19

MILAGROS

Nosotros, los rusos, somos pesimistas. Nuestras almas son oscuras. Creemos que la vida es un sufrimiento aliviado únicamente por breves momentos de felicidad, que pasan tan rápido como las nubes en un día de viento, y a los que les sigue la muerte. Por su parte, los australianos son pesimistas de una variedad más rara. Ellos también creen que la vida es dura, y que las cosas tienden a empeorar con mucha más frecuencia que a mejorar. Sin embargo, incluso cuando la tierra de la que crece su sustento se seca como una roca y todo su ganado muere, siguen levantando la mirada al cielo y esperan un milagro. El año que cumplí treinta y seis, cuando la esperanza comenzaba a abandonarme, experimenté dos milagros consecutivos.

El año anterior, Iván y yo nos habíamos mudado a nuestro nuevo hogar en Narrabeen. La construcción de aquella casa había sido un proyecto que había durado dos años y que había comenzado con la inspección de un terreno sobre una colina en una esquina de Woorarra Avenue. Estaba cubierto de eucaliptos, angophoras y helechos arborescentes, y tenía vistas a una laguna. Iván y yo nos enamoramos a primera vista de aquel lugar. Él recorrió el borde de la parcela, apartando la hojarasca de helechos espada y saltando sobre las rocas, mientras yo tocaba la gravilla y las fucsias autóctonas y comenzaba a imaginarme un jardín vivo y exótico, habitado por frondosas plantas de mi segunda tierra natal. Dos años más tarde, una casa de dos pisos se erigía en medio del terreno, con paredes pintadas de color manzana y naranja, y moqueta en todo el piso. El baño estaba decorado con un mosaico de azulejos y revestido de madera. La cocina de estilo escandinavo tenía vistas a la piscina, y los ventanales triples de la sala de estar daban a un balcón desde el que también se veía el agua.

Tenía cuatro habitaciones: la nuestra, que era el dormitorio principal con baño, una en el primer piso, que yo utilizaba como oficina, la habitación de invitados con dos camas individuales, y una soleada habitación al lado de la nuestra que no tenía ningún tipo de mobiliario. Aquel cuarto representaba nuestra desdicha, la única tristeza que habíamos conocido desde que estábamos felizmente casados. A pesar de todos nuestros esfuerzos, Iván y yo no habíamos sido capaces de concebir un hijo, y empezaba a parecer improbable que lo consiguiéramos. Él ya tenía cuarenta y cuatro años y, en aquella época, se consideraba que yo, con treinta y seis, ya había sobrepasado hacía tiempo la edad fértil femenina. Sin embargo, sin haberlo expresado con palabras, habíamos dejado vacía aquella habitación para nuestro bebé, como si esperáramos que, reservándole un bonito lugar, acabaría por aparecer. Eso es a lo que me refería cuando hablaba de levantar la mirada al cielo y esperar un milagro.

Me la había imaginado con frecuencia, aquella niña que no se haría realidad. Era la misma con la que soñé en Shanghái, cuando anhelaba un bebé al que poder querer. No había llegado, pensaba, porque Dimitri no era el hombre adecuado para ser padre. Pero Iván era un buen hombre, un hombre capaz de proporcionar mucho amor y de hacer grandes sacrificios. Me escuchaba y recordaba lo que le decía. Cuando hacíamos el amor, me cogía el rostro entre las palmas de sus manos y me miraba tiernamente a los ojos. Y aun así, mi niña no había venido. La llamaba mi niñita corredora, porque, siempre que me la imaginaba, era eso lo que estaba haciendo. A veces, en el supermercado, la veía mirándome a hurtadillas tras las conservas, con el oscuro cabello alborotado cayéndole sobre los ojos ambarinos. Me sonreía con unos brillantes labios color rosa, con una sonrisa enjoyada por dientecillos en miniatura. Y entonces, tan pronto como había aparecido, salía corriendo. Acudía al jardín de nuestra nueva casa, al que yo le dedicaba muchas horas, trabajando como una loca, para compensar la incapacidad de no haberla podido traer al mundo. Escuchaba su risa alegre entre los calistemos carmesíes y, cuando me volvía, sólo alcanzaba a ver brevemente sus regordetas piernas de bebé escapándose de mí. Corría y corría tan deprisa que nunca lograba cogerla. Mi niñita corredora.

Sin embargo, Irina y Vitaly habían sido más que fértiles. Habían tenido dos niñas, Oksana y Sofía, y dos niños, Fiódor y Yuri, y estaban planteándose la posibilidad de tener otro más. Irina se aproximaba a los cuarenta con mucha naturalidad. Se enorgullecía de sus anchas caderas, de su espesa piel color oliva y de los mechones grisáceos que adornaban su cabello. En cambio, yo todavía parecía una adolescente en el cuerpo de una mujer, delgada y nerviosa. La única concesión que le hacía a mi edad era que ahora llevaba el pelo recogido en un moño, igual que hacía mi madre.

Irina y Vitaly le habían comprado la cafetería a Betty y habían abierto otra más en el norte de Sídney. Se mudaron a una casa en Bondi con un pulcro jardín delantero y un cobertizo para el coche. Se dedicaban a aterrorizar a la población de la zona saltando al océano en mitad del invierno con media docena de amigos del Club ruso. En una ocasión, le pregunté a Irina si lamentaba no haber retomado su carrera de cantante. Se echó a reír y señaló a sus alegres niños, que estaban comiendo en la mesa de la cocina.

