El invierno en Shanghái no era tan frío como el de Harbin, pero también era menos hermoso. No había ninguna capa de nieve que recubriera los edificios y las calles, ni estalactitas que adornaran los aleros como si fueran de cristal, ni un refugio silencioso del mundanal ruido. En su lugar, el cielo se teñía de un perenne color gris; una procesión interminable de seres desaliñados con cara de necesidad recorría las sucias calles, y el aire estaba tan húmedo y cargado de aguanieve que una sola inhalación me producía escalofríos y melancolía.
El jardín en invierno tenía un aspecto espantoso. Los parterres se convertían en enlodadas parcelas baldías en las que apenas lograban asomar las hierbas más resistentes. Rodeé el árbol de gardenias con una malla y le coloqué una cubierta. El resto de los árboles, corroídos por la escarcha, exhibían su desnudez sin hojas ni nieve, y proyectaban amenazadoras sombras sobre mis ventanas por la noche, como esqueletos levantándose de sus tumbas. El viento aullaba entre sus ramas, hacía temblar los cristales y crujir las vigas del techo. Muchas noches, me quedaba tumbada y despierta durante horas, llorando por mi madre e imaginándome que ella estaría a la intemperie, en algún lugar bajo la tempestad, hambrienta y temblando.
No obstante, mientras las flores y las plantas todavía hibernaban, mi cuerpo crecía rápidamente. En primer lugar, las piernas se me alargaron, prácticamente alcanzando el extremo final de la cama, por lo que supe que iba a ser alta, como mis padres. La cintura se me afinó, mientras que las caderas se me ensancharon y mis infantiles pecas se atenuaron bajo una piel de color marfil. Después, para mi regocijo, comenzaron a crecerme unos tímidos senos. Observaba con interés cómo se expandían, presionando contra mi jersey como brotes primaverales. Mi cabello mantuvo su color rubio rojizo, pero las pestañas y las cejas se me oscurecieron y mi voz se volvió más adulta. Parecía que lo único que permanecía igual, aparte de mi pelo, eran mis ojos azules. Los cambios acontecieron tan rápidamente que no pude evitar pensar que mi crecimiento había estado conteniéndose, como un río bloqueado por un tronco, y que algo había ocurrido en Shanghái que había retirado el obstáculo, desencadenando una riada de sorprendentes novedades.
Me pasaba horas posando desde el borde de la bañera, contemplando en el espejo a la extraña en la que me estaba convirtiendo. Los cambios en mi ser me alborozaban y deprimían a partes iguales. Cada progreso hacia la madurez era un paso que me acercaba a Dimitri y otro que me alejaba de la niña que había sido para mi madre. Ya no era la hija pequeña a la que había cantado canciones sobre champiñones, o a quien le había producido un moratón en la manita al apretársela con fuerza; por no querer separarse de ella. Me preguntaba si mi madre lograría reconocerme.
Dimitri fue fiel a su promesa y me visitaba cada miércoles. Corrimos los sofás y las sillas a los extremos del salón de baile y le rogamos a Serguéi que nos enseñara a bailar. Tal y como Dimitri había predicho, Serguéi insistió en enseñarnos el vals vienés. Bajo la severa mirada de los retratos que colgaban en las paredes, Dimitri y yo girábamos y nos deslizábamos, perfeccionando nuestros movimientos. Serguéi era un profesor exigente y nos detenía con frecuencia para corregir nuestro juego de pies o la posición de los brazos y las cabezas. Pero yo me sentía feliz por encima de mis propias expectativas. ¿Qué importaba el estilo de baile o el tipo de música, mientras pudiera bailar con Dimitri? Cuando estaba con él, aquellas pocas horas a la semana, lograba olvidar la tristeza. Al principio, me preocupaba que Dimitri únicamente me visitara porque sintiera lástima por mí, o porque Serguéi le hubiera instado en secreto a hacerlo. Sin embargo, le observaba como un gato a un ratón, en busca de la más mínima señal de interés: finalmente acabé por encontrar varias. Nunca llegaba tarde a nuestras clases y parecía decepcionado cuando se terminaban, demorándose en el vestíbulo más tiempo del necesario para recoger el abrigo y el paraguas. A menudo, cuando creía que yo no le miraba, le sorprendía observándome. Yo me giraba rápidamente y él apartaba la mirada, simulando que se interesaba por otra cosa.
Para la época en la que rebrotaban los primeros narcisos y los pájaros volvían al jardín, tuve mi primera menstruación. Le rogué a Luba que le pidiera a Serguéi que me dejara ir al Moscú-Shanghái. Ya era una mujer. La respuesta me llegó en una tarjeta plateada, que llevaba pegada una ramita de jazmín:
Aguarda a tu decimoquinto cumpleaños. Necesitas más experiencia como mujer.
No obstante, Serguéi le dijo a Dimitri que nos enseñaría a bailar boleros. Yo anhelaba bailar el tango y, como nunca había oído hablar del bolero, me sentí decepcionada.
