TERCERA PARTE
16

BONDI

Unos días después de la Nochevieja de 1956, estaba sentada en mi piso de Campbell Parade, mientras miraba la playa y contemplaba a la multitud que se desperdigaba por la arena como prendas de ropa desparejadas en un cesto de un mercadillo benéfico. El primer día de enero, el mar había crecido con olas por encima de los cuatro metros y medio. Los socorristas corrían frenéticamente de un lado para otro, sacando del agua a surfistas y rescatando a dos chicos que la marea había arrastrado hasta las rocas. Pero, aquel día, el mar estaba en calma, y varias bandadas de gaviotas se balanceaban perezosamente en la superficie del agua. Hacía calor, y yo tenía todas las ventanas abiertas. Podía oír las voces de los niños jugando en la arena y el silbido de advertencia de los socorristas para que la gente nadara entre las boyas. El océano podía parecer tranquilo, pero, bajo la superficie, estaba plagado de corrientes traicioneras.

Estaba trabajando en un artículo para la sección femenina, donde me habían nombrado editora de moda un año antes. Ann White, después de agotarse completamente trabajando sobre vestidos de gala de coronación y sobre el guardarropa de la reina durante su visita oficial a Australia, se había casado con un miembro de la familia Denison. La dinastía de los grandes almacenes consideraba su don para la moda como una cualidad más valiosa que cualquier dote, así que la nombraron directora del departamento de compras de moda para los grandes almacenes de Sídney. Nos veíamos en acontecimientos sociales y habíamos ido a comer juntas dos o tres veces. Era irónico que, después de que nuestra relación comenzara de un modo tan convulso, hubiéramos acabado necesitando mutuamente el apoyo de la otra.

Para el artículo que estaba escribiendo, había pedido a tres diseñadores australianos que me propusieran ideas sobre cómo vestirían a Grace Kelly el día de su boda con el príncipe Rainiero de Mónaco. Judith desarrolló la propuesta más hermosa: un vestido con recubrimiento de organdí de color marfil, con el pecho de tafetán y el escote de cuello de cisne; aun así, las propuestas de los otros dos diseñadores también eran dignas de ser consideradas alta costura. Uno era un vestido de corte de sirena con puntadas curvas y dobladillo de cola de pez, y el otro estaba hecho de brocado con adornos de piel de marta y seda irisada. Ese último vestido me lo había enviado una rusa que había venido a Sídney vía París. Se llamaba Alina, y cuando escribí su nombre en el dorso de las fotografías que acompañarían el artículo, comencé a pensar en mi madre.

Stalin murió en 1953, pero eso no había impedido que Occidente y la Unión Soviética se enzarzaran en una guerra fría que hacía imposible cualquier tipo de intercambio de información. El padre de Vitaly no volvió a oír hablar de su hermano, y yo había escrito a todas las organizaciones que pude: la Sociedad ruso-australiana, las Naciones Unidas, la OIR y muchas otras organizaciones humanitarias de menor tamaño. Pero ninguna había sido capaz de ayudarme. Parecía que Rusia era impenetrable.

Australia estaba muy lejos de cualquier cosa que mi madre y yo hubiéramos tenido en común. No podía reconocerla en los árboles australianos o asociarla con el mar. Todavía albergaba el terror de llegar a olvidar los detalles que recordaba sobre ella: la forma de sus manos, el color exacto de sus ojos, su aroma. Y, aun así, no conseguía borrarla de mi memoria. Incluso después de todos aquellos años, ella era la primera persona en la que pensaba cuando me levantaba por las mañanas y la última que me venía a la mente cuando apagaba las luces antes de irme a dormir. Habíamos estado separadas durante casi once años, pero, pese a todo, en algún lugar de mi corazón todavía creía que ella y yo nos encontraríamos de nuevo.

Metí el artículo y las fotografías en un sobre y preparé la ropa para la oficina. Unas semanas antes, había preparado un artículo a doble página titulado «Demasiado calor para la playa», en el que mostraba los nuevos modelos de biquinis que se estaban abriendo camino en Australia provenientes de Europa y Estados Unidos. Ya que los bañadores son ropa íntima, le pregunté a la modelo si quería quedarse con los biquinis con los que había posado, pero replicó que ya tenía varios cajones llenos de bañadores y biquinis de otras sesiones de fotos. Por eso, me los traje a casa para lavarlos, con la intención de dárselos a las reporteras de menor antigüedad. Abrí el guardarropa y rebusqué en la bolsa de paja en la que creía que los había puesto después de que se secaran en la cuerda de la ropa. Pero no estaban allí. Contemplé el interior vacío de la bolsa, sorprendida. Comencé a dudar de si, con lo ocupada que había estado con los plazos de entrega, no me habría llevado ya los bañadores a la oficina y, sencillamente, se me habría olvidado. En ese momento, la señora Gilchrist, la supervisora del edificio, llamó a la puerta.

– ¡Anya! ¡Al teléfono! -gritó.

Me puse las sandalias y corrí al teléfono compartido en el recibidor.

– Hola -susurró Betty, cuando cogí el auricular-, ¿puedes venir a recogernos, cariño?

– ¿Dónde estáis?

– En la comisaría de policía. La policía no nos deja irnos, a menos que venga alguien a recogernos.

– ¿Qué ha ocurrido?

– Nada.

Escuché a Ruselina hablando con alguien en el fondo, y el sonido de una risa masculina.

