11

AUSTRALIA

Me habían desarraigado dos veces en mi vida, pero nada me había preparado para el impacto que me produjo Australia. Unos días después de que se llevaran a Ruselina a Francia, Irina y yo volamos de Manila a Sídney en un avión militar, tan exhaustas que ninguna de las dos pudo recordar apenas nada del viaje, excepto el calor infernal que hacía cuando hicimos escala en Darwin. Llegamos al aeropuerto de Sídney por la mañana temprano. Un funcionario de inmigración que se llamaba señor Kolros nos recibió y nos acompañó para cruzar la aduana. Había emigrado desde Checoslovaquia un año antes y hablaba ruso e inglés. El señor Kolros contestó educadamente a nuestras preguntas sobre alquileres de viviendas, alimentos y empleo, pero cuando le pregunté si le gustaba Sídney, rechinó los dientes y contestó:

– Sídney está bien. Es a los australianos a lo que a uno le cuesta acostumbrarse.

Irina me cogió del brazo, temblando por la gripe de la que se había contagiado durante el viaje. Nos esforzamos por mantener el paso del señor Kolros, que recorrió a zancadas el área de llegadas como si tuviera algo más importante que hacer a las cuatro y media de la mañana que esperarnos a nosotras. Había un taxi esperándonos fuera, y el funcionario arrojó nuestro equipaje en el maletero y le pagó al taxista el precio de un viaje hasta el muelle, donde nos reuniríamos con un grupo de inmigrantes provenientes de Europa.

El señor Kolros nos ayudó a subirnos en el taxi y nos deseó buena suerte antes de cerrar la puerta. No pude evitar pensar en lo que nos había dicho sobre los australianos.

– Bienvenidas a Sídney, chicas -nos saludó el taxista, inclinándose sobre el asiento delantero y hablando con la boca medio cerrada. Su inglés sonaba extraño, crepitaba como un tronco al fuego-. Voy a llevaros por la ruta turística. No tardaremos mucho tiempo a estas horas de la mañana.

Irina y yo nos asomamos a la ventanilla, con la esperanza de ver algo de nuestra nueva ciudad. Pero Sídney estaba envuelta en la oscuridad. El sol todavía no había salido, y había restricciones eléctricas debido a la escasez de después de la guerra. Lo único que pudimos ver fueron hileras de casas idénticas con terraza, pegadas unas a otras, y tiendas de ultramarinos con las persianas echadas. En una de las calles, un perro con una mancha negra sobre el ojo golpeaba las patas contra una valla. ¿Callejero o doméstico? Era imposible decirlo a simple vista. Pero parecía mejor alimentado que nosotras.

– Ésta es la ciudad propiamente dicha -nos dijo el taxista cuando entramos en una calle con tiendas a ambos lados. Irina y yo contemplamos los maniquíes de los escaparates de los grandes almacenes. Mientras que Shanghái ya bullía de vida a esas horas de la mañana, Sídney estaba silenciosa y vacía. No había barrenderos, policías o prostitutas a la vista. Ni siquiera ningún borracho extraviado tambaleándose de vuelta a casa. El ayuntamiento y su torre del reloj podrían haber sido trasladados directamente desde el París del Segundo Imperio, y la plaza entre el ayuntamiento y la iglesia junto a él creaba una amplitud que no existía en las ciudades chinas. Shanghái no habría sido ella misma sin la congestión y el caos.

El extremo final de la calle estaba bordeado por edificios de estilo clásico y Victoriano y por uno que parecía de inspiración italiana, sobre cuya entrada podían leerse las siglas GPO. [2] Más adelante, se adivinaba el comienzo del puerto. Estiré el cuello para ver el enorme puente de metal que se prolongaba sobre la oscura masa de agua. Daba la impresión de ser la estructura más alta de toda la ciudad. Los faros delanteros de una docena de automóviles que pasaban sobre él parpadearon, haciéndonos un guiño, como si fueran estrellas.

– ¿Éste es el puente del puerto? -le pregunté al conductor.

– Claro que lo es -contestó-. El único e inigualable. Mi padre trabajó de pintor en su construcción.

Pasamos bajo el puente y pronto nos encontramos en una avenida bordeada por naves de almacenes. El taxista se detuvo frente a una señal que indicaba «Muelle dos». A pesar de que el señor Kolros ya le había pagado el trayecto al conductor, pensé que quizás querría una propina. Mientras él sacaba nuestro equipaje del maletero, busqué en mi monedero el único dólar estadounidense que me quedaba. Traté de entregárselo, pero se negó, sacudiendo la cabeza.

– Seguramente, lo necesitaréis más que yo -me dijo.

«Australiano tenía que ser -pensé-, por ahora, todo va bien.»

Irina y yo vacilamos ante la barrera automática de la entrada. Un viento frío soplaba desde el agua, trayendo consigo el olor salobre y de alquitrán. La brisa penetró a través de nuestros finos vestidos de algodón. Era noviembre, y habíamos supuesto que en Australia haría calor. El barco de la OIR proveniente de Marsella estaba atracado en el puerto. Cientos de inmigrantes alemanes, checoslovacos, polacos, yugoslavos y húngaros atestaban las pasarelas del barco. La escena me recordó al arca de Noé, por la variedad de acentos y aspectos. Los hombres andaban con dificultad bajo el peso añadido de engorrosos baúles de madera. Las mujeres les seguían, cargadas de bultos con ropa de cama y con pucheros bajo los brazos. Los niños corrían entre sus piernas, hablándose a gritos en sus idiomas maternos, emocionados por ver el que sería su nuevo país.

Le preguntamos al guardia dónde debíamos esperar, y nos señaló un tren estacionado en el muelle. Irina y yo entramos en uno de los vagones, que estaba totalmente vacío. Recorrimos el pasillo, tapándonos la nariz para no inhalar el hedor a pintura fresca, y nos sentamos en el primer compartimento que encontramos. Los asientos estaban forrados de piel endurecida y el ambiente estaba cargado de polvo.

– Creo que es un tren de mercancías -comentó Irina.

– Sí, creo que tienes razón.

Abrí mi maleta y saqué una de las mantas que había traído de Tubabao y se la envolví a Irina alrededor de los hombros.

A través de la mugre de la ventanilla, contemplamos cómo los cargadores del muelle se afanaban desembarcando la mercancía del barco con la ayuda de una grúa. Las gaviotas volaban en círculos sobre ellos, graznando y chillando. Aquellas aves eran lo único que, de momento, me resultaba familiar de la ciudad.