– No, este baile es mucho más simbólico -me aseguró Dimitri-. Serguéi y Marina bailaron un bolero el día que se casaron. No nos lo enseñaría si pensara que no nos lo tomamos en serio.
La semana siguiente, Serguéi atenuó las luces del salón de baile. Colocó la aguja del tocadiscos y nos situó a Dimitri y a mí de modo que estuviéramos el uno frente al otro; yo me puse ligeramente hacia la derecha y tan cerca de él que notaba los botones de su camisa apretados contra mi pecho. Podía sentir el pulso de Dimitri y el latido de su corazón contra mis costillas. La luz ambarina le daba un aspecto demoníaco al rostro de Serguéi, y nuestras sombras se deformaban en siluetas grotescas moviéndose por las paredes. La música fluía con un implacable ritmo de marcha, marcado por la percusión de los tambores. Después, la flauta, hipnótica como la de un encantador de serpientes, comenzaba una melodía. Las audaces trompetas y las apasionadas trompas se unían al frenesí. Serguéi comenzó a bailar, enseñándonos los pasos sin pronunciar ninguna palabra. Dimitri y yo le seguíamos, manteniendo el ritmo del sonido metálico de los platillos, bajando y subiendo, dando un paso al frente y después meciéndonos lentamente hacia atrás, balanceando nuestras caderas en la dirección opuesta a la de los pies. La música me embargó y me arrastró como un remolino hacia un misterioso mundo subterráneo. Por un momento, me imaginé que Dimitri y yo éramos el rey y la reina de España presidiendo nuestra corte; al momento siguiente montábamos a caballo por las extensas planicies castellanas en compañía de Don Quijote; sin embargo, inmediatamente después, pasábamos a ser un emperador romano y su emperatriz, desfilando en una cuadriga ante nuestros súbditos. Aquel baile era una fantasía, la experiencia más erótica de mi vida. Serguéi se movía dando zancadas a nuestro alrededor, con los brazos flotando sobre su cabeza, pero con un movimiento de pies claramente varonil. Dimitri y yo casi nos tocábamos, deteniéndonos imperceptiblemente y al momento siguiente, nos separábamos. La melodía de la música se repetía una y otra vez, abocándonos a los brazos del otro para después separarnos, impulsándonos hacia delante, seduciéndonos, atrayéndonos hacia el clímax.
Cuando Serguéi indicó una pausa, a Dimitri y a mí nos faltaba la respiración. Nos aferramos el uno al otro, temblando. Serguéi era un mago que nos había transportado de ida y vuelta a los infiernos. Yo estaba ardiendo por la fiebre, pero no podía hacer que mis piernas se movieran al otro lado de la habitación para sentarme.
La aguja chasqueó en el tocadiscos y Serguéi encendió las luces. Me sobresalté al ver a Amelia, con un cigarrillo colgando de la punta de los dedos y su elegante cabello negro, como una estola de visón, resaltándole el rostro. Al verla, me estremecí. Hizo un anillo de humo, contemplándome como si fuera un general del ejército calibrando el tamaño y la naturaleza del enemigo. Deseé que dejara de mirarme. Estaba arruinando el entusiasmo que había sentido al acabar el bolero. Debió de leerme el pensamiento, porque dejó escapar una risita, se dio media vuelta y se marchó.
Apenas había creído la promesa de que Serguéi me llevaría al Moscú-Shanghái tras mi decimoquinto cumpleaños, pero un día en agosto del año siguiente, emergió de su estudio y anunció que, por fin, podría ir al club aquella noche. Amelia sacó el vestido color verde esmeralda que la señora Woo me había confeccionado, pero casi no podía metérmelo por la cabeza, de lo mucho que había crecido. Serguéi llamó a una costurera para que hiciera un reajuste de urgencia. Cuando se fue, Mei Lin vino a peinarme. Amelia entró detrás de ella, balanceando un hermoso estuche entre sus manos. Me coloreó de maquillaje las mejillas y los labios, y me aplicó perfume de almizcle en las muñecas y detrás de las orejas. Cuando acabó, se inclinó hacia atrás y sonrió, satisfecha por el resultado.
– Ya no me molestas tanto, ahora que eres adulta -me dijo-. Es a los niños llorones a quienes no soporto.
Sabía que estaba mintiendo. Todavía no podía soportarme.
Me senté entre ella y Serguéi en el coche. Pasamos por el camino del pozo de la risa como en una película muda. Había mujeres jóvenes de todas las nacionalidades junto a las puertas de los clubes nocturnos, brillando con vestidos de lentejuelas y boas de plumas. Saludaban a los transeúntes, atrayendo a los clientes con sus sonrisas. Grupos de juerguistas avanzaban dando tumbos por las concurridas aceras, chocándose en sus ebrios tambaleos con otros peatones y vendedores ambulantes, mientras que los tahúres se apiñaban en las esquinas, como insectos alrededor de las luces de neón.