– ¡No! Esta vida es muchísimo mejor.

Tuve que dejar mi trabajo en el Sydney Herald cuando me casé con Iván, pero, después de varios años de aburrimiento por la falta de hijos, había aceptado la oferta de Diana para escribir una columna para la sección de estilo de vida. La Australia de los años sesenta era un país diferente del que yo había conocido en los cincuenta. Las mujeres jóvenes se habían hecho con las páginas de la sección femenina y con otras áreas del periodismo. El «poblar o perecer» había cambiado por completo la cara de la nación, que había pasado de ser un clon británico a un país cosmopolita, con nuevos alimentos, nuevas ideas y nuevas pasiones, que se combinaban con el legado de la tradición británica. La columna me mantenía en contacto con el mundo un par de días a la semana y me ayudaba a no pensar demasiado en lo que me faltaba en la vida.

También experimentamos una triste pérdida. Un día que fui a visitar a Ruselina y a Betty a su piso, me sorprendí al encontrar que la vibrante y enérgica Betty había envejecido repentinamente. Estaba encorvada, y su piel le colgaba como un vestido demasiado grande.

– Lleva así de desganada desde hace un par de semanas -me susurró Ruselina.

Insistí en que Betty tenía que ir al médico para que le hiciera un reconocimiento. El médico la envió a un especialista, y a la semana siguiente, ella volvió a recoger los resultados. Mientras Betty hablaba con el médico, me senté fuera, en la sala de espera, hojeando las revistas, convencida de que, de un momento a otro, la puerta de la consulta se abriría y el médico saldría a decirme que Betty necesitaba vitaminas o un cambio de dieta. No estaba preparada para la grave expresión de su semblante cuando me llamó. Le seguí dentro de su consulta. Betty estaba sentada en una silla, agarrándose a su bolso. Volví a mirar al médico y me dio un vuelco el corazón cuando me comunicó el diagnóstico: cáncer inoperable.

Cuidamos a Betty en su piso de Bondi todo lo que pudimos. A Irina y a mí nos preocupaba cómo se tomaría Ruselina la enfermedad de su amiga, pero ella era más fuerte que todos nosotros. Mientras Irina y yo llorábamos por turnos, Ruselina jugaba a las cartas con Betty y le cocinaba sus platos favoritos. Daban paseos nocturnos por la playa, y, cuando Betty ya no pudo ponerse de pie sin la ayuda de un bastón, se sentaban fuera y charlaban durante horas. Una noche, cuando estaba en la cocina, oí que Betty le decía a Ruselina:

– Trataré de volver y me reencarnaré en uno de los niños de Irina, si decide tener más. Sabréis que soy yo. Será el más travieso de tus nietos.

Cuando Betty se puso demasiado enferma como para continuar en casa, su estado se deterioró rápidamente. La contemplaba en la cama del hospital y pensaba en lo mucho que había menguado. Decidí poner a prueba mi teoría midiendo la distancia entre sus pies y el final de la cama con la mano, y descubrí que, desde que la habían ingresado, había encogido siete centímetros y medio. Cuando retiré la mano, Betty se volvió y me dijo:

– Cuando me encuentre con tu madre, le contaré lo guapa que te has puesto.

Una noche de septiembre, mientras Ruselina la estaba velando, nos llamaron para que acudiéramos al hospital. Betty había empeorado. Sus mejillas estaban hundidas y su rostro había empalidecido tanto que parecía iluminado por la luna. A medida que llegaba la mañana, la propia Ruselina comenzó a palidecer. La enfermera vino a ver cómo estábamos.

– Probablemente, estará entre nosotros hasta el mediodía, pero no mucho más -dijo, dándole palmaditas a Ruselina en el hombro-. Deberían comer algo y echarse un rato.

Irina se levantó, comprendiendo que, si Ruselina no se tomaba un descanso, no tendría fuerza suficiente para enfrentarse a lo que estaba por llegar. Vitaly e Iván se fueron con las dos, mientras yo me quedaba para seguir velando a Betty. Tenía la boca abierta, y su respiración irregular y el zumbido del aire acondicionado eran los únicos sonidos que se escuchaban en la habitación. Parpadeaba de vez en cuando, como si estuviera soñando. Alargué la mano, le toqué la mejilla y recordé el primer día que la vi, de pie en el balcón de Potts Point, con su moño en forma de colmena y la boquilla de su cigarrillo. Era difícil creer que aquella mujer era la misma anciana consumida que ahora yacía frente a mí. Se me ocurrió que, si no me hubieran arrebatado prematuramente a mi madre, habríamos tenido que enfrentarnos a una separación similar a aquélla algún día. Entonces, comprendí que cualquier momento que compartamos con un ser querido es precioso, un tiempo muy preciado que no debemos desperdiciar.

Me incliné sobre ella y susurré:

– Te quiero, Betty. Gracias por haber cuidado de mí.

Se le contrajeron los dedos y parpadeó. Me gusta pensar que, si hubiera tenido fuerzas, se habría tocado el pelo y habría bizqueado una vez más.

