12

FLORES SILVESTRES

Después de mi reunión con el coronel Brighton, corrí de vuelta a la cabaña con una jarra de agua y un vaso de la cocina. Me sorprendí al encontrar a Irina sentada en la cama, hablando con Aimka Berczi.

– Aquí está tu amiga -dijo Aimka, levantándose para saludarme. Llevaba un vestido verde botella y sostenía una naranja entre sus elegantes manos. Supuse que la había traído para Irina. Ni el tono oscuro de su vestido, ni el color brillante de la naranja lograban dotar de vida su rostro. A la luz del día, su piel parecía tan sobrenatural como la noche anterior.

– Qué bien -exclamó Irina con voz ronca-, me estoy muriendo de sed.

Sostuve en equilibrio la jarra sobre la caja vuelta del revés junto a su cama y le serví un vaso de agua. Le puse la mano en la frente. La fiebre había desaparecido, pero todavía estaba pálida.

– ¿Qué tal te encuentras?

– Ayer pensé que me moría. Ahora simplemente me encuentro mal.

– Supuse que Irina seguiría enferma esta mañana -comentó Aimka-, así que le traje los formularios de trabajo y de registro para la clase de inglés.

– Las preguntas están todas en inglés -protestó Irina, tomando un sorbo de agua y haciendo una mueca después. Se me ocurrió que, quizás, el té de esa mañana sabía tan mal por el agua.

– No importa, una vez que termines el curso de inglés, podrás rellenarlas -le dije.

Nos echamos a reír las tres, y la alegría trajo un poco de color a las mejillas de Aimka.

– Aimka habla seis idiomas con fluidez -me contó Irina-. Ahora está aprendiendo serbio por su cuenta.

– Dios mío -exclamé-, ¡qué talento tienes para los idiomas!

Aimka se llevó una de sus bonitas manos a la garganta y bajó la mirada.

– Vengo de una familia de diplomáticos -explicó-, y aquí hay muchos yugoslavos con los que practicar.

– Me imagino que tendrás que ser una buena diplomática para ser supervisora de bloque -le dije-. ¿Sabes lo que pasa con Elsa?

Aimka dejó caer las manos sobre el regazo. Me resultaba difícil apartar la mirada de ellas, eran como dos lirios en contraste con el color verde de su vestido.

– Parece que tengamos todas las tensiones de Europa en este campamento -replicó-. La gente discute sobre los pueblos fronterizos tan ferozmente como lo harían si siguieran viviendo en ellos.

– ¿Crees que hay algo que podamos hacer por Elsa? -preguntó Irina.

Aimka negó con la cabeza.

– Siempre he tenido problemas con ella -respondió-. Elsa nunca está contenta, independientemente del alojamiento que le asigne, y nunca hace esfuerzos por ser amable con las demás. En otra cabaña tengo a una chica alemana y a otra judía que no hacen más que ayudarse mutuamente. Pero ellas son jóvenes. Elsa es mayor y se aferra a sus costumbres.

– Hay un proverbio ruso que dice que mientras haya buena comida, no habrá discusiones -le conté-. Si los campesinos hubieran estado bien alimentados, no habría habido revolución. Quizás la gente no estaría tan tensa si la comida fuera mejor. Eso que tomamos de desayuno esta mañana apenas era comestible.

– Sí, me llegan quejas interminables sobre la comida -replicó Aimka-. Parece que a los australianos les gusta cocer demasiado la verdura. Y, por supuesto, ponen demasiado cordero. Pero durante el asedio de Budapest, tuve que hervir mis propios zapatos para comérmelos, así que no creo que aquí haya mucho por lo que quejarse.

Me sonrojé. Tendría que haber sabido que no era adecuado mostrarme tan frívola.

– ¿Qué has estado haciendo toda la mañana, Anya? -me preguntó Irina, rescatándome de la incómoda situación.

Le hablé sobre mi trabajo con el coronel Brighton y sobre su pasión por la idea de «poblar o perecer».

Irina puso los ojos en blanco, y Aimka se echó a reír.

– Sí, es todo un personaje el coronel Brighton -comentó Aimka-. A veces me parece que está bastante loco, pero tiene buen corazón. Haces bien en trabajar para él. Voy a ver si consigo un trabajo para Irina en la guardería; cualquier cosa para que no tenga que tratar con el estúpido del funcionario de trabajo.

– Trató de darle a Aimka un trabajo de sirvienta -me explicó Irina.

– ¿De verdad?

Aimka se frotó las manos.

– Le dije que hablaba seis idiomas y me contestó que era una habilidad inútil en Australia, excepto por el inglés. Añadió que aquí no había trabajo para intérpretes, y que yo era demasiado mayor como para conseguir un trabajo de otro tipo.

– Eso es una estupidez -exclamé-. Mira a toda la gente de este campamento. Y el coronel Brighton me comentó esta mañana que hay más campamentos como éste por toda Australia.

Aimka resopló.

– Ése es el problema. Por supuesto, son «nuevos australianos». Les gustaría que todos fuéramos británicos. Fui a ver al coronel Brighton y le dije que hablaba seis idiomas. Casi saltó de su asiento para besarme. Me puso a trabajar inmediatamente como profesora de inglés y como supervisora de bloque. Ahora, cada vez que le veo, me dice: «Aimka, necesito a veinte más como tú». Así que, a pesar de todos sus defectos, merece mi total admiración.

Irina se estremeció y tosió. Sacó un pañuelo de debajo de su almohada y se sonó la nariz.

– Perdón -nos dijo-. Creo que esto significa que me estoy recuperando.

– Haríamos bien en ir a la tienda de la Cruz Roja -señalé.

Irina negó con la cabeza.

– Lo único que quiero es dormir. Pero tú deberías ir y preguntarles por tu madre.

Aimka me contempló con curiosidad, y le conté brevemente la historia de mi madre.

– La Cruz Roja no podrá ayudarte, Anya -me dijo-. Solamente son una unidad médica. Necesitas ver a alguien de la central en Sídney.

– ¡Oh! -exclamé, decepcionada.

Aimka le dio unas palmaditas en la pierna a Irina y colocó la naranja sobre la caja, junto a la jarra.

– Creo que tengo que irme -comentó.

Cuando Aimka se marchó, Irina se volvió hacia mí y me susurró.

– Era concertista de piano en Budapest. A sus padres los fusilaron los nazis por ayudar a unos judíos a esconderse.

– Dios mío -comenté-, en este pequeño lugar, hay tres mil historias trágicas.


Cuando Irina se volvió a quedar dormida, recogí nuestra ropa y corrí a la lavandería, que estaba formada por cuatro tinajas de cemento y una caldera. Froté los vestidos y las blusas con mi última pastilla de jabón. Después de tenderlos para que se secaran, me dirigí a la oficina de suministros, donde el encargado, un hombre polaco, no apartó la mirada de mi cuello y mis pechos.

– Lo único que puedo ofrecerte es calzado, abrigos y sombreros que antes pertenecían al ejército, si es que quieres alguna de esas cosas.

Me señaló a una pareja de ancianos que estaban probándose unas extrañas botas. Las piernas del anciano temblaban, y se apoyó sobre el hombro de su mujer para no caerse. Al verles, se me partió el corazón. Pensé que los ancianos tendrían que estar disfrutando de los frutos de la labor de su vida, no empezando de nuevo.

– ¿No hay jabón? -pregunté-. ¿Ni toallas?

El encargado del establecimiento se encogió de hombros.

– Esto no es el Ritz de París.

Me mordí los labios. Así que el champú y el jabón perfumado tendrían que esperar hasta el día de paga. Por lo menos, nuestra ropa estaba limpia. Quizás Aimka podría prestarnos algo, y luego se lo devolveríamos.

Un altavoz enganchado en la pared de la cabaña de suministros anunció el almuerzo, primero en inglés y luego en alemán. Vi que la anciana se estremecía cuando escuchó: «Achtung!».

– ¿Por qué anuncian las cosas en alemán? -le pregunté al encargado del establecimiento.

– ¡Qué delicadeza!, ¿verdad? -comentó, sonriendo por la comisura de la boca-. Se piensan que, gracias a los nazis, todos entendemos las órdenes en alemán.

