SEGUNDA PARTE
8

LA ISLA

El barco que nos sacó de Shanghái chirriaba y se escoraba hacia un lado. Surcaba las aguas a toda máquina y expulsaba nubes de vapor por sus chimeneas. Observé como la ciudad se iba alejando, mientras las olas me salpicaban los pies. Los edificios del Bund estaban desprovistos de luces y actividad, como si asistieran afligidos al funeral de algún pariente cercano. Las calles estaban inmóviles, a la espera de lo que ocurriría a continuación. Cuando llegamos a la desembocadura del río, los refugiados a bordo lloraron y rieron. Uno ondeó la bandera real blanca, azul y roja. Estábamos a salvo. A otros barcos de rescate les habían disparado o abordado antes de llegar a ese punto. Los pasajeros saltaban de una barandilla a otra, abrazándose y sintiendo optimismo por el alivio. Sólo yo parecía estar hundiéndome, lastrada por una pérdida que me aprisionaba como un ancla. Era como si me arrastrara hacia el interior del río y las turbias aguas se precipitaran sobre mi cabeza.

La segunda traición de Dimitri me había provocado una añoranza incontenible por mi madre, más fuerte de lo que la había experimentado en todos esos años en los que habíamos estado separadas. Mi recuerdo la evocaba desde el pasado. Veía su rostro reflejado en el cielo nublado y en la blanca estela que se extendía como una sábana entre mi país natal y yo. La imagen de mi madre era la única cosa que me proporcionaba consuelo. Sólo ella podría ayudarme a ponerle nombre a la desgracia que me atormentaba.

Me estaba exiliando, abandonada por el amor por segunda vez.

No identifiqué a ninguna de las personas con las que compartía el barco, aunque algunas de ellas parecían conocerse entre sí. Todos los rusos con los que tenía trato se habían escapado de China por otros medios. Sin embargo, allí había algunas familias adineradas mezcladas con otras de clase media, tenderos, cantantes de ópera, carteristas, poetas y prostitutas. Nosotros, los privilegiados, éramos los más ridículos. La primera noche, aparecimos en el comedor ataviados con pieles y vestidos de noche. Sumergimos las retorcidas cucharas de latón en desconchados cuencos de sopa, ignorando el hecho de que fueran tazas de metal y servilletas deshilachadas lo que componía nuestra vajilla. Estábamos tan perdidos en la ilusión de lo que habíamos sido en el pasado que, por lo que a nosotros se refería, podríamos estar cenando en el mismísimo Imperial. Tras la comida, nos entregaron la lista de quién se encargaría de la limpieza durante los siguientes veinte días de travesía. La mujer que estaba junto a mí la cogió entre sus manos llenas de anillos de diamantes y después bizqueó, mientras contemplaba el trozo de papel llena de asombro.

– No lo entiendo -comentó, mirando a su alrededor para encontrar al responsable-. Seguro que esto no se refiere a mí, ¿verdad?

Al día siguiente, uno de los ordenanzas del barco me entregó un sencillo vestido azul de una pila de ropa que empujaba de aquí para allá en un carrito. La prenda era demasiado grande para mí y estaba desgastada en la cintura y en las mangas. El forro color crema estaba lleno de manchas y olía a rancio. Me lo puse bajo la luz chillona del cuarto de baño y me contemplé en el espejo.

«¿Era esto lo que tanto temías, Dimitri? ¿Que tendrías que ponerte la ropa de otros?»

Me agarré al borde del lavabo. La habitación comenzó a darme vueltas. ¿Tanto anhelaba Dimitri un club llamado Moscú-L.A. que había estado dispuesto a sacrificarme? No había percibido la traición en sus ojos la mañana que se marchó al consulado, por lo que no tenía razones para pensar que no volvería a buscarme. Entonces, ¿qué pasó después de aquello?, ¿cómo lo había interceptado Amelia? Cerré los ojos e imaginé sus rojos labios conjurando hechizos persuasivos: «Te será tan fácil empezar de nuevo… El gobierno comunista ha destruido miles de documentos antes de huir. Probablemente, no hay nada formal que demuestre que estás casado. Nada que en Estados Unidos puedan saber, en cualquier caso». Me imaginé a Dimitri diciendo en voz alta «sí, quiero» en su apresurada boda. Me preguntaba si se habría acobardado en el momento en el que me clavó un puñal en el corazón.

Lo que me estaba haciendo enloquecer era el pensamiento de cuánto le había querido yo a él, y de lo poco que me había querido él a mí. El amor de Dimitri era como Shanghái. Sólo había existido en la superficie de las cosas. En el fondo, estaba corrupto y podrido. Su amor no era como el amor de mi madre, aunque ambos habían dejado una huella en mí.


La mayoría de los refugiados del barco se sentían felices. Las mujeres se reunían en las barandillas para hablar y mirar el mar, los hombres cantaban mientras limpiaban las cubiertas, los niños saltaban a la comba y compartían sus juguetes. Pero cada noche, miraban fijamente más allá de sus camarotes por los ventanucos, en busca de la posición de la luna y las estrellas para comprobar la situación del barco. Habían aprendido a no fiarse de nadie. Y sólo entonces podían dormirse, cuando contemplaban los símbolos celestiales y se aseguraban de que todavía estaban de camino hacia Filipinas y de que no les estaban transportando a la Unión Soviética.

Si me hubieran enviado a un campo de trabajo, no me habría importado lo más mínimo. Yo ya estaba muerta.

Por el contrario, ellos se comportaban como si estuvieran agradecidos. Fregaban las cubiertas y pelaban patatas sin apenas quejarse, y hablaban de los países que quizás les aceptarían después de Filipinas: Francia, Australia, Estados Unidos, Argentina, Chile, Paraguay… Salmodiaban el nombre de aquellos lugares como si fueran poesía. Yo no tenía planes, ni ideas de lo que me depararía el futuro. El dolor de mi corazón era tan profundo que pensé que me moriría antes de que llegáramos a puerto. Yo también fregaba las cubiertas junto con los otros refugiados, pero mientras ellos hacían descansos, yo seguía limpiando la maquinaria y las barandillas hasta que me sangraban las manos por los sabañones que me producía la exposición al viento y por las ampollas. Sólo me detenía cuando el supervisor me tocaba en el hombro:

– Anya, tu energía es extraordinaria, pero tienes que comer algo.