El día que Betty murió, Irina y yo fuimos a recoger la ropa de Ruselina del piso. Estaba demasiado afectada como para volver allí ella sola y permaneció en casa de Vitaly e Irina. Irina y yo nos quedamos de pie, juntas, en la tercera habitación, en la que Betty había recreado el dormitorio de sus hijos en Potts Point. Todo estaba limpio y en su lugar, y sospeché que Ruselina había estado limpiando el polvo mientras Betty se encontraba enferma.

– ¿Qué hacemos con esta habitación? -le pregunté a Irina.

Irina se sentó en una de las camas, muy pensativa. Después de un rato, dijo:

– Creo que deberíamos quedarnos con las fotografías porque son de la familia. Pero el resto, podemos darlo en beneficencia. Betty y sus chicos ya no necesitarán estas cosas.

En el funeral, contra toda tradición rusa y australiana, Ruselina se puso un vestido blanco con un ramillete de hibiscos rojos prendido a la solapa. Y, después del velatorio, cogió un racimo de globos de colores y los soltó al cielo.

– Por ti, Betty -gritó-. Por todo el caos que debes de estar creando allá arriba.

No sé si creo en la reencarnación o no, pero siempre he pensado que, de poder nacer de nuevo, Betty hubiera encajado perfectamente en la generación del flower power.


Un año después de que nos mudáramos a nuestro nuevo hogar, ocurrió el primer milagro. Me quedé embarazada. La noticia rejuveneció a Iván, que se quitó veinte años de encima. Iba de aquí para allá dando brincos, le sonreía a todo y a nada, y me acariciaba el vientre antes de quedarse dormido por las noches.

– Este niño nos curará a los dos -decía.

Lilliana Ekaterina nació el veintiuno de agosto de ese año. Entre contracción y contracción, las enfermeras y yo escuchábamos la retransmisión radiofónica de la invasión soviética de Checoslovaquia, y recordé a mi madre más de lo que acostumbraba desde que me enteré de la noticia de su muerte. Pensé en las madres e hijas en Praga. ¿Qué les sucedería? Las enfermeras me cogían de la mano cuando las contracciones eran más intensas y bromeaban conmigo cuando remitían. Y cuando Lily se deslizó al exterior después de dieciséis horas de parto, me recordó poderosamente a mi madre, con su mata de pelo negro y sus extraordinarios ojos ambarinos.

La llegada de Lily fue un milagro porque, efectivamente, me curó. Creo sinceramente que el lazo que nos une a nuestra madre es lo más importante que hay. La muerte de la persona que nos trajo al mundo es uno de los puntos de inflexión de nuestras vidas. Pero la mayoría de la gente tiene, al menos, tiempo para prepararse. Cuando me separaron de mi madre a los trece años, me quedó la sensación de que estaba sola en el mundo, como una hoja mecida por el viento. Pero, cuando yo misma me convertí en madre, volví a anudar el vínculo. Sostener el cálido cuerpecillo de Lily entre los brazos, con su rostro rozándome el pecho, me recordaba todo lo que era bueno y por lo que valía la pena vivir. Y también curó a Iván. Durante su pasado, había perdido lo que era más preciado para él y ahora, en la madurez, en un país bañado por el sol y lejos de los malos recuerdos, podía reconstruir de nuevo sus ilusiones.

Iván fabricó un buzón de madera de pino, el doble de grande que cualquier otro buzón de la calle, para celebrar la llegada a casa de Lily. En la parte frontal, pegó la silueta de madera de un hombre con su esposa y su bebé. Cuando me sentí con fuerzas de retomar mis labores de jardinería, planté una mata de dampieras violetas alrededor del buzón. Una araña australiana se hizo su nido dentro del habitáculo del buzón y salía huyendo a toda prisa cada vez que yo abría la tapa para recoger el correo de la tarde. Unas semanas después, un buen día, la araña decidió trasladar su residencia a alguna otra parte y fue entonces cuando recibí la carta. Aquella carta que me traería el segundo milagro y lo cambiaría todo.

Estaba mezclada con el resto de la correspondencia y las facturas, pero, cuando la rocé, sentí un escalofrío en la punta de los dedos. El sello era australiano, pero el sobre estaba tan desgastado que parecía que hubiera pasado por cientos de manos antes de llegar a mí. Me senté junto a la piscina en un banco rodeado por macetas de gardenias, las únicas plantas no autóctonas de todo el jardín, y la abrí. Cuando leí el mensaje escrito en ella, fue como si me hubiera alcanzado un relámpago.


Si es usted Anna Victorovna Kozlova, la hija de Alina y Víctor Kozlov de Harbin, por favor, reúnase conmigo el lunes a mediodía en el comedor del Hotel Belvedere. Puedo conseguirle una visita con su madre.


La carta se me cayó de las manos y revoloteó sobre el césped. La contemplé mientras flotaba, como un barquito de papel. Traté de pensar quién podría ser su autor, quién se pondría en contacto conmigo, después de todos aquellos años, con noticias sobre mi madre. Cuando Iván llegó a casa, le enseñé la carta. Él se sentó en el sofá y se quedó inmóvil durante un largo rato.