– Betty, si no ha ocurrido nada, ¿qué estáis haciendo vosotras dos en la comisaría de policía?

Hubo un instante de silencio antes de que contestara:

– Nos han detenido.

Estaba demasiado sorprendida como para hacer cualquier comentario. Ruselina dijo algo en alto, pero no lo entendí.

– Oh -comentó Betty-, Ruselina pregunta si podrías traernos algo de ropa.

Corrí a la comisaría de policía, con la cabeza dándome vueltas, intentando imaginarme qué podrían haber hecho Betty y Ruselina para que las detuvieran. Betty se había jubilado y, después de vender la casa en Potts Point, había comprado un apartamento de tres dormitorios para ella y Ruselina con un estudio en la planta de arriba para mí. Vitaly e Irina vivían en una casa en Tamarama, a un barrio de distancia. Desde que se mudaron, Betty y Ruselina habían empezado a exhibir un extraño comportamiento. Una vez, se dedicaron a saltar entre las rocas del cabo con cuchillos entre los dientes, alegando que «iban a cazar tiburones en honor de Bea Miles», que había sido la vieja chiflada de Bondi durante muchos años. Había marea baja, y el mar estaba claro y en calma, por lo que no corrieron demasiado peligro de ahogarse, pero el mero hecho de ver a nuestras queridas abuelas flotando en un área sin vigilancia era suficiente como para aterrorizarnos a Irina y a mí. Hicimos que Vitaly las persiguiera para obligarlas a volver a la orilla.

– No os preocupéis demasiado por ellas -nos dijo Vitaly después-. Ambas han sufrido tragedias en sus vidas, pero han tenido que ser fuertes y seguir adelante a pesar de todo. Ahora es un momento en el que quieren dejarse llevar y ser irresponsables. Son afortunadas por haberse encontrado, igual que vosotras dos.

No telefoneé a Vitaly e Irina antes de marcharme hacia la comisaría de policía. Irina estaba embarazada de cuatro meses y no quería disgustarla. Sin embargo, durante todo el camino hacia la comisaría, no pude evitar preocuparme. ¿Por qué no podían Betty y Ruselina dedicarse a la pintura o al bingo como otras ancianas de su edad? El tranvía de Bondi traqueteó y levanté la mirada. Por el rabillo del ojo, vi a una anciana solitaria sentada en un banco del parque. Les echaba trocitos de pan a las gaviotas. Me dio la sensación de que la imagen de su silueta solitaria se quedaba grabada en mi interior, y comencé a preguntarme si yo sería como aquella anciana dentro de cincuenta años.

Cuando llegué a la comisaría de policía, Betty y Ruselina estaban sentadas en la sala de espera, envueltas en sus albornoces de felpa. Betty estaba lanzando anillos de humo al aire. Ruselina sonrió ampliamente cuando me vio. Había un anciano sentado junto a ella, que llevaba una camiseta de tirantes blanca y unos pantalones cortos. Tenía la piel tan morena como el cuero y estaba inclinado con los codos apoyados en las rodillas, muy pensativo. En la esquina opuesta de la habitación, un hombre con aspecto fornido que llevaba un traje de buceo y pantalones cortos se estaba poniendo una bolsa de hielo en la mandíbula. En la tira de su sombrero de paja se leía la palabra «inspector».

El sargento al mando se levantó de su escritorio.

– ¿Señorita Kozlova?

Miré a Betty y a Ruselina, pero ellas se mantuvieron impasibles, sin revelar nada.

– ¿Qué ha ocurrido? -le pregunté al sargento, sentándome en la silla frente a su escritorio.

– No se preocupe -me susurró-, no es nada grave. Solamente se trata de que el inspector de la playa es muy estricto en cuanto al «decoro».

– ¿Decoro? -exclamé. Ruselina y Betty soltaron una risita.

El sargento abrió el cajón de su escritorio y sacó un diagrama que mostraba a un hombre y a una mujer de pie en la playa. Lo empujó hacia mí. Había líneas y medidas dibujadas sobre las siluetas. La cabeza me daba vueltas. ¿Decoro? ¿Qué demonios habrían hecho Betty y Ruselina?

El sargento me señaló varias partes del dibujo con el bolígrafo.

– Las perneras de los bañadores, según el inspector, deben tener una longitud mínima de siete centímetros y medio, y los bañadores de las mujeres tienen que llevar tirantes o algún otro tipo de sujeción.

Negué con la cabeza, sin entender nada. Ruselina y Betty tenían elegantes bañadores de cuerpo entero. Yo misma se los había comprado en David Jones por Navidades.

– Los bañadores de sus abuelas -me susurró el sargento- son demasiado escasos.

De nuevo, Betty y Ruselina se echaron a reír. De repente, caí en la cuenta de lo que había sucedido.

– ¡Oh, Dios mío! ¡No!

Me levanté bruscamente y di varias zancadas hasta donde estaban Betty y Ruselina.

– Vamos -le dije-, ¡enseñádmelos!

Ruselina y Betty se abrieron los albornoces y comenzaron a pasearse por la sala de espera, pavoneándose e imitando a las modelos de pasarela. Betty llevaba unos pantaloncitos tipo pareo de cintura alta y la parte de arriba de un biquini sin tirantes. El bañador de Ruselina imitaba el aspecto de un esmoquin, con el escote en forma de uve. Ambos eran biquinis de la sesión fotográfica. Aunque las dos mujeres estaban en buena forma para su edad, estaba claro que no eran las jóvenes para las que aquellos bañadores habían sido diseñados. Las huesudas caderas de Betty eran demasiado flacas para aquellos pantaloncitos y Ruselina tenía el pecho demasiado caído como para llevar aquel escote, pero ambas posaban con elegancia y desenvoltura.