Los pasajeros del barco tuvieron que revolver entre los montones de equipaje para recuperar sus maletas y baúles. Una niñita con un abrigo rosa y leotardos blancos estaba llorando cerca de la pasarela. Había perdido a sus padres en el caos reinante. Vi que uno de los cargadores se acuclilló para hablar con ella, pero la niña sólo negó, sacudiendo su cabecita llena de rizos y lloró con más fuerza. El cargador miró a su alrededor entre la multitud y después cogió a la pequeña y se la colocó sobre los hombros, paseándola con la esperanza de encontrar a sus padres.

Una vez que recuperaban su equipaje, se les indicaba a los pasajeros que se dirigieran a un edificio con un cartel pintado sobre la puerta que rezaba «Confederación de Australia. Departamento de Inmigración». Entonces, me percaté de lo afortunadas que éramos Irina y yo por haber llegado en avión hasta Australia. Aunque el trayecto entre Manila y Darwin fue duro, nuestro viaje había sido rápido y éramos sólo dos. La gente del barco tenía un aspecto demacrado y enfermo. Más de una hora después, comenzaron a emerger del edificio y se aproximaron al tren.

– ¿Van a caber todos? -preguntó Irina.

– Seguramente no -le contesté-. El señor Kolros comentó que haríamos un largo viaje hasta el campamento.

Horrorizadas, vimos como el jefe de estación reunía a los pasajeros como si fueran ganado, y los dirigía hacia las puertas del tren. Codos, brazos y maletas nos taparon la vista a medida que la gente se empujaba para subir. A diferencia de nosotras, los europeos llevaban demasiada ropa para el tiempo que hacía. Parecía que se hubieran puesto dos abrigos y varios vestidos o camisas cada uno, como para ahorrar espacio en la maleta llevando encima todas las prendas que poseían. Un hombre con un traje de raya diplomática apareció en la puerta del compartimento. La piel de su rostro era lisa y tenía un aspecto joven, pero su pelo era de color blanco.

Czy jest wolne miejsce? -preguntó-. Czy pani rozumie po polsku?

Yo sabía unas cuantas frases básicas en polaco, que se parece un poco al ruso, pero tuve que adivinar que quería sentarse. Asentí con la cabeza y le indiqué por gestos que entrara. Le seguían una mujer y una anciana con dos bufandas atadas a la cabeza.

Przepraszam -dijo la anciana cuando se sentó a mi lado. Pero yo ya había agotado todo lo que sabía de polaco. Me observó detenidamente. No hablábamos el mismo idioma, pero ambas compartíamos la misma mirada angustiada.

Tres hombres checoslovacos dejaron su equipaje en el pasillo y se quedaron de pie dentro del compartimento. Uno de ellos llevaba en la manga un parche oscuro con forma de estrella. Había oído lo que les había ocurrido a los judíos en Europa, y aquellas historias eran una de las pocas cosas que evitaban que me compadeciera de mi propia situación.

Con tanta gente en el compartimento, el aire pronto se congestionó y, para que se renovara, Irina abrió la ventana, que gimió con un crujido. Las ropas de nuestros compañeros de viaje apestaban a humo de cigarrillo rancio, a sudor y a polvo. Sus rostros estaban demacrados y pálidos, como recuerdo del largo viaje que acababan de realizar. Mi vestido, y también el de Irina, olían a algodón chamuscado, a salitre marino y a combustible de avión. Nuestros cabellos estaban veteados de mechones aclarados por la luz del sol y llevábamos el pelo grasiento. No habíamos podido lavárnoslo durante tres días.

Cuando el último grupo de pasajeros se subió al tren, pudimos volver a mirar por la ventana. La luz de la mañana despuntaba a lo largo del cielo, revelando los detalles de arenisca y granito en los edificios, que antes no habíamos sido capaces de percibir en la oscuridad de la noche. Las construcciones modernas y art decó del centro de Sídney no eran tan altas como las de Shanghái, pero el cielo que se expandía sobre ellas era de un color azul prístino. Más allá del casco del barco, el sol emitía rayos dorados que resplandecían sobre el agua, y pude vislumbrar algunas casas de tejado rojo diseminadas por la costa. Me tapé la boca con ambas manos. Aquellos rayos de luz solar eran preciosos. No recordaba haber visto nunca en mi vida nada parecido a aquel puerto. Su color era de la misma tonalidad que los ojos de las sirenas mitológicas.

El jefe de estación ondeó su bandera y tocó el silbato. El tren comenzó la marcha. El olor a carbón era más opresivo que el aire del compartimento, por lo que Irina cerró la ventana. Todos nos agolpamos contra ella para ver la ciudad cuando el tren abandonara el puerto. A través de mi cuadradito, pude ver automóviles de antes de la guerra recorriendo las calles disciplinadamente; no había atascos, fuertes bocinazos o rickshaws, como en Shanghái. El tren pasó por delante de un edificio de apartamentos. Se abrió la puerta del recibidor y salió una mujer que llevaba un vestido blanco, sombrero y guantes. Parecía una modelo en un anuncio de perfume. La imagen de la mujer se fundió con la del puerto en mi mente y, por primera vez, me sentí emocionada por estar en Australia.

Sin embargo, unos minutos más tarde, el tren cruzó por delante de filas de casas de fibrocemento con tejados de latón y jardincillos desarreglados, y la emoción que había sentido se convirtió en desesperación. Esperaba que en Sídney ocurriera lo que en otras ciudades: que sólo los más pobres vivieran junto a las vías del tren. Lo que estábamos viendo a través de la ventanilla nos recordaba que no estábamos en Estados Unidos. Gene Kelly y Frank Sinatra no habrían bailado alegremente en este lugar. Ni siquiera en el centro de la ciudad habíamos visto magnificentes pilares dedicados a los dioses. No había ningún Empire State. Ni ninguna Estatua de la Libertad. Ni ningún Times Square. Solamente una calle de edificios elegantes y un puente.

La mujer polaca más joven rebuscó en su bolso y sacó un paquete envuelto en un paño. El aroma a pan y huevos hervidos se mezcló en el aire con el efluvio humano. Nos ofreció a Irina y a mí un poco de sándwich de huevo a cada una. Yo acepté agradecida mi trozo. Tenía hambre porque no había tomado desayuno. Incluso Irina, que no tenía apetito por la gripe, aceptó su pedazo con una sonrisa.

Smacznego! -exclamó Irina-. Bon appétit.

– ¿Cuántos idiomas hablas? -le pregunté.

– Ninguno, excepto ruso -me contestó, sonriendo-. Pero sé cantar en alemán y en francés.

Volví a mirar por la ventanilla, para comprobar que el paisaje había vuelto a cambiar. Estábamos pasando junto a granjas con lechugas, zanahorias y matas de tomates plantadas en hileras. Los pájaros revoloteaban sobre los campos. Las casas tenían un aspecto tan solitario como las letrinas exteriores de sus patios. Pasamos por estaciones de tren que podrían perfectamente haber estado abandonadas, de no ser por los cuidados setos llenos de rosas y las señales pintadas con esmero.

