2

EL PARÍS DEL ESTE

Una vez que el tren desapareció, hubo una pausa, como el interludio entre el destello del relámpago y el estruendo del trueno. Temía darme la vuelta y mirar a Tang. Me imaginé que estaría acercándose sigilosamente hacia mí, reptando como una araña que se aproxima a la polilla caída en sus redes. No había necesidad de precipitarse, su víctima estaba atrapada. Podía demorarse y deleitarse en su astucia antes de devorarme. Seguramente, el oficial soviético ya se habría marchado y habría olvidado a mi madre, concentrándose en otros asuntos. Yo era la hija de un coronel del Ejército Blanco, pero mi madre sería un peón de obra mucho más útil. La ideología era simplemente una consigna para él. El pragmatismo era más importante. Pero Tang no era así. Anhelaba que se hiciera su retorcida justicia y llevaría el asunto hasta sus últimas consecuencias. No sabía qué era lo que tenía planeado para mí, pero estaba segura de que sería algo lento y atroz. No se limitaría a dispararme ni a arrojarme desde un tejado. Había sentenciado: «Quiero que vivas diariamente con las consecuencias de lo que tú y tu madre habéis hecho». Quizás mi destino era el de las chicas japonesas de mi barrio, las que no habían podido escapar. Los comunistas les rapaban la cabeza y las vendían a los burdeles chinos que ofrecían sus servicios a lo más bajo de la sociedad: leprosos sin nariz y hombres con terribles enfermedades venéreas que tenían la mitad del cuerpo podrido.

Tragué saliva. Otro tren estaba entrando por el andén contrario. «Sería tan sencillo… mucho más sencillo…», pensé, mientras observaba las voluminosas ruedas y las vías de metal. Me temblaron las piernas, avancé unos centímetros, pero el rostro de mi padre se proyectó ante mí y no pude moverme más. Avisté a Tang por el rabillo del ojo. Efectivamente, se deslizaba hacia mí, tomándose su tiempo. Su rostro brillaba de avidez y no de alivio, ahora que mi madre ya no estaba. Venía a por más. «Se acabó -me dije para mis adentros-, todo se ha terminado.»

Un cohete explotó en el cielo y pegué un brinco, sobresaltándome por la explosión. Una multitud de hombres vestidos con el uniforme comunista inundó la estación. Les contemplé, incapaz de asimilar su repentina presencia. Gritaban: «Oora!, Oora!», hacían ondear sus brillantes banderas y batían tambores y timbales. Habían acudido a dar la bienvenida a más comunistas rusos. Y pasaron precisamente entre Tang y yo. Vi como el chino trataba de abrirse camino entre ellos, pero se quedó atrapado en el desfile. La multitud le rodeaba. Él les estaba gritando algo, pero ellos no podían oírle debido a los vítores y la música.

– ¡Vete!

Levanté la mirada. Era el joven soldado soviético de los ojos claros como el cristal.

– ¡Corre! ¡Vete! -exclamó, empujándome con la culata de su rifle. Una mano agarró la mía y me introdujo entre la multitud. No pude ver quién tiraba de mí. Me arrastraron a través de la caótica avalancha de gente. Todo era sudor humano y olor a pólvora y a cohetes. Miré atrás y vi que Tang estaba avanzando entre la muchedumbre. Ganaba terreno, pero los muñones de sus manos le dificultaban el paso. Le era imposible agarrar a la gente para quitársela de en medio. Le gritó unas órdenes al joven soldado soviético, que simuló que emprendía una persecución, pero se enredó intencionadamente en el gentío. Iba chocando y dándome golpes contra esos cuerpos, lastimándome y amoratándome los brazos. Un poco más allá, entre el mar de piernas, se abrió la puerta de un automóvil y me empujaron con fuerza hacia él. Entonces reconocí la mano. Noté los callos y palpé su tamaño. Era la mano de Boris.

Salté al interior del automóvil y Boris ocupó el asiento del conductor. Olga estaba en el asiento del copiloto.

– Oh, querida Anya, ¡mi pequeña Anya! -exclamó. Dejamos atrás la carretera. Miré a través de la ventanilla trasera. La multitud en la estación aumentaba a medida que los soldados soviéticos bajaban del tren. No pude ver a Tang.

– Anya, métete bajo esa manta -me indicó Boris. Hice lo que me dijo y noté como Olga apilaba varias cosas sobre mí.

– ¿Esperabas que estuviera allí esa gente? -le preguntó a su marido.

– No, pretendía llevarme a Anya costara lo que costara -explicó él-. Pero parece que incluso el entusiasmo demente por los comunistas puede llegar a ser útil en ciertas ocasiones.

Poco después, el automóvil se detuvo y escuché unas voces. La puerta se abrió y se cerró de golpe. Oí como Boris hablaba fuera en voz baja. Olga seguía en el asiento delantero, jadeando silenciosamente. Me compadecí de ella y de su viejo y débil corazón. Mi propio corazón latía desbocadamente, y me cerré firmemente la boca con la mano, como si, con ello, fuera a evitar que alguien pudiera oírlo.

Boris recuperó de un salto su posición en el asiento del conductor y continuamos.

– Un control de carretera. Les dije que teníamos cosas que preparar para la llegada de los rusos y que teníamos prisa -explicó.

Pasaron dos o tres horas antes de que Boris me indicara que podía salir de debajo de la manta. Olga me apartó las bolsas de encima, que resultaron ser sacos de grano y verduras. Recorríamos una carretera rodeada de cadenas montañosas. No había nadie a la vista. Los campos estaban desiertos. Un poco más adelante, pude divisar una granja calcinada. Boris condujo hasta el interior del cobertizo. Todo el lugar olía a heno y a humo, y me pregunté quién habría vivido allí. Por la forma de las verjas, parecidas a las de un santuario, sabía que habían sido japoneses.

– Esperaremos hasta que anochezca antes de dirigirnos hacia Dairen -aclaró Boris.

Salimos del coche, Boris extendió una manta en el suelo y me indicó que me sentara. Su mujer abrió una cestita y sacó platos y tazas. Me sirvió un poco de kasha en un plato, pero me encontraba tan mal que casi no pude comer.

– Come un poco, cariño -me instó Olga-. Vas a necesitar todas tus fuerzas para el viaje.

Observé detenidamente a Boris, que apartó la mirada.

– ¡Pero si vamos a seguir juntos! -exclamé, notando como el miedo me obstruía la garganta. Sabía que pretendían enviarme a Shanghái-. ¡Tenéis que venir conmigo!