Estaba en el purgatorio, tratando de conseguir un billete de salida. Mientras siguiera sintiendo dolor en mi interior, continuaría viva. Mientras hubiera castigo, habría esperanza para la redención.

Tras seis días de viaje, me levanté una mañana con un dolor abrasador en la mejilla izquierda. La piel se me había enrojecido y estaba áspera y llena de duros quistes que parecían picaduras de insecto. El médico del barco la examinó y sacudió la cabeza en señal de desaprobación:

– Es por culpa de la ansiedad. Se te quitará en cuanto te tomes un descanso.

Pero la desfiguración de mi rostro no desapareció. Permaneció en el mismo lugar durante todo el viaje, marcándome como si fuera una leprosa.

Al decimoquinto día, el calor húmedo de los trópicos nos cubrió como una nube. El agua color azul acero se transformó en un océano azul celeste, mientras el aroma de los pinos tropicales perfumaba el ambiente. Pasamos junto a islas con abruptos acantilados y bancos de arena de coral blanco. Cada atardecer se convertía en un deslumbrante arco iris que brillaba en el horizonte. Las aves tropicales revoloteaban por encima de las cubiertas y algunas de ellas eran tan dóciles que nos saltaban sobre las manos y los hombros sin ningún miedo. No obstante, aquella belleza natural hacía que muchos rusos provenientes de Shanghái se sintieran incómodos. Rumores sobre prácticas de vudú y sacrificios humanos recorrieron el barco. Alguien le preguntó al capitán si era cierto que la isla de Tubabao era una colonia de leprosos, pero él nos garantizó que se había fumigado la isla con DDT y que los leprosos se había marchado de allí hacía mucho tiempo.

– No olviden que ustedes vienen en el último barco -nos dijo-. Sus compatriotas ya están allí, preparados para recibirles.

Al vigésimo segundo día, se oyó el grito de un integrante de la tripulación y todos corrimos a las cubiertas para ver por primera vez la isla. Me puse la mano sobre los ojos para protegerme del sol y miré a lo lejos. Tubabao sobresalía del mar; muda, misteriosa y envuelta en una frágil neblina. Dos gigantescas montañas, cubiertas de jungla, recordaban a las curvas de una mujer tumbada de lado. En el arco entre su estómago y sus muslos, se acurrucaba una ensenada cubierta de arena color alabastro y cocoteros. La única señal de civilización era el malecón que surgía de un extremo de la playa.

Anclamos, y descargaron nuestro equipaje. Después, durante la tarde, nos dividieron en grupos y nos trasladaron por turnos a la playa en una chirriante barcaza que apestaba a aceite y a algas. La barcaza se movía despacio, y el capitán filipino nos señaló la claridad de las aguas que estábamos surcando. Bancos de peces irisados se deslizaban bajo la embarcación, y algo parecido a una raya se elevó desde el fondo arenoso. Yo estaba sentada junto a una mujer de mediana edad que llevaba tacones altos y un sombrero adornado con una flor de seda en el ala. Llevaba las manos cuidadosamente apoyadas en el regazo y se había acomodado en el banco de madera astillada de tal modo que parecía estar haciendo una excursión a un balneario, aun cuando ninguno de nosotros sabía en realidad lo que ocurriría durante la hora siguiente. Me sorprendió lo absurda que se había vuelto nuestra situación. Los que habíamos conocido el ajetreo escandaloso, el ruido y el frenesí de una de las ciudades más cosmopolitas del mundo, estábamos a punto de instalar nuestro hogar en una isla remota del Pacífico.

Cuatro autobuses nos esperaban al final del malecón. Estaban destartalados, las ventanillas carecían de cristales y los paneles se habían combado por el óxido. Un oficial de la marina estadounidense con cabellos parecidos a un estropajo de aluminio y la frente quemada por el sol salió de uno de los autobuses y nos indicó que subiéramos. No había suficientes butacas para todos, por lo que la mayoría tuvimos que quedarnos de pie. Un muchacho me ofreció su asiento y me hundí agradecida en él. La tela abrasadora se me pegaba a los muslos y, asegurándome de que nadie me estuviera mirando, me desenrollé las medias hasta los tobillos, me las quité y las guardé en el bolsillo. Me alivió notar el aire recorriéndome las escocidas piernas y los pies.

El autobús traqueteó bamboleándose entre los surcos de un camino de tierra. El ambiente exhalaba el aroma de los plátanos que bordeaban el camino. De vez en cuando, pasábamos junto a alguna cabaña de nipa, y los buhoneros filipinos alzaban piñas o refrescos con gas para que los viéramos. El oficial estadounidense nos gritó por encima del ruido del motor que él era el capitán Richard Connor, uno de los oficiales de la OIR establecidos en la isla.

El propio campamento estaba a muy poca distancia de la playa, pero el hecho de que el camino fuera tan accidentado hacía que el trayecto pareciera mucho más largo. Los autobuses aparcaron junto a un café al aire libre, sin rastro de clientes. La barra estaba construida con hojas de palmera. Las mesas y las sillas plegables estaban semienterradas en el suelo arenoso. Observé el menú escrito en una pizarra: sepia con leche de coco, tortitas de azúcar y limonada. Connor nos acompañó a pie por un camino pavimentado bordeado por filas de tiendas de campaña. Algunas de ellas tenían las solapas de lona enrolladas para dejar entrar la brisa de la tarde. Los interiores estaban llenos de camas de campaña y cajas volcadas que hacían las veces de mesas y sillas. Muchas tenían solamente una bombilla atada con una correa al poste central y un hornillo portátil cercano a la entrada. En una tienda, las cajas estaban cubiertas por paños a juego, y la mesa estaba puesta con una vajilla hecha de cocos partidos por la mitad. Me maravilló lo que algunas personas habían logrado sacar de China. Vi máquinas de coser, mecedoras e incluso una estatua. Todas aquellas cosas pertenecían a la gente que se había marchado al principio, los que no habían esperado a que los comunistas se plantaran ante sus puertas para evacuar.