Las contemplé, estupefacta, durante unos segundos y después me eché a reír.

– No me importa que os pongáis estos bañadores -les dije a Betty y Ruselina más tarde, mientras estábamos sentadas en la cafetería local, bebiendo batidos de fresa-. Pero ¿por qué lo habéis hecho en la playa que tiene el inspector más estricto?

– ¡Que ese viejo imbécil nos persiguiera era parte de la diversión! -cacareó Betty. Ruselina se echó a reír también. El dueño de la cafetería nos miró de soslayo.

– ¿Quién era el otro tipo que estaba en la comisaría? -pregunté-. El de los pantalones cortos.

– Oh, él -dijo Ruselina, con un brillo en los ojos-. Es Bob. Es un verdadero caballero. Cuando el inspector quiso escoltarnos fuera de la playa, Bob se interpuso y le dijo que no «maltratara» a las señoras.

– Y después, le golpeó al inspector en la barbilla -dijo Betty, sorbiendo ruidosamente su batido.

Contemplé las burbujas rosas de mi propio batido y se me ocurrió pensar que aquellas dos abuelas que me habían cuidado durante tanto tiempo se estaban convirtiendo en mis niñas.

– ¿Qué vas hacer esta tarde, Anya? -me preguntó Betty-. Es sábado. ¿Quieres venir al cine con nosotras? Están poniendo Al este del Edén.

– No puedo -le contesté, encogiéndome de hombros-. Tengo que terminar un artículo sobre vestidos de novia para el periódico de mañana.

– ¿Y qué pasa con tu propia boda, Anya? -me preguntó Ruselina, sorbiendo hasta la última gota de batido a través de su pajita-. Nunca encontrarás marido si te dedicas a trabajar tan duro.

Betty me dio unas palmaditas en la rodilla por debajo de la mesa.

– Ruselina, eso suena a comentario de campesina rusa -le dijo-. Anya todavía es joven. No hay ninguna prisa. Mira qué maravillosa carrera tiene. Cuando esté lista, elegirá a alguien en alguna de esas glamurosas fiestas a las que siempre está yendo.

– Con veintitrés años no es tan joven para casarse -contestó Ruselina-. Sólo es joven en comparación con nosotras. Yo me casé con diecinueve y, en mi época, eso ya se consideraba tarde.

Después de despedirme de Betty y Ruselina, me dirigí escaleras arriba a mi propio apartamento y me tumbé en la cama. Mi estudio era pequeño: prácticamente lo llenaba por completo la cama, y una de las paredes estaba casi totalmente ocupada por la ventana. Pero tenía vistas al mar, una esquina con macetas, un mullido sillón y un escritorio, en el que podía escribir y pensar. Era mi refugio y me sentía cómoda allí. Lejos de la gente.

«Nunca encontrarás marido si te dedicas a trabajar tan duro», había dicho Ruselina.

Había otras dos personas trabajando en el periódico aquella tarde: Diana, puesto que el sábado era el día en el que Harry jugaba al golf, y Caroline Kitson. Las reporteras de menor antigüedad se repartían los sábados para cubrir bodas y bailes. A pesar de sus ambiciones, Caroline no había sido capaz de cazar a uno de los jóvenes de su clase social. Quizás había ofendido a demasiadas de sus madres en la columna de sociedad. Fuera por la razón que fuese, Caroline, con veintitrés años, ya se consideraba una solterona. Había empezado a ponerse ropa desaliñada y gruesas gafas, y tenía un aspecto que casaba más con el de una viuda que con el de una joven saludable. Había una guapa morena entre las reporteras más jóvenes que tenía puesto el ojo en el cargo de editora de eventos sociales y, por esa razón, Caroline era mucho más amable ahora con Diana y conmigo. A pesar de todo, Caroline había adoptado una costumbre que me molestaba mucho más que los desaires que me dedicaba unos años antes. «Hola, soltera número dos -me decía siempre, cuando yo llegaba a la oficina-, ¿te sientes igual que yo?»

Cada vez que me lo decía, me deprimía al instante.

Me volví y miré las muñecas matrioskas alineadas en mi tocador. En total, había cinco, dos después de mí. Una hija y una nieta. Ésa era la visión de mi madre sobre nuestras vidas. Probablemente, en algún momento, pensó que todos viviríamos hasta el fin de nuestros días tranquilamente en Harbin, añadiendo una nueva extensión a la casa cada vez que llegara un nuevo miembro a la familia.

Me tumbé boca arriba sobre las almohadas y me sequé las lágrimas de los ojos. Para tener una familia, necesitaría un marido. Pero me había acostumbrado tanto a vivir sin el amor de un hombre que no sabía ni siquiera por dónde empezar. Habían pasado cuatro años desde que me enteré de la muerte de Dimitri, siete desde que me dejó. ¿Cuánto años más me costaría superar el luto?

Diana ya estaba en la oficina cuando llegué al periódico. Me pasé por su despacho para decirle hola.

– ¿Qué planes tienes para el próximo viernes por la noche, Anya? -me preguntó, tocándose el cuello de su vestido estilo Givenchy.

– Nada especial -le respondí.