Olga se mordió los labios y se secó los ojos con la manga.

– No, Anya. Nosotros debemos quedarnos o, si no, conduciremos a Tang directamente hacia ti. Es una criatura vil que todavía no ha saciado su sed de venganza.

Boris me rodeó los hombros con el brazo. Hundí la cara en su pecho. Sabía que echaría de menos su fragancia, mezcla de olor a avena y a madera.

– Mi amigo Serguéi Nikoláievich es un buen hombre. Cuidará de ti -dijo, mientras me acariciaba el pelo-. Shanghái será mucho más segura para ti.

– Y además, ¡Shanghái es una ciudad tan elegante! -prosiguió Olga, tratando de hacerme sonreír-. Serguéi Nikoláievich es rico: te llevará al teatro y a cenar. Será mucho más divertido que quedarse aquí, con nosotros.

Al anochecer, por carreteras secundarias y atravesando granjas, los Pomerantsev me llevaron al puerto de Dairen, desde el que un barco partía hacia Shanghái al amanecer.

Cuando llegamos al muelle, Olga me limpió la cara con la manga de su vestido e introdujo la muñeca matrioska y el collar de jade de mi madre en el bolsillo de mi abrigo. Me preguntaba cómo los habría rescatado o por qué habría entendido su importancia, pero no tuve tiempo de preguntárselo antes de que la sirena del barco resonara, llamando a los pasajeros a bordo.

– Ya hemos enviado un mensaje a Serguéi Nikoláievich para que vaya a recogerte -me explicó Olga.

Boris me ayudó a atravesar la pasarela y me entregó una pequeña bolsa de viaje con un vestido, una manta y algo de comida.

– Ábrete camino en este mundo, pequeña -me susurró, mientras las lágrimas le surcaban el rostro-. Haz que tu madre se sienta orgullosa. Ahora, todas nuestras esperanzas están puestas en ti.

Más tarde, mientras navegábamos por el río Huangpu en dirección a Shanghái, recordé sus palabras y me pregunté si lograría estar a la altura de las circunstancias.


No recuerdo cuánto tiempo pasó antes de que divisáramos la impresionante silueta de Shanghái aproximándose en la distancia. Quizás fueron dos o más días. No era consciente de nada, excepto de un vacío oscuro que parecía haberse abierto en mi corazón y del hedor del humo de opio que asfixiaba el aire noche y día. El barco estaba repleto de gente que huía del norte, y muchos de los pasajeros se habían tendido en sus esterillas como cadáveres consumidos, apretando entre sus dedos llenos de suciedad los cigarrillos enrollados, con sus bocas como cavernas en mitad del rostro. Antes de la guerra, los extranjeros trataron de moderar el daño que habían causado al imponer el opio en China, pero los invasores japoneses aprovecharon esa adicción para dominar a la población. Obligaron a los campesinos de Manchuria a cultivar amapolas y construyeron fábricas en Harbin y Dairen para procesarlas. Los más pobres se lo inyectaban, mientras que los ricos lo fumaban en pipa y los demás, como si fuera tabaco. Tras ocho años de ocupación, parecía que todos los hombres chinos del barco eran adictos al opio.

La tarde en la que nos aproximamos a Shanghái, el barco hendió las enlodadas aguas del río, haciendo que las botellas y los niños rodaran por la cubierta. Me agarré con fuerza a la barandilla y observé con atención las viviendas provisionales que bordeaban las dos orillas del río. Eran chabolas sin ventanas, apoyadas unas sobre otras como castillos de naipes. Junto a ellas, se abarrotaban hileras de fábricas, cuyas gigantescas chimeneas exhalaban nubes de humo. El humo flotaba por las callejuelas atestadas de basura y convertía el aire en una viciada mezcla de residuos humanos y sulfuro.

El resto de los pasajeros demostraban muy poco interés por la metrópolis a la que nos aproximábamos. Permanecían acurrucados en pequeños grupos, fumando o jugando a las cartas. Un hombre ruso que se sentaba junto a mí estaba dormido bajo una manta, con una botella de vodka volcada a su lado y un reguero de vómito cayéndole por el pecho. Una mujer china estaba en cuclillas junto a él, cascando nueces con los dientes y alimentando a sus dos niños con ellas. Me intrigaba cómo podían estar tan impasibles, cuando yo me sentía como si nos estuvieran arrastrando irremediablemente al mundo de los condenados.

Me di cuenta de que se me estaban pelando los nudillos por la brisa y metí las manos en los bolsillos. Rocé con la punta de los dedos la muñeca matrioska y me eché a llorar.

Más adelante, las barriadas dieron paso a una extensión ocupada por muelles y aldeas. Los hombres y las mujeres se levantaban los sombreros de paja y apartaban la atención de sus cestas de pesca y sus sacos de arroz para mirarnos. Docenas de sampanes dirigían sus proas hacia nuestro barco, como carpas abalanzándose hacia un mendrugo de pan. Los ocupantes nos ofrecían palillos, incienso, terrones de carbón y uno de ellos incluso nos ofreció a su hija. La pequeña miró atrás aterrorizada, pero no se resistió a su padre. Al presenciar aquella escena, noté una punzada en la magulladura de mi mano, la que mi madre había apretado durante nuestra última noche en Harbin. Todavía la tenía hinchada y amoratada. El dolor me recordó la fuerza con la que mi madre me la había aferrado, y que esa fuerza me había convencido de que nunca nos separaríamos, de que ella nunca me dejaría marchar.

Tan sólo cuando nos aproximamos a la zona del Bund, pude comprender por qué la opulencia y la belleza de Shanghái eran tan legendarias. El aire era más fresco, el puerto estaba repleto de cruceros y un transatlántico blanco expulsaba vapor por la chimenea, indicando que iba a emprender su viaje. Junto a él, había un patrullero japonés con un enorme agujero en el casco y la proa semihundida, escorada contra el muelle. Desde la cubierta superior del barco, divisé el hotel de cinco estrellas que había hecho famoso al Bund: el Hotel Cathay, con sus ventanas en arco, sus suites abuhardilladas y la línea de rickshaws que describía una curva alrededor del edificio, como una larga cuerda.

Desembarcamos en un área de espera al nivel de la calle y de nuevo nos asedió otra oleada de vendedores ambulantes. Sin embargo, las mercancías de estos buhoneros eran mucho más exóticas que las de la gente de las barcas: amuletos dorados, figuritas de marfil, huevos de pato. Un anciano sacó un minúsculo caballo de cristal de una bolsita aterciopelada y lo colocó en la palma de mi mano. Había sido tallado por corte de diamante y sus hendiduras brillaban con la luz del sol. Me recordó a las esculturas de hielo que los rusos tallaban en Harbin, pero no tenía dinero y tuve que devolverle la figurilla.