Fui arrastrando los pies hasta el edificio del comedor, temiéndome que hubiera otra comida repugnante. La mayoría de la gente ya estaba sentada cuando llegué, pero la atmósfera de la estancia se había transformado desde la mañana. Los comensales estaban sonrientes. Habían quitado el papel de estraza y todas las mesas estaban decoradas con jarrones llenos de flores azules. Un hombre pasó a mi lado con un cuenco de sopa y un trozo de pan negro. Fuera lo que fuese lo que había dentro del cuenco, desprendía un aroma apetitoso y familiar. Observé la sopa de color carmesí y pensé que estaba soñando. Era borscht. Recogí un cuenco de una pila en una mesa y esperé la cola frente a la ventanilla del mostrador. Casi salté de alegría cuando me encontré cara a cara con Mariya y Natasha de Tubabao.

– ¡Ah! -gritamos las tres a la vez.

– Ven -me dijo Natasha, abriendo la puerta de la barra-. Casi todo el mundo ha comido ya. Hazlo con nosotros en la cocina.

La seguí a la estancia trasera, que no sólo olía a remolacha y a col, sino también a lejía y a bicarbonato sódico. Dos hombres se afanaban fregando las paredes, y Natasha me los presentó: uno era su padre, Lev, y el otro su marido, Piotr. Mariya me llenó el cuenco hasta el borde con borscht recién hecho, mientras Natasha me buscó una silla y llenó tazas de té para todos.

– ¿Cómo está Raisa? -les pregunté.

– No lo lleva mal -contestó Lev-. Nos preocupaba que no pudiera hacer el viaje, pero es más resistente de lo que pensábamos. Está en una cabaña con Natasha y los niños y parece feliz allí.

Les conté lo que había ocurrido con Ruselina y sacudieron la cabeza comprensivamente.

– Dale recuerdos de nuestra parte a Irina -dijo Mariya.

En un estante junto a mí, había un montón de las flores azules que había visto antes. Señalé los pétalos tubulares y los elegantes tallos.

– ¿Qué son? -le pregunté a Natasha-. Son preciosas.

– No estoy segura -me contestó, secándose las manos en el delantal-. Creo que son australianas. Las encontramos en un pequeño sendero más allá de la zona de tiendas. Son bonitas, ¿verdad?

– Me gustan los árboles de aquí -les conté-. Son misteriosos, como si estuvieran guardando secretos en el interior de sus troncos.

– Entonces, te gustará ese paseo -respondió Lev. Dejó a un lado el cepillo de fregar, se sentó en la mesa y comenzó a dibujarme un mapa en un trozo de papel de estraza-. El sendero es muy fácil de encontrar. No te perderás.

Me comí una cucharada de borscht. Después de lo que había estado ingiriendo durante los últimos días, me supo a maná.

– Es delicioso -les dije.

Mariya señaló con la barbilla en dirección al comedor.

– Estoy segura de que recibiremos muchas quejas por la comida rusa. Pero es mejor que lo que estaba sirviendo el cocinero australiano. Es una comida buena y alimenticia, ideal para trabajar.

Algunas personas se asomaron a la ventana y enseñaron sus platos, para que les sirvieran por segunda vez. Lev y yo intercambiamos una sonrisa. Observé como Natasha y Mariya les servían. Cuando vi su tienda familiar en Tubabao, por alguna razón, pensé que debían de ser ricos. Pero ahora me daba cuenta de que no había nada en aquella tienda que no lo hubieran creado ellos mismos de los materiales que tenían a mano. Si hubieran tenido ahorros, no se habrían visto obligados a quedarse en un campo de inmigrantes. Me percaté de que, sencillamente, eran diligentes y muy trabajadores, y estaban decididos a aprovechar lo que la vida les ofreciera. Contemplé como Mariya señalaba y hacía gestos a los comensales, tratando de comunicarse con ellos. Sentí verdadera admiración por aquella familia.

Volví a la oficina del coronel Brighton justo antes de las dos en punto. Me sorprendí al escuchar voces que discutían, y dudé antes de empujar la puerta para entrar. Dorothy estaba en su sitio y sonrió cuando pasé, pero su expresión cambió por completo cuando me reconoció. Me sentía desconcertada al pensar en qué podría haber hecho yo para inspirarle tanta antipatía en tan poco tiempo.

El coronel y Ernie estaban de pie junto a la puerta del despacho del militar. Había una mujer con ellos, con guantes y sombrero en la mano. Debía de tener cincuenta y tantos años, lucía un bonito rostro y ojos alegres. El grupo se giró para mirarme cuando les saludé.

– ¡Ah, aquí estás, Anya! -exclamó el coronel-. Justo a tiempo. Tenemos unos baños que son una amenaza para la salud, comida que se está pudriendo por el calor y gente que no sabe ninguno de los idiomas en los que hemos estado tratando de comunicarnos con ellos. Y a pesar de todo, mi esposa ha decidido que lo que necesitamos con mayor urgencia es un comité de plantación de árboles.

La mujer, que supuse que era su esposa, puso los ojos en blanco.

– La gente echa un vistazo a este campamento y se deprime, Robot. Las plantas, los árboles y las flores acabarán con la desnudez de este lugar y harán que las personas se sientan mejor. Deberíamos tratar de darle al campamento un toque hogareño. Eso es lo que les ha faltado a muchos durante años. Anya podrá decírtelo.

Asintió con la cabeza mirando hacia mí. Noté que estaba a punto de usarme para inclinar la discusión a su favor y me cuidé de no hablar demasiado pronto.

– Éste no es un hogar -dijo el coronel-. Es un centro de acogida. Al ejército no le importaba su aspecto.

– ¡Pero eso es porque, si hubiera sido bonito, nunca habrían ido a luchar a la guerra!

Rose se cruzó de brazos, balanceando el sombrero en la mano. Era bajita y femenina, pero tenía unos brazos musculosos. Yo pensé que tenía su parte de razón y me pregunté qué le contestaría el coronel.

– No estoy diciendo que tu idea sea mala, Rose. Lo único que digo es que primero tenemos que conseguir alimentar a esa gente y hacerles hablar algo de inglés. Tenemos cientos de médicos, abogados y arquitectos que deberán aprender habilidades manuales si quieren sobrevivir junto con sus familias en este país. Los puestos de trabajo de profesiones liberales serán para los inmigrantes británicos, independientemente de que estén mejor cualificados.

Rose hizo un gesto desdeñoso ante los argumentos de su marido y sacó un cuaderno de su bolso. Lo abrió y comenzó a leer de una lista.

– Mira -espetó-, esto es lo que las mujeres holandesas sugirieron que podíamos plantar: tulipanes, narcisos, claveles, etcétera.

El coronel Brighton miró a Ernie, levantando las manos por la exasperación.

Rose alzó la vista del cuaderno para mirarles.

– Muy bien, si no os gustan las flores, otras personas han sugerido que plantemos cedros y pinos para que den sombra.

– Dios santo, Rose -exclamó Ernie-. Tendremos que esperar veinte años para que crezcan esos árboles.

– Yo creo que los árboles australianos son preciosos. ¿No crecerán más rápidamente en su propio clima? -pregunté.

Todos se giraron hacia mí. Dorothy dejó de escribir a máquina y miró por encima una carta, simulando que la estaba revisando.

– Por lo visto, hay un sendero en el bosque cerca de aquí -continué-. Quizás podríamos encontrar algunos esquejes para plantarlos en el campamento.

El coronel Brighton me estaba observando fijamente y pensé que me había ganado un enemigo en él por ponerme de parte de su esposa. Sin embargo, de repente, en su rostro se dibujó una sonrisa y dio una enérgica palmada.

– ¿No te dije que había encontrado a una chica inteligente? ¡Es una idea brillante, Anya!

Ernie tosió, tapándose la boca con el puño.

– Coronel, si no le importa que se lo diga… Creo que fuimos Dorothy y yo los que encontramos el expediente de Anya.

Dorothy arrojó la carta a un lado y continuó escribiendo a máquina. Pensé que seguramente se había arrepentido de haber encontrado mi expediente.

Rose me pasó el brazo por la cintura.

– Robert piensa que es una idea brillante porque le ahorrará dinero -explicó-. Pero yo creo que es una buena idea porque las rosas y los claveles le recordarán a la gente a Europa, mientras que las plantas autóctonas les ayudarán a acordarse de que ahora tienen un nuevo hogar.

– Y atraerán a más aves y otras especies autóctonas al campamento -añadió Ernie-. Y, con un poco de suerte, a menos conejos.

Recordé los animales que había oído en el tejado de la cabaña la noche anterior e hice una mueca.

– ¿Qué sucede? -preguntó Ernie.

Les hablé sobre los arañazos y les pregunté si era por eso por lo que los huecos entre las paredes y los techos estaban cubiertos de alambrada de gallinero.

– Zarigüeyas -indicó Rose.

