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PAÍSES DE ACOGIDA

La tormenta transformó la isla en un cenagal estancado. Con las primeras luces, emergimos de los escombros y nos reunimos en la plaza. Parecíamos diminutos en medio de los árboles partidos y oscilantes. Las raíces cubiertas de barro sobresalían de hondos y enormes agujeros en la tierra. La gente bajaba tambaleándose por el camino de la montaña, con las ropas rasgadas y húmedas y el pelo endurecido por la arena. Busqué a Iván, conteniendo la respiración hasta que lo vi al final de la comitiva, con rollos de cuerda colgados de los hombros como si fueran serpientes muertas.

El hospital todavía estaba en pie y había una multitud pululando alrededor. Ruselina se había colocado en la entrada y dirigía a la gente hacia diferentes grupos con su bastón. Había cientos de personas, todos despeinados, cojeando o sangrando. Los médicos y las enfermeras, que también tenían un aspecto desaliñado y cansado, administraban lo que podían de los exiguos suministros. Un joven médico sentado en una caja frente a la mujer del Dusha-dushi le cosía el labio. El procedimiento tenía que provocarle un dolor insoportable sin una fuerte anestesia, pero la mujer estaba sentada muy quieta, y sus manos temblorosas agarradas a la barbilla eran lo único que delataba la agonía que estaba sufriendo.

Irina y yo abrazamos a Ruselina y corrimos, adelantando a los demás, hacia el campamento. Trozos de tela desgarrada y tiras de lona ondeaban con la brisa de la mañana como las ropas podridas de un esqueleto. Los caminos se habían convertido en barrancos profundos, en cuya superficie se divisaban los restos pulverizados de loza y los jirones de ropa de cama. Muchas de las cosas que los refugiados habían rescatado de China con tanto esfuerzo habían sido devoradas. Todo aquello era demasiado difícil de soportar: montones interminables de sillas y mesas destrozadas, camas patas arriba y juguetes rotos… Una anciana que nos rozó cuando pasamos a su lado llevaba la fotografía de un niño desgarrada y estropeada por el agua.

– Era lo único que me quedaba de él. E incluso esto se ha echado a perder -se lamentó, mientras me miraba. Su boca hundida tembló como si esperara una respuesta. Pero no se me ocurría qué decirle.

Irina volvió al hospital para ayudar a Ruselina. Yo crucé el campamento hacia el distrito octavo, sorteando las piedras sueltas que vibraban bajo mis pies. Ya no me daban miedo los cocos. De los cocoteros no colgaba ningún fruto y había cáscaras rajadas esparcidas por todo el suelo. En el ambiente, flotaba un olor desagradable. Localicé la fuente del mal olor en el cadáver de un cachorro en medio del camino, cuyo estómago inflamado había sido atravesado por el poste partido de una tienda. Las hormigas y las moscas se estaban dando un festín sobre la herida. Me estremecí cuando imaginé al niño dueño del perrito, que andaría buscándole. Recogí del suelo una tira de corteza de palmera y cavé una tumba poco profunda. Cuando terminé, saqué el poste del vientre del perrito y lo arrastré por las patas hasta el agujero. Vacilé un momento antes de cubrirlo de arena, sin saber si estaba haciendo lo correcto. Pero recordé mi propia niñez y supe que había cosas que un niño jamás debía ver.

La densa jungla que rodeaba el distrito octavo lo había salvado. Las tiendas se habían desplomado y se habían aflojado hacia el suelo, pero no estaban destrozadas sin posibilidad de reparación como las de los distritos tercero y cuarto. Las camas se habían desparramado por la zona, pero muy pocas se habían roto, y en una de las tiendas, aunque la lona había volado hasta los árboles circundantes, el mobiliario había permanecido derecho y ordenado cuidadosamente, como si sus dueños sólo se hubieran ausentado unos minutos.

Me mordí los agrietados labios hasta que sangraron cuando localicé mi baúl. Alguien lo había amarrado a un árbol con hábiles nudos y permanecía intacto. Me sentí muy agradecida con las chicas porque se hubieran tomado la molestia de atarlo durante mi ausencia. El cierre estaba atascado y no podía abrirlo de ninguna de las maneras. Agarré una piedra que me quedaba a mano y, gracias a ella, destrocé el cerrojo. En su interior, los vestidos de noche estaban húmedos y llenos de arena, pero no me importó. Hurgué entre la tela, rezando porque mis manos dieran con lo que estaba buscando. Cuando toqué la madera, grité de alivio y saqué la muñeca matrioska. Estaba ilesa y la besé una y otra vez, como una madre que acabara de encontrar a su hijo perdido.