– Estupendo, hay alguien a quien quiero que conozcas. ¿Por qué no vienes a cenar a eso de las siete? Le diré a Harry que vaya a recogerte.

– De acuerdo, pero ¿a quién quieres que conozca?

En el rostro de Diana se dibujó una sonrisa con la que enseñó sus dientes nacarados.

– ¿Eso es un sí o un no?

– Es un sí, pero aun así, me gustaría saber a quién voy a conocer.

– ¿No te fías de mí? -me preguntó-. Un atractivo joven, si tanto insistes. Se muere de ganas por conocerte desde que te vio en el baile de la Melbourne Cup. Me dijo que te siguió durante toda la noche, pero tú no le hiciste ningún caso. Cosa que, si me lo permites, parece típica de ti, Anya. Es el hombre más guapo de este periódico, tiene un maravilloso sentido del humor y no consiguió que le dijeras ni pío.

Me sonrojé. Mi apuro pareció divertir aún más a Diana. Me preguntaba si habría adivinado de algún modo mi estado de ánimo de aquella tarde y habría ideado algo rápidamente para solucionarlo.

– Ponte ese bellísimo vestido de noche de crepé que te compraste en rebajas. Te queda tan bien…

– Lo haré -le dije, nerviosa por aquella extraña coincidencia. Era como si Diana fuera mi hada madrina y me estuviera concediendo un deseo.

– Por cierto, Anya -me llamó, cuando ya me había dado la vuelta para marcharme.

– ¿Sí?

– Trata de no parecer tan aterrorizada, querida. Estoy segura de que no muerde.

No les dije ni una palabra a Ruselina y a Betty sobre la cena de Diana. Estaba orgullosa de mí misma por, al menos, haber accedido a conocer a un joven, aunque el pensamiento aún me aterrorizaba. Si no les contaba nada, no tendría que buscarme una excusa si, al final, decidía no ir.

A medida que se aproximaba el viernes, me sentía mareada y estuve pensándomelo bien sobre si acudir o no. Pero no podía ofender a Diana de esa manera. Me puse el vestido que había sugerido. Tenía un corpiño entallado, tirantes anchos y una falda tableada. En los pies, me puse unos zapatos de seda con punta y me peiné el cabello a un lado con una horquilla adornada de lentejuelas.

Justo después de las seis y media, Harry pasó a recogerme en su Chevrolet color azul marino. Me abrió la puerta del automóvil y entornó los ojos hacia el sol tardío que brillaba sobre la playa.

– Parece tan tranquila después de las terribles tormentas que ha habido -comentó.

– He leído en el periódico que los socorristas sacaron del agua a ciento cincuenta personas el día de Año Nuevo -le expliqué.

Harry se colocó en el asiento del conductor y arrancó el motor.

– Sí, tu playa fue una de las que más impacto sufrieron. Dijeron que la tormenta revolvió tanto las algas que uno de los socorristas se enganchó en ellas. Le arrastraron bajo el agua y comenzó a ahogarse. El barco de rescate no podía atravesar las olas para llegar hasta él.

– Dios mío -exclamé-, no había oído nada.

– Uno de sus compañeros lo sacó -añadió Harry, doblando la esquina de Bondi Road-. Un tipo grandote que acaba de llegar de Victoria. Dicen que se abrió camino por el agua como un torpedo. Es ruso, como tú. A lo mejor, le conoces.

Negué con la cabeza.

– Probablemente no. Parece que sólo llego a la playa esto días cuando ya se ha ido todo el mundo.

Harry se echó a reír.

– Diana me cuenta que te dedicas a trabajar duro -comentó.

Diana y Harry vivían en una casa estilo tudor que tenía vistas al mar en Rose Bay. Cuando nos aproximamos al camino de entrada de la casa, Diana, estupenda, con un vestido de seda roja, corrió a saludarnos.

– ¡¡Ven conmigo, Anya!! -me dijo, llevándome hacia la casa como un bailarín de tango-. Ven a conocer a Keith.

El interior de la casa era espacioso con un moderno techo blanco y paredes del mismo color. Unos estantes empotrados se alineaban en el recibidor, y sobre ellos se mostraban diferentes fotografías de Diana junto con famosos y cachivaches variados que había ido recopilando de todas partes del mundo. Me paré a contemplar una colección de cerditos de porcelana que había traído de Londres y me eché a reír. Por muy glamurosa que fuera, Diana no se tomaba a sí misma demasiado en serio.

Diana tiró de mí hacia el salón y casi me envió volando hasta el regazo de un joven que estaba sentado en el tresillo. En cuanto nos vio entrar, se levantó, con una amplia sonrisa en un rostro cuidadosamente afeitado.

– Hola -saludó, extendiendo la mano para estrechármela-, soy Keith.

– Muy bien -dijo Diana, dándome unas palmaditas en la espalda-. Voy a ver qué tal va la cena, mientras, vosotros aprovecháis para charlar un rato.

Con estas palabras, Diana se apresuró a salir de la habitación. En ese momento, Harry estaba entrando en el salón con una botella de vino en la mano. Diana le agarró y tiró de él hacia el recibidor, como si fuera un mal actor al que estuvieran retirando a toda prisa de escena.

Keith se volvió hacia mí. Era guapo, con ojos azul cobalto, pelo rubio, una nariz bonita y labios carnosos.

– Diana me ha estado diciendo lo maravillosa que eres -comentó-. Y, por lo visto, tienes una anécdota sobre arroz que tengo que oír durante la cena.