– ¡Oh! -exclamó Ernie, bajando la voz y mirando a su alrededor-. Son muy peligrosas. Pequeñas criaturas sanguinarias. Ya hemos perdido a tres chicas rusas.

Dorothy soltó una risita.

– Oh, cállate de una vez -espetó Rose, apretándome la cintura con más fuerza-. Las zarigüeyas no son más que pequeñas criaturas peludas de colas velludas y ojos grandes a las que no les gusta nada más que asaltar las cocinas y robar fruta.

– Bueno, vale, vosotros ganáis -concedió el coronel, echándonos fuera de su despacho-. Te prestaré a Anya para que te ayude con tu comité de plantación de árboles. Ahora, marchaos todos. Tengo trabajo serio que hacer.

Hizo un mohín antes de dar un portazo. Rose me guiñó un ojo.


Irina estuvo enferma durante el resto de la semana, pero el lunes siguiente, cuando se encontró mejor, nos pusimos en marcha en nuestra misión de encontrar esquejes y semillas por el sendero cerca del campamento. Rose me prestó una guía de campo de flores silvestres australianas, y aunque me resultaba difícil seguir el libro, me lo llevé de todos modos. Irina estaba de buen humor porque había empezado a trabajar en la guardería y le gustaba, pero también porque había recibido un telegrama diciendo que Ruselina había llegado sin incidentes a Francia y que, a pesar del duro viaje, ya estaba dando muestras de recuperación.

«Llegada bien. Me encuentro mejor. Pruebas buenas. Franceses encantadores», decía el telegrama. Ruselina había aprendido inglés y francés en el colegio, según me dijo Irina, pero aquellas palabras serían las primeras que su nieta aprendería a decir en inglés. Llevaba el telegrama consigo a todas partes y leía el mensaje una y otra vez.

El sendero comenzaba pasada la zona de tiendas y serpenteaba en dirección al valle. Me emocioné al ver los eucaliptos tan de cerca e inspirar su aroma dulzón. Gracias al libro de Rose, me enteré de que muchas flores silvestres australianas florecían durante todo el año, pero me costó un rato localizarlas entre la maleza. Comencé a recoger rosas y camelias, pero al cabo de un rato, empecé a ver que algunas de las plantas más resistentes tenían frutos con forma de rodillos o flores con tallos retorcidos que parecían adornos art decó. Entonces, encontré lirios de delicados pétalos y campanillas de todos los colores imaginables. Cuando les dije a algunos de los otros inmigrantes que iba a plantar flores autóctonas en el campamento, arrugaron la nariz. «¿Cómo? ¿Esas horribles cosas marchitas? Eso no son flores», me dijeron. Sin embargo, cuanto más nos internábamos Irina y yo en el sendero, más cuenta me daba de que estaban equivocados. Algunas de las plantas tenían hojas plumosas, bayas y frutos en el mismo tallo, mientras que otras tenían un aspecto tan grácil como algas flotando en el océano. Me acordé de lo que un artista moderno dijo una vez sobre su arte: «Hay que entrenar la vista para ver las cosas de un modo novedoso. Para ver la belleza de lo nuevo». Ese artista era Picasso.

Me volví para ver lo que estaba haciendo Irina y me la encontré de puntillas detrás de mí, golpeando con un palo la hojarasca.

– ¿Qué haces? -le pregunté.

– Espantar a las serpientes -contestó-. Me dijeron en el campamento que las serpientes australianas son mortíferas. Y también rápidas. Por lo que parece, te persiguen.

Pensé en la broma que me había gastado Ernie sobre las zarigüeyas y me sentí tentada de decirle a Irina que había oído que algunas serpientes también podían volar. Pero me abstuve. Era demasiado pronto para que yo también adoptara el sentido del humor australiano.

– Deberías hablarme en inglés -me dijo Irina-. Debo aprenderlo rápidamente para que podamos irnos a Sídney lo antes posible.

– Está bien -le respondí en inglés-. ¿Qué tal estás? Encantada de conocerte. Me llamo Anya Kozlova.

– Yo también estoy encantada de conocerte -dijo Irina-. Yo soy Irina Levitskaia. Casi tengo veintiún años. Soy rusa. Me gusta cantar y los niños.

– Muy bien -le dije, volviendo al ruso-. No está nada mal para una sola clase. ¿Qué tal han ido hoy las cosas en la guardería?

– Me encantó -respondió-. Los niños son muy monos. Aunque algunos tienen unas caritas muy tristes. Quiero tener una docena cuando me case.

Localicé algunas de las flores de las que había visto en el comedor y me acuclillé para desenterrarlas con la pala.

– ¿Una docena? -le pregunté-. Eso es tomarse muy en serio lo de «poblar o perecer».

Irina se echó a reír mientras me sostenía el saco para que echara dentro la planta.

– Sólo si puedo. Mi madre no pudo tener más hijos después de mí, y la abuela dio a luz a un niño que no llegó a nacer con vida antes de tener a mi padre.

– Debió de ponerse muy contenta cuando él nació -comenté.

– Sí -dijo Irina, sacudiendo la planta para colocarla al fondo del saco-. Y se puso mucho más triste cuando, con treinta y siete años, lo mataron los japoneses.

Miré a mi alrededor en busca de otras plantas. Pensé en Mariya y Natasha, y cómo de equivocada había estado al suponer que fueran ricas. Quizás también me equivocaba al suponer que eran dichosas. ¿Dónde estaban los hermanos o los tíos de Natasha? No era común que los rusos fueran hijos únicos. Seguramente, también habían perdido a sus seres queridos en las revoluciones y las guerras. Parecía que nadie podía escapar del dolor y la tragedia.

Señalé hacia una pequeña parcela de terreno que tenía violetas púrpuras y blancas. Serían una buena cubierta vegetal para el terreno. Irina me siguió y comencé a desenterrar las plantas con la pala. Me dio pena llevármelas de su hogar, pero les susurré que las cuidaríamos bien y que íbamos a utilizarlas para ayudar a la gente a que fuera más feliz.

– Por cierto, Anya, nunca te he preguntado cómo llegaste a hablar tan bien inglés. ¿Fue mientras trabajabas de institutriz? -me preguntó Irina.

Levanté la mirada hacia ella. Sus ojos me miraban muy abiertos e interesados, esperando una respuesta. Entonces supe que Iván nunca les había contado la verdad sobre mí.

Volví a cavar, demasiado avergonzada como para mirarla a la cara.

– A mi padre le gustaba leer libros en inglés y me enseñó. Pero su enfoque era como si el inglés fuera un idioma más exótico que práctico, como si fuera hindi o algo así. En la escuela teníamos clases, así que aprendí a hablarlo. Pero cuando realmente empecé a dominarlo fue en Shanghái, porque tenía que utilizarlo casi todos los días -le eché una mirada a Irina antes de continuar-. Pero no como institutriz. Eso era mentira.

El rostro de Irina se distorsionó en una mueca de sorpresa. Se puso en cuclillas a mi lado y me miró directamente a los ojos.

– Entonces, ¿cuál es la verdad?

Inspiré profundamente y de repente me encontré contándole toda la historia de Serguéi, Amelia, Dimitri y el Moscú-Shanghái. Cuanto más hablaba, más se abrían los ojos de Irina, pero su mirada no me juzgaba. Me sentí culpable por no haber sido sincera, pero también me di cuenta de que me aliviaba estar contándole finalmente la verdad. Incluso le hablé sobre la propuesta de matrimonio de Iván.

Cuando terminé, Irina miró hacia el bosque.

– Dios bendito -dijo, después de un momento-. Me has sorprendido. No sé qué decir. -Se levantó, se sacudió la tierra de las manos y me besó la coronilla-. Pero estoy contenta de que me hayas hablado sobre tu pasado. Puedo entender por qué no querías comentarlo. No me conocías. Pero, a partir de ahora, tienes que contármelo todo, porque somos como hermanas.

Pegué un salto y la rodeé entre mis brazos.

– Eres mi hermana -le dije.

Algo se movió bruscamente entre la maleza, y ambas nos apartamos de un salto. Sin embargo, era solamente un lagarto tratando de aprovechar los últimos rayos de sol de la tarde.

– ¡Dios mío! -dijo Irina, echándose a reír-. ¿Cómo lograré sobrevivir en este país?

Irina y yo nos paramos en seco cuando llegamos a nuestra cabaña y escuchamos gritos en varios idiomas que provenían del interior. Abrimos la puerta y vimos a Aimka de pie entre Elsa y una chica húngara con el pelo negro y corto.

– ¿Qué sucede? -preguntó Irina.

Aimka frunció los labios.

– Dice que Elsa le ha robado su collar.

