo delante de la ventana.

– ¿Qué pasa aquí? Hay menos luz que de costumbre…

– En absoluto -dijo Colin-. Hace mucho sol.

– De eso nada -dijo Chloé-. Me acuerdo muy bien. El sol llegaba hasta este dibujo de la alfombra y ahora sólo llega hasta aquí…

– Depende de la hora -dijo Colin.

– No depende de la hora, porque era a la misma hora…

– Mañana miraremos a la misma hora -dijo Colin.

– ¿Ves? Llegaba hasta la séptima raya. Ahora sólo llega hasta la quinta…

– Vamos -dijo Colin-. Es tarde.

Chloé se sonrió a sí misma al pasar por delante del gran espejo del corredor enlosado. No podía ser grave lo que tenía y, ahora, en lo sucesivo, irían muchas veces a pasear juntos. Él administraría bien sus doblezones, en realidad le quedaba bastante para poder llevar los dos una vida agradable.

Quizá podría trabajar…

El acero del pestillo chasqueó y la puerta se cerró. Chloé iba cogida de su brazo. Andaba a pasitos cortos. Colin daba un paso por cada dos de los suyos.

– Estoy contenta -dijo Chloé-. Hace sol, y los árboles huelen tan bien…

– Sí, es verdad -dijo Colin-. ¡Es primavera!

– ¿Ah, sí? -dijo Chloé dirigiéndole una mirada maliciosa.

Torcieron a la derecha. Faltaba todavía dejar atrás dos grandes casas antes de llegar al barrio de los médicos. Cien metros más allá empezaron a sentir el olor de los anestésicos, que en días de viento llegaban aún más lejos. La estructura de la acera cambiaba. Ahora caminaban sobre un canal ancho y plano, cubierto por una especie de parrilla de hormigón con las traviesas estrechas y muy juntas. Bajo las traviesas corría alcohol mezclado con éter que arrastraba trozos de algodón manchados de humores y de sanies, de sangre algunas veces. Largos filamentos de sangre a medio coagular teñían aquí y allí el flujo volátil, y colgajos de carne medio descompuesta pasaban lentamente, girando sobre sí mismos, como icebergs demasiado fundidos. No se percibía más que el olor a éter. También arrastraba la corriente vendas de gasa y otras curas, que desenroscaban sus anillos dormidos. Directamente de cada casa, un tubo de descenso descargaba en el canal y observando unos instantes el orificio de estos tubos se podía saber la especialidad del médico. Un ojo bajó dando vueltas sobre sí mismo, los miró algunos instantes y desapareció bajo una ancha capa de algodón rojizo y blanco como una medusa malsana.

– No me gusta esto -dijo Chloé-. Como aire, es muy sano, pero no es agradable para la vista…

– No, es cierto -dijo Colin.

– Ven al centro de la calle.

– Bueno -dijo Colin-, pero nos van a atropellar.

– He hecho mal en no querer venir en coche -dijo Chloé-. Las piernas no me dan más de sí.

– Afortunadamente para ti vives bastante lejos del barrio de la cirugía mayor…

– ¡Calla! -dijo Chloé-. ¿Llegamos ya?

Se puso otra vez a toser de repente y Colin empalideció.

– ¡No tosas, Chloé!… -suplicó.

– No, Colin, cariño… -dijo, conteniéndose con esfuerzo.

– No tosas… ya estamos… es ahí.

El emblema del profesor Tragamangos representaba una inmensa mandíbula engullendo una pala de obrero, de la que sólo sobresalía la parte metálica. Esto hizo reír a Chloé. Muy flojito, muy bajo, porque tenía miedo de toser otra vez.

A lo largo de las paredes había fotografías en color de curas milagrosas del profesor iluminadas por luces que, por el momento, no funcionaban.

– Ya ves -dijo Colin-. Es un gran especialista. Las otras casas no tienen una decoración tan completa.

– Eso lo único que prueba es que tiene muchísimo dinero -dijo Chloé.

– O que es un hombre de gusto -respondió Colin-. Esto es muy artístico.

– Sí -dijo Chloé-. Recuerda una carnicería modelo.

Entraron y se encontraron en un gran vestíbulo redondo pintado de blanco. Una enfermera se dirigió hacia ellos.

– ¿Tienen ustedes hora? -preguntó.

– Sí -dijo Colin-. Quizá nos hayamos retrasado un poco…

– No tiene importancia -afirmó la enfermera-. El profesor ya ha terminado de operar hoy. ¿ Quieren seguirme? Obedecieron y sus pasos resonaban sobre el suelo esmaltado con un sonido sordo y fuerte. En la pared circular se abrían una serie de puertas y la enfermera les condujo a la que tenía, en oro embutido, la reproducción a escala de la enseña gigante del exterior del edificio. Abrió la puerta y se retiró para dejarles entrar. Empujaron una segunda puerta transparente y sólida y se hallaron en la consulta del profesor.

Estaba éste de pie delante de la ventana y se estaba perfumando la perilla con un cepillo de dientes empapado en extracto de opopónaco. Se volvió al ruido y se acercó hacia Chloé con la mano tendida.

– ¡Bueno, bueno! ¿Cómo se siente usted hoy?

– Esas píldoras son terribles -dijo Chloé.

El semblante del profesor se ensombreció. Parecía un ochavón.

– Es un fastidio… -murmuró-o Ya me lo imaginaba yo.

Permaneció inmóvil un instante, soñador; después se dio cuenta de que todavía tenía en la mano el cepillo de dientes.

– Téngame esto -le dijo a Colin, metiéndole el cepillo en la mano-. Siéntese, pequeña -a Chloé.

Dio la vuelta a su despacho y, a su vez, se sentó él también.

– Mire usted -le dijo-. Usted tiene algo en el pulmón. Más exactamente, algo en el pulmón. Yo esperaba que fuera…

Se interrumpió y se levantó de súbito.

– La cháchara no sirve de nada -dijo-. Venga conmigo.

Ponga ese cepillo donde quiera -añadió dirigiéndose a Colin, que realmente no sabía qué hacer con él.

Colin quiso seguir a Chloé y al profesor, pero tuvo que apartar una especie de velo invisible y consistente que acababa de interponerse entre ellos. Su corazón experimentaba una extraña angustia y latía de forma irregular.

Hizo un esfuerzo, se repuso y apretó los puños. Haciendo acopio de todas sus fuerzas logró avanzar algunos pasos y, una vez pudo tocar la mano de Chloé, todo desapareció.

Ella iba de la mano del profesor, quien la condujo a una salita blanca de techo cromado, una de cuyas paredes ocupaba totalmente un aparato liso y achaparrado.

– Prefiero que se siente usted -dijo el profesor-. No tardaremos mucho.

Frente a la máquina había una pantalla de plata roja enmarcada en cristal, y en el pedestal centelleaba un solo mando, de esmalte negro.

– ¿Se queda usted? -preguntó el profesor a Colin.

– Lo preferiría -contestó Colin.

El profesor hizo girar el mando. La luz huyó de la salita en un torrente de claridad que desapareció por debajo de la puerta y por una abertura de ventilación situada encima de la máquina, y la pantalla se fue iluminando poco a poco.

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