– ¡Ya hemos llegado! -anunció Serguéi. La puerta se abrió y un hombre vestido de cosaco me ayudó a salir del coche. Su gorro era de piel de oso y no pude resistirme a tocarlo, al tiempo que miraba boquiabierta la magnificencia que se desplegaba ante mí. Una alfombra roja recorría la amplia escalinata de piedra, bordeada a ambos lados por una cuerda trenzada de color dorado. Una cola de hombres y mujeres esperaba para entrar en el club, ostentando vestidos de noche, pieles, rasos y joyas que brillaban a la luz de las farolas de color sepia, a la vez que el aire se electrificaba con la algarabía de sus conversaciones. Al final de las escaleras, se elevaba un pórtico con gigantescas columnas neoclásicas y dos leones de mármol que guardaban la entrada. Dimitri esperaba allí. Nos sonreímos mutuamente, y él se apresuró a bajar la escalinata para recibirnos.
– Anya -me dijo, aproximando su cabeza a la mía-. A partir de ahora, siempre serás mi pareja de baile.
Dimitri inspiraba respeto, como encargado del club. Mientras nos conducía a lo largo de la alfombra roja, los clientes se apartaban por deferencia y los cosacos se inclinaban a nuestro paso. En el interior, el vestíbulo era impresionante. Las blancas paredes de mármol artificial y los espejos dorados reflejaban la luz de una enorme lámpara de araña que colgaba del techo bizantino. Los huecos de las ventanas postizas habían sido pintados con un cielo azul de nubes blancas, que simulaba un crepúsculo permanente. El vestíbulo me recordó a una fotografía que mi padre me había enseñado del palacio del zar, y entonces me acordé de que él me había hablado de pájaros enjaulados que cantaban cada vez que alguien entraba. Sin embargo, no había pájaros enjaulados en el Moscú-Shanghái, sino un grupo de mujeres jóvenes engalanadas con vestidos rusos festoneados, que se encargaban de colocar en el guardarropa los abrigos y estolas de los clientes.
En el interior del club, el ambiente era completamente distinto. Las paredes estaban forradas de paneles de madera, y las alfombras turcas rojas rodeaban la pista de baile, que rebosaba de bailarines dando vueltas al son de la música interpretada por la banda. Entre las distinguidas parejas, los oficiales estadounidenses, británicos y franceses bailaban valses con las atractivas bailarinas del local. Otros clientes observaban desde las sillas de caoba y los sofás de terciopelo, mientras bebían sorbos de champán o whisky y les hacían gestos a los camareros para que les trajeran pan y caviar.
Respiré el aire lleno de humo. Exactamente igual que la tarde en la que Serguéi nos enseñó a bailar el bolero, me estaba zambullendo en un nuevo mundo. Excepto porque el Moscú-Shanghái era real.
Dimitri nos condujo escaleras arriba hacia el restaurante en la planta superior, con vistas a la pista de baile. Docenas de lámparas de gas decoraban las mesas, que estaban todas ocupadas. Un camarero cruzó apresuradamente ante nosotros con una brocheta flameante de shashlik ensartada en una espada, que impregnó el aire del aroma de la tierna carne de cordero, las cebollas y el coñac. Independientemente de dónde dirigiera la vista, abundaban los diamantes y las pieles, las lujosas lanas y las sedas. Banqueros y directores de hoteles discutían de negocios con gánsteres y empresarios extranjeros, mientras actores y actrices les lanzaban miradas insinuantes a diplomáticos y a oficiales de la marina.
Alexéi y Luba ya estaban sentados en el otro extremo del restaurante, con una garrafa semivacía de vino que reposaba junto al codo de Alexéi. Conversaban con dos capitanes de la marina británica y sus esposas. Los hombres se levantaron cuando llegamos, mientras sus esposas, con un rictus adusto, nos observaron a Amelia y a mí sin apenas disimular su repugnancia. Una de las mujeres contempló tan fijamente los pliegues de mi vestido que sentí un escalofrío de vergüenza.
Los camareros vestidos de esmoquin nos trajeron la comida en bandejas de plata, disponiendo un banquete de ostras, piroshki rellenos de calabaza dulce, blini con caviar, sopa de crema de espárragos y pan de centeno. Jamás podríamos terminarnos tal cantidad de comida, pero siguieron trayendo platos: pescado en salsa de vodka, pollo a la Kiev, compotas y, de postre, una tarta de chocolate y cerezas.
Uno de los capitanes, Wilson, me preguntó si me gustaba Shanghái. En realidad, no había visto demasiado, excepto la casa de Serguéi, la escuela, las tiendas de las pocas calles por las que me permitían pasear a solas, y un parque de la Concesión Francesa. Sin embargo, le dije que me encantaba. Asintió, mostrando su aprobación, y se inclinó hacia mí para susurrarme:
– La mayoría de los rusos en esta ciudad no viven como usted, señorita. Mire a esas pobres chicas ahí abajo. Probablemente, son las hijas de príncipes y nobles. Y ahora tienen que bailar y entretener a borrachos para ganarse la vida.