– ¿Dónde está todo el mundo? -preguntó la mujer de la flor en el sombrero al capitán Connor.

Él sonrió.

– Supongo que en la playa. Cuando tengan tiempo libre, es donde, a buen seguro, querrán estar ustedes también.

Pasamos junto a una gran tienda con los laterales abiertos. En el interior, cuatro mujeres se inclinaban sobre una tinaja de agua hirviendo. Se volvieron para mirarnos con sus rostros sudorosos y gritaron: «Oora!». Nos sonreían con sinceridad, pero su saludo me llenó de nostalgia. ¿Adónde había ido a parar?

El capitán Connor nos condujo hasta una plaza en mitad de la ciudad de tiendas. Se subió a un escenario de madera, mientras nosotros nos sentamos bajo el sol abrasador para escuchar sus instrucciones. Nos dijo que el campamento estaba dividido en distritos, cada uno de ellos tenía su propio supervisor, una cocina común y un bloque de duchas. Nuestra área daba la espalda a un barranco cubierto de selva, una «ubicación desfavorable en lo relativo a la fauna, la flora y la seguridad». Por consiguiente, nuestra primera tarea sería desbrozar aquella zona. Apenas podía oír al capitán debido al latido que sentí dentro de mi cabeza cuando habló sobre las «serpientes, cuya mordedura causaba la muerte en un minuto» y sobre los piratas, que se aproximaban sigilosamente en mitad de la noche armados con gruesos machetes y que ya habían secuestrado a tres personas.

Normalmente, se colocaba a dos mujeres solas en una tienda, pero a causa de la proximidad de la jungla virgen, se puso a las mujeres de nuestro distrito en tiendas de cuatro o seis. A mí me asignaron una tienda con tres chicas jóvenes de la zona rural de Tsingtao, que habían llegado a la isla anteriormente en el Cristóbal. Se llamaban Nina, Galina y Ludmila. No eran como las chicas de Shanghái. Eran robustas, con mejillas sonrosadas y se reían abierta y francamente. Me ayudaron con mi baúl y me mostraron dónde se solicitaba la ropa de cama.

– Eres muy joven para estar aquí sola. ¿Cuántos años tienes? -me preguntó Ludmila.

– Veintiuno -mentí.

Se sorprendieron, pero no sospecharon la verdad. En aquel preciso instante, tomé la decisión de que no volvería jamás a hablar de mi pasado. Era demasiado doloroso. Podía hablar de mi madre, porque no me avergonzaba de ella. Pero nunca volvería a mencionar a Dimitri. Pensé en cómo había firmado Dan Richards mis papeles para sacarme de Shanghái. Había tachado el «Lubenskaia» y había escrito mi nombre de soltera, «Kozlova».

– Confía en mí -me había dicho-. Llegará un día en el que te alegrarás de que el apellido de ese hombre no te pertenezca.

Ya sentía deseos de librarme de aquel apellido.

– ¿A qué te dedicabas en Shanghái? -me preguntó Nina.

Vacilé un instante.

– Era institutriz -respondí-. De los hijos de un diplomático estadounidense.

– Tu ropa es muy bonita para ser de una institutriz -contestó Galina, sentándose con las piernas cruzadas en el suelo de barro cocido mientras yo deshacía mi equipaje. Recorrió con los dedos la punta del cheongsam verde que sobresalía de mi baúl. Remetí las sábanas por las esquinas del colchón.

– También me encargaba de ayudar a recibir a los invitados -respondí.

Sin embargo, cuando levanté la mirada, vi que su expresión era inocente. No había segundas intenciones tras su comentario. Y las otras dos chicas parecían más fascinadas que escépticas.

Alcancé la maleta y saqué el vestido. Me estremecí cuando comprobé que Mei Lin había arreglado el hombro.

– Para ti -le dije a Galina-. En cualquier caso, ya soy demasiado alta como para volver a ponérmelo.

Galina pegó un salto mientras presionaba el vestido contra su pecho y se reía. Me sentí avergonzada de las aberturas laterales. Era demasiado atrevido para cualquier institutriz, incluso para las que, en casos excepcionales, se dedicaban a «recibir a los invitados».

– No, yo estoy demasiado gorda -me respondió, devolviéndomelo-. Pero gracias de todos modos por tu amabilidad.

Les tendí el vestido a las otras chicas, pero rompieron a reír.

– Es demasiado extravagante para nosotras -me dijo Nina.

Más tarde, de camino a la tienda comedor, Ludmila me cogió por el brazo.

– No estés tan triste -me dijo-. Al principio, las dificultades te superan, pero, en cuanto veas la playa y a los chicos, olvidarás todos tus problemas.

Su bondad me provocó aún más desprecio por mí misma. Se pensaba que yo era una de ellas. Una chica joven y despreocupada. ¿Cómo podía decirles que yo había perdido mi juventud hacía tiempo, que Shanghái me la había arrebatado?

La tienda comedor del distrito estaba iluminada por bombillas de veinticinco vatios. Bajo la tenue luz, pude distinguir aproximadamente una docena de largas mesas. Nos sirvieron macarrones hervidos y sofrito de carne en platos de latón. La gente de mi barco picoteaba su comida, mientras que los habitantes de Tubabao rebañaban sus platos con miga de pan. Un anciano escupía huesos de ciruela directamente al suelo arenoso.

Cuando Galina vio que no estaba comiendo nada, me entregó disimuladamente una lata de sardinas, apretándomela contra la mano.

– Añádeselas a los macarrones -me dijo-, para darles un poco de sabor.

Ludmila le dio un codazo a Nina.

– Anya parece aterrorizada.

– Anya -me dijo Nina, agarrándose un mechón de su propio cabello-, pronto te parecerás a nosotras. Morenas y con el pelo encrespado. Pronto serás como una nativa de Tubabao.


