No se podía ya entrar en el comedor. El techo se juntaba casi con el suelo, al cual se había unido por proyecciones medio vegetales medio minerales que se desarrollaban en una oscuridad húmeda. La puerta que daba al pasillo ya no se podía abrir.
Sólo quedaba un estrecho pasadizo que conducía de la entrada a la habitación de Chloé. Isis pasó la primera y después Nicolás. Éste parecía alelado. Algo hinchaba el bolsillo interior de su chaqueta y, de cuando en cuando, se llevaba la mano al pecho.
Isis miró el lecho antes de entrar en la habitación; Chloé seguía estando rodeada de flores. Sus manos, estiradas sobre la colcha, sujetaban apenas una gran orquídea blanca que parecía beige al lado de su piel diáfana. Tenía los ojos abiertos y se removió apenas al ver a Isis sentarse cerca de ella. Nicolás vio a Chloé y volvió la cabeza hacia otro lado. Habría deseado sonreírle. Se acercó a ella y le acarició la mano. Se sentó también y Chloé cerró suavemente los ojos y los volvió a abrir. Parecía contenta de verlos.
– ¿Estabas durmiendo? -preguntó Isis en voz baja.
Chloé dijo que no con los ojos. Buscó la mano de Isis con sus delgados dedos. Bajo la otra mano tenía al ratón, cuyos ojos negros y vivos vieron brillar; y éste trotó por la cama para acercarse a Nicolás. Éste lo cogió delicadamente y le besó en su hociquito lustroso, y el ratón volvió cerca de Chloé. Las flores tiritaban en torno del lecho. No aguantaban mucho tiempo y Chloé se sentía cada hora más débil.
– ¿Dónde está Colin? -preguntó Isis.
– Trabajo… -musitó Chloé.
– No hables -dijo Isis-. Haré las preguntas de otra forma.
Acercó su linda cabeza castaña a la de Chloé y la besó con cuidado.
– ¿Trabaja en su banco? -preguntó.
Los párpados de Chloé se cerraron y se oyó un paso en la entrada. Colin apareció en la puerta. Traía flores nuevas, pero ya no tenía trabajo. Los hombres habían pasado demasiado pronto y él no podía ya andar.
Como había hecho todo lo que había podido, recibió un poco de dinero, esas flores.
Chloé parecía más tranquila, ahora casi sonreía, y Colin se situó muy cerca de ella. La amaba demasiado para las fuerzas que a ella le quedaban y la rozó apenas, de miedo de romperla completamente. Con sus pobres manos, todavía estropeadas por el trabajo, alisó los cabellos oscuros.
Estaban allí Nicolás, Colin, Isis y Chloé. Nicolás empezó a llorar ya que Chick y Alise no volverían jamás y Chloé iba muy mal.
La administración pagaba mucho dinero a Colin, pero era demasiado tarde. Ahora, su deber era subir a casa de la gente todos los días. Le enviaban una lista y él anunciaba las desgracias un día antes de que sucedieran.
Todos los días se desplazaba a los barrios populares o bien a los barrios elegantes. Subía montones de peldaños. Era muy mal recibido. Le arrojaban a la cabeza objetos pesados y que hacían daño, palabras duras y puntiagudas, y lo ponían en la puerta. Por eso cobraba dinero y daba satisfacción. Pensaba conservar el trabajo. Lo único que sabía hacer era eso, que le pusieran en la calle.
La fatiga lo atenazaba, le soldaba las rodillas, le hundía la cara. Sus ojos no veían más que la fealdad de la gente. Sin cesar, anunciaba las desdichas que iban a ocurrir. Sin cesar le echaban fuera, con golpes, gritos, lágrimas, insultos.
Subió los dos escalones, continuó por el pasillo y llamó, retrocediendo inmediatamente un paso. En cuanto la gente veía su gorra negra, sabían de qué se trataba y le maltrataban, pero Colin no tenía por qué decir nada; le pagaban por ese trabajo. La puerta se abrió. Él dio la noticia y se marchó.
Un pesado taco de madera le alcanzó en la espalda.
Buscó en la lista el nombre siguiente y vio que era el suyo.
Arrojó entonces la gorra y marchó por la calle y su corazón era de plomo, porque sabía que, al día siguiente, Chloé moriría.