El Religioso hablaba con el Vertiguero y Colin esperaba el fin de su conversación; después se aproximó. Ya no veía ni el suelo bajo sus pies y tropezaba a cada instante. Sus ojos veían a Chloé, en el lecho de sus nupcias, apagada, con sus cabellos oscuros y su nariz recta, su frente un poco abombada, su cara de óvalo redondeado y suave; y sus párpados cerrados que la habían arrojado fuera del mundo.
– ¿Viene usted para el entierro? -dijo el Religioso.
– Chloé ha muerto -dijo Colin.
Oyó a Colin decir «Chloé ha muerto» y no le creyó.
– Ya lo sé -dijo el Religioso-. Y ¿qué dinero quiere usted gastar? ¿Me imagino que deseará, sin duda, una hermosa ceremonia?
– Sí -dijo Colin.
– Puedo hacerle algo estupendo por unos dos mil doblezones. Tengo también cosas más caras…
– Yo no tengo más que veinte doblezones -dijo Colin-. Podría contar con treinta o cuarenta más, pero no en seguida.
El Religioso llenó sus pulmones de aire y resopló con disgusto.
– Entonces, lo que le hace falta es una ceremonia de pobre.
– Yo soy pobre… -dijo Colin-. y Chloé ha muerto…
– Sí -dijo el Religioso-. Pero uno debería arreglárselas siempre para morir teniendo un entierro decente bien asegurado. Entonces, ¿no tiene usted ni siquiera quinientos doblezones?
– No… -dijo Colin -. Podría llegar a los cien, si usted acepta que le pague en varias veces. ¿Usted se da cuenta de lo que es decirse «Chloé ha muerto»?
– Sabe usted -dijo el Religioso-, estoy acostumbrado y ya no me impresiona. Yo debería aconsejarle que se dirija a Dios, pero me temo que, por una suma tan modesta, quizá esté contraindicado molestarlo…
– ¡Oh! -dijo Colin-, pero si yo no voy a molestarlo. No creo que pueda hacer gran cosa, sabe usted, porque Chloé ha muerto…
– Cambie de tema -dijo el Religioso-. Piense… en… no sé, no importa el qué… por ejemplo…
– ¿Podría ser una ceremonia decente por cien doblezones? -dijo Colin.
– No quiero pensar siquiera en esa solución -dijo el Religioso-. Usted puede llegar a ciento cincuenta.
– Me hará falta tiempo para pagarle.
– Usted tiene un empleo… me firma un papelito…
– Si usted quiere -dijo Colin.
– Con estas condiciones -dijo el Religioso- puede usted llegar hasta doscientos y tendrá usted al Monapillo y al Vertiguero de su parte, mientras que con ciento cincuenta estarán en su contra.
– No creo -dijo Colin-. No creo que me dure mucho el trabajo.
– Entonces, pongamos ciento cincuenta -concluyó el Religioso-. Es lamentable, será una ceremonia verdaderamente infecta. Me disgusta usted, regatea demasiado…
– Lo siento -dijo Colin.
– Venga a firmar los papeles -dijo el Religioso, y le empujó con brutalidad.
Colin tropezó con una silla. El Religioso, furioso por el ruido, le empujó otra vez hacia la sacristería, y le siguió rezongando.
Los dos mozos de cuerda encontraron a Colin en la entrada del piso, esperándoles. Estaban cubiertos de suciedad, porque la escalera se deterioraba cada vez más. Pero llevaban la ropa más vieja que tenían y siete más siete menos ni se les notaba. A través de los agujeros de sus uniformes, se veían los pelos rojizos de sus feas piernas nudosas y saludaron a Colin dándole un tantarantán en el vientre, tal como está previsto en el reglamento de los entierros pobres.