El mar tenía el color del té con leche. Trozos de vegetación y otros restos se balanceaban sobre las olas. La luz de la mañana que resplandecía en la superficie le daba un aspecto inofensivo, nada que ver con el monstruo enfurecido que había amenazado con engullirnos a todos la noche anterior. En las cercanías, en la pequeña franja de arena que quedaba, un párroco rezaba junto a un grupo de gente una plegaria de agradecimiento. Yo no creía en Dios, pero incliné la cabeza como señal de respeto de todos modos. Teníamos mucho por lo que estar agradecidos. Gracias a algún tipo de milagro, no se había perdido ninguna vida humana. Cerré los ojos y me dejé llevar por una especie de aletargamiento balsámico.

Después, me encontré con el capitán Connor, que estaba de pie frente a la oficina de la OIR. Las paredes metálicas estaban llenas de agujeros y algunos de los armarios archivadores se habían volcado. El capitán le daba un toque surrealista a aquella escena en mitad de la catástrofe, con su uniforme cuidadosamente planchado y el pelo de punta, debajo del cual se veía parte de su cuero cabelludo quemado por el sol. La única señal de la tormenta que se apreciaba en su apariencia eran las salpicaduras de barro en las botas.

Me sonrió como si fuera cualquier otro día, y yo llegara al trabajo a mi hora habitual. Me señaló el grupo de cobertizos de metal semicilíndricos que utilizábamos como almacén. Algunos de ellos estaban en un estado peor que el de nuestra oficina: sus paredes se habían deformado tanto que seguramente no podríamos volver a utilizarlos.

– Si algo bueno sale de este desastre -sentenció-, es que se darán cuenta de que nos tienen que sacar de esta isla más tarde o más temprano.

Para cuando volví al hospital, los soldados filipinos y estadounidenses provenientes de Guam habían llegado para ofrecernos su ayuda. Iván y los otros oficiales estaban descargando bidones de combustible y de agua potable de la parte trasera de un camión militar, mientras que los soldados se atareaban levantando tiendas para los enfermos que no entraban en el hospital. Los voluntarios hervían agua para esterilizar el instrumental médico y las vendas o preparaban comida bajo un toldo improvisado.

El revuelto y empapado césped estaba atestado de gente durmiendo en camillas. Ruselina era uno de ellos. Irina estaba sentada junto a ella, acariciando el pelo blanco de su abuela. La anciana había dicho que se sacrificaría por Irina o por mí y que nosotras éramos lo único que tenía en el mundo. Contemplé a las dos mujeres desde detrás de un árbol, mientras apretaba con fuerza mi muñeca matrioska contra el pecho. Ellas también eran lo único que yo tenía.

Vi a Iván arrastrando un saco de arroz hacia el toldo-cocina. Yo también deseaba ayudar, pero se me había agotado toda la valentía. Iván se irguió, frotándose la espalda, y se percató de mi presencia. Se me acercó lentamente con una sonrisa en los labios y las manos en las caderas. Pero su expresión cambió cuando se fijó en mi semblante.

– No me puedo mover -le dije.

Extendió los brazos hacia mí.

– Está bien, Anya -me dijo, apretándome contra su pecho-. No ha sido tan malo como parecía. Nadie está gravemente herido y las cosas siempre se pueden reparar o sustituir.

Apreté el rostro contra su pecho, escuchando el firme latido de su corazón y dejando que su cálida presencia me envolviera. Durante un momento, me sentí en casa de nuevo. Volvía a ser una niña idolatrada en Harbin. Podía oler el pan recién hecho, escuchar el fuego crepitando en el recibidor y sentir la suavidad de la alfombra de piel de oso bajo mis pies. Y por primera vez en mucho tiempo, pude oír la voz de mi madre: «Estoy aquí, mi niña, tan cerca de ti que podrías tocarme». El motor de un camión arrancó y se rompió el encanto. Di un paso atrás, separándome de Iván, abriendo la boca para hablar, pero incapaz de emitir ninguna palabra.

Me cogió la mano entre sus ásperos dedos, con mucho cuidado, como temiendo que, si me apretaba demasiado, fuera a rompérmela.

– Vamos, Anya -me dijo-. Busquemos algún sitio en el que puedas descansar.


Las semanas que siguieron a la tormenta estuvieron llenas de esperanza, pero también de congoja. La marina estadounidense con base en Manila llegó con barcos cargados de suministros. Contemplamos a los marineros que desfilaban por la playa, portando sacos sobre sus anchas espaldas, y en cuestión de dos días, reedificaron la ciudad de tiendas. La nueva ciudad era mucho más ordenada que la antigua, que se había construido a toda prisa, sin planificación a largo plazo y con herramientas insuficientes. Las carreteras se reconstruyeron con cunetas más profundas y asfalto, y se desbrozó la jungla alrededor de los bloques de baños y cocinas. Pero aquella construcción tan ordenada nos produjo inquietud en lugar de placer. Había algo incómodamente permanente en la manera en que se había construido el nuevo campamento y, a pesar de las esperanzas del capitán Connor, aún no había noticias de los «países de acogida».