A la mañana siguiente, me levanté tarde. El aire de la tienda era cálido y apestaba a lona quemada. Galina, Ludmila y Nina se habían marchado. Las camas desechas aún mostraban la marca de sus cuerpos. Parpadeé mientras contemplaba las arrugadas sábanas militares, preguntándome dónde habrían ido. Pero me alegré de la paz que me rodeaba. No deseaba contestar a más preguntas. Las muchachas eran amables, pero yo estaba a un millón de kilómetros de ellas. Tenían a sus familias en la isla, yo estaba sola. Nina tenía siete hermanos, y yo, ninguno. Ellas eran chicas solteras que anhelaban recibir su primer beso. Yo era una chica de diecisiete años abandonada por su marido.

Un lagarto serpenteó por el interior de la tienda. Estaba provocando a un pájaro que revoloteaba en el exterior. El lagarto parpadeó con sus ojos saltones y se paseó frente al pájaro varias veces. Podía ver la sombra del ave batiendo las alas y picoteando la lona por pura frustración depredadora. Aparté a un lado mi manta y me senté.

Una caja apoyada contra el poste central hacía las veces de tocador común. Entre los abalorios y los cepillos que la cubrían, había un espejo de mano cuya parte posterior estaba adornada por un dragón chino. Lo cogí y examiné mi mejilla. A la luz del sol, el sarpullido tenía un aspecto aún más inflamado. Me contemplé durante un momento, tratando de acostumbrarme a mi nuevo rostro. Estaba marcada. Desfigurada. Mis ojos parecían pequeños y crueles.

Abrí mi baúl de un puntapié. El único vestido de verano que había traído era demasiado elegante para la playa. Estaba hecho de seda italiana con un adorno de cuentas de cristal. Tendría que servir.

Las tiendas con las que me crucé de camino a la oficina del supervisor del distrito estaban llenas de gente. Algunos descansaban de la vigilancia nocturna de la noche anterior o dormían la mona del San Miguel, la bebida local. Otros lavaban los platos y limpiaban la vajilla del desayuno. Algunos estaban sentados en tumbonas en el exterior de las tiendas, leyendo o charlando, como si estuvieran de vacaciones. Los jóvenes de rostros morenos y ojos claros me observaban cuando pasaba a su lado. Levanté la barbilla para que se viera bien mi mejilla dañada, como advertencia de que yo no estaba disponible, con o sin aquella marca.

El supervisor del distrito trabajaba en un cobertizo de metal semicilíndrico con el suelo de cemento y unos retratos descoloridos por el sol del zar y la zarina colocados sobre la entrada. Llamé a la puerta de mosquitera y esperé.

– Pase -dijo una voz desde el interior.

Me adentré lentamente en aquel espacio en sombra. Tuve que entornar la mirada para ajustaría a la oscuridad del interior del cobertizo. Únicamente distinguí una cama de campaña junto a la puerta y una ventana en el otro extremo de la habitación. El aire apestaba a repelente antimosquitos y a lubricante de motor.

– Tenga cuidado -dijo la voz. Parpadeé y me moví en dirección a ella. En el cobertizo hacía calor, pero no tanto como en nuestra tienda. Gradualmente, comencé a distinguir las facciones del supervisor del distrito, que estaba sentado ante su escritorio. Una pequeña lámpara producía un círculo de luz que, sin embargo, no le iluminaba el rostro. Por su silueta, adiviné que era un hombre musculoso de hombros robustos. Se encorvaba sobre algo, concentrándose en ello. Me moví hacia él, sorteando trozos de cable, tornillos, cuerda y un neumático. Tenía un destornillador en la mano y estaba trabajando en un transformador. Llevaba las uñas roídas y sucias, pero su piel era morena y parecía suave.

– Llega tarde, Anna Victorovna -me dijo-. Ya ha comenzado la jornada.

– Lo sé. Lo siento.

– Ya no está usted en Shanghái -replicó, indicándome que me sentara en un taburete frente a él.

– Lo sé.

Traté de vislumbrar su rostro, pero lo único que pude ver fue una fuerte mandíbula y unos labios firmemente cerrados.

Cogió unos papeles de una pila que tenía junto a él.

– Tiene usted amigos en puestos importantes -comentó-. Apenas acaba usted de llegar y ya va a trabajar en la oficina de administración de la OIR. El resto de los pasajeros de su barco tendrán que desbrozar la selva.

– Eso es que tengo suerte.

El supervisor del distrito se frotó las manos y exhaló una carcajada. Se echó hacia atrás en su silla y entrelazó los brazos detrás la cabeza. Relajó los labios. Eran gruesos y sonrientes.

– ¿Qué le parece nuestra ciudad de tiendas? ¿Es suficientemente elegante para usted?

No sabía qué contestarle. No había sarcasmo en su tono. No pretendía minusvalorarme, sino que hablaba como si percibiera la ironía de nuestra situación y tratara de darle poca importancia.

Cogió una fotografía de su escritorio y me la entregó. Mostraba a un grupo de hombres posando ante un montón de tiendas de campaña. Estudié sus rostros sin afeitar. El joven de delante estaba en cuclillas, sosteniendo una estaca. Tenía unos grandes hombros y una ancha espalda. Reconocí los gruesos labios y la mandíbula. Pero había algo raro en sus ojos. Traté de acercar la fotografía a la luz, pero el supervisor me la cogió de las manos.

– Nosotros fuimos los primeros a los que enviaron a Tubabao -explicó-. Tendría que haberlo visto entonces. La OIR nos dejó aquí sin herramientas. Tuvimos que cavar las letrinas y las zanjas con lo que encontrábamos. Uno de los hombres era ingeniero y recorrió la isla recogiendo trozos de maquinaria que los estadounidenses habían dejado aquí cuando este lugar era una base militar. En una semana, había confeccionado su propio generador eléctrico. Ése es el tipo de espíritu emprendedor que se gana mi respeto.