El otro capitán, que se llamaba Bingham, comentó que había oído que a mi madre la habían llevado a un campo de trabajo.
– Ese loco de Stalin no estará ahí para siempre -declaró, llenándome el plato de verdura y volcando el pimentero mientras me servía-. Ya verás como habrá otra revolución antes de que se acabe el año.
– ¿Quiénes son estos idiotas? -le preguntó en un murmullo Serguéi a Dimitri.
– Inversores -le contestó Dimitri-. Así que sigue sonriendo.
– No -replicó Serguéi-, tendrás que entrenar a Anya para que lo haga ella, ahora que es lo suficientemente mayor. Ella es mucho más encantadora que cualquiera de nosotros.
Cuando se sirvió el oporto después de la cena, me escabullí al tocador y reconocí las voces de las mujeres de los capitanes, que estaban hablando a través de las paredes de los cubículos del baño. Una de las mujeres le estaba diciendo a la otra:
– Esa mujer estadounidense debería avergonzarse de sí misma, en lugar de pasearse por ahí como la reina de Saba. Ha arruinado la felicidad de un buen hombre y ahora la ha tomado con ese ruso.
– Ya lo sé -contestó la otra mujer-. ¿Y quién es la chica que viene con ella?
– Ni idea -le dijo la primera-, pero me apuesto lo que quieras a que, dentro de poco, a ella también le jugará una mala pasada.
Me apoyé contra el lavabo, muerta de ganas por escuchar algo más, con la esperanza de que mis tacones no hicieran ruido contra las baldosas del suelo. ¿Quién podía ser el buen hombre al que Amelia había arruinado la vida?
– Bill puede gastarse el dinero como le plazca -comentó la primera mujer-, pero ¿qué beneficio puede sacar de asociarse con esta gentuza? Ya sabes cómo son estos rusos.
Dejé escapar una risita y ambas mujeres se callaron. Las cadenas de sus retretes sonaron al unísono, y yo me apresuré hacia la puerta.
A medianoche, la orquesta se detuvo, y una banda cubana subió al escenario. Al principio, el ritmo de los instrumentos de cuerda era suave, pero tan pronto como se les unieron los de viento y la percusión, el compás de la música cambió, y pude sentir la oleada de agitación que recorrió a los asistentes. Las parejas corrieron a la pista para bailar mambos y rumbas, mientras que los que no tenían pareja formaron una línea y comenzaron a bailar la conga. Yo estaba emocionada por la música, tan salvaje y, sin embargo, tan sofisticada. Me sorprendí a mí misma tamborileando inconscientemente el suelo con el pie y en la mesa con los dedos siguiendo el ritmo.
Luba dejó escapar una carcajada gutural. Le dio un codazo a Dimitri y me señaló.
– ¡Vamos, Dimitri! Saca a Anya a bailar y muéstranos lo que Serguéi os ha estado enseñando.
Dimitri me sonrió y me tendió la mano. Le seguí hasta la pista de baile, aunque estaba aterrorizada. Bailar en el salón de baile de la casa de Serguéi era una cosa y hacerlo en la pista del Moscú-Shanghái, otra muy diferente. La desenfrenada confusión de gente moviendo las caderas y balanceando las piernas era como un frenesí salvaje. Bailaban como si el corazón se les fuera a parar si se detenían. Pero Dimitri me puso una mano en la cadera y sostuvo mis dedos entre los suyos, y entonces, me sentí segura. Juntos, nos movimos dando pasos cortos y sincopados, girando las caderas y moviendo los hombros. Al principio, nos pusimos juguetones, golpeando las rodillas y los pies contra otros bailarines, riéndonos cada vez que nos chocábamos. No obstante, un momento después, comenzamos a movernos con gracia y descubrí que me había olvidado de mi timidez.
– ¿Qué tipo de música es ésta? -le pregunté a Dimitri.
– La llaman mambo y merengue. ¿Te gusta?
– Sí, me gusta mucho -le confesé-. Por favor, no dejes que paren.
Dimitri echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada.
– ¡Les diré que la toquen para ti todas las noches, Anya! Y mañana voy a llevarte a Yuyuan.
Dimitri y yo bailamos todos los bailes, el sudor nos empapaba la ropa y mi pelo se me había soltado sobre los hombros. Solamente volvimos a la mesa cuando hubo acabado el último baile. Los capitanes y sus esposas ya se habían marchado, pero Serguéi y los Mijailov se levantaron para aplaudirnos.
– ¡Bravo, bravo! -gritó Serguéi.
Amelia forzó una débil sonrisa y nos lanzó unas servilletas para que nos secáramos la transpiración de la frente y el cuello.
– Ya está bien de que te pongas en ridículo, Anya.
Ignoré su desagradable comentario.
– ¿Por qué no bailas tú con Serguéi? -le pregunté-. Es muy buen bailarín.