En la Sociedad Rusa de Estados Unidos se enteraron de la catástrofe y nos enviaron un mensaje urgente: «Además de lo que les hace falta para sobrevivir, dígannos lo que necesitan para ser felices». La sociedad recopiló materiales no sólo de sus miembros, muchos de los cuales se habían hecho ricos en Estados Unidos, sino también de empresas que estaban dispuestas a donar existencias defectuosas. El capitán Connor y yo pasamos las noches trabajando en una lista de deseos que incluía un pequeño regalo para cada persona. Solicitamos discos, raquetas de tenis, barajas de cartas, estuches de lápices y libros para nuestra biblioteca y nuestro servicio de préstamos, pero también jabón perfumado, chocolate, diarios para escribir, cuadernos de dibujo, cepillos del pelo, pañuelos y un pequeño juguete para cada niño menor de doce años. Recibimos su respuesta en quince días: «Hemos conseguido todos los objetos solicitados. También les enviamos biblias, dos guitarras, un violín, trece rollos de tela para vestidos, seis samovares, veinticinco impermeables y cien copias de la obra de Chéjov El huerto de los cerezos, a las que les faltan las tapas».

El cargamento tenía que llegar un mes después. El capitán Connor y yo esperamos pacientemente, emocionados como dos niños traviesos. Contemplábamos todos los barcos que pasaban, pero transcurrieron seis semanas y no llegaba nada. El capitán Connor investigó el asunto a través de la oficina de la OIR en Manila. Todos los artículos del cargamento habían sido interceptados por funcionarios corruptos que los habían vendido en el mercado negro.


Iván vino a verme una tarde a la oficina de la OIR. Entorné los ojos para mirar su silueta a contraluz en el marco de la puerta y, al principio, no le reconocí. Llevaba la camisa planchada y el pelo limpio, sin salpicaduras de serrín y hojarasca, como de costumbre. Se había recostado ociosamente contra la jamba de la puerta, pero se tamborileaba con los dedos en la cadera, por lo que supe inmediatamente que estaba tramando algo.

– ¡Me has estado espiando! -protesté.

Se encogió de hombros y miró la habitación a su alrededor.

– No, qué va -contestó-. Simplemente, he venido a ver cómo estabas.

– Sí, sí que estabas espiándome -repliqué-. El capitán Connor acaba de irse a hacer un recado. Y entonces has aparecido tú. Debes de haber visto cómo se marchaba.

Los ojos de Iván se dirigieron hacia una desvencijada silla de mimbre que reservábamos para los invitados. Escondió su rostro de mi mirada, pero aun así le vi sonreír.

– Tengo un plan para levantarle la moral a todo el mundo -me dijo-, pero no sé si Connor estará de acuerdo.

Iván arrastró la silla hasta colocarla frente a mi escritorio y después tomó asiento como un gigante sobre un dedal.

– He construido el proyector y la pantalla. Lo único que necesito es una película.

Se llevó la mano al ojo, pero no me gustó su movimiento, parecía como si estuviera tratando de enmascarar la cicatriz. ¿Todavía sentía vergüenza por su desfiguración en mi presencia? No necesitaba sentirla. La cicatriz era muy grande, pero era suficiente tratar con Iván durante un solo día para dejar de notarla. Su personalidad era lo único que se le quedaba a uno en mente. Mi propia mejilla me dio una punzada. No me gustaba notar debilidad o vulnerabilidad en Iván. Él era mi roca. Necesitaba que fuera fuerte.

– Tenemos muchas películas. -Le señalé la caja de cintas de película que el capitán Connor utilizaba como reposapiés-. Hasta ahora no teníamos proyector.

– Venga ya, Anya -dijo Iván, inclinándose hacia delante, apoyando las manos en las rodillas. Se había limpiado las uñas: otro cambio en su aspecto-. Ésas son antiguas. El tipo de películas que les habrían encantado a nuestros padres. Necesitamos una nueva.

Su ojo bueno era claro como el agua, de un color azul oscuro, insondable. Me imaginé que si miraba lo bastante cerca dentro de su ojo podría ver el pasado de Iván grabado en él. Sus hijos fallecidos, su esposa, la panadería aparecerían flotando justo debajo de la superficie. Si me asomaba aún más abajo, quizás podría ver su niñez y podría saber quién era antes de que se le desfigurara el rostro. Su ojo contradecía la juventud de su voz y su vigor juvenil, del mismo modo que su rostro cicatrizado contradecía la fragilidad de su cuerpo.

– Necesito que lo convenzas -me dijo Iván.

No me hizo falta ningún esfuerzo para persuadir al capitán Connor del valor del plan de Iván. El capitán estaba enojado porque aún permanecíamos en la isla, con la temporada de tifones cada vez más cercana, y estaba decidido a exprimir la conciencia culpable de la OIR. Solicité una película reciente; el capitán Connor exigió una que fuera, como mínimo, un preestreno en Hollywood. Debió de sonar persuasivo. Esta vez no tuvimos que esperar con decepción a un cargamento que nunca llegaría. Nos enviaron la película por avión en quince días, con escolta y junto con un aprovisionamiento de medicinas.