La chica húngara, que tenía una constitución muy masculina, hizo un gesto amenazante sacudiendo el puño en alto y gritándole a Elsa. La anciana, lejos de parecer asustada como yo esperaba, echó la cabeza hacia atrás con un gesto arrogante.

Aimka se volvió hacia nosotras.

– Romola dice que Elsa siempre estaba mirándola cada vez que se quitaba el collar y lo ponía en el bolsillo de su maleta. Les digo una y otra vez que no dejen objetos preciosos en las cabañas.

Eché una mirada hacia mi muñeca matrioska, que estaba colocada en un estante que yo misma había fabricado con un trozo de madera encontrado en un montón de basura, y pensé en las joyas escondidas en los dobladillos de mis vestidos dentro de mi maleta. No esperaba que la gente fuera a robar las pertenencias de las otras.

– ¿Por qué da por hecho que he sido yo quien lo ha cogido? -dijo Elsa en inglés, supuestamente para que yo lo entendiera-. Llevo aquí semanas y nunca ha faltado nada. ¿Por qué no interroga a las rusas sobre su collar?

La sangre me subió a la cabeza. Había tratado de hacer un esfuerzo por ser amable con Elsa desde que llegamos y no podía creer que estuviera diciendo aquellas cosas. Le traduje a Irina las palabras de Elsa. Aimka no hizo otro tanto con el resto de las chicas, pero la chica húngara, que sabía inglés, sí. Todo el mundo se volvió para mirarnos.

Aimka se encogió de hombros.

– Anya e Irina, vamos a satisfacer a todo el mundo registrando vuestras pertenencias.

Noté un picor desagradable en la piel del cuello, debido al enojo. No era difícil entender por qué la gente había llegado a odiar a Elsa. Di varias zancadas hasta alcanzar mi cama, quité las sábanas y aparté la almohada. Todas, excepto Romola, Elsa y Aimka, se apartaron, avergonzadas de lo que me estaban obligando a hacer. Abrí la tapa de mi maleta y les invité a que hurgaran todo lo que quisieran, pero me prometí a mí misma que, una vez hubieran terminado, iba a llevarme todos mis vestidos a la oficina de administración. Inspirada por mi indignación, Irina abrió la tapa de su maleta y sacó las sábanas de su cama. Cogió la almohada y le quitó la funda. Algo tintineó. Irina y yo miramos al suelo para ver lo que era. Ninguna de las dos pudo creerlo cuando descubrimos a nuestros pies una cadena de plata con una cruz de rubíes. Romola sorteó nuestras sábanas y agarró el collar, poniendo cara de alegría. Entonces, nos dedicó una mirada llena de odio, fulminando con los ojos a Irina.

El rostro de Elsa se sonrojó de placer. Sus manos, apoyadas bajo la barbilla, parecían garras.

– Tú has puesto el collar allí -le dije-. ¡Eres una mentirosa!

Abrió los ojos y se echó a reír. Su desagradable risa era la de alguien que cree haberse salido con la suya.

– Dudo que sea yo aquí la mentirosa. ¿No sois famosos los rusos precisamente por eso?

Romola le dijo algo a Aimka, que parecía tan agotada como nosotras. Pero me preocupé al ver que fruncía el ceño.

– Irina -dijo, cogiéndole el collar a Romola-, ¿qué significa esto?

Irina miró a Aimka y luego me miró a mí, enmudecida.

– Ella no cogió el collar -dije-. Fue Elsa.

Aimka me contempló y se irguió. Hubo un cambio en su semblante. Su expresión era una mezcla de decepción y repugnancia. Señaló a Irina con uno de sus dedos de pianista.

– Esto no tiene buena pinta, ¿no es así? -comentó-. Esperaba más de ti. Aquí somos muy estrictos con estas cosas. Haz tus maletas y tráelas contigo.

Irina se echó a temblar de pies a cabeza. Tenía el aspecto aturdido de las personas honradas cuando las acusan de algo que jamás habrían imaginado.

– ¿Adónde la llevas? -le pregunté a Aimka.

– Ante el coronel.

Al oír mencionar al coronel, me tranquilicé. Era un hombre razonable que llegaría hasta el fondo del asunto. Me arrodillé para ayudar a Irina con su bolsa. No tardamos mucho tiempo en recogerlo todo, porque no había tenido tiempo de deshacer el equipaje por completo.

Una vez hubimos abrochado los cierres de su maleta, doblé mis sábanas y comencé a empaquetar mi propia maleta.

– ¿Qué estás haciendo? -me preguntó Aimka.

– Yo también voy -le dije.

– ¡No! -me contestó, levantando la palma de la mano-. No si deseas mantener tu trabajo con el coronel. No si quieres tener empleo algún día en Sídney.

– Quédate -me susurró Irina-. No empeores las cosas para ti también.

Observé como Aimka llevaba a Irina hacia la puerta. Elsa me dedicó una mirada centelleante antes de volverse hacia su cama para remeter las sábanas. Sentí tanta rabia que me imaginé golpeándola con los puños en la espalda. Cogí mi muñeca matrioska del estante y acabé de hacer mi maleta. Romola y su amiga que hablaba inglés no me quitaron los ojos de encima durante todo el tiempo.

– ¡Iros al infierno! -les grité. Cogí mi maleta y di un portazo al salir antes de precipitarme a la oscuridad.

El aire de la noche no me hizo sentir mejor. ¿Qué le iba a pasar a Irina? ¡Ojalá no la mandaran a la cárcel! Me la imaginé, con su lastimero rostro, sin comprender nada, enfrentándose a un tribunal. «¡No! ¡Para ya de pensar eso!», me dije para mis adentros. No iban a enviarla a la cárcel por esto. Pero quizás sí la castigarían de alguna otra manera, lo cual no era justo. Lo pondrían en su expediente, y eso dificultaría que consiguiera un trabajo. Escuché risas que provenían de una de las cabañas. Una mujer estaba contando una historia en ruso, y las voces de otras mujeres la animaban a que prosiguiera. «Dios mío -pensé-, ¿por qué no nos habrán puesto a Irina y a mí allí?»

Escuché un portazo que provenía de nuestra cabaña y me volví al ver a las dos chicas húngaras corriendo hacia mí. Pensé que venían a pegarme y levanté mi maleta dispuesta a defenderme. Pero la chica que sabía inglés dijo:

– Sabemos que tu amiga no cogió el collar. Fue Elsa. Es mejor que vayas a ver al coronel y trates de ayudar a tu amiga. Nosotras escribiremos una nota, pero será anónima, ¿de acuerdo? No te fíes de Aimka.

Se lo agradecí y corrí a la oficina de administración. ¿Por qué había dejado que Aimka me retrasara? ¿Acaso me importaba más mi trabajo que Irina?

Cuando llegué a la oficina del coronel, vi que la luz todavía estaba encendida. Irina y Aimka estaban saliendo en ese momento. Irina lloraba. Corrí hacia ella y la estreché entre mis brazos.

– ¿Qué ha sucedido? -pregunté.

– Tendrá que mudarse a una tienda -respondió Aimka-. Y no volverá a trabajar en la guardería. Ya ha sido avisada una vez, y, si esto vuelve a suceder, recibirá un castigo mucho más grave.

Irina trató de decir algo pero no pudo. Me desconcertó la repentina frialdad de Aimka. Me estaba empezando a dar la sensación de que disfrutaba al ver cómo castigaban a Irina.

– ¿Qué pasa contigo? -le dije a Aimka-. Sabes que ella no lo ha cogido. Tú misma dijiste que Elsa era una camorrista. Pensé que eras nuestra amiga.

Aimka resopló.

– ¿Eso pensabas? ¿Y por qué? Sólo os conozco desde hace unos pocos días. Tu gente robó muchas cosas cuando vinieron a liberarnos.

No sabía qué decir. La máscara de Aimka estaba cayendo, descubriendo su verdadero yo, pero todavía no era capaz de ver lo que había detrás. ¿Quién era esta mujer, esta pianista que al principio parecía tan inteligente y amable? Apenas unos días antes había criticado a aquellos que traían sus conflictos nacionales con ellos a Australia. Y ahora parecía que su verdadero problema con nosotras es que éramos rusas.

– Ella me ha dicho que si queremos estar juntas, puedes venir tú también conmigo a la tienda -lloriqueó Irina.

Miré los ojos inyectados en sangre de Irina.

– Pues claro que me iré contigo -le dije-. Así, ninguna de nosotras tendrá que tener de supervisora de bloque a esta zorra.