– Puede que nos encontremos con Iván en el campamento -comentó Irina.

– Melbourne está al sur -le dije-. Muy lejos de aquí.

– Entonces, tenemos que escribirle pronto. Se sorprenderá cuando sepa que nosotras también estamos en Australia.

El comentario de Irina sobre Iván me evocó el infeliz recuerdo de aquellas últimas semanas en Tubabao, y me revolví en mi asiento. Le dije a Irina que escribiría a Iván, pero mi voz no me sonó convincente ni siquiera a mí. Irina me observó con curiosidad durante un instante, pero no añadió nada más. Se arrebujó en la manta y apoyó la cabeza contra el lateral del asiento.

– ¿Qué es ese lugar al que nos dirigimos? -preguntó, mientras bostezaba-. Yo quiero quedarme en la ciudad.

Un momento después, se quedó dormida.

Yo me puse a juguetear con el cierre de mi bolso. Resultaba extraño que aquel objeto tan elegante me hubiera acompañado durante todo mi viaje desde Shanghái, y que también estuviera viniendo conmigo a un campo de refugiados en algún lugar de la campiña australiana. La primera vez que había utilizado ese bolso de ante había sido para ir con Luba a tomar el almuerzo en su club de damas. Aquella comida tuvo lugar antes de que Dimitri me fuera infiel y antes de que se me ocurriera pensar que podría llegar a vivir en otro lugar que no fuera China. La piel del bolso se había decolorado a causa del sol de Tubabao y tenía un rasguño a lo largo del lateral. Me toqué la cicatriz de la mejilla con un dedo y me pregunté si aquel bolso y yo no estaríamos compartiendo un destino común. Lo abrí y presioné la muñeca matrioska que se encontraba en su interior. Recordé el día en el que se llevaron a mi madre y me pregunté qué habría visto ella durante su viaje hacia Rusia. ¿Le habría resultado tan extraño el paisaje a ella, como me sucedía a mí con lo que estaba viendo de Australia?

Me mordí el labio y me armé de coraje, recordando mi promesa de ser valiente. Tan pronto como me fuera posible, me pondría en contacto con la Cruz Roja. Traté de tranquilizarme a mí misma sobre el tipo de trabajo que nos asignarían donde íbamos a vivir, puesto que lo único que me importaba era encontrar a mi madre.


Un rato después, el tren comenzó a ascender, abriéndose camino entre la maleza de un bosque de árboles de corteza blanca, tan altos que casi bloqueaban la luz del sol. No eran como ningún otro tipo de árboles que yo hubiera visto antes, fantasmagóricos y elegantes, con hojas anchas que temblaban con la brisa. Más tarde, aprendería sus nombres: eucalipto azul de Sídney, eucalipto mentolado, eucalipto capitellata, eucalipto quebradizo, eucalipto racemosa… Y sin embargo, aquella mañana, eran otro misterio más para mí.

El tren traqueteó y se detuvo, provocando que los pasajeros y el equipaje volaran por los aires. Levanté la mano justo a tiempo de evitar que le cayera a Irina una caja en la cabeza.

– ¡Parada para comer! -gritó el revisor.

La familia polaca me miró, esperando a que yo les tradujera las instrucciones. Por gestos, les hice entender que debíamos bajarnos del tren.

Nos apeamos en una pequeña estación rodeada por hondonadas de eucaliptos y por escarpados acantilados de arenisca. El aire era fresco y cortante como la menta. En el lugar en el que se había excavado la roca para construir la vía habían surgido grietas. El agua se filtraba por las aberturas, y diferentes tipos de musgos, hepáticas y líquenes se aferraban a ellas con verdadera tenacidad. En todas direcciones, una multitud de sonidos vivificaba la atmósfera: el agua goteando entre las rocas, el murmullo de los animales moviéndose sobre la capa de hojas muertas y los pájaros. Nunca antes había escuchado un coro de trinos similar. Eran como campanillas, cancioncillas alegres y chillidos guturales. No obstante, un grito dominaba sobre el resto de sonidos, un silbido crepitante que parecía el ruido de una gota de agua al caer, pero amplificado un millón de veces.

Un grupo de mujeres nos estaban esperando en el andén. Estaban alineadas como un pequeño ejército detrás de unas mesas montadas sobre caballetes y grandes ollas de sopa. Nos observaban con sus curtidos rostros, evaluándonos.

Me giré para localizar a Irina y me sorprendí al ver que estaba doblada en un extremo del andén, llevándose un pañuelo a la boca. Corrí hacia ella mientras un hilo de vómito surgía de sus labios para caer a la vía del tren.

– Es sólo por la gripe y por el traqueteo del tren; no es nada -me dijo.

– ¿Puedes comer algo? -le pasé la mano por la febril frente. No era buen momento para estar enfermo.

– Quizás un poco de sopa.

– Siéntate -le ordené-. Te traeré algo.

Me puse a la cola con el resto, mirando a mis espaldas de vez en cuando para vigilar a Irina. Estaba sentada en el borde del andén, con la manta enrollada sobre la cabeza, que le daba aspecto de mujer oriental. Sentí que alguien me tiraba de la manga y me giré para ver a una mujer con un rostro parecido al de un gnomo y que llevaba en las manos un cuenco de sopa con olor a cebolla.

– ¿Está muy enferma? -me preguntó, entregándome el cuenco-. Te lo he traído para que no tengas que esperar la cola.

Igual que la del taxista, la voz de la mujer era seca y crepitante. Aquel timbre de voz me pareció cálido.

– Es por el cambio de clima y por el viaje -le expliqué-. Suponíamos que Australia sería más calurosa.

La mujer se echó a reír y cruzó los brazos delante de su generoso pecho.

– ¡Dios mío! El tiempo puede cambiar, querida. Pero sospecho que hará más calor allá donde os dirigís. Es seco como la mojama en el oeste central durante este mes, según he oído.

– Venimos de una isla en la que siempre hace calor -le conté.

– Bueno, ahora estáis en una isla grande -sonrió, balanceándose de atrás hacia delante sobre sus talones-. Aunque no podréis creerlo cuando lleguéis al interior.

El ave que producía aquel ruido parecido a las gotas cayendo volvió a trinar.

– ¿Qué es ese sonido? -le pregunté a la mujer.

– Es un pájaro látigo -me aclaró-, y ése es un dueto entre el macho y la hembra. Él silba y ella añade el «chuuii» al final.

La mujer hizo un gesto con la boca, y percibí que mi pregunta la había halagado, porque estaba deseando que yo pensara que Australia era nueva e interesante.

Le di las gracias por la sopa y se la llevé a Irina. Trató de tomar un sorbo, pero sacudió la cabeza.