Mi pregunta era inocente, inspirada por el buen humor que me había proporcionado el baile con Dimitri. Pero Amelia se erizó como un gato. Los ojos le brillaron, pero no dijo nada. La atmósfera entre nosotras, que siempre había sido forzada, se tensó aún más. Era consciente de que acababa de cometer algún terrible error, pero no me iba a disculpar por un desaire imaginario. Nos sentamos rígidas en el coche durante todo el camino a casa, como enemigos obstinadamente enfrascados en una batalla. Serguéi hizo algunos comentarios puntuales sobre el tráfico, yo hablé solamente ruso a propósito y Amelia mantuvo la mirada fija en un punto frente a ella. No obstante, sabía que si en algún momento se desencadenara un enfrentamiento entre nosotras, yo no podría vencerla.
Al día siguiente, le dije a Serguéi que Dimitri me había pedido que saliera con él.
– Me alegra que vosotros dos os llevéis tan bien -me confesó, inclinándose hacia mí-. Es lo mejor que puedo desear. Dimitri es como un hijo para mí y tú eres como una hija.
Serguéi tenía una cita de negocios, así que se puso a buscar inmediatamente una carabina que nos acompañara en su lugar. Amelia se negó en rotundo, protestando que no tenía la menor intención de pasar el día en compañía de dos «adolescentes que se miraban empalagosamente». Luba comentó que le hubiera encantado venir, pero que la esperaban para un almuerzo formal para damas, y Alexéi había enfermado de gripe. Así que, finalmente, me enviaron con la anciana doncella en un rickshaw. Ella se acomodó en el asiento remilgadamente, con una actitud gélida, y no contestó a mis preguntas ni me miró en ninguna de las ocasiones en las que traté de entablar conversación.
Me encontré con Dimitri en el jardín de Yuyuan, en el casco viejo de la ciudad, en una casa de té tradicional con vistas a un lago y a las montañas. Me esperaba a la sombra de un sauce y llevaba un traje de lino color crema que resaltaba el verde de sus ojos. Las paredes ocres del interior y el tejado respingón me recordaron a un cofre para el té que teníamos en nuestra casa de Harbin. Hacía un día cálido, y Dimitri sugirió que nos sentáramos en la planta superior para que nos diera un poco la brisa. Invitó a la doncella a que se sentara con nosotros, pero ella prefirió la mesa al lado de la nuestra, desde donde se quedó observando estoicamente la hermosa vista de las serpenteantes pasarelas y pabellones, aunque sospeché que estaba escuchando con muchísimo interés todo lo que decíamos.
Una camarera nos trajo té de jazmín en tazas de cerámica.
– Éste es el jardín más antiguo de la ciudad -me contó Dimitri-. Es mucho más bonito que los que hay en la Concesión Francesa. ¿Sabes que solían tener carteles que rezaban: «Prohibida la entrada a perros y chinos»?
– Es terrible ser pobre -comenté-. Pensé que había visto bastante miseria cuando los japoneses invadieron Harbin. Pero nunca conocí nada parecido a la pobreza en Shanghái.
– Aquí hay muchos rusos incluso más pobres que los chinos -respondió Dimitri, sacando del bolsillo una cajetilla de metal y extrayendo de ella un cigarrillo-. Mi padre tuvo que trabajar de chófer para una familia china acaudalada cuando llegó a Shanghái. Creo que les complacía ver a un hombre blanco en unas circunstancias tan desesperadas.
Una brisa perezosa sopló por encima de la mesa, haciendo volar las servilletas y enfriando el té. La anciana doncella se había dormido, había cerrado los ojos y apoyaba la cabeza en el cristal de la ventana. Dimitri y yo nos sonreímos abiertamente.
– Ayer por la noche -le confié-, vi a aquellas chicas rusas, a las que pagáis para que bailen con los clientes.
Dimitri me estudió durante un momento, con un semblante serio y entornando los ojos.
– ¿Hablas en serio, Anya? Esas chicas ganan un buen dinero, y no se les exige que se comprometan a nada. Puede que prometan algo, coqueteen un poco, enseñen sus gracias e inciten a los clientes a que beban y gasten más de lo normal. Pero, desde luego, hay mujeres que se encuentran en circunstancias mucho peores.
Entonces se apartó de mí, y se hizo un silencio incómodo entre nosotros. Me pellizqué el brazo, sintiéndome estúpida y condescendiente cuando lo único que quería era que Dimitri me admirara.
– ¿Piensas mucho en tu madre? -me preguntó.
– Continuamente -le respondí-. La tengo en la cabeza todo el tiempo.
– Lo sé -contestó, haciéndole señales a la camarera para que nos trajera más té.
– ¿Crees que es cierto que vaya a haber otra revolución? -le pregunté.
– Yo no contaría con ello, Anya.
El tono frívolo de Dimitri me traspasó como una puñalada, y me estremecí. Cuando vio mi reacción, su rostro se suavizó. Miró a sus espaldas para comprobar si la doncella continuaba dormida, antes de cogerme los dedos entre sus cálidas manos.