Me sonrojé. Diana no me había contado nada sobre Keith. Pero tampoco es que yo hubiera preguntado.

– Keith trabaja para la sección de deportes -explicó Harry, entrando en la habitación con una tabla de quesos y ahorrándome el bochorno de ponerme en ridículo. Me di cuenta entonces de que debía de haber estado escuchando detrás de la puerta.

– ¿De verdad? ¡Qué interesante! -dije, pareciéndome más a Diana que a mí misma.

Harry me guiñó el ojo sin que Keith lo viera. Diana apareció con una bandeja de galletitas saladas que llevaban encima aceitunas cortadas por la mitad. También debía de haber estado esperando detrás de la puerta.

– Sí -comentó-, Keith ganó un premio por su cobertura de la Melbourne Cup.

– ¡Es genial! -dije, volviéndome hacia Keith-. Yo no gané. Obviamente, debieron de pensar que mi reportaje sobre los sombreros de los asistentes al acontecimiento no era lo suficientemente impresionante.

Keith abrió los ojos de par en par, hasta que Harry y Diana se echaron a reír y entonces consideró que él podía también unirse a sus risas.

– Una chica con sentido del humor -comentó-. Eso me gusta.

Harry instaló una mesa grande en la terraza cubierta. Diana puso un mantel de color crema y un servicio de mesa azul marino. Dobló ramitas de fucsias alrededor de la base de las velas. Hacía mucho tiempo que no disfrutaba de una elegancia tan distendida. Era un efecto que mi padre lograba crear con facilidad. Froté entre mis dedos el borde del mantel de lino y sopesé la vajilla de plata. Como centro de mesa, Diana había colocado un cuenco con rosas centifolias. Aspiré su dulce fragancia. La vela parpadeó y me dio la sensación de ver a Serguéi de pie, entre las sombras, con los brazos cargados de flores nupciales. Dimitri flotó desde la oscuridad hacia mí y cogió mis manos entre las suyas. «Déjame marchar, Dimitri, por favor», dije para mis adentros. Sin embargo, un instante después, descubrí que estaba dentro de una bañera llena de pétalos. Dimitri estaba bebiéndose el agua de entre las palmas de sus manos. Pero cuanta más agua bebía, más ligero se volvía. Hasta que, finalmente, comenzó a desvanecerse.

– Anya, ¿te encuentras bien? Estás terriblemente pálida -exclamó Diana, dándome unos golpecitos en el brazo. La miré con ojos entornados, desorientada.

– Es el calor -dijo Harry, levantándose de la mesa para abrir más las ventanas.

Keith cogió mi copa.

– Te serviré un poco de agua.

Me froté la frente.

– Lo siento. Todo es tan precioso que se me ha olvidado dónde estaba.

Keith puso un vaso frente a mí. Una gota de agua se resbaló por el lateral y se cayó sobre el mantel. Parecía una lágrima.

La cena consistía en escalopes escalfados con salsa mornay y champiñones a la crema. La conversación era superficial y Diana cambiaba continuamente de tema con habilidad. «Keith, tienes que hablarle a Anya sobre la granja de tus padres. Le he oído decir a Ted que es preciosa» o «Anya, el otro día vi el samovar antiguo más maravilloso que he visto nunca en casa de Lady Bryant, pero ninguna de las dos teníamos ni idea de cómo funcionaba. ¿Podrías explicárnoslo, querida?». Era consciente de que la mirada de Keith estaba fija en mí y trataba de prestarle cortésmente atención cuando hablaba, para no desanimarle, como Diana me había acusado de hacer en otras situaciones similares. No me había enamorado perdidamente como con Dimitri. Me sentía como una flor a la espera de una abeja.

Después de recoger los platos de la mesa, pasamos a la sala de estar para tomar el postre: pastel de mousse de albaricoque y helado de vainilla.

– Y ahora -dijo Diana, moviendo su cuchara en el aire-, sólo falta que le cuentes tu historia sobre arroz a Keith.

– Sí -dijo Keith, echándose a reír y acercándose a mí-, tengo que oírla.

– Ésa no la he oído yo tampoco -comentó Harry-. Cada vez que Diana intenta contármela, comienza a reírse tanto… que nunca llego a enterarme del final.

La comida y el vino me habían relajado, y me sentí menos tímida. Estaba contenta de que Keith se hubiera sentado más cerca de mí. Me caía simpático. Me alegraba que no le preocupara demostrar que yo a él también le gustaba. Mi regreso al mundo del romance no estaba siendo tan desastroso como yo me temía.

– Muy bien -comencé-, un día fui a visitar a mi mejor amiga y a su marido, y empezamos a hablar sobre la comida que echábamos de menos de China. Por supuesto, el arroz probablemente sea el ingrediente más difícil de encontrar en este país, y casi todos los platos de nuestra niñez contenían arroz. Así que decidimos ir al barrio chino un día y llevarnos a casa suficiente arroz como para que nos durara al menos tres meses.

»Eso fue en 1954, cuando Vladimir Petrov y su esposa recibieron asilo en Australia a cambio de haber delatado a espías rusos, por lo que denunciar a espías se convirtió en una actividad de vital importancia para mucha gente, incluida la anciana vecina de mis amigos. Nos vio arrastrando sacos de arroz para introducirlos en la casa y hablando en ruso, y llamó a la policía.