El estreno de Un día en Nueva York se anunció en la Gaceta de Tubabao, y nadie en la isla habló de otra cosa hasta la noche en que se celebró el acontecimiento. Iván construyó asientos para Ruselina, Irina y para mí con troncos de palmera. Nos sentamos junto al proyector. Iván estaba animadísimo.

– ¡Lo hemos conseguido, Anya! -me dijo, señalando a toda la gente-. ¡Mira lo felices que son todos!

Fue como en los viejos tiempos, antes de la tormenta. Las familias colocaron mantas y cojines, y se reunieron ante pequeños festines de latas de atún y pan. Los niños más pequeños se sentaron en las ramas de los árboles con las piernas colgando, las parejas se tumbaron, abrazándose bajo las estrellas, y los más ingeniosos miraban la pantalla embobados desde asientos de cajas construidos por ellos mismos y cubiertos con toldos hechos de sábanas, por si llovía. Las ranas croaban y los mosquitos nos picaban sin cesar, pero a nadie le importaba. Cuando comenzó la película, todos nos pusimos en pie de un salto para celebrarlo. Irina sacudió hacia atrás su melena y se echó a reír.

– ¡Qué graciosa eres! -me dijo-. Sabes que la mayoría de nosotros no entenderemos nada. Está toda en inglés.

Iván levantó la mirada del proyector y se secó la frente. Me sonrió.

– Es una historia de amor. ¿Qué hay que entender?

– Es un musical -dije yo, pellizcándole el brazo a Irina-. Y está ambientado en Nueva York. Así, podrás ver la ciudad por la que has estado suspirando.

– ¡Muy bien hecho, Anya! -dijo Ruselina, dándome golpecitos en la espalda-. ¡Muy bien hecho!

Es cierto que cuando el capitán Connor me mostró la lista de posibles películas, había elegido Un día en Nueva York pensando en Irina y Ruselina. Pero cuando Gene Kelly, Frank Sinatra y Jules Munshin surgieron de su buque de guerra y comenzaron a bailar y a cantar dirigiéndose a Nueva York, yo fui la que contemplé todo con asombro. Aquella ciudad no se parecía a ningún lugar que hubiera visto antes y era más deslumbrante que Shanghái. Sus monumentos brotaban hacia el cielo como pilares dedicados a los dioses: el Empire State Building, la Estatua de la Libertad, Times Square… Todo el mundo se movía con energía y entusiasmo, el tráfico rugía emitiendo zumbidos y bocinazos e incluso las oficinistas vestían de alta costura. Absorbí cada escena, cada nota musical, cada color.

Cuando los protagonistas masculinos volvieron al barco y sus guapas novias les dijeron adiós con la mano, de mis ojos brotaban las lágrimas. Durante todo el camino de vuelta a mi tienda, fui cantando los números musicales de la película.

Se hicieron pases del filme durante toda una semana y yo estuve allí todas las noches. El editor de la Gaceta de Tubabao me pidió que redactara un artículo sobre la película para el periódico. Escribí con entusiasmo sobre Nueva York y tiré la casa por la ventana incluyendo dibujos de todos los vestidos de las protagonistas.

– Te expresas muy bien -me dijo el editor cuando le di la copia de mi artículo-. Podríamos contratarte para que escribieras una columna sobre moda para el especial.

Ambos no echamos a reír sólo de pensar en escribir sobre moda en Tubabao.


La cabeza me daba vueltas con una sensación que hacía mucho tiempo que no experimentaba. Un profundo optimismo. De repente, tenía toda clase de esperanzas. Sueños que había perdido durante las penosas tareas de mi vida diaria. Tenía confianza en que recuperaría la belleza, en que me volvería a enamorar de un hombre tan atractivo como Gene Kelly, en que sería capaz de vivir mi vida con energía en un nuevo mundo moderno.

Una semana después, me llegó una carta de Dan Richards en la que anunciaba que podría ayudar a Ruselina e Irina a entrar también en Estados Unidos, y el capitán Connor recibió el aviso de que los funcionarios de inmigración de los países de acogida llegarían al cabo de un mes para procesar nuestros visados y gestionar los métodos de transporte para sacarnos de la isla. De repente, parecía como si los deseos de todo el mundo se estuvieran haciendo realidad.

– Cuando nos vayamos a Estados Unidos -les conté a Ruselina e Irina-, voy a estudiar para llegar a ser antropóloga, como Ann Miller. Y tú, Irina, tendrías que aprender a bailar como Vera-Ellen.

– ¿Por qué vas a ponerte a estudiar algo tan aburrido como antropología cuando escribes unos artículos tan buenos? -replicó Irina-. Deberías hacerte periodista.

– ¿Y a qué me voy a dedicar yo, mientras vosotras, chicas con carrera, os dedicáis a flirtear con jóvenes apuestos? -preguntó Ruselina, mientras se abanicaba con fingida indignación.