La mayoría de los pasajeros se reunió con sus parientes o se fue en taxis o rickshaws. Yo permanecí de pie, sola, en mitad del murmullo que fue atenuándose lentamente, sintiendo náuseas por el pánico que corría por mis venas y buscando con la mirada a cualquier hombre con aspecto occidental, con la esperanza de que fuera el amigo de Boris. Los estadounidenses habían improvisado pantallas al aire libre para proyectar noticias internacionales sobre el final de la guerra. Contemplé imágenes de gente alegre bailando por las calles, sonrientes soldados que volvían a casa con sus bonitas y rollizas esposas, discursos de engreídos presidentes y primeros ministros, todo ello subtitulado con caracteres chinos. Era como si Estados Unidos estuviera tratando de convencernos de que todo volvería a la normalidad. La proyección terminó con un rótulo homenajeando a todos aquellos países, organizaciones y personas que habían ayudado a liberar China de los japoneses. Entre ellos se registraba una ausencia notable: los comunistas.

Un hombre chino vestido impecablemente se presentó frente a mí. Me entregó una tarjeta con reborde dorado que tenía mi nombre escrito en una letra comprimida y apresurada. Asentí y cogió mi bolsa, haciéndome señas para que le siguiera. Cuando vio que yo vacilaba, me dijo:

– Todo va bien. El señor Serguéi me ha enviado. Se encontrará con él en su casa.

En la calle, lejos de la brisa del río, el calor semitropical del sol resultaba sofocante. Cientos de chinos acuclillados en las cunetas cocinaban caldos especiados o desplegaban mantas repletas de baratijas. Entre ellos, los vendedores ambulantes empujaban carretillas de arroz y leña. El sirviente me ayudó a montarme en un rickshaw y poco después nos deslizamos por una calle llena de bicicletas, tranvías traqueteantes y relucientes automóviles estadounidenses, como Buicks y Packards. Giré la cabeza para admirar los grandiosos edificios coloniales, nunca antes había visto una ciudad como Shanghái.

Al salir del Bund, nos encontramos en un laberinto de estrechas callejuelas desde cuyas ventanas las prendas tendidas colgaban como banderas. Niños de cabeza rapada y ojos llorosos se asomaban con curiosidad desde oscuros umbrales. En cada esquina parecía haber un vendedor de comida friendo alguna pitanza con olor a goma, y me sentí aliviada cuando el rancio ambiente dio paso al aroma del pan recién horneado. El cochecito pasó bajo un arco y salió a un oasis de calles adoquinadas, farolas art decó y tiendas que exhibían toda clase de pasteles y antigüedades en sus escaparates. Entramos en una calle bordeada por hileras de arces, y nos paramos junto a un alto muro de hormigón. El muro estaba encalado de un elegante color azul, pero yo me fijé en los fragmentos de cristal roto que sobresalían de la parte superior y en el alambre de púas que envolvía las ramas de los árboles que sobrepasaban el muro.

El sirviente me ayudó a bajar del rickshaw y tocó una campana junto a la verja. Unos segundos más tarde, ésta se abrió de par en par y una anciana doncella china nos recibió. Su rostro pálido como el de un cadáver contrastaba con su cheongsam negro. No me contestó cuando me presenté en mandarín. Bajó la mirada y me condujo al interior del recinto.

El patio delantero estaba dominado por una casa de tres plantas con puertas azules y postigos de celosía. Una segunda construcción de una planta estaba conectada a la casa principal por un pasillo cubierto, y la ropa de cama colgada de los alféizares me hizo suponer que se trataba del alojamiento de servicio. El sirviente entregó mi bolsa a la doncella y desapareció en el interior del edificio pequeño. Seguí a la mujer por el cuidado sendero, más allá de los parterres rebosantes de rosas del color de la sangre.

El recibidor principal era espacioso, con paredes color verde mar y baldosas crema. Mis pasos resonaron en la estancia, mientras que los de la doncella no hicieron ningún ruido. El silencio de la casa despertó en mí una extraña sensación de fugacidad, como si hubiera dejado atrás el mundo de los vivos para entrar en algo que no era vida, pero tampoco muerte. Al final del recibidor, pude ver otra habitación decorada con cortinas rojas y alfombras persas. Varios cuadros franceses y chinos colgaban de sus claras paredes. La doncella me iba a conducir al interior de esa habitación cuando me percaté de la presencia de una mujer apoyada en la escalera. Su níveo rostro estaba enmarcado por una melena negra azulada, peinada con una elegante ondulación. Se rozó con los dedos el cuello de plumas de avestruz de su vestido y me contempló durante un momento con ojos oscuros e impenetrables.

– Una niña muy guapa, efectivamente -le comentó a la doncella en inglés-. Pero parece tan seria… ¿Qué demonios voy a hacer yo con esa cara larga rondando por aquí todo el día?


Serguéi Nikoláievich Kirilov no tenía nada que ver con su esposa estadounidense. Cuando Amelia Kirilova me condujo al estudio de su marido, él se puso en pie inmediatamente frente a su atestado escritorio y vino a abrazarme y a besarme en ambas mejillas. Sus andares eran macizos, como los de un oso, y era aproximadamente veinte años mayor que su esposa, que parecía de la edad de mi madre. Su mirada lo observaba todo fijamente y, además de su tamaño, el único rasgo físico que daba miedo en él eran las espesas cejas, que le conferían una expresión enfadada incluso cuando sonreía.

Había otro hombre sentado junto al escritorio.

– Le presento a Anya Kozlova -dijo Serguéi Nikoláievich-. La vecina de mi amigo de Harbin. Los soviéticos han deportado a su madre, y nosotros nos haremos cargo de ella. A cambio, ella nos enseñará los buenos modales de los antiguos aristócratas.

El otro hombre sonrió y se levantó para estrecharme la mano. Su aliento olía a tabaco rancio y su rostro estaba teñido de un tono enfermizo.

– Me llamo Alexéi Igorevich Mijailov -me aclaró-, y sabe Dios lo que nosotros, los habitantes de Shanghái, podríamos hacer con un poco de buenos modales.

– Me da igual lo que te enseñe, siempre que hable inglés -declaró Amelia mientras cogía un cigarrillo de una caja que estaba sobre la mesa y lo encendía.

