Colin iba corriendo por la calle.
– Va a ser una boda muy bonita… Es mañana, mañana por la mañana. Estarán todos mis amigos…
La calle conducía a Chloé.
– Chloé, tus labios son dulces. Tienes la tez de fruta. Tus ojos ven como es debido Y tu cuerpo hace correr calor por el mío…
Por la calle corrían canicas de cristal y, detrás de ellas, niños.
– Harán falta meses y meses para que me sacie de darte besos. Harán falta meses y meses para agotar los besos que quiero darte, en las manos, en el pelo, en los ojos, en el cuello…
Tres chiquillas cantaban una canción de corro redonda y la bailaban en triángulo.
– Chloé, querría sentir tus senos sobre mi pecho, mis dos manos cruzadas sobre ti, y tus brazos alrededor de mi cuello, tu cabeza perfumada en el hueco de mi hombro, y tu piel palpitante, y el olor que se desprende de ti…
El cielo estaba claro y azul, el frío era todavía intenso, pero se le sentía ceder. Los árboles, negros del todo, ostentaban, en el extremo de sus ramas marchitas, retoños verdes y henchidos.
– Cuando estás lejos de mí, te veo con ese vestido de botones de plata, pero ¿cuándo lo llevabas puesto? No, no fue la primera vez. Fue el día de la primera cita, bajo tu abrigo pesado y dulce lo llevabas ceñido al cuerpo.
Empujó la puerta de la tienda y entró.
– Querría montones de flores para Chloé -dijo.
– ¿Cuándo hay que entregadas? -preguntó la florista.
Era joven y frágil, y tenía las manos rojas. Ella adoraba las flores.
– Llévenlas mañana por la mañana y después llévenlas a mi casa. Que nuestra alcoba quede repleta de lirios, de gladiolos blancos, de rosas y de montones de otras flores blancas y, sobre todo, pongan también un gran ramo de rosas rojas…
Los hermanos Desmaret se estaban vistiendo para la boda. Los invitaban con frecuencia a ser pederastas de honor porque tenían muy buena presencia. Eran gemelos. El mayor se llamaba Coriolano. Tenía el cabello negro y rizado, la piel blanca y suave, aspecto virginal, nariz recta y ojos azules detrás de largas pestañas amarillas.
El menor, llamado Pegaso, tenía un aspecto parecido, salvo porque tenía las pestañas verdes, lo que bastaba de ordinario para distinguir al uno del otro. Habían abrazado la carrera de pederastas por necesidad y por gusto, pero como les pagaban bien por ser pederastas de honor, ya apenas trabajaban y, por desgracia, esta ociosidad funesta les empujaba al vicio de cuando en cuando. Así, la víspera Coriolano se había portado mal con una chica. Pegas o le estaba reprendiendo seriamente, mientras se daba masaje en la región lumbar con pasta de almendras macho delante del gran espejo de tres caras.
– ¿Ya qué hora has vuelto a casa, eh? -decía Pegaso.
– Ya no me acuerdo. Déjame en paz y ocúpate de tus riñones.
Coriolano se estaba depilando las cejas con ayuda de unas pinzas de forcipresión.
– ¡Eres un indecente! -dijo Pegaso-. ¡Una chica!… ¡Si tu tía te viera!…
– ¿Y tú? ¿No lo has hecho nunca? -dijo Coriolano amenazador.
– ¿Cuándo? -dijo Pegaso un poco inquieto.
Interrumpió su masaje e hizo algunos movimientos de flexibilidad delante del espejo.
– Bueno, ya está bien -dijo Coriolano-, no insisto más. No quiero hacerte morder el polvo. Será mejor que me abroches los calzones.
Ambos llevaban unos calzones especiales que tenían la bragueta por detrás y que eran difíciles de abrochar sin ayuda.
– ¡Ah! -dijo sarcásticamente Pegaso-, ¿ves?, no puedes decir nada…
– ¡Ya está bien, te digo! -repitió Coriolano-. ¿Quién se casa hoy?
– Es Colin, que se casa con Chloé -dijo su hermano con repulsión.
– ¿Por qué lo dices con ese tono? -preguntó Coriolano-. Está bueno.
– Sí, está bien -dijo Pegaso, con deseo-o Pero ella, ella tiene un pecho tan redondo que no hay manera de imaginarse que es un hombre…
Coriolano se ruborizó.
– A mí me parece bonita -murmuró-… Dan ganas de tocarle el pecho. ¿No te da esa impresión?…
Su hermano lo miró con estupor.
– ¡Qué guarro eres! -remachó con energía-o Eres lo más vicioso que existe… ¡Un día de éstos vas a acabar casándote con una mujer!