– Mi padre y sus amigos esperaron cada día durante años a que la aristocracia se restaurara en Rusia, desperdiciando sus vidas en pos de algo que nunca ocurrió -explicó-. Rezo con toda mi alma para que liberen a tu madre, Anya. Lo único que estoy diciendo es que no debes perder el tiempo. Ahora te tienes que ocupar de ti misma.
– Amelia diría algo por el estilo -le respondí.
Soltó una carcajada.
– ¿De verdad? Bueno, lo entiendo. De alguna manera, somos parecidos. Ambos hemos tenido que abrirnos camino en el mundo desde lo más bajo. Al menos, ella sabe lo que quiere y cómo conseguirlo.
– Me asusta.
Dimitri ladeó la cabeza, sorprendido.
– ¿De verdad? Pues no deberías dejar que lo hiciera. Es perro ladrador, poco mordedor. Es una envidiosa, y las personas resentidas siempre son inseguras.
Dimitri nos acompañó de vuelta a casa, donde las criadas estaban encerando los muebles y limpiando las alfombras. No se veía a Amelia por ninguna parte. Serguéi acababa de llegar a casa y nos aguardaba junto a la puerta de entrada.
– Espero que hayáis pasado juntos un rato agradable en Yuyuan -nos dijo.
– Ha sido maravilloso -respondí, adelantándome para darle un beso. Tenía el rostro húmedo y la mirada vidriosa, lo cual indicaba que pronto se iría a tomar su dosis.
– Quédate con nosotros un rato -le rogó Dimitri.
– No, tengo cosas que hacer -le contestó Serguéi. Retrocedió, alejándose de nosotros, hasta alcanzar el tirador de la puerta, pero le temblaban tanto los dedos que no pudo asirlo.
– Yo te ayudo… -le dijo Dimitri, inclinándose hacia él. Serguéi le dirigió una mirada atormentada, pero tan pronto como la puerta estuvo abierta, se apresuró a entrar, prácticamente tropezando con una doncella en su huida. Miré a Dimitri a los ojos y descubrí angustia en ellos.
– Ya lo sabes, ¿no es así? -inquirí.
Dimitri se cubrió el rostro con la mano.
– Vamos a perderle, Anya, igual que cuando yo perdí a mi padre.
Mi segunda noche en el Moscú-Shanghái fue decepcionante, y mi emoción desapareció tan pronto como entré en el club. En lugar de la elegante clientela de la noche anterior, el local estaba lleno de marines y marineros afeitados a navaja. En el escenario, una banda de swing formada por hombres blancos tocaba a todo volumen los números de baile, y los vestidos de nailon de las chicas rusas convertían la pista de baile en un carnaval barato. Había demasiados hombres y pocas mujeres. Los que se habían quedado sin pareja de baile esperaban en corrillos junto al bar o en el restaurante, que se había convertido en una zona más donde tomar copas. Las voces de los sobreexcitados hombres eran escandalosas y estridentes. Cuando se reían o les gritaban sus pedidos a los agobiados bármanes, a menudo sus chillidos se escuchaban por encima de la música.
– Normalmente, no nos gusta verles por el club -me confió Serguéi-, y nuestros precios suelen desanimarles. Pero, después de la guerra, no está bien visto discriminarlos. Por eso, los jueves por la noche ponemos las bebidas y las entradas a mitad de precio.
El maître del restaurante nos acompañó al otro extremo de la estancia. Amelia se disculpó y se dirigió al tocador, y yo miré a mi alrededor en busca de Dimitri, preguntándome por qué no se habría reunido con nosotros. Lo localicé en el borde de la pista de baile, cerca de la escalinata que conducía al bar. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y balanceaba nerviosamente los hombros de atrás hacia delante.
– Pobre muchacho -me dijo Serguéi-. Protegería este lugar con su vida. Yo le tengo cariño al Moscú-Shanghái, pero si las llamas lo devoraran, tampoco me importaría tanto.
– Dimitri está preocupado por ti -le dije.
Serguéi hizo una mueca de dolor y cogió una servilleta, llevándosela a los labios y a la barbilla.
– Perdió a su padre cuando sólo era un muchacho. Su madre tuvo que prostituirse para ganarse el pan.
– ¡Oh! -exclamé, recordando la reacción de Dimitri ante mi ignorancia sobre las bailarinas rusas. Me sonrojé, avergonzada-. ¿Cuándo ocurrió?
– Al principio de la guerra. Dimitri está acostumbrado a sobrevivir por su cuenta.
– Me contó que había perdido a su madre cuando era joven. Pero nunca le pregunté cómo había muerto, y él no me lo ha explicado en ningún momento.
Serguéi me observó, como si estuviera sopesando cuánto podía decirme.
– Un día se fue con el hombre equivocado. Un marinero -me contó, bajando la voz-. Él la mató.
– ¡Oh! -exclamé, clavándole los dedos a Serguéi en el brazo-. ¡Pobre Dimitri!
Serguéi se encogió de hombros.