– Sí, señora, lo hablo -contesté.

Me lanzó una mirada no precisamente amigable y tiró de un cordón con borla, que se encontraba junto a la puerta.

– Muy bien -me dijo-, tendrás oportunidades de sobra de exhibir tu inglés durante la cena de esta noche. Serguéi ha invitado a una persona que, según él, se entretendrá mucho con una bella joven que habla ruso e inglés y que puede enseñarle buenos modales.

Una niña entró arrastrando los pies en la habitación con la cabeza inclinada. No podía tener más de seis años, su piel tenía un tono caramelo y su cabello estaba recogido en un moño alto.

– Ésta es Mei Lin -explicó Amelia-. Cuando logra abrir la boca, sólo habla chino. Pero seguramente tú también lo hablas, así que es toda tuya.

La niña observaba, como hipnotizada, un punto fijo en el suelo. Serguéi Nikoláievich le dio un suave empujoncito. Miró con ojos asustados y muy abiertos al gigante ruso, luego a su esbelta esposa y, finalmente, a mí.

– Descansa un poco y baja cuando estés preparada -me dijo Serguéi Nikoláievich, apretándome el brazo afectuosamente, mientras me conducía hacia la puerta-. Lo siento por ti y confío en que la cena de esta noche te anime un poco. Boris me ayudó cuando lo perdí todo durante la Revolución, y pretendo devolverle su amabilidad ayudándote a ti.

Dejé que Mei Lin me llevara hasta mi habitación, aunque hubiera preferido que me dejaran sola. Me temblaban las piernas por la fatiga y la cabeza me latía. Cada escalón era una agonía, pero los ojos de Mei Lin estaban fijos en mí con tal devoción inocente que no pude dejar de sonreír le. Me correspondió con una amplia sonrisa, mostrando todos sus dientes de leche.

Mi habitación se encontraba en la segunda planta, con vistas al jardín. El suelo era de madera de pino oscuro y las paredes estaban cubiertas por papel dorado. Había una antigua bola del mundo junto al ventanal y una cama con dosel en el centro de la habitación. Me aproximé a la cama y toqué el edredón de cachemira que la cubría. Tan pronto como mis dedos rozaron el tejido, sentí una gran desazón. Aquélla era una habitación de mujer. En el momento en el que se llevaron a mi madre, dejé de ser una niña. Me cubrí el rostro con las manos y añoré mi buhardilla en Harbin. Si hacía memoria, podía recordar cada una de las muñecas sonrientes colgadas del techo y cada uno de los crujidos de la tarima.

Volví la espalda a la cama y corrí hacia el ventanal, haciendo girar la bola del mundo hasta que localicé China. Tracé una línea imaginaria entre Harbin y Moscú. «Que Dios te bendiga, mamá», susurré, aunque, en realidad, no tenía ni la menor idea de adónde la llevaban.

Saqué la matrioska del bolsillo y coloqué en fila a las cuatro muñecas hijas en el tocador. Se las llamaba muñecas nido, porque representaban a una madre, un lugar en el que los niños podían encontrar refugio. Mientras Mei Lin me preparaba un baño, deslicé el collar de jade en el primer cajón.

En el interior del armario había un vestido nuevo. Mei Lin se puso de puntillas para poder descolgarlo. Colocó el vestido de terciopelo azul sobre la cama con la seriedad de la dependienta de una tienda de alta costura y me dejó a solas para que me bañara. Un rato después, volvió con un juego de cepillos y me peinó el cabello con movimientos infantiles y torpes que me arañaban el cuello y las orejas. Pero lo soporté pacientemente. Todo esto era tan nuevo para mí como para ella.


El salón comedor lucía la misma tonalidad verde mar que las paredes del recibidor, pero era aún más elegante. Las cornisas y los paneles estaban pintados de dorado y embellecidos con un estampado de hojas de arce. Este motivo se repetía en los bordes de las sillas de terciopelo rojo y en las patas del aparador. Me bastó con contemplar la mesa del comedor en madera de teca y la lámpara de araña para saber que Serguéi Nikoláievich bromeaba cuando había sugerido que yo le enseñara las costumbres de los antiguos aristócratas. Escuché a Serguéi Nikoláievich y a Amelia conversar con sus invitados en el salón contiguo, pero vacilé antes de llamar a la puerta. Estaba agotada, rendida por los acontecimientos de la última semana, y aun así me sentía obligada a componer un semblante educado y a aceptar cualquier gesto de hospitalidad que tuvieran hacia mí. No sabía nada de Serguéi Nikoláievich, excepto que él y Boris eran amigos y que era el dueño de un club nocturno. Pero antes de llamar, la puerta se abrió y Serguéi Nikoláievich apareció ante mí, sonriendo.

– Aquí está -exclamó, cogiéndome del brazo y conduciéndome al interior de la estancia-. Es una jovencita preciosa, ¿verdad?

Amelia estaba allí, ataviada con un vestido de noche rojo que le dejaba un hombro al descubierto. Alexéi Igorevich se aproximó y me presentó a su regordeta esposa, Lubov Vladimirovna Mijailova. Ésta se echó a mis brazos.

– Llámame Luba y, por todos los santos, a mi marido llámalo Alexéi. Aquí no utilizamos formalismos -me dijo, mientras me besaba con sus labios pintados.

Detrás de ella esperaba un joven de no más de diecisiete años, con los brazos cruzados a la altura del pecho. Cuando Luba se hizo a un lado, se presentó como Dimitri Yurievich Lubenski.

– Pero a mí también, llámame simplemente Dimitri -me dijo, besándome la mano.

Su nombre y su acento eran rusos, pero era distinto de todos los hombres rusos que yo había conocido hasta entonces. Su traje de corte perfecto brillaba a la luz de la lámpara, y llevaba el pelo peinado hacia atrás, dejando a la vista un rostro escultural, en lugar de peinado hacia delante, como era la moda entre la mayoría de los hombres rusos. La sangre me ruborizó la superficie de la piel y bajé la mirada.

Cuando nos sentamos, la anciana doncella china nos sirvió sopa de aleta de tiburón de una gran sopera. Había oído hablar de aquel famoso plato, pero no lo había probado nunca antes. Removí la fibrosa sopa en el plato y tomé la primera jugosa cucharada. Levanté la mirada y me percaté de que Dimitri me estaba observando mientras apoyaba ligeramente la barbilla sobre los dedos. No hubiera podido decidir si su rostro reflejaba regocijo o desaprobación. Pero entonces, sonrió bondadosamente y exclamó:

– Me alegra ver que le estamos presentando los manjares de esta ciudad a nuestra princesa del norte.