– No me fío de la persona que ha escrito esto -me dijo-. ¿Por qué no pone su nombre? ¿Por qué no te pide que primero le llames por teléfono?

– ¿Por qué querría alguien mentir sobre mi madre? -le pregunté.

Iván se encogió de hombros.

– Podría ser un espía ruso. Alguien que quiere llevarte de vuelta a la Unión Soviética. Puede que ahora tengas la nacionalidad australiana, pero ¿quién sabe lo que te harían si acabaras allí? ¿O podría ser Tang?

Era cierto que podría ser Tang tratando de darme caza, pero, en el fondo de mi corazón, no lo creía así. Seguramente, ya estaría muerto o demasiado viejo como para andar buscándome. Era alguna otra persona. Contemplé de nuevo aquellas palabras escritas a mano, tratando de descifrar el misterio que encerraban.

– No quiero que acudas a la cita -me dijo Iván, mirándome con lágrimas en los ojos.

– Tengo que hacerlo -le repliqué.

– ¿Crees que tu madre todavía vive?

Lo medité, pero no podía separar lo que anhelaba creer de lo que parecía más probable.

Iván se frotó la cara, cubriéndose los ojos con las palmas de las manos.

– Si tú vas, iré contigo.


Durante el fin de semana, Iván y yo ocultamos nuestra ansiedad haciendo jardinería. Limpiamos el jardín de malas hierbas, cambiamos algunas plantas de sitio y colocamos una hilera de rocas a los lados del sendero. Lily descansaba en su cochecito en la terraza, mecida por la brisa primaveral. Pero, a pesar de nuestro agotamiento físico, Iván y yo no pudimos dormir el domingo por la noche. Nos revolvimos, dimos vueltas en la cama y hablamos en sueños. Al final, tuvimos que bebemos sendos vasos de leche caliente y resignarnos a descansar apenas unas horas. El lunes, fuimos hasta la casa de Irina y Vitaly y dejamos a Lily con Irina. Cuando nos sentamos de nuevo en el coche, me volví para ver a mi hija arrebujada entre los brazos de Irina. Empecé a respirar con dificultad cuando se me ocurrió que podría ser la última vez que la viera. Me volví para mirar a Iván y me di cuenta, por la firme expresión de su mandíbula, de que estaba pensando lo mismo que yo.

El Hotel Belvedere había vivido su época de esplendor hacía mucho tiempo, en los años cuarenta. Iván y yo nos bajamos del coche y contemplamos el símbolo de neón sobre la puerta de entrada, la mugre incrustada en las paredes y las plantas en macetas desperdigadas ante la entrada. Miramos a través de las polvorientas ventanas, pero lo único que pudimos ver fue nuestro propio reflejo preocupado contemplándonos en el cristal. Iván me cogió firmemente de la mano y nos internamos en el sombrío hotel.

Por suerte para nosotros, la recepción era más acogedora que el exterior. El aire estaba viciado por la humedad y el persistente olor a tabaco, pero las desgastadas sillas estaban limpias, las mesas, relucientes y la deshilachada alfombra, sin polvo.

En el comedor, la camarera salió de detrás del mostrador y empujó hacia nosotros la carta. Le dije que habíamos venido a reunirnos con alguien. Se encogió de hombros como si encontrarse con alguien en un lugar como el Hotel Belvedere sólo pudiera ser una tapadera de algún asunto turbio, y su actitud me puso de nuevo nerviosa. Una mujer joven que estaba sentada junto a la ventana parpadeó mirándonos y luego volvió a centrar la atención en su libro, más interesada en la última novela de asesinatos que en una pareja de rusos abrazados en mitad de la habitación. Dos mesas más allá de la suya había un hombre obeso escuchando una radio, con un auricular colgándole de la oreja y un periódico en el regazo. Llevaba el pelo muy corto, como si se lo hubiera afeitado, de modo que su cabeza parecía muy pequeña en comparación con el resto del cuerpo. Me giré hacia él, pero me devolvió la mirada sin hacer ningún gesto de reconocerme. Las mesas de bancos para la cena estaban situadas al final de un pasillo en la parte trasera. Caminé delante de Iván, comprobando cada uno de los asientos de terciopelo desgastado. Me detuve como si me hubiera golpeado contra una pared invisible. Noté su presencia incluso antes de verle. Levanté la mirada hacia la última mesa en una esquina. Estaba envejecido y había encogido de tamaño, y sostenía fijamente mi mirada. Percibí una sensación de frío en la mejilla y recordé el primer día en el que vino a nuestra casa y cómo me había escondido bajo un sillón de la entrada. Sus ojos saltones y separados, tan poco habituales entre los japoneses, eran inconfundibles.

El general se puso en pie cuando me vio; los labios le temblaban. Ahora era más bajo que yo, y ya no iba vestido de uniforme, sino que llevaba una camisa a cuadros de franela y una chaqueta de béisbol. Sin embargo, todavía tenía un aire marcial y digno, y le centelleaban los ojos.

– Ven -me dijo, haciéndome señas-. Ven.

Iván se deslizó en el asiento a mi lado, callado y respetuoso, comprendiendo que aquel hombre debía de ser alguien que yo conocía. El general también se sentó, con las manos colocadas ante él sobre la mesa. Durante largo rato, ninguno de los dos pudo pronunciar ninguna palabra.