Keith se echó a reír y se frotó la barbilla. Harry se rió entre dientes.

– Continúa -me dijo.

– Así que dos jóvenes policías vinieron y nos preguntaron si éramos espías comunistas. Pero Vitaly, de algún modo, los convenció de que se quedaran a cenar. Cocinamos risotto Volgii, que está hecho de salteado de bulgur, brécol y acelgas aliñado con cebolla y ajo y servido con acompañamiento de berenjenas y yogur. Además, negarse a beber cuando uno come con rusos es realmente complicado, y negarse a hacerlo en compañía de un hombre ruso es abiertamente insultante. Así que Vitaly consiguió convencer a los policías de que la única manera de desarrollar una verdadera «amistad internacional» y pagarle por la «mejor comida» que habían probado en toda su vida era vaciar unos cuantos vasos de vodka. Cuando los policías se pusieron tan borrachos que sus rostros comenzaron a retorcerse en muecas extrañísimas, los metimos en un taxi y los enviamos de vuelta a la comisaría, donde, como os podréis imaginar, su sargento no se puso demasiado contento de verles. Y, aunque la señora Dolen del número doce aún llama para delatarnos de vez en cuando, no hemos vuelto a recibir ninguna visita de la policía desde entonces.

– ¡Dios mío! -rugió Harry, guiñándole un ojo a Keith-. ¡Anya es una granuja! ¡Ten cuidado con ella!

– Lo haré -dijo Keith, sonriéndome abiertamente, como si no hubiera nadie más en la habitación-. Créeme que lo haré.

Después, cuando Harry estaba sacando el coche del garaje para llevarme a casa, Keith me acompañó hasta la puerta. Diana pasó a nuestro lado corriendo, buscando a un gato invisible.

– Anya -me dijo Keith-, la semana que viene es el cumpleaños de mi amigo Ted. Me gustaría llevarte a la fiesta. ¿Vendrás conmigo?

– Sí, me encantaría. -Aquellas palabras salieron de mi boca antes de que tuviera tiempo de pensarlas. Pero me sentía cómoda con Keith. No parecía tener ningún secreto. No como yo. Yo estaba llena de secretos.

Después de que Harry me dejara en casa, abrí las ventanas y me tumbé en la cama, escuchando el sonido del mar. Cerré los ojos y traté de acordarme de la sonrisa de Keith. Pero ya había empezado a olvidarme de cómo era. Me preguntaba en serio si me interesaba, o si sólo me estaba obligando a mí misma a que me gustara porque pensaba que debía hacerlo. Después de un rato, en el único en el que podía pensar era en Dimitri. Era como si, justo cuando me estaba preparando para desprenderme de su influencia para siempre, mis recuerdos sobre él regresaran más nítidos que nunca. Me revolví y di varias vueltas en la cama, con la escena de nuestra noche de bodas reproduciéndose en mi cabeza una y otra vez. Aquél fue el único momento feliz de nuestro matrimonio. Antes de la muerte de Serguéi. Antes de Amelia. Mi cuerpo húmedo y suave cubierto de pétalos, apretado contra la dureza de la piel ardiente de Dimitri.


La fiesta a la que Keith me llevó el fin de semana siguiente fue mi primera fiesta verdaderamente australiana. Nunca había ido a una con gente de mi edad y de mi nivel económico, y resultó ser muy revelador para mí.

Mi experiencia en Australia había sido diferente a la del resto de los rusos de Shanghái. Mariya y Natasha consiguieron trabajo en la lavandería de un hospital y sus maridos, aunque ambos eran hombres cultos, trabajaban en la construcción. Pero mi estilo de vida tampoco era típico para las chicas australianas de mi edad. Debido a mi cargo en el periódico, me invitaban a algunos de los eventos más elegantes de la ciudad. Conocía a políticos, a artistas y a actrices famosas, e incluso me habían pedido que formara parte del jurado de Miss Australia. Pero no tenía una auténtica vida social propia.

Ted era el fotógrafo de Keith de la sección de deportes y vivía en Steinway Street en Coogee. Cuando llegamos, la gente se había echado a la calle por las puertas y ventanas de la casa de fibrocemento. Only you sonaba en el tocadiscos, y un grupo de chicos y chicas con pañuelos en el cuello y las solapas de las camisas subidas canturreaban al ritmo de la música. Un chico rubio con patillas y un paquete de cigarrillos metido en la manga de su camiseta se nos acercó apresuradamente. Chocó las manos con Keith y se volvió hacia mí.

– Hola, preciosa. ¿Tú eres la chica de la que Keith me ha estado hablando? ¿La reina de la moda rusa?

– Dale un respiro, Ted -le dijo Keith, echándose a reír. Volviéndose hacia mí, añadió-: Hace falta un poco de tiempo para acostumbrarse a su humor. No te preocupes.

– Así que es tu cumpleaños, Ted -le dije yo, tendiéndole el regalo que Keith y yo le habíamos traído: un disco de Chuck Berry envuelto en un papel de regalo estampado y atado con un lazo.

– Chicos, no teníais que haberos molestado… pero ponedlo en la mesa -dijo Ted sonriendo-. Lucy quiere que los abra más tarde todos a la vez.

– Te va a convertir en toda una nena -bromeó Keith.