Nunca había dicho una palabrota así antes y me sorprendí a mí misma, pero, de algún modo, también me sentí orgullosa.

– Ya sabía que erais un par de ordinarias -espetó Aimka.

La puerta de la oficina del coronel se abrió, y él asomó la cabeza.

– ¿A qué viene toda esta conmoción? -preguntó, rascándose la oreja-. Es tarde y estoy tratando de trabajar.

El coronel se quedó sorprendido cuando me vio.

– Anya, ¿va todo bien? -preguntó-. ¿Qué sucede?

– No, coronel Brighton -le respondí-, no todo va bien. Mi amiga ha sido acusada injustamente de robo.

El coronel Brighton suspiró.

– Anya, ¿puedes pasar un momento a mi despacho, por favor? Pídele a tu amiga que te espere. Aimka, eso es todo por esta noche.

Aimka lanzó una mirada iracunda cuando escuchó el tono de deferencia con el que se dirigía a mí el coronel. Se irguió antes de encaminarse de vuelta a las cabañas. Le pedí a Irina que me esperara y seguí al coronel al interior de su despacho.

El militar se sentó en su sitio. Tenía círculos oscuros bajo los ojos y parecía molesto, pero no dejé que eso me desanimara. Mi trabajo de plantar árboles y escribir cartas no tenía tanta importancia para mí como Irina.

Chupó el extremo de su bolígrafo, me señaló con él y dijo:

– Si hablas con Rose, ella te dirá que siempre me hago una idea de la gente según la veo, y, una vez que me he formado mi opinión, no la vuelvo a cambiar. La cosa que siempre olvida mencionar es que nunca me he equivocado. De este modo, me hice una idea de ti en el momento en el que te vi. Eres honrada y estás preparada para trabajar duro.

El coronel se puso en pie y rodeó el escritorio, aproximándose peligrosamente hacia el mapa de Australia. Me preguntaba si esto sería el principio de otra charla sobre «poblar o perecer».

– Anya, si tú dices que tu amiga no ha cogido el collar, yo te creo. En todo caso, ya tenía mis propias dudas al respecto y he comprobado su expediente. En él, hay una carta del capitán Connor, igual que la que había en el tuyo. En la misiva, relata la valentía de tu amiga cuando cuidó de un grupo de pacientes psiquiátricos durante un tifón. Si el capitán Connor es como yo, un hombre ocupado, cosa que me imagino que es, no creo que tuviera tiempo de escribir informes sobre todo el mundo. Por eso, debía de tener una buena razón para elogiaros a vosotras.

Deseé que Irina estuviera en la habitación para escuchar lo que el coronel estaba diciendo, aunque no lo habría podido entender de todos modos.

– Gracias, coronel -le dije-. Le agradezco mucho lo que me está diciendo.

– No la he asignado a una tienda para castigarla -me explicó-, sino para alejarla de Aimka. Pero no voy a hablar más sobre este tema, porque estoy desesperado por tener a gente que sepa idiomas. Le conseguiré a Irina algo mejor en cuanto pueda, pero, por el momento, tendrá que conformarse con la tienda.

Deseé abrazarle, pero no habría sido adecuado. Le di las gracias otra vez y me dirigí hacia la puerta. El coronel abrió un cuaderno y se puso a escribir.

– Ah, Anya -añadió, cuando yo estaba a punto de cerrar la puerta-, no comentes con nadie la conversación que acabamos de tener. No puedo permitirme que parezca que tengo favoritismos.


Las semanas siguientes al incidente del collar fueron muy deprimentes. Aunque el coronel Brighton no había puesto el nombre de Irina en ninguna lista negra, e incluso Romola y su amiga, que se llamaba Tessa, trataron de comunicarse con ella en un ruso rudimentario para decirle que sabían que no tenía la culpa de nada, Irina perdió todo su entusiasmo por Australia. Nuestro nuevo alojamiento no mejoraba la situación. La tienda estaba montada en el borde del campamento, apartada de las otras, que estaban ocupadas por hombres sicilianos que esperaban a que les transportaran a los campos de caña del norte, y mucho más lejos de las instalaciones para mujeres. Si trataba de ponerme en pie, el techo de la tienda me rozaba la cabeza, y el suelo no era más que tierra, lo cual provocaba que todas nuestras posesiones apestaran a polvo. Por lo menos, yo no tenía que pasar demasiado tiempo allí, pero Irina, sin trabajo, pasaba el día entero tumbada en la cama o deambulando alrededor de la oficina de correos a la espera de más noticias de Ruselina.

– Francia está muy lejos -le dije, tratando de tranquilizarla-. Una carta tarda semanas en llegar hasta aquí, y Ruselina no puede mandar telegramas todo el tiempo.

La única cosa por la que Irina demostraba algo de entusiasmo era por las clases de inglés. Al principio, aquello me hizo sentir mejor. Volvía a la tienda y la encontraba practicando las vocales o leyendo la revista Australian Women's Weekly con la ayuda de un diccionario. Pensaba que, mientras mantuviera ese interés, las cosas mejorarían. Eso fue hasta que me di cuenta de que practicaba inglés como preparación para marcharse a Estados Unidos.

– Quiero irme a Estados Unidos -me dijo una mañana cuando volví de la ducha y me estaba vistiendo para ir a trabajar-. Tengo que contar con la posibilidad de que dejen entrar a la abuela cuando se encuentre mejor.

– Todo se arreglará -le contesté-. Ahorraremos algo de dinero y pronto conseguiremos trabajo en Sídney.

– Aquí me moriré. ¿No lo entiendes, Anya? -me dijo. Sus ojos estaban inyectados en sangre-. No quiero quedarme en este país horrendo con sus desagradables gentes. Necesito belleza. Necesito música.

Me senté en su cama y le cogí las manos entre las mías. Irina estaba expresando en voz alta mis peores temores. Si ella había abandonado la esperanza de conseguir una buena vida en Australia, ¿cómo se suponía que iba yo a mantenerla?

– No somos inmigrantes -le dije-. Somos refugiadas. ¿Cómo vamos a marcharnos? Por lo menos, primero tenemos que tratar de ganar un poco de dinero.

– ¿Y qué pasa con tu amigo? -me dijo, agarrándome la manga-. ¿Ese estadounidense?

No me atreví a decirle que yo ya había pensado en escribirle a Dan Richards muchas veces. Pero habíamos firmado un contrato con el gobierno australiano, y dudaba de que Dan pudiera hacer algo para ayudarnos ahora. Había oído que el castigo por incumplir el contrato era la deportación. ¿Adónde iban a deportarnos a nosotras? ¿A Rusia? Allí nos ejecutarían.

– Te prometo que me lo pensaré si tú aceptas pasar el día con Mariya y Natasha -le dije-. Me han comentado que necesitan ayuda en la cocina y que el trabajo está bien pagado. Irina, trabajaremos duro, ahorraremos un poco de dinero y nos iremos a Sídney.

Al principio, no quería, pero luego lo pensó y decidió que si trabajaba en la cocina, podría empezar a ahorrar para irse a Estados Unidos. No discutí con ella. Siempre y cuando no pasara el día sola, me daba por satisfecha. Esperé a que Irina se vistiera y se arreglara el pelo, y nos encaminamos juntas al comedor.

El estado de ánimo de Irina debió de preocupar también a Mariya y a Natasha, porque, cuando volví a la tienda por la tarde, Lev estaba despejando los altos hierbajos que la rodeaban, mientras Piotr nos construía un suelo de madera.

– A Irina le aterrorizan las serpientes -comentó Piotr-. Esto la tranquilizará.

– ¿Dónde está? -les pregunté.

– Mariya y Natasha la han llevado a la sala de cine. Allí hay un piano, y Natasha quiere empezar a tocar de nuevo. Están tratando de convencer a Irina de que cante.

Tenían un pico en la bolsa de herramientas que habían traído. Les pregunté si podía utilizarlo para cavar una parcela en la parte delantera de la tienda.

– La que has hecho alrededor de la entrada y del mástil de la bandera es preciosa -comentó Lev, levantándose y tirando su hoz a un lado-. Tienes talento para la jardinería. ¿Dónde aprendiste?

– Mi padre tenía un jardín de flores primaverales en Harbin. Supongo que aprendí observándole. Él decía que era bueno para el alma meter las manos en la tierra de vez en cuando.

Piotr, Lev y yo pasamos el resto de las horas de luz mejorando la tienda. Cuando terminamos, estaba irreconocible. El interior olía a madera de pino y a limón. En el exterior, yo había plantado un anillo de campanillas y margaritas y había puesto un poco de grava. El césped recortado representaba una mejora significativa.