El general inspiró profundamente.

– Te has hecho toda una mujer -dijo-. Muy hermosa, pero muy cambiada. Sólo sé que eres tú por el cabello y los ojos.

– ¿Cómo me ha encontrado? -le pregunté, con una voz casi inaudible.

– Tu madre y yo te hemos estado buscando durante mucho tiempo. Pero la guerra y los comunistas no nos han permitido localizarte hasta ahora.

– ¿Mi madre?

Iván me rodeó con el brazo, con un gesto protector. El general lo observó como si fuera entonces cuando hubiera percibido su presencia por primera vez.

– Tu madre no ha podido abandonar Rusia y desplazarse hasta aquí tan fácilmente como yo. Por eso he venido a verte.

Todo el cuerpo comenzó a temblarme. No podía sentir los dedos de los pies o de las manos.

– Mi madre está muerta -grité, poniéndome prácticamente en pie-. Tang la sacó del tren y la fusiló. Ha estado muerta todos estos años.

– Debe usted contarnos su historia con más claridad -le dijo Iván-. Mi esposa ha sufrido mucho. Nos dijeron que su madre había muerto. Que se la llevaron en un tren de mercancías desde Harbin y después la ejecutaron.

El general abrió los ojos como platos mientras Iván hablaba e, igual que en su primer día en Harbin, su rostro me recordó al de un sapo.

– Anya, efectivamente, a tu madre la sacaron del tren antes de llegar a la Unión Soviética. Pero no fue Tang. Fui yo.

Me volví a sentar y me eché a llorar.

El general me cogió las manos entre las suyas en un gesto más ruso que japonés.

– Olvidas -añadió- que yo era actor. Me hice pasar por Tang. Saqué a tu madre del tren y fingí la ejecución.

Contemplé con la mirada borrosa a aquel hombre venido de mi niñez que me estaba hablando. Le escuché asombrada cuando me contó que se llamaba Seiichi Mizutani y que había nacido en Nagasaki. Su padre dirigía una compañía teatral y, cuando tenía diez años, su familia se trasladó a Shanghái, donde aprendió a hablar mandarín perfectamente. La familia del general se mudaba de una ciudad a otra con mucha frecuencia, entreteniendo a los japoneses que estaban emigrando a China, cada vez en mayor cantidad. Incluso hicieron un viaje a Mongolia y a Rusia. Pero cuando los japoneses invadieron de modo oficial China en 1937, la esposa y la hija del general fueron enviadas de vuelta a Nagasaki, y al general le obligaron a convertirse en espía. El año antes de que se llevaran a mi madre, logró su captura más importante, la del líder más conocido de la resistencia china: Tang.

– Trabé amistad con él -nos contó el general con los ojos fijos en nuestras manos entrelazadas-. Él confiaba en mí. Me contó lo que soñaba que China llegara a ser algún día. Era apasionado, brillante y desinteresado. Siempre venía a verme con cualquier cosa que encontraba de comer. «Para ti, amigo mío -me decía-, he robado esto a los japoneses para ti.» Y cuando no podía traerme comida, me traía un abanico, una poesía o un libro. Pasaron dos años antes de que lo entregara a los japoneses. Hasta entonces, lo utilicé para desenmascarar a otros.

El general tomó un sorbo de agua. En su mirada pude ver la pesadumbre y el dolor.

– Soy el responsable de haberle convertido en un monstruo -confesó-. Mi traición lo deformó.

Cerré los ojos. Nunca podría perdonar a Tang por lo que había hecho, pero, por lo menos, ahora podía entender por qué su odio era tan implacable.

Después de un momento, el general retomó la historia.

– El día que dejé vuestra casa, no nos habían informado de nada, salvo de que Japón se había rendido y de que Hiroshima y Nagasaki habían sido destruidas. Sólo años después llegué a hacerme una idea de la magnitud de lo que había sucedido en mi ciudad natal: cientos de miles de personas muertas y heridas, y miles que enfermaron posteriormente y murieron lentamente, falleciendo entre grandes dolores. Cuando me estaba alejando de Harbin, me encontré con mi ayudante. Me contó que habían interrogado a tu madre y que la iban a deportar a la Unión Soviética. Lo sentí, pero decidí que lo único que podía hacer era salvarme a mí mismo, y que debía regresar a Japón para enterarme de qué les había sucedido a mi esposa y a mi hija. Sin embargo, de camino, tuve una fatídica visión. Vi a mi mujer, Yasuko, de pie sobre una colina en el horizonte, esperándome. Me aproximé a ella y me percaté de que tenía la piel agrietada y seca como una jarra de arcilla. Había una pequeña sombra de pie, sujeta a su codo, que estaba llorando. Era Hanako, mi hija. La sombra se me acercó corriendo, pero desapareció tan pronto como me tocó, ardiendo junto a mí. Me levanté la camisa y noté que la piel se me estaba despegando del cuerpo, como una cascara de plátano. Entonces comprendí que estaban muertas y que la causa de que las hubieran matado era que yo os había descuidado a ti y a tu madre. Quizás el espíritu de tu padre se había vengado de mí.