El supervisor del distrito enmudeció durante un instante. No pude evitar pensar que me estaba estudiando. Sus misteriosos labios se curvaron en una sonrisa traviesa. Era una sonrisa cálida que iluminó el cobertizo como un relámpago. Aquello me hizo sentir simpatía por él, a pesar de sus severos modales. Había algo de oso en aquel hombre. Me recordó inmediatamente a Serguéi.

– Me llamo Iván Mijailovich Najimovski. No obstante, en las presentes circunstancias, llamémonos Anya e Iván -me dijo, tendiéndome la mano-. Espero que mi broma no te haya sentado mal.

– En absoluto -respondí, apretándole la mano-. Estoy segura de que estás acostumbrado a tratar con muchos habitantes de Shanghái que se comportan de forma muy arrogante.

– Sí, pero tú, en realidad, no eres de Shanghái -replicó-. Naciste en Harbin y he oído que has trabajado muy duro en el barco.

Después de haber completado los formularios de registro y empleo, Iván me acompañó a la puerta.

– Si necesitas cualquier cosa -me dijo, estrechándome la mano de nuevo-, por favor, ven a verme.

Salí a la luz del sol, pero él tiró de mi brazo, señalándome la mejilla con su áspero dedo.

– Tienes una lombriz tropical ahí. Ve al hospital inmediatamente. Deberían habértelo tratado en el barco.

Sin embargo, lo que me sorprendió fue ver el rostro de Iván. Era joven, quizás tenía veinticinco o veintiséis años. Sus facciones eran típicamente rusas. Una amplia mandíbula, fuertes pómulos y ojos azules hundidos. Pero desde la frente, pasando por el rabillo del ojo derecho y hasta más abajo de la nariz, lucía una cicatriz que era como una quemadura. Donde la herida cruzaba el ojo, la piel había cicatrizado mal y tenía el párpado parcialmente cerrado.

Percibió mi expresión y volvió a adentrarse en la sombra, alejándose de mí. Sentí haber reaccionado así, porque él me había caído bien.

– ¡Vamos! ¡Date prisa! -apremió-. ¡Vete antes de que el médico se vaya a pasar el día a la playa!

El hospital estaba cerca del mercado y de la carretera principal. Era un gran edificio de madera con un tejado con alero y sin cristales en las ventanas. Una joven muchacha filipina me condujo a través de la sala hasta donde estaba el médico. Todas las camas se encontraban vacías salvo por una mujer, que estaba descansando con un minúsculo bebé durmiendo sobre su pecho. El médico era ruso y, según me enteré posteriormente, era voluntario entre los refugiados. Él y el resto del personal médico voluntario habían construido de cero el hospital, solicitando a la OIR y al gobierno filipino medicinas o comprándolas en el mercado negro. Me senté en un banco rústico mientras el médico me examinaba la mejilla, estirándome la piel con los dedos de una mano.

– Has venido a verme justo a tiempo -comentó, lavándose las manos en un cuenco de agua que la muchacha le estaba sujetando-. Parásitos como éstos pueden sobrevivir durante años y destruyen los tejidos.

El médico me puso dos inyecciones, una en la mandíbula y otra, que me produjo mucho escozor, cerca del ojo. La cara me picaba como si me hubieran abofeteado. Me entregó un tubo de crema cuya etiqueta ponía «muestra gratuita». Me levanté del banco y casi me desmayé.

– Siéntate un momento antes de irte -me ordenó el médico.

Hice lo que me dijo, pero tan pronto como salí del hospital, volví a sentir náuseas. Había un patio junto al hospital con palmeras y sillas de lona. Se había montado para los pacientes del ambulatorio. Me tropecé con una de las sillas y me desplomé sobre ella, mientras la sangre me latía en los oídos.

– ¿Esa chica está bien? Ve a comprobarlo -escuché que decía la voz de una mujer mayor.

El sol era abrasador, incluso a través de las hojas de los árboles. Podía oír el ruido sordo del océano al fondo. Escuché un crujido de ropa y después, la voz de una mujer.

– ¿Quieres un poco de agua? -me preguntó-. Hace mucho calor.

Parpadeé con los ojos húmedos, tratando de enfocar la figura en sombra contra el cielo despejado.

– Estoy bien -le contesté-. Me acaban de poner unas inyecciones y me siento un poco débil.

La mujer se acuclilló a mi lado. Llevaba el rizado cabello castaño recogido en un moño alto con un pañuelo.

– Está bien, abuela -le gritó a la otra mujer.

– Me llamo Irina -me dijo la joven, mostrándome al sonreír una hilera de blancos dientes. Su boca tenía un tamaño desproporcionado respecto al resto de la cara, pero irradiaba luz. Brillaba en sus labios, en sus ojos y a través de su piel aceitunada. Cuando sonreía, ganaba en hermosura.

Me presenté a ella y a su abuela. Estirada en una hamaca bajo un árbol, la anciana casi no alcanzaba el otro extremo de su asiento con los pies. La abuela me dijo que se llamaba Ruselina Leonidovna Levitskaia.

– Mi abuela no se encuentra muy bien -me contó Irina-. El calor no es lo suyo.

– ¿Qué te pasa a ti? -me preguntó Ruselina. Tenía el cabello blanco, pero los mismos ojos castaños que su nieta.

Me aparté el pelo de la cara y les mostré la mejilla.

– Pobrecita mía -comentó Irina-. Yo también tuve algo así en la pierna. Pero ahora ya se me ha quitado.

Se levantó la falda para mostrarme una rodilla con un hoyuelo y sin ninguna marca.

– ¿Has visto la playa? -me preguntó Ruselina.

– No, apenas llegué ayer.

Se llevó las manos al rostro.

– Es preciosa. ¿Sabes nadar?

– Sí -le respondí-. Pero sólo he nadado en estanques. Nunca en el océano.

– Entonces, ven -me dijo Irina, tendiéndome la mano-. Y estrénate.

De camino a la playa, paramos en la tienda de Irina y Ruselina. Dos filas de caracolas marcaban el sendero hasta la puerta. En el interior, una sábana carmesí colgaba de una esquina a otra por el techo y teñía todo de un cálido tono rosáceo. Tenían boas de plumas, sombreros y una falda de lentejuelas. Irina me lanzó un traje de baño blanco.