– Tengo la nariz muy tapada y aun así, puedo oler la grasa. ¿Qué es?

– Creo que es carne de cordero.

Irina empujó el cuenco hacia mí.

– Es mejor que te lo comas tú, si puedes. A mí me sabe a lanolina.

Después de comer, nos indicaron que debíamos subir al tren de nuevo. Les ofrecí a los checoslovacos mi lugar, por si querían hacer turnos para sentarse, pero ellos se negaron. El que llevaba la descolorida estrella en el abrigo sabía hablar un poco de inglés y me dijo:

– No, tú cuida de tu amiga. Nosotros nos sentaremos sobre nuestras maletas si nos cansamos.

El sol comenzó a ponerse, y entramos en un mundo de granito y praderas. Arboles de corteza blanca se erguían como centinelas fantasmales en campos interminables cercados con estacas y con vallas de alambre de púas. Había rebaños de ovejas diseminados por las colinas. De vez en cuando, oteábamos una granja con el humo saliendo de la chimenea. Todas ellas tenían al lado un depósito de agua de paredes onduladas situado sobre una estructura de madera. La anciana mujer polaca e Irina estaban dormidas, mecidas por el tren, fatigadas por la longitud del viaje. Sin embargo, los demás no podíamos apartar los ojos del extraño mundo en el exterior.

La mujer frente a mí comenzó a llorar y su marido la reprendió. Pero percibí en la mueca de nerviosismo de su boca que él también estaba tratando de contener su propio miedo. Se me revolvió el estómago. Me sentía más tranquila si contemplaba el paisaje, iluminado por los hilos dorados y violáceos que el sol entretejía de un lado al otro del cielo.

Justo antes del crepúsculo, el tren aminoró la velocidad hasta que se detuvo. Irina y la anciana mujer se despertaron y miraron a su alrededor. Se oyeron voces y, después, los sonidos de las puertas abriéndose. Entró una bocanada de aire fresco. Por la ventana, vimos a hombres y mujeres, vestidos con el uniforme marrón del ejército y sombreros de ala ancha, que se apresuraban de un lado para otro. Atisbé un convoy de autobuses y un par de camiones aparcados en el terreno color cobre. Los autobuses no eran como los que teníamos en Tubabao. Estaban limpios y eran nuevos. Una ambulancia se acercó por un lado al convoy y esperó con el motor en marcha.

No había estación, por lo que los soldados estaban acercando rampas a las puertas del tren para que la gente pudiera salir. Comenzamos a recoger nuestras cosas, pero cuando la anciana señora miró por la ventana, empezó a gritar.

El hombre y la mujer polacos trataron de calmarla, pero la anciana señora se dejó caer de rodillas y se metió debajo del asiento, jadeando como un animal asustado. Un soldado, un muchacho con el cuello quemado por el sol y pecas en las mejillas, se apresuró a entrar en el compartimento.

– ¿Cuál es el problema? -preguntó.

La joven polaca contempló el uniforme y retrocedió hasta una esquina con su madre, a la que rodeó con sus brazos, con un gesto protector. Fue entonces cuando me percaté de que llevaba un número tatuado justo debajo de la manga.

– ¿Qué sucede? -preguntó el soldado, mirándonos a los demás. Estaba revolviéndose los bolsillos, en busca de algo, temblando como si fuera él el que estuviera a punto de sufrir un ataque-. ¿Alguien más conoce el idioma de esta gente?

– Son judíos -comentó el checoslovaco que hablaba inglés-. Imagínese lo que deben de estar pensando de todo esto.

El soldado frunció el ceño, sorprendido. Sin embargo, recibir algún tipo de explicación sobre el comportamiento histérico de los polacos, incluso aunque no acabara de entenderlo, pareció tranquilizarle. Se irguió e hinchó el pecho, y comenzó a tomar el control de la situación.

– ¿Hablas inglés? -me preguntó.

Asentí y me pidió que Irina y yo nos dirigiéramos las primeras hacia los autobuses, explicándome que, quizás, si las mujeres nos veían yendo voluntariamente, se sentirían más seguras a la hora de seguirnos. Ayudé a Irina a levantarse de su asiento, pero casi se desvaneció y tropezó con una maleta.

– ¿Está enferma? -preguntó el soldado. Las venas comenzaban a marcársele en la frente y llevaba la barbilla prácticamente escondida en el cuello, pero aun así, logró sonar compasivo-. Puedes llevarla a la ambulancia. La trasladarán al hospital, si lo necesita.

Por un momento, contemplé la posibilidad de traducirle a Irina lo que había dicho el soldado, pero me eché atrás. Seguramente, estaría mejor en el hospital, pero no se avendría a separarse de mí.

En el exterior del tren, los soldados nos indicaron que lleváramos nuestro equipaje a los camiones y que nos montáramos en los autobuses. Una bandada de loros rosas y grises se había posado en un claro del terreno y daba la sensación de que estaban contemplándonos. Eran aves hermosas y parecían fuera de lugar en aquel entorno. Eran más adecuados para una isla tropical que para las colinas cubiertas de hierba que nos rodeaban. Me volví para mirar la puerta del tren y ver qué ocurría con la familia polaca. El soldado y los checoslovacos estaban ayudando a las mujeres a descender la rampa. El hombre polaco les seguía llevando las maletas. La mujer joven parecía más tranquila e incluso me sonrió, pero los ojos de la anciana miraban de aquí a allá, como los de una trastornada, y casi caminaba doblada por la mitad, por el miedo que sentía. Apreté los puños, clavándome las uñas en la piel y tratando de contener las lágrimas. ¿Qué esperanza tenía aquella mujer? La situación ya era bastante dura para Irina y para mí. Me miré las sandalias. Tenía los dedos de los pies cubiertos de polvo.


Ya era de noche cuando el convoy de autobuses se detuvo fuera de una barricada. El guardia del campamento salió de su garita y levantó la barrera para que pudiéramos entrar. Nuestro autobús avanzó bruscamente, seguido de los otros, hacia el interior del campamento. Presioné el rostro contra el cristal de la ventanilla y observé la bandera australiana ondeando en un mástil en el centro del camino. Desde aquel punto central divergían una serie de filas de barracones militares, la mayoría de los cuales eran de madera, pero algunos también estaban construidos con planchas de chapa ondulada. El terreno entre los barracones era de tierra endurecida con algunos parches de hierba y raíces que sobresalían de las grietas. Los conejos correteaban por el campamento con tanta libertad como las gallinas en un corral.