Luba le preguntó si le emocionaba que Serguéi fuera a nombrarle encargado del club y Dimitri se volvió para contestarle. Pero yo continué estudiándolo. Aparte de mí, era la persona más joven de la mesa y, aun así, parecía mayor para su edad. En Harbin, el hermano de una compañera del colegio que tenía diecisiete años, todavía jugaba con nosotras. Sin embargo, no podía imaginar a Dimitri montando en bicicleta o corriendo calle abajo, jugando escandalosamente al «Tú la llevas».

Serguéi Nikoláievich me lanzó una mirada por encima del borde de su copa de champán y guiñó un ojo. Acto seguido, levantó la copa para hacer un brindis.

– Por la encantadora Anna Victorovna Kozlova -declaró, utilizando mi nombre patronímico completo-. Porque progrese igual que Dimitri bajo mi protección.

– Claro que lo hará -replicó Luba-. Todo el mundo progresa gracias a tu generosidad.

Luba iba a añadir algo más cuando Amelia la interrumpió golpeando una cuchara contra la copa de vino. Su vestido hacía que sus ojos parecieran más profundos y oscuros y, de no ser por la bizquera etílica que le desfiguraba el rostro, se la podría haber considerado bella.

– Si no paráis de hablar ruso ahora mismo -amenazó con los labios fruncidos-, voy a tener que prohibir estas reuniones. Hablad en inglés, como os he pedido.

Serguéi Nikoláievich soltó una carcajada estruendosa y trató de apoyar la mano sobre el puño de su esposa. Ella lo apartó bruscamente y volvió su mirada glacial hacia mí.

– Por eso estás aquí -me espetó-. Eres mi pequeña espía. Cuando hablan en ruso, no puedo fiarme de ninguno de ellos.

Tiró la cuchara, que rebotó y cayó estrepitosamente al suelo.

El rostro de Serguéi Nikoláievich empalideció. Alexéi miró torpemente a su esposa, mientras Dimitri bajaba la mirada. La anciana doncella gateó para recuperar la cuchara y se retiró a la cocina como si, al llevarse la cuchara, pudiera llevarse también el motivo de enfado de Amelia.

Luba fue la única que tuvo el valor suficiente como para salvar la situación.

– Sólo estábamos diciendo que Shanghái es una ciudad llena de posibilidades -aclaró-, cosa que tú siempre has dicho.

Los ojos de Amelia se estrecharon y retrocedió la cabeza como una serpiente antes de atacar. Lentamente, apareció una sonrisa en su rostro. Relajó los hombros y los apoyó en la silla, levantando la mano temblorosa.

– Sí -exclamó-, de hecho, en esta habitación nos hemos reunido un grupo de supervivientes. El Moscú-Shanghái sobrevivió a la guerra y en un par de meses estará de nuevo en la brecha.

Todos los presentes levantaron sus copas, para hacer un brindis. La doncella volvió con el segundo plato y, repentinamente, la atención de todo el mundo se centró en el pato pequinés, mientras la emoción de sus voces borraba la tensión del momento anterior. Sólo yo parecía tener la incómoda sensación de haber presenciado una escena siniestra.

Después de la cena, acompañamos a Serguéi Nikoláievich y a Amelia a través del salón de baile pequeño hasta la biblioteca. Procuré no mirar boquiabierta como una turista provinciana los elegantes tapices y pergaminos que se alineaban en las paredes.

– Esta casa es exquisita -le confesé a Luba-. La esposa de Serguéi Nikoláievich tiene muy buen gusto.

La mujer hizo una mueca de diversión.

– Querida -me susurró-, su primera esposa era la que tenía un gusto excelente. La casa se construyó en la época en la que Serguéi era comerciante de té.

El modo en el que recalcó «primera esposa» me produjo un escalofrío. Me hizo sentir curiosidad y, al mismo tiempo, temor.

Me preguntaba qué le habría pasado a la mujer que había creado toda aquella belleza y refinamiento que tenía ante mí. ¿Qué habría ocurrido para que Amelia hubiera terminado sustituyéndola? Pero me dio vergüenza preguntar, y Luba parecía más interesada en hablar de otras cosas.

– ¿Sabías que Serguéi era el más famoso de los exportadores de té que proveía a los rusos? Bueno, la Revolución y la guerra han cambiado todas esas cosas. Y aun así, no puede decirse que él no haya luchado. El Moscú-Shanghái es el club nocturno más famoso de la ciudad.

La biblioteca era una acogedora estancia en la parte posterior de la casa. Volúmenes de Gógol, Pushkin y Tolstói encuadernados en piel desbordaban las estanterías que recorrían las paredes, libros que jamás habría imaginado entre las manos de Serguéi Nikoláievich o Amelia. Acaricié con la punta de los dedos los lomos, intentando imaginarme a la primera esposa de Serguéi Nikoláievich. Su misteriosa presencia parecía evidente en todos los colores y texturas que me rodeaban.

Nos sentamos en mullidos sofás de cuero mientras Serguéi Nikoláievich sacaba vasos y una botella de oporto. Dimitri me entregó un vaso y se sentó a mi lado.

– Dime, ¿qué te parece esta alocada y maravillosa ciudad? -me preguntó-, ¿es el París del Este?

– Aún no la he visto demasiado. Apenas he llegado hoy -le contesté.

– Es cierto, perdona… Se me había olvidado -me dijo, y luego sonrió-. Quizás más adelante, cuando te hayas instalado, podré llevarte al jardín de Yuyuan.

Me cambié de asiento, consciente de que estaba tan cerca de mí que nuestras caras casi se tocaban. Sus ojos eran atractivos, profundos y misteriosos, como la espesura de un bosque. Era joven, pero irradiaba desenvoltura. A pesar de sus ropas elegantes y su piel lustrosa, su actitud era una mezcla de fanfarronería y cautela. Era como si no estuviera cómodo en aquel entorno.

Algo cayó entre nosotros y Dimitri lo recogió. Un zapato negro de tacón de aguja. Levantamos la mirada para ver a Amelia apoyada contra una estantería, con un pie desnudo que hacía juego con su hombro descubierto.

– ¿Qué estáis susurrando vosotros dos? -siseó-. ¡Sinvergüenzas! Sólo oigo ruso o susurritos cuando me junto con vosotros.