– Es de la abuela -me dijo-. También ella tiene una figura estilizada y delgada como la tuya.

El vestido de verano se me pegaba a la piel sudorosa. Me sentó bien quitármelo. El aire me recorrió el cuerpo y la piel me cosquilleó de alivio. El traje de baño se me ajustaba bien a las caderas, pero me estaba muy apretado en el pecho. Me saqué parte de los pechos hacia arriba, como si el bañador fuera un corsé francés. Al principio, me daba vergüenza, pero luego me encogí de hombros y decidí que no me importaba. No había llevado tan poca ropa desde que era niña. Me hizo sentir libre de nuevo. Irina se puso un bañador de color magenta y verde plateado. Parecía un loro exótico.

– ¿Qué hacías en Shanghái? -me preguntó.

Le conté la historia de la institutriz y le pregunté qué hacía ella.

– Era cantante de cabaret. Mi abuela tocaba el piano.

Notó mi sorpresa y se sonrojó.

– Nada extravagante -explicó-. No en el Moscú-Shanghái ni nada tan elegante como eso. En locales pequeños. Mi abuela y yo cosíamos vestidos entre actuación y actuación para mantenernos. Confeccionamos todos nuestros trajes.

Irina no se percató de que me estremecí cuando mencionó el Moscú-Shanghái. El recuerdo del club me causaba conmoción. ¿De verdad me había creído que nunca jamás tendría que volver a pensar en él de nuevo? Tenía que haber cientos de personas en la isla que hubieran oído del local. Había sido un icono de Shanghái. Lo único que esperaba era que ninguno de ellos me reconociera. Serguéi, Dimitri, los Mijailov y yo no habíamos sido los típicos rusos. No del mismo modo que mi padre, mi madre y yo cuando vivíamos en Harbin. Me sentí extraña al estar de nuevo entre mi gente.

El camino a la playa pasaba junto a un barranco escarpado. Había un todoterreno aparcado a un lado del camino, y cuatro policías militares filipinos lo rodeaban, fumando y contándose chistes. Se irguieron cuando nosotras pasamos a su lado.

– Hacen guardia por los piratas -comentó Irina-. Es mejor que tengas cuidado con ellos, especialmente en tu extremo del campamento.

Me enrollé la toalla alrededor de los muslos y utilicé los extremos para cubrirme los pechos. Sin embargo, Irina pasó lentamente junto a los hombres con la toalla sobre los hombros, consciente, pero sin sentir vergüenza, del efecto electrizante que su voluptuoso cuerpo y sus cimbreantes caderas producían en ellos.

La playa era un paisaje de ensueño. La arena era tan blanca como la espuma y, aquí y allá, había cocoteros y millones de conchas minúsculas. Estaba desierta excepto por una pareja de retrievers que dormitaban bajo una palmera. Los perros levantaron la cabeza cuando pasamos. El agua estaba clara y en calma bajo el sol de mediodía. Nunca antes había nadado en el océano, pero corrí hacia el agua sin miedo ni dudas. Se me puso la carne de gallina por el placer al contacto con la superficie. Bancos de peces plateados centellearon al pasar. Eché la cabeza hacia atrás y floté en el espejo de cristal que formaba la piel del océano. Irina buceaba y resurgía, parpadeando para quitarse las gotas de agua de las pestañas. «Estrénate», es lo que me había dicho. Era exactamente como me sentía. Podía sentir cómo la lombriz de mi mejilla se encogía, por el sol y la sal, que actuaban como antiséptico sobre la herida. Me estaba lavando Shanghái de la piel. Estaba disfrutando de la naturaleza, de nuevo como una chica de Harbin.

– ¿Conoces aquí a alguien que venga de Harbin? -le pregunté a Irina.

– Sí -respondió-. Mi abuela nació allí. ¿Por qué?

– Quiero encontrar a alguien que conociera a mi madre -le respondí.


Irina y yo nos tumbamos en las toallas bajo una palmera, soñolientas, como los dos perros.

– Mataron a mis padres en el bombardeo de Shanghái, cuando yo tenía ocho años -me contó-. Fue entonces cuando mi abuela vino para cuidar de mí. Es posible que conociera a tu madre en Harbin. Aunque ella vivía en un barrio diferente.

Escuchamos un rugido de motor detrás de nosotras, que perturbó nuestra paz. Pensé que eran los policías filipinos y pegué un salto. Pero era Iván, que nos saludaba desde el asiento del conductor de un todoterreno. Al principio, pensé que el automóvil estaba pintado de camuflaje, pero cuando lo miré más de cerca, vi que eran el musgo y la corrosión los que le daban a la chapa su aspecto moteado.

– ¿Queréis ver la cima de la isla? -nos preguntó-. Se supone que no debo llevar a nadie allí. Pero he oído que está embrujada y creo que no me vendría mal llevar a dos vírgenes conmigo para que me protegieran.

– Siempre tienes alguna historia que contar, Iván -exclamó Irina, soltando una carcajada, levantándose y sacudiéndose la arena de las piernas. Se enrolló la toalla alrededor de la cintura y, antes de que yo pudiera decir nada, se montó en el todoterreno-. Vamos, Anya -me animó-. Únete al paseo. Es gratis.

– ¿Has ido al médico? -me preguntó Iván cuando me encaramé al todoterreno.

Esta vez, tuve cuidado de no mirarle demasiado fijamente a la cara.

– Sí -contesté-, pero me he quedado sorprendida al enterarme de que era una lombriz tropical. Lo cogí poco después de salir de Shanghái.

– El barco en el que viniste ya ha hecho más de un viaje. Muchos de nosotros padecimos la misma enfermedad. Pero tú eres la primera a la que he visto que le haya pasado en la cara. Ése es el lugar del cuerpo más peligroso en el que puedes tenerla. Está demasiado cerca de los ojos.