– Ahora, todos en el campamento van a sentir envidia de vuestra tienda -comentó Lev, echándose a reír.

El trabajo con Mariya y Natasha mejoró un poco el estado de ánimo de Irina, aunque no demasiado. No quería seguir viviendo en el campamento para siempre, pero todavía no sabíamos cuándo podríamos marcharnos a Sídney. Traté de animarla llevándola al pueblo, al que se llegaba en veinte minutos en el autobús local. Muchos otros habitantes del campamento viajaban al pueblo ese día, pero ninguno de ellos hablaba ruso o inglés, por lo que no pudimos preguntarles nada sobre él. Cuando el autobús alcanzó las afueras, vimos que las calles eran tan anchas como dos manzanas enteras en Shanghái. Estaban bordeadas por chalés de arenisca y casitas bajas rodeadas de vallas de estacas blancas. Los olmos, los sauces y los altos liquidámbares daban sombra a los caminos con sus extensas ramas.

El autobús efectuaba su última parada en la calle principal, a cuyos lados se levantaban casas con enrejados de hierro fundido y tiendas con marquesinas de hierro ondulado. En una esquina, se situaba una iglesia de estilo georgiano. Había automóviles cubiertos de polvo aparcados frente a los bordillos, codo con codo con caballos atados a abrevaderos. Al otro lado de la calle, vimos un bar que tenía tres plantas y, en uno de sus laterales, había un póster de la cerveza Toohey con un hombre jugando al golf.

Irina y yo nos paseamos frente a pañerías, ferreterías y tiendas de ultramarinos, hasta una heladería con salón en la que se escuchaba a Dizzy Gillespie a través de una radio transistor. El jazz afrocubano parecía tan fuera de lugar en aquel entorno seco y polvoriento que incluso Irina sonrió. Una mujer que llevaba un vestido abotonado al cuello nos sirvió dos cucuruchos de helado de chocolate, que tuvimos que comernos a gran velocidad, porque empezaron a derretirse en el momento en que salimos a la calle.

Me fijé en un hombre con una nariz picada por la viruela que se nos quedó mirando desde una parada de autobús. Su rostro era rubicundo y sus ojos estaban enturbiados por la bebida. Le dije a Irina que cruzáramos de acera.

– ¡Marchaos de aquí, refugiadas de mierda! -nos gruñó el hombre-. No os queremos aquí.

– ¿Qué ha dicho? -me preguntó Irina.

– Sólo es un borracho -le respondí, tratando de que apretara el paso. No quería que Irina recopilara ejemplos de australianos desagradables.

– ¡Marchaos de aquí, malditas putas refugiadas de mierda! -voceó el hombre.

El corazón me latía con fuerza en el pecho. Quería mirar hacia atrás para ver si nos estaba siguiendo, pero no lo hice. Sabía que no era sensato mostrar miedo.

– ¡Malditas putas refugiadas de mierda! -gritó el hombre de nuevo.

Alguien dentro del bar abrió una ventana y le gritó:

– ¡Cállate, Harry!

Para mi sorpresa, Irina se echó a reír.

– Eso sí que lo he entendido -comentó.

Detrás de la calle principal, encontramos un parque bordeado por pinos, con fuentes ornamentales y parterres llenos a reventar de ranúnculos. Había una familia sentada sobre una manta cerca del quiosco de música, que estaba cubierto por buganvillas. El padre nos saludó, dándonos los buenos días, cuando pasamos a su lado. Irina le devolvió el saludo en inglés, pero nos acobardamos tras el incidente con el borracho y no nos detuvimos a charlar con ellos.

– Este parque es muy bonito -le dije a Irina.

– Sí, por lo menos es una mejora respecto al campamento.

Nos sentamos en los escalones del quiosco de música. Irina recogió algunos tréboles del césped y comenzó a hacer una guirnalda.

– No pensé que pudiera haber algo civilizado a nuestro alrededor -me confesó-. Creí que estábamos en mitad de la nada.

– Tendríamos que haber venido antes -le respondí, animada por ver que Irina estaba comentando algo positivo, para variar.

Terminó su guirnalda y se la puso al cuello.

– Yo me odiaría de ser tú, Anya -me dijo-. Piénsalo por un momento, si no llega a ser por mí y por la abuela, tú estarías en Nueva York.

– Estaría totalmente sola en Nueva York -le dije-. Y prefiero estar contigo.

Irina levantó los ojos para encontrarse con mi mirada. Estaban llenos de lágrimas. Sabía que no podría haber dicho nada más cierto. Independientemente de lo difícil que pareciera la vida en Australia, no había nada que garantizara que la existencia en Estados Unidos hubiera sido mejor. La gente era lo importante, no el país en el que uno se encontrara.

– Lo único que importa ahora -sentencié- es que Ruselina se mejore, para que podamos traerla.

Irina se quitó la guirnalda de tréboles del cuello y me la puso a mí.

– Te quiero -me dijo.


Aparte de la desdicha de Irina, lo que más me desconcertó en relación con el incidente del collar fue el modo en el que Aimka se volvió contra nosotras. No podía entender por qué se había mostrado tan amable al principio si, en el fondo, odiaba a los rusos. Aquel misterio se resolvió semanas después, cuando me encontré a Tessa en la lavandería.

– ¡Hola! -la saludé, con las manos metidas en el agua jabonosa.

– ¡Hola! -me respondió Tessa-. ¿Cómo está tu amiga?

– Está reponiéndose.

Tessa se rebuscó en el bolsillo y sacó una caja de cerillas. Prendió una, con la que puso en marcha la caldera, y también la utilizó para encenderse un cigarrillo.

– He oído que vuestra tienda es muy bonita, ¿no es así? -comentó, dejando escapar una nube de humo por un extremo de la boca.

Estrujé una blusa y la dejé caer en la tinaja de enjuagado.

– Sí -le respondí-, ahora es casi un palacio.

– Donde estamos nosotras, la situación es bastante triste -me dijo.

Le pregunté si Elsa todavía seguía dando problemas. Se quedó sorprendida y me dijo:

– Elsa, sencillamente, está loca. Es Aimka la que es una auténtica bruja. Hace que todo el mundo sea desgraciado.

Quité el tapón del fregadero y escurrí el resto de la colada antes de echarla en mi cesta.

– ¿Cómo? -le pregunté.

– Poniendo a Elsa en contra de nosotras. Somos jóvenes y, a veces, nos gustaría que algunos de los hombres vinieran a visitarnos, ¿sabes? Aimka podría alojar a Elsa con algunas de las mujeres mayores o con otras alemanas mojigatas que se limitan a cumplir las normas. Pero no lo hace. Siempre está provocando a todo el mundo.

– No la entiendo -comenté, sacudiendo la cabeza-. Viene de una familia en Budapest que escondía a los judíos durante la guerra. Seguramente, eran gente amable.

Los ojos de Tessa casi se le salieron de sus órbitas.

– ¿Quién te ha dicho eso? -Apagó el cigarrillo y se me acercó, mirando a sus espaldas antes de susurrarme-. Es húngara, pero vivía en Polonia. Era una colaboracionista. Ayudó a enviar a mujeres y a niños judíos a la muerte.

Volví del trabajo aquel día con la sensación de que había aspectos completos de la existencia de los que no sabía nada en absoluto. Algo había ocurrido en Europa que, probablemente, nunca se comprendería del todo. Yo creía que Shanghái estaba podrida por los engaños y la corrupción, pero, de repente, me di cuenta de que la existencia que habíamos llevado allí era bastante sencilla: si tenías dinero, disfrutabas de la vida; en caso contrario, no podías hacerlo.

Mientras me aproximaba a la tienda, vi a Irina moviéndose sigilosamente hacia la parte trasera, cruzando la parcela vegetal que habíamos plantado. Entorné los ojos para ver lo que estaba haciendo a través de la luz de la tarde. Estaba a cuatro patas, mirando algo a hurtadillas por un lateral de la tienda. Me preguntaba si, después de todo, habría encontrado una serpiente. Pero cuando me acerqué por detrás, sonrió y se puso un dedo en los labios.

– Ven -susurró, indicándome que mirara por encima de su hombro.

Me puse yo también a cuatro patas junto a ella. Al otro lado de nuestra tienda, había un animal de espalda curvada, patas musculosas y una larga cola, pastando en nuestro césped, como si fuera una vaca. Debió de notar nuestra presencia, porque se volvió para mirarnos. Tenía las orejas como las de un conejo y unos ojos marrones y soñolientos. Sabía lo que era porque había visto uno retratado en la Australian Women's Weekly. Era un canguro.