Su marido y sus acompañantes no prestaron atención a este nuevo arrebato. Serguéi Nikoláievich, Alexéi y Luba estaban reunidos junto a la ventana abierta, absortos en una discusión sobre carreras de caballos. Sólo Dimitri se levantó riendo y le devolvió el zapato. Ella ladeó la cabeza y le miró con ojos de alimaña.

– Simplemente le estaba preguntando a Anya por los comunistas -le aclaró-. Ya sabes, son la razón de que ella esté aquí.

– Ya no tiene nada que temer de los comunistas -intercedió Serguéi Nikoláievich, dando la espalda a sus acompañantes-. Los europeos han convertido Shanghái en una enorme máquina de hacer dinero para China. No van a destruirla por un capricho ideológico. Sobrevivimos a la guerra y sobreviviremos a esto.

Más tarde, esa noche, cuando los invitados ya se habían ido y Amelia se había desmayado en el sofá, le pregunté a Serguéi Nikoláievich si había enviado una nota a Boris y Olga Pomerantsev, para decirles que yo había llegado sin incidentes.

– Pues claro, mi dulce niña -me contestó mientras tapaba a su esposa con una manta y apagaba las luces de la biblioteca-. Boris y Olga te adoran.

La doncella estaba esperándonos al pie de las escaleras y comenzó a apagar las luces cuando nosotros alcanzamos el primer rellano.

– ¿Hay noticias de mi madre? -le pregunté con esperanza-. ¿Les preguntaste si saben algo?

Su mirada se dulcificó por la compasión. -Esperemos lo mejor, Anya -me contestó-, pero sería prudente por tu parte que nos consideraras tu familia a partir de ahora.


Me levanté tarde a la mañana siguiente, acurrucada entre las elegantes sábanas de mi cama. Podía oír las voces de los sirvientes en el jardín, el estrépito de la vajilla chocando en el fregadero y el chirrido de una silla arrastrada por el suelo de la planta baja. La luz moteada del sol que se filtraba a través de las cortinas era bonita, pero no logró levantarme el ánimo. Cada nuevo amanecer me alejaba de mi madre. Y el mero hecho de pensar en que pasaría un día más en compañía de Amelia me deprimía.

– Bueno, parece que has dormido bien -me saludó la estadounidense cuando bajé.

Llevaba un vestido blanco de cintura ceñida. Excepto por una ligera hinchazón bajo los ojos, no mostraba ningún signo de fatiga por la noche anterior.

– No hagas de la tardanza un hábito, Anya -declaró-. No me gusta que me tengan esperando, y además, voy a llevarte de tiendas únicamente para complacer a Serguéi.

Me entregó un monedero lleno de billetes de cien dólares.

– ¿Puedes encargarte del dinero, Anya? ¿Eres buena haciendo cálculos?

Su voz era estridente y hablaba apresuradamente, como si fuera a sufrir un ataque.

– Sí, señora -le contesté-. Soy de confianza para llevar dinero.

Dejó escapar una risa aguda.

– Bueno, ahora lo veremos.

Amelia abrió la puerta principal y emprendió el camino a través del jardín. Corrí tras ella. El sirviente estaba reparando una bisagra de la puerta del jardín, y la sorpresa se reflejó en su mirada cuando nos vio aproximándonos.

– ¡Llama a un rickshaw! ¡Rápido! -le gritó Amelia.

El sirviente observó a Amelia y luego a mí, como evaluando la emergencia de la situación. Amelia lo agarró por el hombro y lo empujó al exterior.

– Ya sabes que debes tener uno preparado para mí. Hoy no es ninguna excepción. Ya llego tarde.

Una vez estuvimos en el rickshaw, Amelia se calmó. Llegó casi a bromear sobre su propia impaciencia.

– Ya sabes -me comentó, mientras se ajustaba el lazo que le sujetaba el sombrero a la cabeza-, lo único de lo que hablaba mi marido esta mañana era sobre ti y lo hermosa que eres. Una verdadera belleza rusa -me puso la mano en la rodilla. Estaba fría, sin pulso, como si perteneciera a un muerto-. Bueno, ¿qué te parece, Anya? ¡Sólo llevas un día en Shanghái y ya has causado sensación en un hombre que no se deja impresionar por nada!

Amelia me asustaba. En ella había algo viperino y oscuro, que era más evidente cuando estábamos solas que en presencia de Serguéi Nikoláievich. Sus ojos sombríos, pequeños y brillantes, y su piel sin vida advertían del veneno que se escondía tras sus melosas palabras. Los ojos me escocían por las lágrimas. Echaba de menos la fortaleza cálida de mi madre, el valor y la seguridad que siempre sentía cuando estaba con ella.

Amelia quitó la mano de mi rodilla y bufó:

– ¡Oh! ¡No seas tan seria, niña! ¡Si te vas a poner tan odiosa, tendré que decírselo a Serguéi!

La atmósfera era festiva en las calles de la Concesión Francesa. El sol estaba cubierto y las mujeres de coloridos atuendos, sandalias y parasoles paseaban por las anchas aceras. Los buhoneros pregonaban sus mercancías desde tenderetes en los que se apilaban telas bordadas, seda y encaje. Los artistas callejeros atraían a la gente para que se gastara unas cuantas monedas sueltas mientras disfrutaba de sus espectáculos. Amelia le pidió al porteador del rickshaw que se detuviera para que pudiéramos contemplar la actuación de un músico y su mono. La criatura, ataviada con un chaleco y un sombrerito rojos, bailaba al son del acordeón del hombre. Hacía piruetas y brincaba más como un experimentado artista circense que como un animal salvaje y, en un breve instante, logró atraer a una numerosa multitud. Cuando la música se detuvo, el mono hizo una reverencia, encandilando al público. Los asistentes aplaudían con entusiasmo mientras la criatura corría entre sus piernas, pasando el sombrero para que le echaran dinero. Casi todo el mundo le dio algo. Repentinamente, el animal se encaramó al rickshaw, sorprendiendo a Amelia y haciéndome gritar. Se sentó entre las dos y observó a mi acompañante con devoción. El público embelesado contemplaba la escena. Amelia aleteó las pestañas, sabiendo que todo el mundo la estaba mirando. Profirió una carcajada y levantó la mano hacia la garganta con un gesto de modestia que yo reconocí como falso. Después, se presionó los lóbulos de las orejas con los dedos, quitándose los pendientes de perla y lanzándolos al interior del sombrero del mono. El público chilló y silbó ante la manifestación de opulento abandono de Amelia. El mono brincó hacia su amo, pero Amelia ya le había arrebatado a su público. Algunos hombres trataron de llamarle la atención para que les dijera su nombre. Pero, como una verdadera actriz, Amelia sabía dejar a su público con ganas de más.