– Él encontró el cuerpo, Anya. Imagínate lo que eso supuso para el pobre muchacho. La marina juzgó a aquel monstruo y lo colgaron. ¿Pero de qué puede servirle eso a un chico que ha perdido a su madre?
Observé a los bailarines dando vueltas, me sentía demasiado triste para llorar y demasiado abrumada para pensar en una respuesta.
Serguéi me dio un codazo.
– Ve a decirle a Dimitri que no se preocupe -me dijo-. Otros clubes han tenido problemas, pero nunca el nuestro. Es el favorito de sus oficiales. No se atreverían a montar jaleo.
Me sentí agradecida de que Serguéi me diera una excusa para acercarme a Dimitri. La pista de baile era una orgía de miembros ardientes y retorcidos. Apenas podía abrirme paso entre los frenéticos brazos y los ruborizados rostros. Los bailarines se movían desenfrenadamente al ritmo de la música, a medida que la percusión alcanzaba el clímax. Una chica rusa bailaba con tanto vigor que uno de sus voluminosos pechos comenzó a sobresalirle por encima del pronunciado escote del vestido. Al principio, solamente el pezón carmesí se deslizó por encima del tejido, pero cuanto más frenéticamente bailaba, más cantidad de pecho se veía expuesta. Tras un enérgico salto, todo el seno rebotó por completo fuera del vestido. Ella no hizo ningún intento de cubrirse y nadie pareció darle importancia.
Alguien me dio un golpecito en la espalda.
– ¡Eh, muñeca! Aquí tienes mi entrada. -Sentí la sombra de un hombre a mi espalda y el hedor a alcohol transpirando por su piel. La lujuria se destilaba de su insultante voz-. ¡Tú, encanto! Te estoy hablando a ti.
De alguna parte entre la multitud, una voz femenina gritó:
– Déjala en paz. Es la hija del jefe.
Cuando me vio dirigiéndome hacia él, Dimitri abrió los ojos de par en par. Se abalanzó hacia la multitud y me sacó a un lateral de la pista de baile.
– Les dije que no te trajeran esta noche -protestó, alzándome hasta el escalón detrás de él-. A veces me pregunto si a alguno de los dos le queda un poco de sentido común.
– Serguéi me envía para decirte que no cree que vaya a haber problemas -le dije.
– Es una noche complicada. Va a correr el alcohol. Prefiero no arriesgarme.
Dimitri le hizo un gesto a uno de los camareros y, cuando se acercó, le susurró algo al oído. Éste se marchó rápidamente y volvió unos instantes más tarde con una copa de champán.
– Toma -apremió Dimitri-. Bebe un poco de champán y luego haré que te acompañen a casa.
Le cogí la copa de la mano y tomé un sorbo.
– Mmmm, buen champán -bromeé-. Es francés, ¿verdad?
Sonrió abiertamente.
– Anya, quiero que trabajes aquí conmigo. Pero no durante estas noches. Eres demasiado buena para esta gentuza.
Un marine chocó contra mí, casi tirándome por las escaleras. Se enderezó y me agarró con un torpe movimiento por la cintura. Sus brazos eran un enredo de tatuajes mal dibujados. Me resistí, asustada por la agresividad de sus ojos inyectados en sangre. Su mano me atrapó como un lazo, aferrándome de la muñeca. Tiró de mí hacia la pista de baile. El hombro me dio un chasquido y tiré la copa de champán, que se quebró contra el suelo quedando aplastada bajo los pies de algún cliente.
– Estás un poco flaca -comentó el marine, agarrándose a mis caderas-. Pero me gustan las mujeres delgadas.
Dimitri se colocó entre nosotros en un segundo.
– Perdone, señor -le dijo-, pero usted se confunde. Ella no es una bailarina.
– Si tiene dos piernas y una raja, sí que lo es -le contestó el marine, sonriendo y limpiándose la saliva de los labios con la punta de los dedos.
No me di cuenta de cómo Dimitri golpeó al marine, de lo rápido que sucedió. Lo único que pude ver fue al hombre cayendo de espaldas, la sangre chorreándole por la boca y la sorpresa brillando en sus ojos. Se golpeó la cabeza contra el suelo y permaneció allí tendido durante un momento, antes de conseguir incorporarse. Dimitri le puso una rodilla en el cuello y comenzó a darle puñetazos en la cara. Todo comenzó a moverse a cámara lenta. Los bailarines formaron un círculo alrededor de Dimitri y el hombre. La banda dejó de tocar, las manos de Dimitri estaban cubiertas de sangre y saliva. El rostro del marine se estaba convirtiendo en una masa informe de carne ante mis ojos.
Serguéi se abrió paso entre la multitud y trató de apartar a Dimitri.
– ¿Te has vuelto loco? -le gritó.
Pero sus palabras se perdieron en la confusión reinante. Dimitri le estaba pegando al marine en las costillas. Los huesos crujieron por la fuerza de los golpes. El hombre se giró por el dolor, y Dimitri le pisoteó la ingle.