El sendero arenoso de la playa se extendía durante aproximadamente un kilómetro y medio y después los cocoteros y las palmeras daban paso a gigantescos árboles que se cernían, como si fueran demonios, sobre nosotros. Sus retorcidos troncos estaban cubiertos de enredaderas y plantas parásitas. Pasamos al lado de una cascada junto a la que había un cartel de madera clavado en la roca: «Cuidado con las serpientes en lugares cercanos al agua».

Unos minutos después de pasar la cascada, Iván detuvo el todoterreno. Un cúmulo de piedras oscuras bloqueaba nuestro camino. Una vez que el motor estuvo apagado, la quietud antinatural me hizo sentir incómoda. No se oía el trino de los pájaros, o el sonido del océano o del viento. Algo me llamó la atención: un par de ojos sobre las piedras. Las estudié con detenimiento y, paulatinamente, logré ver unas imágenes de santos y árboles de papaya grabadas en relieve sobre ellas. Un escalofrío me recorrió la columna. Ya había visto algo parecido en Shanghái, pero esta iglesia española era muy antigua. Tenía unas cuantas tejas rotas esparcidas alrededor de lo que quedaba de la aguja derrumbada, pero el resto del edificio estaba intacto. Minúsculas hojas de helecho habían crecido en cada una de las grietas; me imaginé a los leprosos, que habían estado en la isla antes de que los estadounidenses llegaran, pululando a su alrededor, preguntándose si Dios les habría abandonado del mismo modo que sus propios semejantes humanos les habían traído aquí para dejarles morir.

– Quedaos dentro del todoterreno. No salgáis de él bajo ninguna circunstancia -dijo Iván, mirándome directamente-. Hay serpientes por todas partes… y viejas armas. No pasa nada si yo salgo volando por los aires, pero sería una pena que os ocurriera a dos chicas tan bonitas como vosotras.

Comprendí por qué nos había pedido que viniéramos con él, por qué nos había venido a buscar a la playa. Era un bravucón. Se había percatado de mi reacción al ver su cara y quería demostrarme que no temía que yo la viera. Me alegré de que lo hubiera hecho. Me produjo admiración, porque yo no era como él. La marca de mi mejilla no era tan fea como la cicatriz de su rostro y, aun así, yo deseaba esconderla para que los demás no la vieran.

Apartó una manta y el cuchillo de cazador que estaba debajo refulgió a la luz del sol. Se lo metió en el cinturón y se echó un rollo de cuerda al hombro. Le observé mientras desaparecía en la jungla.

– Está buscando más materiales. Van a construir una pantalla de cine -me explicó Irina.

– ¿Está arriesgando su vida por una pantalla de cine? -le pregunté.

– Esta isla es como el hogar de Iván -respondió Irina-. Una razón para seguir viviendo.

– Entiendo -respondí, y nos sumimos en el silencio.

Esperamos más de una hora, respirando el aire estático y contemplando la jungla en busca de cualquier signo de movimiento. El agua de mar se me había secado en la piel y notaba el sabor salado en los labios.

Irina se volvió hacia mí.

– He oído que era panadero en Tsingtao -me dijo-. Durante la guerra, los japoneses descubrieron que algunos rusos enviaban mensajes de radio a los buques estadounidenses. Se vengaron aleatoriamente contra la población rusa. Ataron a su mujer y sus dos niñas pequeñas en su panadería, y le prendieron fuego. Él se hizo la cicatriz tratando de salvarlas.

Me senté en la parte trasera del todoterreno y apoyé la cabeza en las rodillas.

– Qué horror -contesté.

No se me ocurría nada más profundo que decir. Ninguno de nosotros había escapado a la guerra sin cicatrices. La agonía en la que me levantaba cada mañana era la misma que experimentaba el resto de la gente. El sol de Tubabao me abrasó el cuello. Sólo llevaba allí un día y ya me estaba haciendo efecto. Tenía poderes mágicos. Poderes para sanar y aterrorizar, para volverte loco o aliviarte el dolor. Durante el último mes, había creído que estaba sola. Me sentía feliz por tener ahora a Irina e Iván. Si ellos encontraban razones para seguir viviendo, quizás yo también las encontraría.


Una semana más tarde, estaba en mi puesto de trabajo en la oficina de la OIR, pasando a limpio una carta con una máquina de escribir a la que le faltaba la letra «j». Había aprendido a compensar este defecto de la máquina sustituyendo las palabras con «j» por palabras sin ella. De este modo, «jornada» se convertía en «día», «joven» en «adolescente» y «junto a» pasaba a ser «al lado de». Mi vocabulario de inglés se amplió rápidamente. No obstante, sí tenía un problema con los nombres rusos que incluían una «j». Cuando se daba el caso, marcaba una «i», que luego repasaba laboriosamente con un lápiz para convertirla en «j».

La oficina era un cobertizo de metal semicilíndrico con un lateral abierto, dos escritorios y un armario archivador. Mi silla chirriaba ruidosamente en el suelo de cemento cada vez que me movía, y tuve que clavar una chincheta en la parte superior de mis papeles para que no se volaran por la brisa marina. Trabajaba cinco horas al día y me pagaban un dólar estadounidense y una lata de fruta a la semana. Era una de las pocas personas remuneradas por su trabajo, ya que se esperaba que la mayoría de los refugiados trabajara gratis.

Una tarde, una fastidiosa mosca estaba molestando al capitán Connor. Él trataba de aplastarla, pero el insecto siempre se zafaba en el último momento. Se posó en el informe que yo acababa de mecanografiar, y el capitán Connor, exasperado, la aplastó con el puño para luego dirigirme una mirada culpable.

– ¿Debo mecanografiar esa página de nuevo? -le pregunté.

Ese tipo de incidentes eran muy normales en nuestra oficina, pero volver a mecanografiar toda una página perfectamente, cuando yo nunca había utilizado una máquina de escribir antes de llegar a la isla, suponía una laboriosa tarea.

– No, no -contestó el capitán Connor, levantando el papel y dándole un papirotazo a los restos de la mosca-. Ya estás a punto de acabar tu turno, y ese bicho se había posado justo al final de un párrafo. Parece un signo de exclamación.