El conductor nos ordenó que nos apeáramos y nos dirigiéramos al edificio del comedor, que se encontraba justo enfrente. Irina y yo seguimos a los otros hacia aquella construcción, que parecía el pequeño hangar de un aeropuerto, pero con ventanas. En el interior, encontramos filas de mesas cubiertas con papel de estraza y llenas de sándwiches, bizcochos y tazas de té y café. La agitación de las voces de los pasajeros resonó contra las desguarnecidas paredes, mientras las bombillas desnudas que colgaban del techo iluminaban sus fatigados semblantes, tiñéndolos de un matiz aún más enfermizo. Irina se desplomó en una de las sillas y apoyó la cara en las manos. Un hombre con el pelo negro y lanoso se fijó en ella al pasar. Llevaba un archivador en la mano y lucía una insignia en su abrigo.

– Cruz Roja. En la cima de la colina -señaló, tocándole el hombro-. Acude allí, o todos enfermaremos.

Me emocioné al escuchar que había una oficina de la Cruz Roja en el campamento y me deslicé sobre el asiento junto al de Irina. Le traduje lo que el hombre había dicho, sólo que a ella se lo dije más educadamente.

– Iremos mañana -dijo ella, apretándome la mano-. No me siento con fuerzas esta noche.

El hombre del archivador se subió a un podio y anunció en un inglés con fuerte acento que en breve nos dividirían en grupos y nos asignarían un alojamiento. Los hombres y las mujeres dormirían separados. Los niños se quedarían con sus padres, dependiendo de la edad y el sexo. Las noticias se tradujeron rápidamente por toda la sala y muchas voces se elevaron en señal de protesta.

– ¡No pueden separarnos! -se quejó un hombre, poniéndose en pie. Señaló a una mujer y dos niños pequeños que estaban con él-. Ésta es mi familia. Hemos estado separados durante toda la guerra.

Le expliqué a Irina lo que estaba ocurriendo.

– ¿Cómo pueden hacer esto? -exclamó, hablando mientras se tapaba todavía la cara con las manos-. La gente necesita a sus familias en momentos así.

Una lágrima le resbaló por el rostro y cayó sobre el papel de estraza. La rodeé con un brazo y apoyé la cabeza sobre su hombro. Yo era su familia y ella la mía. Nuestros papeles se habían invertido. Irina era la mayor de las dos y solía demostrar una disposición más optimista que la mía, por lo que era ella la que acostumbraba a darme ánimos. Pero Ruselina estaba lejos y enferma, e Irina acababa de llegar a un país nuevo, cuyos habitantes hablaban un idioma que ella no entendía. Para colmo, no se encontraba bien. Me di cuenta de que era yo la que tenía que ser fuerte, y la idea me aterrorizaba. Me estaba esforzando todo lo que podía para animarme a mí misma. ¿Cómo iba a ser capaz de dar ánimos también a Irina?

La supervisora de nuestro bloque era una mujer húngara llamada Aimka Berczi. No tenía unas facciones demasiado distintivas, pero sus manos eran delicadas. Nos entregó tarjetas en las que estaban impresos nuestros nombres, países de nacimiento, buques de llegada y números de habitación. Nos ordenó que nos dirigiéramos a nuestros barracones y durmiéramos un poco. Nos dijo que el director del campamento, el coronel Brighton, se presentaría a la mañana siguiente.

Me lloraban los ojos por el cansancio e Irina apenas podía ponerse en pie, pero tan pronto como abrí la puerta de nuestra choza de madera, deseé haberla convencido de ir al hospital. La primera cosa que vi fue una bombilla desnuda colgando del techo y un insecto revoloteando a su alrededor. Había veinte camastros apiñados unos junto a otros sobre el suelo de madera. La colada pendía entre sillas plegables y maletas, y el aire era húmedo, frío y rancio. La mayoría de las camas ya estaban ocupadas por mujeres que dormían, por lo que Irina y yo nos dirigimos a dos aún vacías en un extremo de la habitación. Una de las mujeres, una anciana con horquillas en el pelo, levantó la mirada cuando pasamos al lado de su lecho. Se incorporó sobre un codo y susurró:

Sind Sie Deutsche?

Negué con la cabeza porque no la entendía.

– No, no sois alemanas -se contestó a sí misma en inglés-. Sois rusas. Lo sé por vuestros pómulos.

La mujer tenía surcos como cicatrices alrededor de la boca. Probablemente, sólo tenía sesenta años, pero aquellas líneas le daban el aspecto de una mujer de ochenta.

– Sí, somos rusas -le dije.

Pareció decepcionada, pero sonrió de todas maneras.

– Decidme cuando estéis listas y apagaré la luz.

– Yo me llamo Anya Kozlova y mi amiga es Irina Levitskaia -le dije. Ayudé a Irina a meterse en uno de los desvencijados camastros y coloqué las maletas a los pies de nuestras camas, donde vi que todo el mundo había colocado las suyas-. Somos rusas nacidas en China.

La mujer se relajó un poco.

– Encantada de conoceros -dijo-. Mi nombre es Elsa Lehmann. Y mañana os enteraréis de que todo el mundo en esta habitación me odia.

– ¿Por qué? -pregunté.

La mujer sacudió la cabeza.

– Porque son polacas y húngaras, y yo soy alemana.

No sabía cómo continuar la conversación después de lo que acababa de decir, por lo que me concentré en hacer nuestras camas. Nos habían dado cuatro mantas militares y una almohada a cada una. La brisa del exterior era fresca, pero no había ni la más mínima circulación de aire en la cabaña, por lo que resultaba difícil respirar. Irina preguntó qué había dicho la mujer, así que le expliqué la situación de Elsa.

– ¿Está sola? -preguntó Irina.

Le traduje la pregunta a Elsa, que contestó:

– Vine con mi marido, que es médico, y el único de mis hijos que sobrevivió a la guerra. Les han enviado a Queensland a cortar cañas.

– Lo siento -le dije.

Me preguntaba qué pretendía el gobierno australiano cuando animaba a familias de todo el mundo a venir a su tierra y luego, una vez aquí, separaba a sus miembros.

Ayudé a Irina a taparse con las sábanas y una manta, y después arreglé las mías. Me daba vergüenza el hedor maloliente que despedían nuestros pies y nuestra ropa interior cuando nos pusimos el camisón, pero Elsa ya se había quedado dormida. Rodeé su cama de puntillas para apretar el interruptor y apagar la luz.

– Supongo que mañana descubriremos si les gustan los rusos o si los odian -comentó Irina, cerrando los ojos y dejándose llevar por el sueño.

Me metí en la cama y me cubrí con las sábanas. Hacía demasiado calor para las mantas. Estaba boca arriba y me puse de lado, para después volver a ponerme boca arriba otra vez, agotada pero incapaz de dormir. Abrí los ojos y miré al techo, escuchando la respiración de Irina. Si los australianos podían separar a Elsa de su marido y su hijo, ¿no sería mucho más probable que nos separaran a nosotras también? Y si podían enviar a un médico a cortar cañas, ¿qué tipo de trabajo nos darían a nosotras? Me estrujé la cabeza con las palmas de las manos y deseché aquellos pensamientos. En su lugar, me centré en la idea de encontrar a mi madre. Fuera lo que fuese lo que nos deparara el futuro, yo debía ser fuerte.

