51

Colin caminaba penosamente a lo largo de la carretera. Ésta se sumía oblicuamente entre terraplenes coronados por cúpulas de cristal que adquirían, a la luz, un brillo glauco e incierto.

De vez en cuando levantaba la cabeza para leer las placas indicadoras a fin de cerciorarse de que iba en la buena dirección y veía entonces el cielo, listado transversalmente de marrón sucio y de azul.

A lo lejos, delante de él, podía percibir, por encima de los taludes, las chimeneas alineadas del invernadero principal. Llevaba en el bolsillo el periódico en el que se solicitaban hombres de veinte a treinta años para organizar la defensa del país. Caminaba lo más rápidamente posible, pero los pies se le hundían en la tierra caliente que, por todas partes, tomaba lentamente posesión de las construcciones y de la carretera.

No se veían plantas. Por todas partes tierra, en bloques uniformes, amontonados a ambos lados, formando terraplenes muy inclinados en equilibrio inestable; algunas veces, una masa pesada oscilaba, rodaba talud abajo y se desplomaba blandamente sobre la superficie del camino.

En algunos sitios los terraplenes eran más bajos y Colin podía distinguir, a través de los cristales turbios de las cúpulas, formas de color azul oscuro que se agitaban vagamente sobre un fondo un poco más claro.

Apretó el paso, arrancando los pies de los agujeros que él mismo iba haciendo. La tierra se volvía a cerrar en seguida, como un músculo circular, y no quedaba más que una leve depresión apenas perceptible y que se borraba casi inmediatamente.

Las chimeneas se aproximaban. Colin sentía que el corazón le daba vueltas dentro del pecho, como un animal rabioso. Apretó el periódico por encima de la tela de su bolsillo.

El suelo estaba resbaladizo y se desprendía bajo sus pies, pero se iba hundiendo cada vez menos y la carretera se endurecía perceptiblemente. Vio la primera chimenea cerca de él, clavada en tierra como una estaca. Pájaros oscuros volaban en torno de la cúspide, de donde escapaba una fina humareda verde. En la base de la chimenea había un abultamiento redondeado que la afianzaba. Los edificios comenzaban un poco más lejos. No había más que una puerta.

Entró, restregó los pies en una rejilla reluciente de lamas aceradas y continuó por un pasadizo bajo flanqueado por apliques de luz titilante. El suelo era de ladrillo rojo y la parte de arriba de las paredes, así como el techo, estaban guarnecidos de placas de vidrio de varios centímetros de espesor a través de las cuales se entreveían masas oscuras e inmóviles.

Al final del pasadizo había una puerta. Ostentaba ésta el número indicado en el periódico y Colin entró sin llamar, tal como indicaba el anuncio.

Un hombre anciano con una blusa blanca y los cabellos enmarañados leía un manual detrás de su mesa. De la pared colgaban armas variadas, gemelos brillantes, fusiles de fuego, lanzamuertes de diversos calibres y una colección completa de arrancacorazones de todos los tamaños.

– Buenos días -dijo Colin.

– Buenos días -dijo el hombre.

Tenía la voz cascada y espesa por la edad.

– Vengo por el anuncio -dijo Colin.

– ¿Ah, sí? -dijo el hombre-o Pues hace un mes que lo publicamos sin fruto. Se trata de un trabajo bastante duro, sabe usted…

– Sí -dijo Colin-, ¡pero está bien pagado!

– ¡Pardiez! -dijo el hombre-. Este trabajo desgasta, ¿sabe?, y quizá no valga la pena. Bueno no me corresponde a mí denigrar a mi administración. Además, como puede ver, yo continúo vivo…

– ¿Hace mucho tiempo que trabaja aquí? -dijo Colin.

– Un año -dijo el hombre-. Ahora tengo veintinueve.

Pasó una mano arrugada y temblorosa por los pliegues de su cara.

– Y, ahora, yo he llegado, como puede ver. Puedo estar en mi despacho y leer el manual toda la jornada.

– Yo tengo necesidad de dinero -dijo Colin.