»A partir de entonces, tuve que moverme deprisa. Sabía que el tren se aproximaría a la frontera cuando cayera la noche. Estaba asustado y no sabía bien qué hacer. Todas las ideas que se me ocurrían me parecían condenadas al fracaso. Entonces, recordé que Tang había trabajado para los soviéticos. Robé unos trapos de una granja y los utilicé para vendarme las manos. Llené los vendajes de ratones muertos para imitar el olor a carne putrefacta que Tang siempre desprendía después de haber escapado del campo de internamiento. Haciéndome pasar por él, fui capaz de conseguir un avión que me llevó a la frontera, donde convencí a tres guardias comunistas para que me acompañaran a interceptar el tren y a ejecutar a tu madre.

El general detuvo su narración durante un momento, frunciendo los labios. Había dejado de ser el impresionante personaje de mi niñez. Era un hombre frágil y tembloroso, sobrecargado por el peso de sus recuerdos. Levantó la mirada hacia mí como si me hubiera leído el pensamiento.

– Probablemente, aquél fue el plan más estrafalario que puse en práctica en toda mi vida -continuó-. Y no tenía ni la menor idea de si iba a funcionar o de si lo único que conseguiría sería hacer que nos mataran a tu madre y a mí. Cuando tomé al asalto el tren-prisión, tu madre abrió los ojos como platos, y supe que me había reconocido. Hice que uno de los guardias la arrastrara por el pelo hasta la puerta, y ella se revolvió y gritó como una verdadera actriz. Hasta el último momento, los guardias pensaron que la íbamos a fusilar. En vez de eso, la tiré cuerpo a tierra, forcejeé con los guardias por hacerme con su pistola, disparé a los faros del coche y les disparé a ellos.

– ¿Adónde fueron ustedes después? -le preguntó Iván. Apreté su brazo firmemente con los dedos para sostenerme en él. Él era la única cosa sólida a mi alrededor. Las paredes del comedor parecían estar moviéndose, cerrándose sobre mí. Sentía la cabeza liviana. Todo era irreal. Mi madre. Mi madre. Mi madre. Estaba volviendo a mi vida ante mis propios ojos después de tantos años en los que había tratado de aceptar que estaba muerta.

– Tu madre y yo nos apresuramos a volver a Harbin lo más rápido que pudimos -nos contó el general-. El viaje fue azaroso, y tardamos tres días en llegar allí. Tu madre destacaba más por su aspecto que yo, lo cual nos puso en peligro. Para cuando llegamos a la ciudad, los Pomerantsev se habían ido y tú también. Tu madre se derrumbó cuando descubrimos las cenizas de los cimientos de vuestra casa. Pero un vecino nos dijo que a ti te habían rescatado los Pomerantsev y que te habían enviado a Shanghái.

»Tu madre y yo decidimos que iríamos a Shanghái en tu busca. Pero no podíamos ir por Dairen, porque los soviéticos estaban deteniendo a los rusos que trataban de escapar por mar. En cambio, viajamos hacia el sur por ríos y canales, o por tierra. En Pekín, nos detuvimos en una casa cercana a la estación de ferrocarril, con la intención de viajar a Shanghái en tren a la mañana siguiente. Pero fue entonces cuando nos dimos cuenta de que nos estaban siguiendo. Al principio, pensé que me lo estaba imaginando, hasta que vi una sombra deslizándose tras tu madre cuando fue a comprar los billetes. La sombra de un hombre sin manos. "Si vamos a Shanghái, le conduciremos directamente hasta ella", le dije a tu madre, porque sabía que Tang ya no sólo estaba interesado en mí.

Le estrujé el brazo a Iván aún más fuerte cuando comprendí lo cerca que había estado mi madre de llegar hasta mí. Pekín sólo estaba a un día de Shanghái en tren.

– Los japoneses siempre habían estado interesados en Mongolia -prosiguió el general, con un tono de voz apremiante, como si estuviera recordando el terror que había experimentado aquellos días-. Parte de mi formación como espía había consistido en memorizar las rutas que los arqueólogos europeos habían utilizado para abrirse camino por el desierto de Gobi. Y, por supuesto, conocía la ruta de la seda.

»Le dije a tu madre que debíamos encaminarnos hacia el norte, hasta la frontera, donde lograríamos que Tang nos perdiera la pista en aquel terreno accidentado. Porque, allá donde nos dirigíamos, un hombre sin manos perecería, aunque fuera un hombre tan decidido como él. Mi objetivo era llevar a tu madre a Kazakstán y, después, hacer yo solo el viaje de vuelta a Shanghái. Al principio, tu madre se resistió, pero le dije: "Tu hija está segura en Shanghái. ¿De qué le servirás si te matan?".

»Podría parecer que llevar a tu madre a Kazajistán significaba ponerla en manos de los soviéticos. Pero el arte del espionaje consiste en fundirse en el ambiente, y Kazajistán era un caos después de la guerra. Cientos de rusos habían huido hasta allí para escapar de los alemanes, y había muchísima gente sin documentos identificativos.