Tres marines con cuellos de toro y puños cuadrados acudieron a rescatar a su compañero. Uno de ellos levantó al hombre ensangrentado por las mangas de la camisa y le arrastró por el suelo para sacarlo de allí. Los otros dos agarraron a Dimitri y le derribaron. En ese momento, el pánico se extendió entre la muchedumbre. Todo el mundo estaba convencido de que iban a presenciar un asesinato. Los marineros británicos, franceses e italianos comenzaron a gritarles insultos a los marines. Por su parte, los marines les contestaron. Algunos de ellos trataron de calmar a sus compañeros, pidiéndoles que no deshonraran a su país, mientras que otros jaleaban a los violentos. Comenzaron a propinarse puñetazos por doquier, y las peleas se expandieron como el fuego por todo el local. Los clientes habituales se apresuraron a recoger sus pertenencias y a correr hacia las salidas, tratando de abrirse camino entre la turba enloquecida que deseaba salir. Las bailarinas rusas huyeron a guarecerse en el tocador, mientras que los chefs y los camareros corrían de un lado para otro protegiendo los valiosos jarrones y estatuas. Debió de correrse la voz en la calle de lo que ocurría en el interior, porque, al mismo tiempo que muchos clientes huían, la estancia se estaba llenando de refuerzos. Los soldados estadounidenses peleaban contra los marines, los marines golpeaban a los marineros franceses y éstos luchaban contra los marineros británicos.
Los tres marines sujetaban firmemente la cabeza de Dimitri. La boca se le distorsionó en una mueca de agonía. Un marinero italiano y otro marine acudieron en su ayuda, pero no estaban a la altura de los fornidos marines que estaban atacando a Dimitri. Serguéi cogió una silla y la hizo pedazos contra la espalda de uno de los tres marines, dejándolo inconsciente. Animado por la ventaja, el italiano noqueó a otro, que cayó al suelo. Pero el último, el más corpulento de los tres, seguía sujetando a Dimitri, presionándole la cabeza contra el suelo y tratando de romperle el cuello. Grité y miré a mi alrededor en busca de ayuda. Localicé a Amelia en el restaurante. Tenía un cuchillo en la mano y trataba de abrirse paso por las escaleras, entre la multitud. Dimitri se estaba ahogando, de su boca se resbalaba un hilo de saliva. Serguéi golpeó al marine con sus puños de oso, sin surtir el menor efecto. La mano de Dimitri se retorció por debajo del marine, me agarró el zapato y me apretó los dedos del pie. No pude soportarlo más: me lancé contra el marine y le mordí la oreja con todas mis fuerzas. Noté un sabor a sangre y a sal recorriéndome la boca. El marine aulló y soltó a Dimitri. Me apartó de un golpe y yo escupí un trozo de carne rosácea ensangrentada. La cara del marine empalideció cuando vio la mitad de su oreja en mi regazo. Se llevó la mano a la cabeza y huyó.
– Benissimo! -me felicitó el marinero italiano-. Ahora vaya a lavarse la boca.
Cuando volví del baño, pude oír las sirenas y los silbatos de la policía militar en el exterior. Sus efectivos tomaron al asalto el edificio, repartiendo golpes a diestro y siniestro y aumentando el número de víctimas. Corrí al exterior para ver las ambulancias llevándose a los heridos. Parecía como si estuviéramos otra vez en tiempos de guerra.
Busqué entre el tumulto a Dimitri y a Serguéi y les encontré en la escalinata con Amelia, despidiendo a los heridos como si estuvieran saludando a los clientes en una noche normal. Dimitri tenía un ojo morado y los labios tan hinchados que casi no parecía humano. Aun así, logró esbozar una sonrisa infantil cuando me vio.
– Éste es nuestro fin -gemí-. Ahora nos cerrarán el local, ¿no es así?
Dimitri arqueó las cejas por la sorpresa. Serguéi soltó una carcajada.
– Dimitri -le dijo-, creo que definitivamente, después de sólo dos noches, a Anya le importa nuestro negocio.
Incluso Amelia, que tenía la manga del vestido desgarrada y el pelo revuelto, me sonrió.
– Es cierto, ¿verdad, Anya? -me dijo Dimitri-. Es como la música. Este lugar se te mete en las venas. Ahora ya eres una de nosotros. Una verdadera habitante de Shanghái.
La limusina se acercó, y Amelia se subió a ella, haciéndome un gesto para que la siguiera.
– Los chicos han montado este lío y serán los chicos los que recojan -sentenció.
Todavía tenía la sangre pegajosa del marine en la parte delantera del vestido, rozándole la piel. La miré y comencé a sollozar.
– ¡Por el amor de Dios! -exclamó Amelia, cogiéndome del brazo y arrastrándome hasta el interior del coche-. Esto es Shanghái, no Harbin. Mañana el negocio abrirá sus puertas como de costumbre, y todo el mundo habrá olvidado esta noche. Seguiremos siendo el club nocturno más concurrido de la ciudad.