La entrada parecía ahora el pasadizo de una cueva. Tuvieron que agachar la cabeza para poder llegar a la alcoba de Chloé. Los del ataúd ya se habían marchado. No se veía ya a Chloé sino una vieja caja negra, marcada con un número de orden y toda abollada. La cogieron y, sirviéndose de ella como de un ariete, la precipitaron por la ventana. No se descendía a los muertos en hombros más que en los entierros de quinientos doblezones.
– Debe de ser por eso por lo que la caja tiene tantas abolladuras -pensó Colin, y lloró porque Chloé debía de estar magullada y descompuesta.
Pensó que ella ya no sentía nada y lloró más fuerte. La caja cayó con estrépito sobre los adoquines y rompió la pierna de un niño que estaba jugando allí mismo. Empujaron la caja contra la acera y la izaron al coche de muertos.
Era un viejo camión pintado de rojo que conducía uno de los mozos.
Poca gente seguía al camión: Nicolás, Isis, Colin y una o dos personas que no conocían. El camión iba bastante deprisa. Tuvieron que correr para seguido. El conductor cantaba a voz en cuello. Sólo callaba a partir de doscientos cincuenta doblezones.
Se detuvieron delante de la iglesia y la caja negra permaneció allí mientras ellos entraban para la ceremonia. El Religioso, hosco, les volvía la espalda y empezó a agitarse sin convicción. Colin estaba de pie delante del altar.
Alzó los ojos: delante de él, colgado de la pared, estaba Jesús en su cruz. Parecía aburrirse y Colin le preguntó:
– ¿Por qué ha muerto Chloé?
– Yo no tengo ninguna responsabilidad en ese asunto -dijo Jesús-. ¿Y si hablamos de otra cosa?…
– ¿Quién es el responsable de todo esto? -preguntó Colin.
Hablaban en voz muy baja y los demás no podían oír su conversación.
– En todo caso, no nosotros -dijo Jesús.
– Yo os invité a nuestra boda -dijo Colin.
– Salió muy bien -dijo Jesús-, me lo pasé muy bien. ¿Por qué no has dado más dinero esta vez?
– No lo tengo -dijo Colin- y, además, ahora no es mi boda.
– Ya -dijo Jesús.
Parecía molesto.
– Es muy diferente -dijo Colin-. Esta vez, se ha muerto Chloé. No me gusta pensar en esa caja negra.
– Mmmmmm… -dijo Jesús.
Miraba hacia otro sitio y parecía aburrirse. El Religioso daba vueltas a una carraca mientras aullaba versos en latín.
– ¿Por qué la habéis hecho morir? -preguntó Colin.
– ¡Oh! -dijo Jesús-. No insistas.
Buscó una postura más cómoda en sus clavos.
– Era tan buena -dijo Colin-. Jamás hizo mal alguno, ni en pensamiento ni en obra.
– Eso no tiene nada que ver con la religión -refunfuñó Jesús, bostezando.
Sacudió un poco la cabeza para cambiar la inclinación de su corona de espinas.
– No comprendo qué hemos hecho -dijo Colin-. No nos merecíamos esto.
Bajó los ojos. Jesús no respondió. Colin levantó la cabeza.
El pecho de Jesús se elevaba suave y regularmente. Sus rasgos respiraban tranquilidad. Sus ojos se habían cerrado y Colin oyó salir de su nariz un ligero ronroneo de satisfacción, como el de un gato ahíto. En ese momento, el Religioso saltaba sobre un pie y luego sobre el otro, soplaba en un tubo y se terminó la ceremonia.
El Religioso salió el primero de la iglesia y volvió a la sacristería a ponerse unos zapatones de clavos.
Colin, Isis y Nicolás salieron y esperaron detrás del camión.
Aparecieron entonces el Vertiguero y el Monapillo, ricamente vestidos de colores claros. Se pusieron a abuchear a Colin y bailaron como salvajes alrededor del camión. Colin se tapó los oídos, pero no podía decir nada. Había contratado un entierro de pobre y no se movió cuando le alcanzaron los puñados de guijarros.