Irina echó los brazos alrededor del cuello de Ruselina.

– Abuela, me imagino que usted tendrá que dedicarse a conducir un taxi, como Betty Garrett.

Ruselina e Irina se echaron a reír hasta que a Ruselina le dio un ataque de tos. Pero yo hablaba en serio.

Con independencia de la vida sofisticada que hubiéramos llevado anteriormente, todos los hombres, mujeres y niños de la isla esperamos en la playa a que desembarcaran los representantes de nuestros países de acogida del buque de Naciones Unidas. Les contemplamos, boquiabiertos, con la reverencia de quienes habían vivido demasiado tiempo en aislamiento y habían olvidado lo morena que se les había puesto la piel bajo el sol abrasador. Los adustos hombres y mujeres que se apearon de la barcaza llevaban trajes y vestidos inmaculados, mientras que nuestra ropa estaba rígida por el salitre. Corría una broma entre los habitantes de la isla: «Si estás en Nueva York o San Francisco y te cruzas con un hombre que lleva un paquete bajo el brazo, no le preguntes: "¿Qué mercancía te ha llegado hoy?"».

Nos reíamos de nosotros mismos, pero en el fondo, creo que todos nos preguntábamos si lograríamos adaptarnos de nuevo a la vida normal.

La primera noche, los oficiales de la OIR regalaron los estómagos de los invitados con cochinillo asado. Trajeron a chefs filipinos y se levantó una carpa blanca. Mientras los representantes cenaban en mesas con manteles de lino y copas de cristal, nosotros los observábamos y temblábamos, pues tenían nuestro futuro en sus manos.

Más tarde, me encontré con Iván de camino a mi tienda. Estaba oscuro, pero había luna llena y la silueta de los hombros de Iván se recortaba contra el cielo.

– Me voy a Australia -me dijo-. He estado buscándote para decírtelo.

Apenas sabía nada sobre aquel país, pero me imaginaba que era salvaje e inhóspito. Un país tan joven daría la bienvenida a un hombre tan diligente y trabajador como Iván. Pero también sentí miedo por él. El ser humano ya había dominado gran parte de Estados Unidos. En cambio, se suponía que Australia estaba plagada de criaturas salvajes: peligrosas serpientes y arañas, cocodrilos y tiburones.

– Entiendo -le respondí.

– Me voy a una ciudad llamada Melbourne -me contó-. He oído que puedes amasar una fortuna allí si trabajas duro.

– ¿Cuándo te marchas?

Iván no me contestó. Se quedó parado con las manos en los bolsillos. Yo bajé la mirada. Sentí la incomodidad entre nosotros. Decir adiós a los amigos nunca me había resultado fácil.

– Triunfarás en todo lo que te propongas, Iván. Todo el mundo lo dice -le animé.

Asintió. Me pregunté en qué estaría pensando, por qué se estaba comportando de una manera tan rara y por qué no hacía ninguno de sus comentarios ingeniosos. Estaba a punto de inventarme alguna excusa para volver a mi tienda cuando, de repente, me dijo:

– Anya, ¡quiero que vengas conmigo!

– ¿¿Cómo?? -exclamé, dando un paso atrás.

– Quiero que seas mi esposa. Quiero trabajar duro para ti y hacerte feliz.

La situación parecía irreal. ¿Iván me estaba proponiendo matrimonio? ¿Cómo había llegado hasta aquel punto nuestra amistad?

– Iván… -balbuceé, pero no tenía ni idea de por dónde empezar o terminar. Él me importaba, pero no le amaba. No era por su cicatriz, sino porque estaba segura de que nunca sentiría nada más que amistad por él. Odiaba a Dimitri, pero aún le amaba-. No puedo, Iván…

Se acercó a mí. Podía sentir el calor de su cuerpo. Yo era alta para ser chica, pero él me sacaba más de treinta centímetros y sus brazos eran el doble de anchos que los míos.

– Anya, ¿quién cuidará de ti después de todo esto? ¿Después de la isla?

– No estoy buscando a alguien que cuide de mí -respondí.

Iván enmudeció durante un instante y entonces dijo:

– Ya sé que tienes miedo. Pero yo nunca te traicionaré. Nunca te abandonaré.

Se me puso la piel de gallina. Había algo más tras sus palabras. ¿Quizás sabía algo sobre Dimitri?

Traté de proteger mi amenazado corazón enfadándome con él.

– No voy a casarme contigo, Iván. Pero si tienes algo más que decir, deberías soltarlo.

Dudó, frotándose la nuca y mirando hacia el cielo.

– Continúa -le insté.

– Tú nunca hablas de ello. Y por eso, te respeto… pero sé lo que te ocurrió con tu marido. El consulado estadounidense tenía que proporcionar alguna razón a la OIR para enviar a una chica de diecisiete años sola a Tubabao.

De repente, comencé a ver borroso. Tenía un nudo en la garganta. Traté de tragar, pero el nudo permaneció allí, ahogándome.