– Eso sucede con frecuencia -dijo el hombre-, pero el trabajo le vuelve a uno filósofo. Al cabo de tres meses tendrá menos necesidad.

– Es para cuidar a mi mujer -dijo Colin.

– ¡Ah! ¿Sí? -dijo el hombre.

– Está enferma -explicó Colin-. A mí no me gusta el trabajo.

– Lo siento por usted -dijo el hombre-. Cuando una mujer está enferma, ya no sirve para nada.

– Pero yo la amo.

– Sin duda -dijo el hombre-. Si no fuera por eso, usted no querría trabajar. Voy a enseñarle su puesto. Es en el piso de arriba.

Guió a Colin a través de pasadizos de bóvedas rebajadas y de escaleras de ladrillo rojo, hasta llegar a una puerta contigua a otras y que estaba marcada con un símbolo.

– Ya estamos -dijo el hombre-o Entr~, le voy a explicar el trabajo.

Colin entró. Era una pieza pequeña y cuadrada. Las paredes y el suelo eran de cristal. Sobre el piso había un gran bloque de tierra en forma de ataúd, pero de gran espesor, un metro por lo menos. AlIado, en el suelo, había una pesada manta de lana enrollada. No había mueble alguno. En un pequeño nicho practicado en la pared había un cofre de hierro azul. El hombre se dirigió al cofre y lo abrió. Sacó de él doce objetos brillantes y cilíndricos, con un minúsculo agujero en el centro.

– La tierra es estéril, ya sabe usted lo que pasa -dijo el hombre-. Hacen falta materias de primera calidad para la defensa del país. Pero, para que los cañones de fusil crezcan de una manera regular y sin distorsiones, se ha comprobado hace largo tiempo que hace falta calor humano. Por otra parte, esto vale para todas las armas.

– Sí -afirmó Colin.

– Hace usted doce agujeros pequeños en la tierra -dijo el hombre- repartidos en el medio del corazón y del hígado, y se tiende usted sobre la tierra después de haberse desnudado.

Luego se cubre con el tejido de lana estéril que hay ahí, y se las arregla para desprender un calor perfectamente regular.

Rió con una risa cascada y se dio unas palmaditas en el muslo derecho.

– Yo hacía catorce de éstos los primeros veinte días de cada mes. ¡Ah!… ¡yo era fuerte!…

– ¿Y entonces? -preguntó Colin.

– Entonces permanece usted así durante veinticuatro horas y al cabo de estas veinticuatro horas los cañones de fusil habrán crecido. Vienen a retirarlos. Se riega la tierra con aceite y vuelve usted a empezar.

– ¿Crecen hacia abajo? -preguntó Colin.

– Sí, están iluminados por debajo -dijo el hombre-. Poseen un fototropismo positivo, pero crecen hacia abajo porque son más pesados que la tierra, así que se iluminan sobre todo por debajo para que no se produzcan distorsiones.

– ¿Y las estrías? -dijo Colin.

– Los granos de esta especie crecen con todas las estrías. -dijo el hombre-. Se trata de simientes seleccionadas.

– ¿Y para qué sirven las chimeneas? -preguntó Colin.

– Son para ventilar y esterilizar las mantas y los edificios. No vale la pena tomar precauciones especiales porque se hace muy enérgicamente.

– ¿Y no se puede hacer esto con calor artificial? -dijo Colin.

– Muy mal-dijo el hombre-. Les hace falta el calor humano para crecer bien.

– ¿Emplean ustedes mujeres? -preguntó Colin.

– No pueden hacer este trabajo -repuso el hombre-. Las mujeres no tienen el pecho lo suficientemente plano para que se reparta bien el calor. Bien, le dejo trabajar.

– ¿Podré ganarme diez doblezones por día? -dijo Colin.

– Ciertamente -dijo el hombre-, y una prima si supera usted la cifra de doce cañones…

Salió de la pieza y cerró la puerta.

Colin tenía los doce granos en la mano. Los dejó a su lado y empezó a desnudarse.

Tenía los ojos cerrados y sus labios temblaban de vez en cuando.

Загрузка...