– ¿A que es precioso? -me dijo Irina.

– Pensé que ibas a decir que era otro horrible australiano.

Ambas nos echamos a reír.

– No, qué va. Es muy bonito -replicó.


Una mañana, a principios de febrero, estaba en la oficina de administración clasificando la correspondencia y escuchando a escondidas al coronel y a Ernie, que hablaban sobre los problemas del campamento.

– El pueblo y el campamento forman dos comunidades separadas y necesitamos hacer algo para acercarlas -estaba diciendo el coronel-. ¿Cómo vamos a conseguir que los recién llegados se integren en la sociedad y que los australianos los acepten si no lo logramos en un pequeño pueblo rural donde la gente es amable?

– Estoy de acuerdo -respondió Ernie, paseándose de un lado a otro, todo lo que la pequeña zona detrás de su escritorio le permitía-. Ha habido protestas contra los inmigrantes no británicos en Sídney, e incluso en el pueblo ha habido incidentes.

– ¿Qué tipo de incidentes?

– A algunas de las tiendas les han roto las lunas de sus escaparates. Suponen que ha sido porque sirvieron a gente del campamento.

El coronel sacudió la cabeza y se contempló las puntas de los pies. Dorothy paró de escribir a máquina.

– Es un buen pueblo -comentó-. Son buenas personas. Sólo algunos que son chusma se comportan así. Pero se trata únicamente de un hatajo de muchachos estúpidos. Nadie debería asustarse.

– Ése es el asunto -replicó el coronel-. Estoy seguro de que a los habitantes del pueblo les gustaría la gente del campamento si llegaran a conocerles.

– Algunos de los otros campamentos han hecho conciertos en sus pueblos vecinos -contó Ernie-. Aquí hay mucha gente con talento. Quizás podríamos organizar algo así.

El coronel se pellizcó la barbilla y se pensó la sugerencia.

– ¿Sabes qué? -dijo-. Podríamos intentarlo. Algo pequeño para empezar. Le pediré a Rose que lo organice con la CWA. [3] ¿Conocéis a algún músico?

Ernie se encogió de hombros.

– Depende del tipo de música que quieran: ópera, cabaret, jazz… Hay mucha gente que podría hacerlo. Encontraré a alguien. Dime sólo qué necesitas y cuándo.

Salté de detrás de mi montón de papeles y les asusté.

– Perdón -les dije-, yo tengo una sugerencia.

El coronel me sonrió.

– Bueno -comentó-, si es tan buena como la de los árboles autóctonos, soy todo oídos.


– ¡No puedo creer que me hayas metido en esto! -exclamó Irina.

Su voz resonó en el aseo de señoras del edificio de la iglesia, el lugar de reunión de las veladas sociales de la CWA. El habitáculo, cubierto de azulejos, tenía tres cubículos, y sus paredes lucían el mismo tono que el del chicle endurecido. Toda la estancia apestaba a aguas estancadas.

Se levantó el pelo para que no se le quedara enganchado mientras yo le subía la cremallera de mi cheongsam verde. Pude ver que se le formaba un sarpullido rojizo en la parte posterior del cuello.

– No sabía que te ponías tan nerviosa -le dije, notando como se me volvía la voz cada vez más tensa a mí también-. Pensé que te gustaba actuar en público.

Natasha, que se estaba enfundando en un vestido con talle de avispa, resopló. Levantó los dedos uno por uno e hizo crujir los nudillos.

– Nunca había sentido tanta expectación antes de un espectáculo -comentó-. El coronel Brighton se comporta como si el éxito de la política de «poblar o perecer» dependiera de nuestra actuación de esta noche.

La mano de Natasha tembló cuando trató de pintarse los labios. Tuvo que limpiarse la boca con un pañuelo y comenzar de nuevo.

Alisé el cheongsam sobre las caderas de Irina. Habíamos tenido que sacarle tela y volver a coserla para conseguir que la prenda se ajustara a su rotunda figura, y que los cortes laterales comenzaran desde las rodillas y no desde los muslos. Irina se ajustó un mantón de Manila a los hombros y se lo anudó al pecho. Habíamos decidido que el traje de sevillanas rojo era demasiado provocativo para su debut australiano, y por eso habíamos buscado una imagen exótica, pero más recatada.

Irina y Natasha se rizaron el pelo en tirabuzones como los de Judy Garland. Yo las ayudé con las horquillas. Independientemente de lo que estuvieran sintiendo por dentro, no se podía negar que estaban preciosas.

Dejé que Irina se maquillara y me acicalé el pelo, mirándome al espejo. Rose había reunido para nosotras un surtido de polvos compactos, pintalabios y lacas. Era asombroso lo que unos pocos cosméticos podían hacer por mejorar nuestra autoestima después de haber pasado meses sobreviviendo sin los productos más básicos.

– Ve a echar un vistazo, Anya -me pidió Irina mientras mantenía el equilibrio contra un lavabo para ponerse las medias-. Cuéntanos qué hay ahí fuera.

Los baños de las artistas estaban bajo un tramo de escaleras que comenzaba en un lateral del escenario. Me levanté la falda y corrí escaleras arriba. Había una rendija entre el telón y la pared, así que me asomé por allí. La sala se estaba llenando rápidamente. La CWA local había invitado a las organizaciones hermanas de los pueblos cercanos, y mujeres de todas las edades iban de aquí para allá, tomando asiento. Muchas de las mujeres venían acompañadas de sus maridos, agricultores de complexión curtida, que parecían estar almidonados como sus trajes de los domingos. Un joven con el pelo negro y rizado paseaba tranquilamente por la sala con una mujer que debía de ser su madre. Su ropa era de una talla demasiado grande, pero llamó la atención de un grupo de chicas que llevaban vestidos de tafetán. Por el modo en el que las muchachas murmuraban entre sí y se reían nerviosamente, supuse que tenía que ser el donjuán del pueblo.

En el fondo de la sala, una dama de cierta edad se encargaba de una mesa repleta de bizcochos lamington, tartas de manzana y rollos de jamón. Junto a ella, otra mujer delante de una mesa similar estaba sirviendo el té. El pastor, que parecía joven, pasó a su lado y ella le ofreció una taza. Él la aceptó, agradeciéndoselo con la cabeza, y se dirigió a un asiento al fondo de la sala. Me pregunté por qué preferiría sentarse allí en lugar de en la primera fila. ¿Pensaba que quizás tendría que salir a hacer algún trabajo urgente en nombre de Dios durante la actuación?

El coronel y Rose estaban haciendo las presentaciones entre la presidenta de la CWA local y algunos inmigrantes, que habían sido escogidos cuidadosamente para representar el campamento. Entre ellos, había un farmacéutico proveniente de Alemania, una cantante de ópera de Viena, un profesor de lingüística húngaro, un profesor de historia yugoslavo y una familia checoslovaca que había sido seleccionada por sus impecables modales. Ernie estaba charlando con Dorothy, que llevaba un vestido amarillo y una flor en el pelo. Ernie estaba gastándole algún tipo de broma, porque movía las manos como si fueran las alas de una mariposa, mientras Dorothy parpadeaba coquetamente.

«Ajá, ya veo -susurré-, ¿cómo he podido no darme cuenta antes?»

Irina y Natasha estaban repasando la música cuando volví a los aseos.

– La sala está llena -les anuncié.

Vi que ambas tragaron saliva, por lo que decidí que era mejor no añadir nada más. Esperaban actuar para un grupo de aproximadamente veinte personas, pero en la sala había ya casi cien.

Alguien llamó a la puerta, y el coronel y Rose asomaron la cabeza.

– Mucha suerte, chicas -deseó Rose-. Estáis guapísimas.

– No olvidéis -comentó el coronel- que dependemos de vosotras…

Rose le arrastró fuera de la habitación antes de que pudiera terminar la frase.

Consulté mi reloj.

– Más vale que vayamos arriba -les dije.

Con un nervioso «Buena suerte», dejé a Irina y a Natasha en el escenario y tomé asiento en uno de los extremos laterales de la primera fila. La sala estaba llena hasta el máximo de su capacidad. El pastor corría de un lado para otro en busca de sillas extras. Esperé que se acordaran de apagar la luz antes de abrir el telón. No tenía claro que fuera bueno para Irina y Natasha ver cuánta gente se había presentado.

La presidenta de la CWA subió las escaleras y se colocó ante el telón. Era una mujer entrada en carnes con el cabello hirsuto recogido en una redecilla. Dio la bienvenida a todo el mundo y le entregó el micrófono al coronel para que presentara a las artistas. El coronel sacó sus notas y comenzó a contarle al público en qué consistía el funcionamiento del día a día en el campamento y la importancia que tenían los nuevos inmigrantes para el futuro de Australia. Me percaté de que Rose le estaba haciendo gestos para que abreviara.