– ¿A quién más se lo has contado? -le pregunté. Mi voz tembló. Todavía seguía sonando enfadada, pero no resultaba convincente.

– La gente de Shanghái conoce el Moscú-Shanghái, Anya. Tú aparecías en las páginas de sociedad. Los de las otras ciudades probablemente no sepan nada.

Se aproximó otro paso, pero yo me deslicé un poco más hacia la oscuridad.

– ¿Y por qué ninguno de ellos se ha encarado conmigo? -le pregunté-. ¿Por qué no me han tachado de mentirosa?

– Tú no eres una mentirosa, Anya. Simplemente, estabas asustada. Aquellas personas que lo saben te quieren lo suficiente como para no obligarte a hablar sobre cosas que tú preferirías olvidar.

Creí que iba a vomitar. Deseé que Iván no se hubiera declarado. Quería seguir fingiendo que había sido institutriz y así no tendría que volver a pensar en el Moscú-Shanghái jamás. Me hubiera gustado conservar el recuerdo de que Iván era el buen hombre que se había sentado conmigo en el saliente de roca la noche que me enteré del destino de los Pomerantsev. Pero lo que me había dicho era de tal magnitud que no tenía vuelta atrás. En unos instantes, nuestra relación había cambiado para siempre.

– Iván, no voy a casarme contigo -le espeté-. ¡Encuentra a una chica que no esté casada!

Traté de pasar corriendo a su lado, pero me bloqueó el paso, agarrándome por los hombros y presionándome contra su pecho. Me quedé así durante un momento antes de luchar contra él. Me soltó, dejando caer los brazos a ambos lados del cuerpo. Corrí a través de la oscuridad hasta mi tienda, buscando a tientas el camino, como un animal asustado. No estaba segura de qué me asustaba más: la propuesta de matrimonio de Iván o la idea de perderle.


Los consulados extranjeros montaron tiendas para facilitar las entrevistas de inmigración y la emisión de visados. Nos repartieron números y esperamos nuestro turno en el exterior, bajo el sol abrasador. A Ruselina, a Irina y a mí sólo nos pidieron que rellenáramos los formularios oficiales y nos hicieron un examen médico. No nos interrogaron sin piedad sobre afiliaciones al partido comunista o historia familiar, como hacían con otros inmigrantes. Cuando me enteré de que muchos solicitantes que deseaban ir a Estados Unidos habían sido rechazados, no pude más que cerrar los ojos y agradecerle nuestra oportunidad en silencio a Dan Richards.

– ¡Por fin está sucediendo! -dijo Irina-. No puedo creérmelo.

Agarró los formularios que reposaban frente a ella como si fueran puñados de dinero. Durante las semanas siguientes, se dedicó a practicar sus escalas, mientras yo me sentaba en la playa, contemplando el mar, considerando, para después descartarla, la posibilidad de que Dimitri pudiera tratar de encontrarme. Mi vida en Tubabao estaba tan alejada de la que había tenido en Shanghái que creí haberle olvidado. Pero la propuesta de matrimonio de Iván había sacado a relucir el dolor. Escuchaba el sonido del oleaje y su ritmo lento y me preguntaba si Dimitri y Amelia serían felices juntos. Ésa sería la máxima traición.

Poco tiempo después, llegó el buque de transporte marítimo, el Capitán Greely, para llevarse a los últimos inmigrantes que iban a Australia. El resto se había ido antes por otros medios de transporte. Los que iban a Estados Unidos viajaban por mar hasta Manila y desde allí en aviones o barcos de transporte militar hasta Los Angeles, San Francisco o Nueva York. Los que nos quedamos atrás vimos cómo menguaba el tamaño del campamento. Estábamos a finales de octubre y todavía había peligro de tifones, por lo que el capitán Connor trasladó el campamento a la zona resguardada de la isla.

Ruselina no se encontraba bien el día en el que zarpaba el Capitán Greely e Irina y yo la llevamos al hospital antes de correr al cobertizo de Iván para ayudarle a hacer las maletas. No les había contado nada a Irina y a Ruselina sobre la propuesta de matrimonio de Iván, con la esperanza de evitar más situaciones embarazosas para ambos. También me avergonzaba haberles mentido sobre la historia de la institutriz en Shanghái, aunque no estaba segura de si sabían la verdad. Desde la noche en la que Iván se declaró, nos habíamos estado evitando, pero aun así, no podía dejar de despedirme de él.

Le encontramos de pie, fuera del cobertizo, mirándolo como un hombre que tuviera que sacrificar a su caballo favorito. Me dio un vuelco el corazón por él. Había hecho tanto por lo que sentirse orgulloso en aquella isla que marcharse debía de resultarle muy difícil.

– ¡Australia será como un Tubabao en grande! -exclamé.

Iván se volvió hacia mí con una expresión desconocida y distante en los ojos. Me estremecí, pero no dejé que me hiriera. Durante toda mi vida, la gente importante había ido y venido, y estaba aprendiendo a no aferrarme a nadie. Me dije para mis adentros que Iván sería una despedida más y que debería ir acostumbrándome a ello.