– Venga -exclamó, golpeando suavemente al porteador entre sus huesudos hombros con la punta del pie-, vámonos.

Dejamos atrás el camino del pozo de la risa para adentrarnos en un estrecho pasaje llamado «de los mil camisones». Estaba repleto de sastrerías que exhibían sus prendas en maniquíes expuestos en el exterior o, como pasaba en uno de los comercios, con modelos de carne y hueso que desfilaban en el escaparate. Seguí a Amelia hasta una esquina, y entramos en una pequeña tienda con unas escaleras tan estrechas que para subirlas tuve que ponerme de lado. El interior estaba abarrotado de blusas y vestidos que colgaban de cuerdas extendidas de un lado a otro de la estancia, donde se respiraba un aroma a tela y a bambú tan penetrante que me hizo estornudar. Una mujer china surgió de detrás de una hilera de prendas y nos saludó:

– ¡Hola! ¡Hola! ¿Han venido a probarse algo?

Sin embargo, cuando reconoció a Amelia, la sonrisa desapareció de su rostro.

– Buenos días -nos dijo, escrutándonos con ojos recelosos.

Amelia señaló una blusa y me dijo:

– Puedes elegir el diseño que quieres que te copien, y ellos lo confeccionan para ti en tan sólo un día.

Junto a la única ventana de la tienda, habían instalado un pequeño diván y una mesa, sobre la que se amontonaba un sinfín de catálogos. Amelia se aproximó, cogió uno y lo hojeó lentamente. Encendió un cigarrillo y dejó caer la ceniza en el suelo.

– ¿Qué tal éste? -inquirió, levantando la fotografía de un cheongsam verde esmeralda con un corte en la falda que dejaba el muslo al descubierto.

– Ella, sólo una niña. Demasiado joven para vestido -protestó la mujer china.

Amelia se rió entre dientes.

– No se preocupe, señora Woo, Shanghái pronto la hará mayor. No olvide que yo misma sólo tengo veintitrés años.

Se rió de su propia broma y la señora Woo me empujó con sus duros nudillos hacia el banco que se encontraba al fondo del almacén. Se sacó la cinta métrica del cuello y me la puso alrededor de la cintura. Me mantuve erguida y muy quieta para ella, como me había enseñado mi madre.

– ¿Por qué tú relacionarte con esa mujer? -me susurró la señora Woo-. Ella, no buena. Su marido, no tan malo. Pero estúpido. Su esposa morir de tifus, y él dejar entrar a esa mujer en casa porque sentirse solo. Ningún estadounidense quererla…

Paró de hablar cuando Amelia apareció con un manojo de fotografías que había arrancado del catálogo.

– Éstos, señora Woo -ordenó, arrojándole las hojas a la costurera-. Regentamos un club nocturno, ya sabe -añadió, con una maliciosa sonrisa en el rostro-. Y usted no es ninguna Elsa Schiaparelli como para decirnos lo que debemos o no debemos llevar.

Dejamos la tienda de la señora Woo con un pedido de tres vestidos de noche y cuatro vestidos de día, por lo que supuse que ésa era la única razón por la cual la señora Woo soportaba los malos modales de Amelia. En unos grandes almacenes, compramos ropa interior, calzado y guantes. Fuera, en la acera, un niño mendigo estaba garabateando la historia de sus desventuras con un trozo de tiza. Llevaba un taparrabos de un tejido áspero, y la piel de sus hombros y de su espalda estaba dolorosamente quemada por el sol.

– ¿Qué dice? -preguntó Amelia.

Observé la fina caligrafía. No dominaba el chino, pero podía asegurar que las palabras estaban escritas por alguien culto y con educación. La historia del chico decía que había presenciado cómo los japoneses que invadieron Manchuria mataban a su madre y a sus tres hermanas. Una de sus hermanas había sido torturada. Encontró su cuerpo en una cuneta. Los soldados le habían cortado la nariz, los pechos y las manos. Sólo su padre y él sobrevivieron y huyeron a Shanghái. Compraron un rickshaw con todo el dinero que les había quedado. Pero un día, al padre del chico lo atropelló un conductor extranjero borracho que conducía demasiado rápido. Su padre aún estaba vivo después del accidente, pero tenía ambas piernas fracturadas y una profunda herida que le dejaba al descubierto el cráneo a la altura de la frente. Sangraba profusamente, pero el extranjero rehusó llevarle en su coche a un hospital. Otro porteador de rickshaw le ayudó a llevar a su padre al médico, pero era demasiado tarde. El hombre había muerto. Leí las últimas palabras en alto: «Les ruego, hermanos y hermanas, que escuchen mi historia y me ayuden. Que los dioses del cielo les bendigan con grandes riquezas por ello». El niño mendigo levantó la mirada, sorprendido de ver a una chica occidental que leía chino. Deslicé unas monedas en su mano.

– ¿Así es como gastarás tu dinero? -exclamó Amelia, entrelazando su frío brazo con el mío-. ¿Ayudando a gente que se sienta en las aceras sin hacer nada por salir adelante? Hubiera preferido dárselo al mono. Por lo menos, él se esforzaba por divertirme.

Almorzamos sopa de won-ton en una cafetería atestada de extranjeros y chinos ricos. Jamás había visto a aquel tipo de gente, ni siquiera en Harbin antes de la peor parte de la guerra. Las mujeres llevaban vestidos de seda color violeta, zafiro o rojo, tenían las uñas pintadas y el pelo elegantemente peinado. Los hombres eran igual de distinguidos, con trajes de doble pechera y bigotillos tan finos como trazos de lápiz. Después de comer, Amelia cogió mi monedero para pagar la cuenta y en el mostrador compró un paquete de cigarrillos para ella y algo de chocolate para mí. Paseamos por la calle, mirando los escaparates de las tiendas que vendían juegos de mah-jong, muebles de mimbre y filtros amorosos. Me paré para mirar las jaulas de bambú que colgaban del exterior de una tienda, repletas con docenas de canarios. Todos los pájaros gorjeaban al mismo tiempo, y yo me quedé hipnotizada por sus hermosos trinos. De pronto, escuché un grito y me volví para ver como dos niños pequeños me observaban. Sus rostros eran diminutos y arrugados, y su mirada de lo más amenazante.