El salón estaba hecho un invernadero, húmedo y caluroso por el sofoco de los cuerpos apiñados y el bochorno de la noche de verano. La gente se había repantingado por la alfombra y el sofá, fumando y bebiendo refrescos o cerveza directamente de la botella. Algunas de las chicas se volvieron a mirarme. Me había puesto un vestido ajustado al torso y sin mangas, con cuello de barco. Las otras chicas llevaban pantalones pirata y camisetas ajustadas. Tenían el pelo corto, con el estilo que se llevaba mucho entre las mujeres australianas por aquella época: cepillado hacia delante, como duendecillos. Yo lo tenía largo y con las puntas en forma de bucle. Sus miradas me hicieron sentir incómoda. No parecían amistosas.

Seguí a Keith a la cocina, estrujándome al pasar contra la gente, que olía a gomina Brylcreem y a caramelo. La encimera estaba llena de un desorden de botellas pegajosas de cola y vasos de plástico.

– Toma, prueba esto -me dijo Keith, tendiéndome una botella.

– ¿Qué es? -le pregunté.

– Pruébalo y verás -me dijo, mientras abría una botella de cerveza para él. Tomé un sorbo de la bebida. El líquido era dulzón y potente. Hizo que se me revolviera el estómago. Leí la etiqueta de la botella: ponía «Cherry pop».

– Oye, Keith -llamó una chica. Se abrió paso entre la gente a empujones y lo agarró dándole un gran abrazo. Keith puso los ojos en blanco. La chica lo soltó y siguió la dirección de su mirada. Frunció el entrecejo y preguntó:

– ¿Quién es ésta?

– Rowena, quiero presentarte a Anya.

La chica me dirigió un breve saludo con la cabeza. Tenía la piel pálida y pecosa. Sus labios eran grandes y encarnados, y sus cejas eran como espesas arañas sobre unos bonitos ojos.

– Encantada de conocerte -le dije, extendiendo la mano hacia ella. Pero Rowena no la cogió. Se quedó mirándome los dedos.

– ¿Eres extranjera? -me preguntó-. Tienes acento.

– Sí, soy rusa -le contesté-, nacida en China.

– Así que no tú no te conformas con las chicas australianas, ¿no? -le bufó a Keith, alejándose de él y volviendo a introducirse entre la multitud que salía al jardín.

Keith hizo un gesto avergonzado.

– Me temo que te estoy mostrando lo ignorantes que son algunos de los amigos de Ted -comentó, mientras se sentaba en la encimera. Apartó las botellas y los platos sucios, limpiándola para hacerme hueco.

– Creo que no voy vestida para la ocasión -le dije.

– ¿Tú? -replicó, riéndose-. Me he sentido celoso porque los hombres te han estado lanzando miradas toda la noche. Estás preciosa.

Escuchamos unas risotadas provenientes del salón y nos apiñamos con los demás para ver qué pasaba. Un grupo de hombres y mujeres estaban sentados en círculo en el suelo, con una botella tumbada en el centro. Cada participante tenía una cerveza a su lado, y cuando la botella giraba y se paraba delante de una persona del otro sexo, el que le había dado la vuelta tenía la posibilidad de besar a esa persona o beber un trago de cerveza. Si optaban por beber, la persona a la que no habían querido besar tenía que beberse dos tragos de cerveza. Localicé a Rowena en el grupo. Levantó los ojos, dedicándome una mirada desagradable. ¿O iba dirigida a Keith?

– Otra excusa más de los australianos para beber -comentó Keith.

– Los rusos son iguales. Bueno, por lo menos, los hombres son así.

– ¿De verdad? Apuesto a que los rusos preferirían besar a las chicas antes que beberse la cerveza, si les dan a elegir.

Keith me estaba observando de aquella manera tan directa otra vez, pero no pude mantener su mirada. Me miré a los pies.

Keith me llevó a casa en su Holden. Sentí la tentación de preguntarle quién era aquella Rowena, pero no lo hice. Me di cuenta de que no importaba. Él era joven y atractivo, por supuesto que estaría saliendo con otras mujeres. La rara era yo. La que se había pasado la mayor parte de su juventud sola. Siempre que Keith no miraba, le observaba disimuladamente. Estudiaba la textura de su piel, percatándome por primera vez de que tenía una peca en la punta de la nariz y una ligera mata de vello alrededor de una de las muñecas. Era guapo, pero no era Dimitri.

Cuando llegamos al bloque de mi apartamento, aproximó el coche al bordillo y apagó el motor. Me retorcí las manos y recé para que no tratara de besarme. No estaba preparada para algo así. Pero debió de notar mi incomodidad, porque no lo hizo. En su lugar, hablamos sobre los partidos de tenis que él estaba cubriendo y sobre lo fáciles que eran de entrevistar Ken Rosewell y Lew Hoad. Después de un rato, me estrechó la mano y me dijo que me acompañaría hasta la puerta.

– La próxima vez, te llevaré a algún sitio con un poco más de clase -me dijo. Estaba sonriendo, pero noté la decepción en sus palabras. Tartamudeé, sin saber qué decirle. Me había confundido con una esnob. Quería dejarle claro lo mucho que me gustaba, pero, cuando dije «buenas noches, Keith», me salió tirante e inoportuno.

En vez de irme a la cama feliz, no pude dormir. Me tumbé despierta, aterrorizada porque quizás había arruinado una relación antes de saber si quería continuar con ella.