– No puedo creerme que ya lo hayas empaquetado todo -comentó Irina.

El rostro cariacontecido de Iván dibujó su sonrisa habitual, y él levantó una caja para que la viéramos.

– He empaquetado aquí todo lo que necesito -dijo, con una amplia sonrisa-. Os desafío a que hagáis lo mismo vosotras.

– Siempre encontrarás lo que te haga falta -le dije, recordando sus cacerías en busca de materiales-. No tendrás ningún problema en tu nuevo hogar.

El día estaba soleado, pero un viento picado batía el océano formando sacudidas de espuma blanca. La brisa absorbía el resto de sonidos. En la distancia, únicamente podíamos escuchar los gritos de los marineros intercambiándose instrucciones mientras se preparaban para cargar el barco. Para cuando llegamos al malecón, ya estaba atestado de gente y de equipaje. Todo el mundo estaba animado. Hablaban a gritos y, aunque asentían con entusiasmo a lo que los otros decían, en realidad, nadie estaba escuchando nada. La atención de todo el mundo estaba centrada, de un modo u otro, en el barco que flotaba en mitad del océano, el buque que les llevaría a un nuevo país y a una nueva vida.

– ¿Cómo podremos escribirte? -le preguntó Irina a Iván-. Hemos compartido una amistad tan buena que no deberíamos perder el contacto.

– ¡Eso es cierto! -dije yo, cogiendo el lápiz que Iván se había colocado detrás de la oreja. Escribí la dirección de Dan Richards en la caja de Iván. Cuando me levanté y le devolví el lápiz, vi lágrimas en los ojos de Iván y me di la vuelta rápidamente.

Me odiaba a mí misma. Iván era un buen hombre y yo le había hecho daño. Deseé que se hubiera enamorado de Irina. Ella tenía un corazón más puro que el mío. Las sombras del pasado no la atormentaban como me ocurría a mí.

Los marineros tardaron más de tres horas en subir a bordo a la gente y sus equipajes. Iván esperó hasta la última barcaza. Cuando se montó en ella, se dio la vuelta para decirnos adiós con la mano. Yo di unos pasos hacia delante, queriendo decir algo, sin saber muy bien el qué. Quizás, si hubiera sido capaz de tragar la pétrea obstrucción que me atenazaba la garganta, podría haberle dicho a Iván que él no tenía la culpa de nada, que yo estaba sufriendo tanto que no era buena para nadie. Como mínimo, me hubiera gustado agradecerle todo lo que había hecho por mí, ya que no volvería a verle nunca más. Pero lo único que pude hacer fue sonreírle estúpidamente y saludarle yo también con la mano.

– Le echaremos de menos -comentó Irina, pasándome un brazo por la cintura.

– Yo me paso todo el tiempo pensando en Estados Unidos -le dije-. En lo diferentes que serán nuestras vidas. Me da miedo pensar que podríamos llegar a ser increíblemente felices.


Ruselina nos estaba esperando en los escalones de la entrada del hospital.

– ¿Qué está haciendo usted aquí fuera? -le preguntó Irina-. Hace demasiado calor. Debería estar dentro.

El rostro de Ruselina presentaba un aspecto espantoso. Tenía manchas oscuras bajo la piel. La expresión de sus ojos nos hizo pararnos en seco. Una enfermera surgió detrás de ella, de entre las sombras de la entrada.

– ¿Qué sucede? -preguntó Irina con la voz rota por la agitación.

Ruselina tragó saliva y contestó con tono ronco:

– Han llegado mis radiografías. No lo comprendo. Estaba curada cuando dejamos China.

Me agarré a la barandilla y bajé los ojos hacia la arena. El sol la hacía brillar como si estuviera compuesta por diamantes. Sabía que Ruselina estaba a punto de comunicarnos algo terrible, algo que lo cambiaría todo. Clavé la mirada en el suelo reluciente y me imaginé que se abriría bajo mis pies, tragándose todas mis esperanzas.

Irina miró a su abuela con desazón y luego se dirigió a la enfermera:

– ¿Qué está pasando? -preguntó.

La mujer salió bajo la luz del sol, y se le acentuaron las pecas que le cubrían el rostro. Movió los ojos rápidamente de un lado a otro, como un caballo asustado.

Teebeeshnik. TB -dijo-. Muy enferma. Poder morir. Ya no poder ir a Estados Unidos.

Durante dos semanas, Irina y yo estuvimos esperado con preocupación una contestación definitiva del Departamento de Inmigración estadounidense. Aunque el capitán Connor solía ser distante y profesional, me di cuenta de que le habló a Irina con mucha consideración y me sentí agradecida. El problema era que Estados Unidos no aceptaba a gente con tuberculosis y, aunque habían hecho excepciones por motivos humanitarios, no solía ser lo común.