No parecían humanos y levantaban las manos como si de garras se tratara. De repente noté un hedor acre y me di cuenta de que tenían los dedos manchados cubiertos de excrementos. «Tú dar dinero o nosotros manchar vestido», dijo uno de ellos. Al principio, me costó creer que aquello estuviera ocurriendo, pero los chicos se aproximaban reptando, y me metí la mano en el bolsillo en busca de mi monedero. Luego me acordé de que se lo había dado a Amelia. Miré a mi alrededor, pero no la vi por ninguna parte. «No tengo dinero», les dije, suplicante. Me respondieron riéndose y maldiciéndome en chino. Fue entonces cuando localicé a Amelia en la puerta de una sombrerería al otro lado de la calle. Mi monedero estaba en sus manos.

– ¡Ayúdame, por favor! ¡Quieren dinero! -le grité. Cogió un sombrero y lo miró detenidamente. Al principio, pensé que no me había oído, pero entonces, levantó la mirada y su boca se curvó en una sonrisa cruel. Se encogió de hombros y me di cuenta de que había presenciado toda la escena. Me quedé mirando fijamente su rostro insensible y sus ojos negros, pero eso sólo provocó que se desternillara aún más. Uno de los chicos trató de agarrarme la falda, pero antes de que lo lograra, el dueño de los pájaros surgió de su tienda y lo espantó con una escoba. Él se zafó y corrió junto a su compañero entre las filas de puestos callejeros y los transeúntes, hasta desaparecer por completo.

– Shanghái siempre es así -farfulló el comerciante, sacudiendo la cabeza-. Y ahora se está poniendo peor. Sólo hay ladrones y mendigos. Te cortan los dedos para conseguir tus anillos.

Volví a mirar la puerta junto a la que había estado Amelia hasta hacía unos minutos. Pero estaba desierta.

Más tarde, la encontré en una farmacia calle abajo. Estaba comprando un perfume de Dior y un estuche de maquillaje compacto.

– ¿Por qué no me ayudaste? -le grité, mientras unas cálidas lágrimas me recorrían las mejillas hasta acabar goteándome por la barbilla-. ¿Por qué me tratas así?

Amelia me dedicó una mirada indignada. Recogió su paquete y me empujó a la calle. Ya en la acera, me clavó la mirada. Sus ojos furiosos estaban inyectados en sangre.

– Eres una niña tonta -me gritó-, que confía en la amabilidad de los otros. Nada es gratis en esta ciudad. ¿Lo entiendes? ¡Nada! ¡Cualquier gesto atento tiene un precio! ¡Si piensas que la gente va a ayudarte por nada, acabarás tirada en la acera, como el niño mendigo!

Amelia me clavó los dedos en el brazo y me arrastró hasta el bordillo. Llamó a un rickshaw.

– Ahora me voy al club de apuestas para estar con adultos -me dijo-. Vete a casa y busca a Serguéi. Siempre está en casa durante la tarde. Ve y dile lo mala que soy. Ve y laméntate ante él por lo mal que te trato.

El viaje en rickshaw de vuelta a casa fue muy agitado. Las calles y la gente se fundían en una imagen borrosa a través de mis lágrimas. Me llevé un pañuelo a la boca, aterrorizada por las náuseas que sentía. Quería volver a casa y decirle a Serguéi Nikoláievich que no me importaba Tang, que quería volver para quedarme con los Pomerantsev en Harbin.

Cuando alcanzamos la puerta de la verja, llamé a la campana hasta que la anciana doncella la abrió. A pesar de mi evidente angustia, me recibió con el mismo semblante inexpresivo del día anterior. Entré corriendo, pasando a su lado, hasta el interior de la casa. El recibidor estaba oscuro y silencioso, las ventanas y las cortinas estaban cerradas para evitar que entrara el calor sofocante de la tarde. Me paré en el salón durante un momento, sin saber qué hacer. Recorrí el comedor y allí encontré a Mei Lin, dormida: sus minúsculos pies sobresalían por debajo de la mesa, y tenía el dedo gordo de una mano metido en la boca mientras con la otra agarraba un paño de limpieza.

Corrí a través de recibidores y pasillos, con el terror reptándome por las venas. Subí a toda prisa las escaleras hasta el tercer piso y miré en todas las habitaciones hasta que llegué a la última, la estancia al final del pasillo. La puerta estaba entornada y llamé suavemente, pero no recibí respuesta alguna. En el interior, al igual que en el resto de la casa, las cortinas estaban corridas y la habitación estaba sumida en la oscuridad. El aire era espeso por el hedor a sudor humano. Y a causa de otro olor más, dulzón y empalagoso. Cuando los ojos se me acostumbraron a la oscuridad, percibí a Serguéi Nikoláievich desplomado en un sillón, con la cabeza caída sobre el pecho. Detrás de él, la figura misteriosa del sirviente, que mantenía una macabra guardia.

– ¡Serguéi Nikoláievich! -exclamé, con voz quejumbrosa. Me aterrorizaba la idea de que pudiera estar muerto. Sin embargo, tras un instante, Serguéi Nikoláievich levantó la mirada. Una neblina azulada se levantó a su alrededor como un halo y, con ella, un olor pestilente a aire pútrido. Me asustó su semblante, deteriorado y gris, con los ojos tan hundidos que parecían las cavidades de su cráneo. Me alejé lentamente; no estaba preparada para aquella nueva pesadilla.

– Lo siento mucho, Anya -resolló-. Lo siento mucho, muchísimo. Pero estoy perdido, pequeña mía. Estoy perdido.

Se desplomó en el asiento, con la cabeza hacia atrás y la boca abierta, boqueando, tratando de conseguir aire, como un moribundo. El opio de la pipa gorgoteó y se enfrió convirtiéndose en ceniza oscura.

Hui de la habitación, mientras el sudor me goteaba por la cara y el cuello. Llegué a mi cuarto de baño justo a tiempo de vomitar la sopa que había comido en el almuerzo con Amelia. Cuando terminé, me limpié la boca con una toalla y me apoyé sobre las frías baldosas, tratando de recuperar la respiración. Las palabras de Amelia resonaron en mi cabeza: «Eres una niña tonta que confía en la amabilidad de los otros. Nada es gratis en esta ciudad. ¿Lo entiendes? ¡Nada!».

En el espejo pude ver reflejada la colección de muñecas matrioskas alineadas sobre el tocador. Cerré los ojos e imaginé una línea dorada entre Shanghái y Moscú. «Mamá, mamá -dije para mis adentros-, cuídate. Si tú sobrevives, yo sobreviviré, hasta que podamos reunirnos de nuevo.»

Загрузка...