Al día siguiente, Irina y Vitaly vinieron a verme para hacer un picnic en la playa que habíamos planeado con antelación. Irina llevaba un blusón, aunque apenas se le notaba la barriga. Me imaginé que estaba demasiado emocionada como para esperar a ponerse más gruesa. Unas semanas antes, me había enseñado patrones para ropa de bebé y bocetos de cómo iba a decorar el cuarto de los niños. No pude evitar compartir su alegría. Sabía que iba a ser una madre maravillosa. Me sorprendía ver que Vitaly había cogido peso desde que Irina descubrió que estaba embarazada, pero me contuve de hacer bromas sobre que él estuviera «comiendo por dos». El peso extra le sentaba bien. Su delgadez huesuda había desaparecido, y su rostro había ganado en atractivo gracias a la redondez.

– ¿Quién era el chico que estaba contigo ayer por la noche? -me preguntó antes de entrar por la puerta. Irina le dio un codazo en las costillas.

– Les hemos prometido a Betty y a Ruselina que lo averiguaríamos -se quejó Vitaly, haciendo una mueca y frotándose el costado.

– ¿Betty y Ruselina? ¿Cómo saben que estuve con alguien?

Irina apoyó la cesta del picnic en la mesa y empaquetó el pan de molde y los platos que yo había preparado.

– Te estaban espiando, como siempre -replicó-. Apagaron las luces de su piso y pegaron las caras contra la ventana cuando él te dejó en casa.

Vitaly cogió una esquina del pan y le dio un mordisco.

– Trataron de escuchar lo que decíais, pero el estómago de Betty no paraba de hacer ruido y no oyeron ni una palabra.

Le cogí la cesta llena a Irina. No pesaba demasiado, pero no quería que ella cargara peso.

– Me complican la vida cuando hacen eso -dije-. Esta situación de por sí ya me cohíbe bastante.

Irina me dio unas palmaditas en el brazo.

– El secreto está en casarse y mudarse un barrio más allá. No está demasiado lejos, pero tampoco demasiado cerca.

– Si siguen así, no podré casarme -le contesté-. Espantarán a todos los hombres.

– ¡Chst! -chistó Vitaly-. ¿Quién es tu pretendiente, Anya? ¿Por qué no le has invitado a que viniera hoy?

– Le he conocido a través de Diana. Y no le he invitado hoy porque hacía una eternidad que no nos veíamos, y quería pasar el día con vosotros.

– Ya veo, es demasiado pronto como para presentarle a la familia -observó Vitaly, negando con el dedo en mi dirección-. Pero tengo que advertirte de que tu vestido de novia ya es tema de conversación una planta más abajo.

Irina puso los ojos en blanco.

– No me lo puedo creer -exclamó, empujándonos a Vitaly y a mí hacia la puerta.

Todos los domingos, la playa de Bondi se llenaba de gente. Irina, Vitaly y yo tuvimos que andar hasta el cabo Ben Buckler para encontrar un sitio donde sentarnos. La luz del sol era deslumbrante. Se reflejaba en la arena y en la multitud de sombrillas de un modo muy similar a como lo hacía la nieve en los tejados y en los árboles del hemisferio norte. Vitaly extendió las toallas y plantó la sombrilla mientras Irina y yo nos poníamos las gafas de sol y los sombreros. Los socorristas estaban entrenándose haciendo surf, con sus músculos bronceados brillando por los restos de agua y sudor.

– Vi a algunos de ellos entrenando en la piscina el fin de semana pasado -nos contó Vitaly-. Estaban nadando con bidones de queroseno llenos de agua atados a sus correas.

– Supongo que tienen que ser fuertes para vencer al mar -comenté yo.

Un vendedor de dulces pasó a nuestro lado, la crema de cinc que llevaba puesta en la cara se le estaba derritiendo como un helado al sol. Le llamé y compré tres tarrinas de vainilla, les di una a Irina y otra a Vitaly y abrí la mía.

– Los socorristas son guapos, ¿eh? -dijo Irina, soltando una risita-. Quizás Anya y yo deberíamos apuntarnos al club.

– Vas a estar nadando con algo peor que un bidón de queroseno cargado a tu cintura en unos pocos meses, Irina -apuntó Vitaly.

Contemplé a los socorristas haciendo sus ejercicios con la correa. Uno de ellos destacaba entre los otros. Era más alto que los demás hombres, de constitución fornida y de barbilla cuadrada. Sujetó firmemente, sin dejarle caer, a su compañero socorrista, que hacía de víctima a punto de ahogarse. Realizaba todas las tareas con vigor y decisión. Movió rápidamente la correa alrededor de su cintura y se lanzó al océano sin vacilación, arrastrando al falso surfista medio ahogado sin cansarse, y haciéndole un simulacro de reanimación al llegar a la playa como si la vida le fuera en ello.

– Ese de ahí es impresionante -señaló Vitaly.

Asentí. Una y otra vez, sin esfuerzo aparente, el socorrista se lanzaba a las olas, en busca de la siguiente persona en apuros. Corría como un gamo en el bosque, rápido y despreocupado.

– Debe de ser el socorrista del que Harry me habló la otra noche -me detuve en mitad de la frase. Un hormigueo me recorrió la piel.

Me puse en pie de un salto, colocándome la mano de visera para protegerme los ojos del sol.

– ¡Oh, Dios mío! -exclamé.

– ¿Qué pasa? ¿Quién es? -preguntó Irina, situándose junto a mí.

Su pregunta obtuvo respuesta cuando saludé al socorrista moviendo los brazos y le grité:

– ¡Iván! ¡Iván!

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