El mensaje llegó temprano una mañana, y el capitán Connor nos pidió que fuéramos a su oficina para comunicarnos su contenido.

– No la llevarán a Estados Unidos -dijo, mordiendo el lápiz que tenía en la mano, una costumbre que él mismo odiaba en los demás-. La trasladaremos a Francia en los próximos días.

Pensé en Ruselina en el hospital, narcotizada por la estreptomicina, y me pregunté si sobreviviría a un viaje tan largo. Me arranqué un padrastro y ni siquiera noté que de la herida salía sangre hasta que empezó a gotearme por la mano.

– Me da igual adónde tenga que irme -dijo Irina-, siempre que ella se ponga mejor.

El capitán Connor se encogió de hombros y luego se puso en pie.

– Ése es el problema -respondió, frotándose la frente-. Francia no os acogerá. Solamente aceptan a los enfermos. Anya y tú todavía podéis iros a Estados Unidos, pero no puedo garantizar que acojan a tu abuela, incluso si se recupera.

Le pedí al capitán Connor que le enviara un telegrama a Dan Richards, pero Dan nos dio la misma respuesta.

Durante los días siguientes, acompañé a Irina en el sufrimiento que suponía la terrible elección que debía tomar. La vi retorciéndose el pelo y llorando todas las noches antes de dormir. Paseamos por la isla arriba y abajo durante horas. Incluso la llevé al saliente rocoso de Iván, pero ni siquiera allí pudimos encontrar paz.

– El capitán Connor dijo que Estados Unidos quizás acogería a la abuela si se pone bien. Pero no puede garantizarlo. Por otra parte, el consulado australiano ha aceptado acogerla cuando se encuentre mejor, a condición de que yo trabaje allí durante dos años -repasaba Irina.

Nos abrazamos con fuerza. ¿También iba a perder a Irina y a Ruselina?

Una noche, mientras Irina se revolvía y daba vueltas en la cama, me fui a dar un paseo por la playa. No podía soportar el mero pensamiento de separarme de Ruselina e Irina. Si los franceses eran lo bastante humanitarios como para acoger a los enfermos y a los ancianos, no me cabía la menor duda de que Ruselina recibiría los mejores cuidados. Pero no podía evitar pensar que lo que les ocurría a ellas era algo parecido a lo que nos había ocurrido a mi madre y a mí. Irina había perdido a sus padres cuando tenía ocho años, y ahora estaban a punto de separarla de los suyos otra vez. Yo no podía poner remedio al hecho de que Ruselina estuviera enferma, pero quizás pudiera conseguir que se marchara con la conciencia tranquila. Me senté en la cálida arena y contemplé las estrellas. La Cruz del Sur estaba brillando intensamente. Boris y Olga habían dado sus vidas por mí, y Ruselina había dicho que la mejor manera de honrarles era vivir con valentía. Me presioné el rostro con las manos y sentí la aspiración de ser merecedora de su sacrificio. «Madre -susurré, pensando en la deslumbrante Nueva York y en la vida que deseaba construir allí-, madre, espero ser una persona capaz de hacer sacrificios por los demás.»

La tarde siguiente, mientras estaba tendiendo la colada, Irina vino a verme. Su rostro había recuperado algo de color y parecía tranquila. Ya había tomado una decisión y yo estaba ansiosa por descubrir qué había decidido. Fruncí los labios y me armé de valor para escucharla.

– Me voy a Australia -me dijo con valentía-. No voy a correr riesgos. Con tal de que cuando la abuela se recupere podamos estar juntas, no me importa lo demás. Hay cosas más importantes que cantar en elegantes clubes nocturnos y visitar la Estatua de la Libertad.

Asentí y retomé mi tarea de tender la ropa, aunque apenas sentía fuerzas para levantar ni una prenda más.

Irina se sentó en un cubo vuelto del revés y me observó.

– Tienes que contármelo todo sobre Estados Unidos, Anya. Tienes que escribirme y no puedes olvidarte de mí o de la abuela -me dijo, entrelazando los dedos alrededor de su rodilla y balanceando los pies. Estaba tratando de contener las lágrimas, pero una se le escapó y le cayó sobre los labios.

Se me subió la sangre a la cabeza y una bocanada de aire me invadió los pulmones. Me sentí como un nadador cogiendo aliento antes de tirarse desde el trampolín. Fijé con las pinzas una falda en la cuerda y me volví hacia Irina, cogiéndole la mano y apretándosela con la mía. Irina levantó la mirada hacia mí. La lágrima se resbaló desde sus labios hasta mi muñeca. Al principio, tuve dificultades para encontrar las palabras adecuadas y reunirlas en una frase.

– Ruselina dijo que somos lo único que tiene.

Irina no apartó la mirada de mi rostro. Abrió la boca para decir algo, pero se detuvo. Me apretó la mano con firmeza.

– Irina, yo… no te voy a olvidar… ni tampoco a Ruselina -le dije-, porque me marcho contigo.

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