Se oyó un ruido sordo proveniente del tejado y después el correteo de un animal sobre la chapa. Entre la pared y el techo había un hueco de unos cuantos centímetros cubierto por alambrada de gallinero. Estaba segura de que aquella alambrada no evitaría que entrara lo que estaba en el tejado, y me agarré a los bordes de la cama, esperando oír más ruidos. La cama de Irina crujió.

– Irina, ¿estás despierta? -susurré.

Sin embargo, Irina sólo suspiró y se dio media vuelta. No se oyeron más ruidos sordos, ni más garras arañando el techo. Me tapé con la sábana hasta el cuello y traté de ver el mundo exterior a través del hueco en la pared, pero sólo pude distinguir las siluetas de las colinas en la distancia y unas cuantas estrellas. Finalmente, el agotamiento venció al miedo y me quedé dormida.

Los destellos de la luz de la mañana se introdujeron en la choza a través de la pintura desconchada de las tablas del suelo. Un gallo cantó al nuevo día con un estridente cacareo. Desde algún lugar cercano, un caballo relinchó, mientras las ovejas balaban. Me froté los ojos y me incorporé. Irina tenía los suyos firmemente cerrados, como si se estuviera resistiendo ante la idea de levantarse. Todas las demás también estaban profundamente dormidas, y el aire de la cabaña olía a rancio y era muy caluroso. Había un hueco entre dos placas de la pared junto a mi cama y pude ver la luz dorada refulgiendo sobre los tejados de latón y las vallas. Un camión estaba aparcado en el exterior, con un perro ovejero cubierto de polvo tumbado debajo. El animal levantó las orejas cuando se dio cuenta de que le estaba espiando. Meneó el rabo y aulló. Me tumbé rápidamente, porque no quería que sus ladridos despertaran a las demás.

A medida que la intensidad de la luz aumentaba, las otras mujeres comenzaron a revolverse, luchando contra sus sábanas como orugas emergiendo de sus capullos. Le deseé buenos días a Elsa, pero apartó la mirada, recogió un albornoz y una toalla y se escabulló por la puerta. Las otras mujeres, que parecían tener entre veinte y treinta años, me miraron parpadeando, preguntándose cuándo habríamos aparecido Irina y yo. Saludé y traté de presentarme. Algunas de ellas me sonrieron, y una chica, que no hablaba inglés tan bien como yo, comentó que era incómodo que no tuviéramos un idioma común en el que pudiéramos hablar todas.

Irina se incorporó de su almohada y se peinó el cabello con los dedos. Tenía legañas en los ojos y sus labios parecían muy secos.

– ¿Cómo te encuentras? -le pregunté.

– No demasiado bien -contestó, tragando saliva-. Me quedaré en la cama.

– Te traeré algo de comida. Tienes que alimentarte.

Irina negó con la cabeza.

– Sólo agua, por favor. No me traigas más de esa sopa.

– ¿Y qué te parece si te traigo solomillo a la stroganoff con vodka?

Irina sonrió y volvió a tumbarse, tapándose los ojos con el brazo.

– Vete y descubre Australia, Anya Kozlova -me dijo-. Y cuéntamelo todo cuando vuelvas.

Yo no tenía ni una bata ni un albornoz. Ni siquiera una toalla. Pero ya no podía soportar más el olor rancio de mi pelo y mi piel. Cogí la sábana con el aspecto más limpio de las que nos habían dado y una pastilla de jabón que había traído de Tubabao. Se las mostré a la chica que hablaba inglés, con la esperanza de que entendiera lo que quería. Me señaló un mapa en la parte interior de la puerta. El bloque para las abluciones estaba marcado con una X roja. Le di las gracias y cogí el último vestido limpio que me quedaba en la maleta antes de salir al sol.

Los barracones de nuestra área eran casi idénticos. Aquí y allá, la gente se había tomado la molestia de colocar cortinas o de crear jardineras con piedras, pero no se traslucía por ninguna parte el orgullo y la solidaridad de los que disfrutábamos en Tubabao. Sin embargo, allí éramos todos rusos. Sólo llevaba un día en Australia y ya había sido testigo de tensiones raciales. Me preguntaba por qué no organizaban a los inmigrantes y refugiados por grupos nacionales, habría sido más fácil para nosotros la comunicación y para ellos la administración, pero entonces, recordé la frase que habían utilizado en nuestras tarjetas de identidad, «nuevos australianos», y entonces me acordé de que ellos querían que nos integráramos. Pensé en el término «nueva australiana» y decidí que me gustaba. Deseaba empezar de nuevo.

Mi buen humor me abandonó cuando entré en el bloque de aseos. Hubiera metido el pie en la suciedad que se había salido de un retrete desbordado, si antes no me hubiera advertido el hedor. Me apreté la sábana contra la nariz y miré alrededor de la cabaña, horrorizada. Los cubículos no tenían puertas, simplemente había tazas de váter de altura muy baja, anegadas y con moscardones zumbando alrededor. Los asientos estaban cubiertos de excrementos, y había montones de papel sucio sobre el suelo húmedo. En el barracón del comedor había dos inodoros con cadena, pero no eran suficientes para todo el campamento.

– ¿Se piensan que somos animales? -grité, apresurándome a salir.

Nunca había visto unas condiciones de vida tan asquerosas para gente blanca, ni siquiera en Shanghái. Después de ver Sídney, pensé que Australia iba a ser un país más avanzado. ¿Acaso sabrían los organizadores del campamento algo sobre enfermedades? Habíamos comido en la base militar de Darwin, y empecé a dudar sobre si Irina tendría algo peor que una simple gripe, quizás hepatitis, o incluso cólera.

Escuché voces desde el bloque de duchas y eché un vistazo al interior. Estaba limpio, pero los cubículos no eran más que láminas de latón con agujeros. Dos mujeres se estaban duchando con sus hijos. Estaba tan disgustada que me olvidé de la intimidad y me despojé del camisón, me metí bajo el patético chorro de la alcachofa de ducha y lloré.