– Gracias a Dios, no se ha traído sus láminas de cartulina -oí que le susurraba Ernie a Dorothy.

Cuando el coronel mencionó lo de «poblar o perecer» estuve a punto de gemir. Rose se dirigió sigilosamente a lo largo de la primera fila hasta detrás del telón. De repente, éste se abrió ante unas sorprendidas Irina y Natasha. Natasha deslizó los dedos por el teclado del piano y el público comenzó a aplaudir. El coronel agradeció a todo el mundo que hubieran venido y tomó asiento. Miró a su alrededor y cuando me vio, me sonrió. Rose se deslizó inadvertidamente en su asiento junto a él.

Irina empezó una canción que se titulaba The man I love, cantada en inglés. Su voz sonaba tensa. Rose y yo la habíamos ayudado a traducir las letras de las canciones que Natasha y ella conocían. Además, Rose había comprado partituras de unas cuantas canciones nuevas. Sin embargo, tan pronto como escuché a Irina cantar, supe que habíamos cometido un error. El inglés no era un idioma con el que Irina pudiera relajarse. Me di cuenta de lo cerrada que tenía la garganta, y de que su mirada estaba apagada. Aquélla no era Irina.

Miré hacia el público. La mayoría de los asistentes escuchaban cortésmente, pero aquí y allá veía a gente frunciendo el ceño. Irina se trabó con parte de la letra y se sonrojó. Una pareja que estaba sentada detrás de mí comenzó a cuchichear. Unos minutos después, se levantaron y se abrieron paso entre las filas hacia la puerta. Yo también quería levantarme y salir huyendo. No podía presenciar el humillante desastre que se estaba desarrollando ante mis ojos.

El mantón se le resbaló a Irina de un hombro y, bajo las luces del escenario, la combinación de rojo y verde no casaba bien, parecía la pantalla de una lámpara. Volví a pasear la mirada entre el público. Todos los vestidos eran de color blanco, rosa o azul claro.

Irina pasó a una canción francesa. Cantó algunas estrofas en inglés y otras en francés, cosa que se me había ocurrido a mí, para que la canción conservara algo de su toque original. Irina cantaba en francés con entusiasmo, pero vacilaba con el inglés. En lugar de sonar exótica, la canción sonaba entrecortada y extraña.

Saqué un pañuelo del bolso y me sequé el sudor de las palmas de las manos. ¿Qué iba a decirle al coronel? Miré con rencor a Dorothy, cuyo rostro estaba inexpresivo. Probablemente, se lo iba a pasar en grande gracias a esto. Me imaginé a mí misma tratando de consolar a Irina después del concierto. «Lo hemos hecho lo mejor que hemos podido», le diría. Había tardado semanas en animar a Irina tras el incidente del collar. ¿Qué ocurriría después de esto?

Otra pareja se levantó para marcharse. La canción en francés terminó, y Natasha tocó la primera nota de la siguiente, pero Irina levantó la mano para detenerla. Tenía las mejillas ruborizadas, y pensé que se iba a echar a llorar. En lugar de eso, comenzó a hablar.

– No sé hablar inglés bien -confesó, respirando pesadamente sobre el micrófono-. Pero la música transmite muchas más cosas que las palabras. La próxima canción que les voy a cantar es en ruso. Se la dedico a mi mejor amiga, Anya, que me ha enseñado a amar este bello país suyo.

Irina le hizo un gesto con la cabeza a Natasha. En seguida reconocí la triste melodía.


Me dijeron que jamás volverías, pero no les creí.

Un tren tras otro volvía sin ti, y, al final, era yo la que tenía razón.

Siempre que te vea en mi corazón, estarás conmigo.


Habíamos descartado aquella canción del programa porque pensamos que sería demasiado triste para la ocasión. Levanté la mirada al techo, ya no me importaba lo que pensaran los otros. Lo que decía Irina sobre Australia era cierto. No era un lugar adecuado para ella. Yo trabajaría duro para que pudiéramos, de algún modo, marcharnos a Nueva York, donde sí apreciarían su talento. Quizás si lograba ahorrar algo de dinero, no tendríamos que depender de Dan. Y si dejábamos el país, ¿qué nos haría el gobierno australiano, aparte de prohibirnos regresar?

Volví la mirada lentamente hacia Irina. Su cuerpo se había despertado con la canción, emanaba energía a través de su voz vibrante y el lenguaje de su corazón. La mujer que se sentaba a mi lado abrió el bolso y sacó un pañuelo. Miré a mis espaldas al público. Había sufrido un cambio significativo. Nadie se revolvía en su asiento, no había ni un solo movimiento. En cambio, muchos escuchaban boquiabiertos, con los ojos humedecidos y las lágrimas rodándoles por las mejillas. Irina los había hipnotizado, igual que a la gente de Tubabao.

Irina cerró los ojos, pero yo quería que los abriera y viera lo que estaba sucediendo, lo que su voz estaba consiguiendo en el público. Probablemente, jamás habían escuchado ni una sola palabra de ruso en toda su vida y, aun así, todos parecían saber cuál era el significado de la canción. Quizás no habían vivido la revolución y el exilio, pero conocían la tristeza y la guerra. Sabían lo que era dar a luz a niños que no lograban nacer vivos o tener hijos que jamás regresaban a casa. Volví a pensar en la tienda de Natasha y Mariya en Tubabao. «Nadie se escapa de las dificultades de la vida -me dije para mis adentros-, cada cual trata simplemente de buscar toda la felicidad y la belleza que puede.»

La música se detuvo e Irina abrió los ojos. La sala se sumió en el silencio durante un instante, pero, después, el público rompió en un aplauso rotundo. Un hombre se puso de pie y gritó: «¡Bravo!». Otras personas se levantaron para unirse a él. Me volví para mirar al coronel; su rostro demostraba la misma alegría que el de un niño que está a punto de soplar las velas de su tarta de cumpleaños.

Tuvieron que pasar varios minutos para que el aplauso se redujera en intensidad, lo suficiente como para que Irina pudiera hablar de nuevo.

– Ahora -anunció-, les cantaré una canción alegre. Y tienen esta sala tan grande, con tanto espacio… Bailen si lo desean.

Las manos de Natasha volaron sobre el teclado, e Irina comenzó a cantar una canción de jazz que yo había oído por primera vez en el Moscú-Shanghái.


Siempre que te miro

Es como si el sol saliera y el cielo fuera azul.


La gente se miraba de soslayo. El coronel se rascó la cabeza y se removió en su asiento. Pero el público no pudo resistirse a la pegadiza melodía: taconeaban con los pies en el suelo y tamborileaban con los dedos en el regazo, pero nadie se levantó para bailar. Esta vez, Irina y Natasha no se desmoralizaron, balancearon los hombros y pusieron todo su empeño en la canción.


No seas tímido

El tiempo pasa

Y si el tiempo pasa y aún te sientes tímido

Bueno, antes de que nos demos cuenta, nos estaremos despidiendo.


Rose le dio un codazo tan fuerte al coronel que éste pegó un brinco sobre su asiento. Se alisó el uniforme y le ofreció el brazo. Se dirigieron hasta la zona justo delante del escenario y comenzaron a bailar habilidosamente. El público aplaudió. Ernie cogió a Dorothy del brazo y también empezaron a bailar. Un agricultor, que llevaba puesto su mono de trabajo, se levantó y se dirigió hacia la cantante vienesa de ópera. Le hizo una reverencia y le ofreció el brazo con un gesto dramático. El profesor de lingüística y el profesor de historia se levantaron y comenzaron a apilar las sillas contra las paredes para dejar espacio a los bailarines. Muy pronto, todo el mundo en la sala se puso a bailar, incluso el pastor. Al principio, a las mujeres les daba vergüenza bailar con él, pero él se las arreglaba solo, moviendo los pies y chasqueando los dedos, hasta que una de las hijas de la familia checoslovaca se ofreció a unirse a él.


Así que te pido que bailes

Dame una oportunidad

Esta noche es la noche del romance.


Al día siguiente, el periódico local informó de que la velada social de la CWA había durado hasta las dos de la mañana y únicamente había terminado con la llegada de la policía, que les había pedido a los asistentes que no armaran tanto alboroto. El artículo continuaba diciendo que su presidenta, Ruth Kirkpatrick, había manifestado que la velada había sido «un éxito asombroso».

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