»Unos jinetes con experiencia podrían haber hecho el viaje en tres meses, pero nosotros tardamos en llegar a Kazajistán dos años. Compramos caballos a una tribu de pastores, pero tuvimos que tener mucho cuidado en no extenuarlos por encima del límite de sus fuerzas, por lo que sólo pudimos viajar durante los siete meses de los veranos. Además de la presencia soviética en la frontera y de las guerrillas comunistas, tuvimos que enfrentarnos a tormentas de arena y a cientos de kilómetros de desierto pedregoso, e, incluso, uno de nuestros guías murió por la mordedura de una víbora. Si no llega a ser por las pocas palabras que yo sabía en mongol y por la hospitalidad de las tribus locales, tu madre y yo habríamos muerto. No sé qué fue de Tang. No volví a verle desde entonces y, obviamente, nunca te encontró. Me gustaría pensar que murió persiguiéndonos a través de las montañas. Hubiera sido la única muerte apropiada para su torturada alma. Aunque nos hubiera matado, no habría conseguido el alivio que necesitaba.

»Tu madre y yo llegamos a Kazajistán agotados por el viaje. Conseguimos unas habitaciones en casa de una mujer kazaja. Cuando recuperé fuerzas, le dije a tu madre que regresaría a China en tu busca. "Te separaron de tu hija por mi culpa -le dije-. Hice cosas durante la guerra para proteger a mi familia, pero, al final, no pude hacer nada por salvar a mi mujer y a mi hija. Tengo que enmendar vuestra situación, o ellas nunca podrán descansar en paz."

»"No es culpa tuya que haya perdido a mi hija -me respondió tu madre-. Los soviéticos nos habrían deportado a las dos a un campo de trabajo tras la guerra. Al menos, sé que está a salvo. Quizás ahora yo tenga también una nueva oportunidad gracias a ti."

»Las palabras de tu madre me conmovieron profundamente. Me arrodillé y me incliné frente a ella. Me di cuenta de que existía un vínculo entre nosotros. Quizás se formó durante nuestro viaje, cuando dependíamos el uno del otro para sobrevivir. O puede que fuera algo que viniera de otra vida. Estaba unido del mismo modo con mi esposa, por eso supe que había muerto en Nagasaki.

«Aunque yo solo podía moverme fácilmente por China, me retrasaron las batallas entre el ejército comunista y el nacionalista. Las guerrillas que seguían siendo leales a los caudillos militares deambulaban por el país, y cada paso que daba era peligroso. Los trenes eran objetivos fáciles, por lo que viajaba por agua o a pie. Durante todo el tiempo, iba reflexionando sobre el asunto de cómo recorrería de vuelta toda aquella distancia con una chica rusa blanca. Pero resultó que no fui capaz de dar contigo en aquel engendro de ciudad conocido como Shanghái. Busqué a Anya Kozlova en los cabarés, en las tiendas y en los restaurantes rusos. No tenía una foto tuya. Sólo podía ofrecer la descripción de una niña pelirroja. O, quizás, tu gente recelaba de mí y querían proteger a una de las suyas. Finalmente, alguien me dijo que había llevado a una chica rusa pelirroja a un club nocturno llamado Moscú-Shanghái. Me dirigí a toda velocidad hacia allí, emocionado por la expectación. Pero la dueña, una mujer estadounidense, me dijo que estaba equivocado. La chica pelirroja era una prima suya que hacía tiempo que había regresado a los Estados Unidos.

Me subió una arcada desde el estómago. La cabeza me daba vueltas, repasando las fechas una y otra vez. El general debió de llegar a Shanghái a finales de 1948, cuando yo estaba enferma de gripe y Dimitri me estaba engañando con Amelia. La historia del general había logrado humanizar a Tang: era un hombre distorsionado por la crueldad que había tenido que sufrir en sus propias carnes. Pero Amelia era un ser abominable. Si el general me hubiera encontrado en la época en la que Serguéi estaba vivo, ella habría estado encantada de deshacerse de mí. Pero la única motivación de sus acciones después de la muerte de Serguéi fue el rencor.

– Los comunistas estaban cercando la ciudad -continuó el general-. Así que, si no salía de allí pronto, me quedaría atrapado. Me debatía entre seguir buscándote y volver con tu madre. Además, había tenido otra visión: tu madre tendida en una cama en llamas. Estaba en peligro.

»Por supuesto, cuando regresé a Kazajistán, la anciana me contó que tu madre había estado gravemente enferma de difteria, pero que había mejorado gracias a la carne de caballo hervida y a los tónicos lácteos que ella le había estado preparando. No me atreví a presentarme ante tu madre hasta que se recuperó. Cuando, finalmente, entré en la habitación en la que reposaba, ella se incorporó y me traspasó con la mirada. Cuando comprendió que le había fallado, que no te había traído de vuelta, se sumió en una depresión tan profunda que pensé que trataría de suicidarse.

»"No desesperes -le dije-. Creo que Anya sigue viva y está a salvo. Cuando te encuentres mejor, nos dirigiremos al oeste hacia el mar Caspio." La presencia soviética había aumentado, y la frontera con China estaba mucho más vigilada. Pensé que si tu madre y yo podíamos huir hacia Occidente, lograríamos salir de Kazajistán en barco. Tu madre cerró los ojos y dijo: "No sé por qué, pero confío en ti. Creo que me ayudarás a encontrar a mi hija".