Durante el desayuno, mis temores fueron acrecentándose. Nos sirvieron salchichas, jamón y huevos. Algunas personas encontraron gusanos en su carne y una mujer tuvo que salir a vomitar. No me comí la carne, sólo me bebí el té de sabor ácido mezclado con tres cucharadas de azúcar y un trozo de pan. Un grupo de polacos cerca de mí se quejó sobre el pan. Le dijeron que era demasiado correoso a uno de los empleados australianos de la cocina. Él se encogió de hombros y replicó que así era como llegaba. El pan chino que yo comía en Harbin estaba hecho al vapor, por lo que era mucho más pastoso y, por eso, yo estaba acostumbrada. Me preocupaba más la limpieza de la cocina, y si los cocineros sabrían algo sobre higiene. Mi cabello me caía en mechones lacios sobre las orejas, y mi piel olía como la fibra de la sábana. No podía creerme lo bajo que había caído. Un año antes, era una recién casada con un elegante apartamento, la esposa del encargado del club nocturno más famoso de Shanghái. Ahora era una refugiada. Fue entonces cuando sentí la degradación de un modo mucho más acuciante que en Tubabao.

Irina estaba dormida cuando volví de la ducha, y me sentí aliviada de no tener que dar la cara hasta que tuviera la oportunidad de serenarme. Me había prometido a mí misma que no me quejaría delante de ella sobre Australia. Se culparía de que yo hubiera venido con ella, a pesar de que había sido elección mía. Pensé en Dimitri en Estados Unidos y me recorrió un escalofrío por la espalda. No obstante, para mi sorpresa, no me centré demasiado tiempo en él antes de que mis pensamientos saltaran a Iván. ¿Qué haría él en esta situación?

Un hombre vestido de uniforme militar entró en el comedor y se abrió camino entre las mesas en dirección al podio. Se subió a él y esperó a que la muchedumbre se callara, mientras sostenía un montón de láminas de cartulina a un lado, y entonces carraspeó, tapándose la boca con el puño. Sólo cuando consiguió atraer la atención de todo el mundo en la estancia, comenzó a hablar.

– Buenos días, señores y señoras. Bienvenidos a Australia -sentenció-. Mi nombre es coronel Brighton. Soy el director del campamento. -Dejó las láminas de cartulina sobre el podio y cogió la primera, levantándola para que todo el mundo pudiera verla. Tenía su nombre escrito con grandes letras, trazadas con tanto esmero que parecían de imprenta-. Espero que los que hablen inglés les traduzcan a sus amigos lo que tengo que decirles -continuó-. Por desgracia, esta mañana mis intérpretes están ocupados. -Nos sonrió por debajo de su oscuro bigote. El uniforme le estaba demasiado justo y le hacía parecer un chiquillo al que le habían metido en la cama ajustándole mucho las sábanas.

Hasta que el coronel se dirigió a nosotros, mi llegada a Australia había sido un tanto onírica. Pero cuando empezó a hablar sobre nuestros contratos de trabajo con el Servicio de Contratación de la Confederación y sobre cómo debíamos estar dispuestos a hacer de todo, incluso actividades que consideráramos por debajo de nuestras capacidades, para pagar los pasajes que nos habían llevado a Australia, la magnitud de lo que Irina y yo habíamos hecho se me vino encima. Miré a mi alrededor el mar de ansiosos rostros y me pregunté si aquellas palabras eran peores para los que no entendían inglés, o si, en cambio, el hecho de no entender les estaba permitiendo retrasar el impacto de la cruda realidad unos pocos minutos más.

Me clavé los dedos en las palmas de las manos y traté de seguir la charla del coronel sobre la moneda australiana, el sistema político estatal y federal y su relación con la monarquía británica. Para cada nuevo asunto, levantaba otra cartulina para ilustrar las cuestiones principales, y terminó la presentación diciendo:

– Por último, les ruego a todos ustedes, tanto a jóvenes como a mayores, que traten de aprender todo el inglés que puedan mientras estén aquí. Su éxito en Australia dependerá de ello.

No se escuchaba ni un solo ruido en la habitación cuando el coronel Brighton acabó de hablar, pero él nos sonrió abiertamente como si fuera Papá Noel.

– Oh, por cierto, hay alguien a quien necesito ver -comentó, consultando su cuaderno-. ¿Anya Kozlova puede dar un paso adelante?

Me asusté de oír mi nombre. ¿Por qué me escogían a mí de entre trescientos recién llegados? Me abrí camino entre las mesas hasta el coronel, mientras me colocaba el pelo detrás de las orejas y me preguntaba si le habría sucedido algo a Irina. Una multitud de gente se había reunido alrededor del coronel para hacerle preguntas.

– Pero no queremos vivir en el campo. Queremos quedarnos en la ciudad -insistía un hombre con un parche en el ojo.

«No -me dije para mis adentros-, Irina está a salvo.» Me preguntaba si quizás Iván habría oído que estábamos en Australia y estaba tratando de ponerse en contacto con nosotras. Pero también deseché esa idea. El barco de Iván llegaba a Sídney, pero nos contó que pretendía irse directamente a Melbourne en tren. Tenía suficientes recursos como para no residir en un campo de trabajo.

– Ah, ¿así que tú eres Anya? -me dijo el coronel, cuando me vio esperando-. Por favor, acompáñame.

El coronel Brighton desfiló a paso rápido hacia el área administrativa, y casi tuve que correr para no quedarme atrasada. Pasamos por delante de más filas de barracones, cocinas y lavanderías y de una oficina de correos, por lo que comencé a apreciar el tamaño real del campamento. El coronel me dijo que el lugar pertenecía al ejército, y que muchos antiguos barracones militares se estaban reconvirtiendo en alojamientos para inmigrantes por todo el país. Aunque estaba intrigada por saber por qué quería verme, su pequeña charla me garantizó que no se trataba de nada demasiado grave.

– Así que eres rusa, ¿de dónde vienes?

– Nací en Harbin, en China. Nunca he estado en Rusia. Pero pasé mucho tiempo en Shanghái.

Se colocó mejor las señales de cartulina bajo el brazo y frunció el ceño ante una ventana rota en una de las cabañas.

– Informe a la oficina de mantenimiento -le ordenó a un hombre que estaba sentado en los escalones de entrada, antes de volverse de nuevo hacia mí-. Mi esposa es inglesa. Rose ha leído muchos libros sobre Rusia. Bueno, lee mucho en general. Entonces, ¿dónde naciste? ¿En Moscú?

No me tomé a mal la falta de atención del coronel. Era más bajo que yo, con ojos hundidos y unas pronunciadas entradas. Las líneas de su frente y la base de su nariz hacían que su rostro tuviera una expresión cómica, aunque su postura erguida y su manera de hablar fueran serias. Había algo agradable en él, y era eficiente sin llegar a ser frío. El coronel había mencionado que en el campamento había más de tres mil personas. ¿Cómo podría recordarnos a todos?

La oficina del coronel Brighton era una cabaña de madera no demasiado lejos del edificio que albergaba la sala de cine. Empujó la puerta y me hizo pasar. Una mujer pelirroja con gafas de concha levantó la mirada de su escritorio, con los dedos apoyados en la máquina de escribir.