Encajé la funda de paño sobre las teclas y guardé la máquina en su caja especial. Estaba cogiendo mi bolso para marcharme cuando apareció Irina.

– Anya, ¡adivina! -exclamó-. Voy a cantar canciones de cabaret en el escenario principal este fin de semana. ¿Vendrás a verme?

– ¡Por supuesto que iré! -respondí-. ¡Qué emocionante!

– La abuela también está emocionada. No se siente suficientemente bien como para tocar el piano, por lo que me preguntaba si tú podrías llevarla y hacerle compañía.

– Claro que sí -le dije-. Y me pondré mi mejor vestido de noche para la ocasión.

Los ojos de Irina centellearon.

– ¡A la abuela también le encanta arreglarse! Lleva toda la semana devanándose los sesos para recordar algo sobre tu madre. Piensa que ha encontrado a alguien en la isla que te puede ayudar.

Tuve que morderme los labios para evitar que temblaran. Habían pasado cuatro años desde que vi por última vez a mi madre. Yo era una niña cuando nos separamos. Después de todo lo que me había ocurrido, su recuerdo parecía haberse convertido en una especie de sueño. Si pudiera hablar con alguien sobre ella, sabía que volvería a ser una realidad.

La noche del concierto de Irina, Ruselina y yo fuimos hasta la plaza principal, abriéndonos camino entre los arbustos de helechos. Nos recogimos el borde de nuestros vestidos con cuidado para que no se engancharan en la densa hierba. Yo lucía un vestido de noche de color rubí y el chal de color ciruela que los Mijailov me habían regalado por Navidad. Ruselina llevaba sus blancos cabellos recogidos en un moño a la altura de la coronilla. Aquel peinado casaba muy bien con su vestido estilo imperio. Parecía un miembro de la corte del zar. Aunque se sentía frágil y se apoyaba con fuerza en mi brazo, sus mejillas estaban sonrosadas y le brillaban los ojos.

– He estado hablando con gente de Harbin sobre tu madre -me contó-. Una vieja amiga mía, que es de allí, piensa que conocía a una Alina Pavlovna Kozlova. Es muy anciana y la memoria le va y le viene, pero puedo presentártela.

Pasamos por delante de un árbol lleno de murciélagos frugívoros que colgaban de las ramas como si ellos mismos fueran fruta. Los murciélagos se echaron a volar cuando nos oyeron, transformándose en ángeles negros planeando por el cielo color zafiro. Nos detuvimos para contemplar su silencioso vuelo.

Me habían emocionado las noticias de Ruselina. Aunque comprendí que la mujer de Harbin probablemente no podría arrojar más luz sobre el destino de mi madre, encontrar a alguien que la conociera, alguien con quien pudiera hablar de ella, era lo más inmediato que podía hacer para sentirla más cerca de mí.

Iván se encontró con nosotros en el exterior de su cobertizo. Cuando vio nuestro atuendo, se precipitó al interior y volvió con una banqueta en una mano, una caja de madera en la otra y un par de cojines debajo de cada brazo.

– No puedo permitir que mujeres tan elegantes se sienten en el suelo -explicó.

Llegamos a la plaza principal, donde encontramos a los acomodadores acompañando a la gente a las zonas en las que se podían sentar. Parecía como si todo el campamento se hubiera transformado para el concierto. Ruselina, Iván y yo nos sentamos en una zona privilegiada, cerca del escenario. Vi que los médicos y las enfermeras traían a gente en camillas. Pocas semanas antes de que yo llegara a la isla, había habido una epidemia de fiebre de dengue y los voluntarios llevaban a los pacientes desde las tiendas donde estaban pasando su convalecencia hasta una zona especial marcada con un cartel que indicaba «Hospital».

El espectáculo comenzó con una variedad de actuaciones que incluía lecturas de poesía, pequeñas obras satíricas, un miniballet e, incluso, un acróbata. Cuando la luz de la tarde se desvaneció en la oscuridad y se encendieron los focos, apareció Irina en el escenario con un traje de sevillanas rojo. El público se levantó y aplaudió. Una niña con trenzas se encaramó a la banqueta del piano para acompañarla. La pequeña esperó hasta que el público se calmara antes de colocar las manos sobre el teclado. No podía tener más de nueve años, pero sus dedos eran mágicos. Invocó una triste melodía que penetró en la noche. La voz de Irina se fundió con la música. El público estaba hipnotizado. Incluso los niños se portaron bien y se quedaron calladitos. Parecía como si todos estuviéramos conteniendo la respiración, por miedo a no perdernos ni una sola nota. Irina cantaba sobre una mujer que había perdido a su amante en la guerra, pero que, aun así, se sentía feliz cuando lo recordaba. Aquellas palabras me hicieron llorar.


Me dijeron que jamás volverías, pero no les creí.

Un tren tras otro volvía, sin ti y, al final, era yo la que tenía razón.

Siempre que te vea en mi corazón, estarás conmigo.


Recordé a una amiga de mi madre en Harbin que era cantante de ópera, de la que sólo sabía el nombre, Katya. Su voz podía hacerte sentir como si el corazón te fuera a estallar. Ella contaba que era así porque, cuando interpretaba canciones tristes, siempre pensaba en un novio que había perdido en la Revolución. Contemplé a Irina, cantando en el escenario, y su vestido que le brillaba contra la piel dorada. ¿En qué estaría pensando? ¿En una madre y un padre que nunca más la abrazarían? Era huérfana. Igual que yo. De alguna manera, yo también lo era.

Después, Irina cantó canciones de cabaret en francés y en ruso, mientras el público marcaba el ritmo dando palmas. Pero la que más me conmovió fue la primera.

– Qué cosa tan maravillosa es -comenté casi para mis adentros- proporcionarle esperanza a otra gente.

– La encontrarás -me dijo Ruselina.

Me volví para mirarla, sin estar segura de a qué se refería con aquellas palabras.

– Encontrarás a tu madre, Anya -me dijo, apretándome el brazo con los dedos-. Ya verás como la encontrarás.

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