El general me miró a los ojos y me dijo:

– Fue entonces cuando me di cuenta de que la amaba y de que no podría esperar o merecer que me correspondiera con su amor hasta que te encontrara.

Su revelación me hizo enmudecer momentáneamente. Y, aun así, percibía otro sentimiento que me cosquilleaba bajo la piel. En dos ocasiones, tras la muerte de mi padre, había oído su voz prometiéndome que enviaría a alguien. Había tenido suerte durante toda mi vida, puesto que mucha gente me había ayudado, pero de repente comprendí a quién se refería mi padre.

– ¿Cómo me encontró? -le pregunté.

– Cuando alcanzamos el mar, descubrimos que los soviéticos también estaban patrullando la línea costera. Parecía que no había escapatoria, pero la situación se desarrolló a favor nuestro. Conseguimos trabajo en un hotel donde los privilegiados del partido pasaban las vacaciones. Mientras estaba trabajando allí, trabé amistad con un hombre llamado Yuri Vishnevski. A través de él, nos enteramos de que los rusos de Shanghái habían sido evacuados a Estados Unidos. Después de un tiempo, tu madre recurrió a Vishnevski para que nos ayudara a trasladarnos a Moscú. Le dijo que Moscú era la ciudad natal de su familia y que siempre había deseado conocerla. Pero yo sabía cuál era su verdadero motivo. En Kazajistán, estábamos aislados del resto del mundo, pero en Moscú la situación sería diferente. Allí había turistas y hombres de negocios, funcionarios del gobierno y profesores extranjeros. Gente con autorización para cruzar la frontera. Gente a la que se podía sobornar o a la que se le podía suplicar.

»Hace tres años, nos mudamos a Moscú, donde, aparte de nuestros trabajos en una fábrica y una tienda, dedicamos nuestras vidas a buscarte. Pasábamos el tiempo cerca del Palacio del Kremlin, la Plaza Roja y el Museo Pushkin, fingiendo que deseábamos practicar inglés, aunque, en realidad, abordábamos a los turistas y a los diplomáticos extranjeros para preguntarles por ti. Algunos de ellos accedieron a ayudarnos, pero muchos se negaban. No tuvimos noticias de nadie durante mucho tiempo, hasta que una estadounidense se puso en contacto con la Sociedad Rusa de San Francisco en nuestro nombre. Ellos se comunicaron con la OIR, y descubrimos que habían enviado a una Anya Kozlova a Australia.

El general se detuvo. Las lágrimas brotaban de sus ojos y se le resbalaban por las mejillas. No trató de secárselas y parpadeó para mirarme con los ojos húmedos.

– ¿Puedes imaginar la alegría que sentimos cuando recibimos aquellas noticias? La mujer estadounidense fue muy amable y se puso en contacto con la Cruz Roja en Australia para ver si podían ayudarnos un poco más. Una de sus voluntarias jubiladas recordaba a una joven que había ido a verla en 1950. La chica era muy guapa y su historia le causó mucha impresión. A la voluntaria se le había partido el corazón porque no había podido ayudar a la chica a encontrar a su madre, y había mantenido sus datos en el archivo, aunque iba contra las normas.

– Daisy Kent -le dije a Iván-. ¡Siempre pensé que no tenía ninguna intención de ayudarme! Quizás su empatía me pareció mera reticencia.

– Estábamos tan cerca de encontrarte -comentó el general-. Tu madre ha cambiado en todos estos años que no te ha tenido a su lado. No ha gozado de una salud demasiado fuerte y ha sufrido enfermedades de manera crónica. Pero, en cuanto oyó que estabas en Australia, fue como si rejuveneciera y recuperara valentía. Estaba decidida a encontrarte, costara lo que costara.

»Nos pusimos en contacto con Vishnevski, que, para entonces, era un buen amigo en el que podíamos confiar. Accedió a conseguirme documentación, pero dijo que tu madre debía quedarse atrás para garantizar que yo volviera. Llegué a Australia hace dos semanas, y la Cruz Roja me reservó una habitación en un hotel. Me las arreglé para seguirte el rastro desde el campo de inmigrantes hasta Sídney, pero, después, nada. El encargado del registro civil no me diría si te habías casado. Eso era información confidencial, incluso en una situación como la mía. Pero estaba decidido a no fracasar, como me había ocurrido en Shanghái. Un día, estaba sentado en la habitación de mi hotel, totalmente desesperado, cuando me metieron un periódico por debajo de la puerta. Sin pensar, lo cogí y lo hojeé. De repente, me encontré con una columna firmada por "Anya". Llamé al periódico, pero la telefonista me dijo que el nombre de la columnista no era "Anya Kozlova", sino "Anya Najimovski". "¿Está casada?", le pregunté. La mujer me dijo que creía que sí, que la autora estaba casada. Miré tu dirección en la guía telefónica. Algo me decía que había encontrado a la Anya que estaba buscando, pero no podía revelar quién era o lo que estaba haciendo a todos los rusos de Sídney. Por eso te escribí aquella carta anónima. Entonces, el general suspiró, exhausto, y dijo: -Anya, tu madre y yo te hemos estado buscando todos estos años. Tu recuerdo ha pervivido en nuestros corazones todos los días de nuestras vidas. Y ahora, por fin, te hemos encontrado.

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