– Ésta es mi secretaria, Dorothy -me explicó el coronel.

La mujer se alisó los pliegues de su vestido de flores e hizo una mueca que terminó en una sonrisa.

– Encantada de conocerla -le dije-. Me llamo Anya Kozlova.

Dorothy me estudió antes de decidirse a fijar su mirada en mi pelo revuelto. Me sonrojé y aparté la vista. Detrás de ella, había dos escritorios desocupados, y otro desde el que nos sonrió un hombre calvo con una camisa beis y una corbata.

– Y él es el funcionario de asistencia social -aclaró el coronel, señalando al hombre-. Ernie Howard.

– Encantado de conocerla -exclamó Ernie, levantándose de su asiento y estrechándome la mano.

– Anya viene de Rusia. Llegó ayer por la noche -les explicó el coronel.

– ¿Rusia? Más bien será China -puntualizó Ernie, soltándome la mano-. Aquí tenemos a un par de personas de Tubabao.

El coronel Brighton no prestó atención a la corrección. Hojeó algunas carpetas del escritorio de Ernie, cogió una y me indicó una puerta en el extremo de la habitación.

– Pasa por aquí, Anya -me dijo.

Seguí al coronel hasta su oficina. El sol entraba intensamente a través de las ventanas, y el ambiente de la habitación era caluroso. El coronel abrió los postigos y puso en marcha el ventilador. Me senté en una silla frente a su escritorio y descubrí que no sólo estaba frente al coronel Brighton, sino también ante el largo y avinagrado rostro del rey de Inglaterra, cuyo retrato colgaba de la pared detrás del coronel. La oficina del militar estaba ordenada, con los archivos y los libros colocados cuidadosamente a lo largo de las paredes y un mapa enmarcado de Australia en la esquina opuesta. Sin embargo, su escritorio era un caos. Estaba atestado de carpetas y parecía estar a punto de derrumbarse. El coronel colocó la que traía encima de las demás y la abrió.

– Anya, tengo una carta del capitán Connor de la OIR que dice que has trabajado para él. Que hablas inglés muy bien, lo cual es obvio, y que sabes escribir a máquina.

– Sí -le contesté.

El coronel Brighton suspiró y se reclinó en su butaca. Me estudió durante mucho tiempo. Me revolví en mi asiento, deseando que dijera algo. Finalmente, lo hizo.

– ¿Podré convencerte de que trabajes para mí durante un mes o dos? -preguntó-. Hasta que me manden más personal de Sídney. Estamos bastante liados. Este campamento no es en absoluto lo que debería ser. Y van a llegar otras mil personas de aquí a quince días.

La confesión del capitán sobre que las condiciones del campamento no eran aceptables fue un alivio. Yo pensaba que esperaban que viviéramos en aquellas lamentables condiciones.

– Necesito alguien que me ayude a mí, a Dorothy y a Ernie.

Necesitamos solucionar urgentemente la cuestión de la limpieza del campamento, y por eso quiero que te encargues de archivar documentos y otras tareas generales. Puedo pagarte algo más que la asignación normal y le entregaré al funcionario de trabajo una recomendación especial sobre ti cuando acabes.

La oferta del coronel me cogió por sorpresa. No sabía qué esperarme de él, pero, por supuesto, no que me ofreciera un empleo el primer día de mi estancia en el campamento. Sólo me quedaba un dólar estadounidense de Tubabao y no iba a poder vender las joyas que había traído de Shanghái hasta que llegara a Sídney. Un poco de dinero extra era exactamente lo que necesitaba.

La honradez del coronel me inspiró la confianza suficiente como para decirle que pensaba que los aseos y la comida representaban graves problemas, y que corríamos el riesgo de sufrir una epidemia.

Asintió.

– Hasta vuestra llegada ayer, nos estábamos arreglando más o menos. Esta mañana he solicitado que la empresa Sanipan venga tres veces al día y, ahora mismo, Dorothy está reuniendo nuevos grupos para las cocinas. No hay tiempo que perder. Tan pronto como localizamos un problema, hago lo posible por arreglarlo. La única dificultad está en que se me plantean demasiados problemas como para poder abordarlos rápidamente.

Señaló la pila de carpetas de su escritorio.

Me preguntaba si debía aceptar el trabajo e irme, ya que el coronel tenía mucho que hacer, pero parecía disfrutar hablando conmigo, de modo que le pregunté por qué el gobierno australiano estaba admitiendo a tanta gente en el país si no podía proporcionar lugares adecuados para alojarles.

Los ojos del coronel Brighton se iluminaron, y me percaté de que había estado esperando que yo le hiciera aquella pregunta.

Se acercó lentamente hasta el mapa y cogió el puntero. Tuve que morderme los labios para no echarme a reír.

– El gobierno se ha decidido por una política de poblar o perecer -explicó, señalando la costa australiana con el puntero-. Los japoneses casi nos invadieron porque éramos demasiado pocos para proteger nuestras costas. El gobierno está trayendo a miles de personas al país para reedificar la nación. Pero, hasta que no reconstruyamos nuestra economía, nadie va a tener un lugar digno en el que vivir.

Se paseó hasta la ventana y se apoyó en el marco. Si hubiera sido cualquier otra persona, la manera en la que estaba allí de pie, con los pies separados y la barbilla levantada en el aire, me hubiera parecido demasiado melodramática, pero encajaba tanto con su carácter que se me quitaron las ganas de reír y me encontré escuchándole atentamente.

– Lo único que puedo decir a modo de disculpa es que hay muchos nativos australianos que están viviendo en cajas de cartón.

El coronel regresó a su escritorio; todo su rostro se había enrojecido por la emoción y extendió las manos sobre las carpetas que tenía delante.

– Tú, yo, todos los que estamos aquí, formamos parte de un enorme experimento social -explicó-. Vamos a convertirnos en una nueva nación y, o nos hundiremos, o saldremos a flote. Me gustaría hacer todo lo posible por vernos salir a flote. Estoy seguro de que a ti también te gustaría.

Las palabras del coronel Brighton eran como una droga: podía sentir la sangre corriéndome por las venas y tuve que hacer el propósito de mantenerme tranquila o, de otro modo, me habría dejado llevar por lo que me estaba diciendo. Aquel hombre hacía que la vida en un campamento lúgubre y deprimente sonara casi emocionante. Puede que no fuera muy bueno escuchando, pero estaba claro que era un hombre apasionado y entusiasta. Estaba segura de que quería trabajar con él, aunque sólo fuera por la diversión que me proporcionaría verle a diario.

– ¿Cuándo desea que empiece? -le pregunté.

Se apresuró a acercarse a mí y me estrechó la mano.

– Esta tarde -respondió, echándoles una mirada a las carpetas de su escritorio-. Inmediatamente después del almuerzo.

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