17

IVÁN

Betty y Ruselina estaban escuchando la radio y jugando a las cartas en la mesa junto a la ventana cuando irrumpimos en el piso, uno detrás de otro, seguidos de Iván. Betty levantó la mirada de sus cartas y bizqueó. Ruselina se volvió. Se llevó la mano a la boca y de sus ojos manaron las lágrimas.

– ¡Iván! -gritó, poniéndose en pie. Corrió por la alfombra hacia él. Iván la interceptó a medio camino, abrazándola con tanta emoción que la elevó en el aire.

Cuando Iván depositó a Ruselina en el suelo, ella cogió su rostro entre las manos.

– Pensamos que no volveríamos a verte de nuevo -le dijo.

– No estáis ni la mitad de sorprendidos que yo -le respondió Iván-. Creí que estaríais todos en Estados Unidos.

– A causa de la enfermedad de la abuela, tuvimos que venir aquí -le contó Irina. Acto seguido, me miró de soslayo, lo cual me hizo sentir culpable, aunque no había sido su intención. Se suponía que era yo la que tenía que haberle escrito a Iván para informarle sobre nuestro cambio de planes.

Iván se percató de la presencia de Betty, que estaba saludando desde el sofá. Se dirigió a ella en ruso.

– Ésta es mi amiga Betty Nelson -le explicó Ruselina-. Es australiana.

– Oh, australiana -dijo Iván, acercándose hacia Betty para estrecharle la mano-. Entonces será mejor que hablemos en inglés. Me llamo Iván Najimovski. Soy un viejo amigo de Ruselina y de las chicas.

– Encantada de conocerle, señor Naj… señor Naj… -intentó responderle Betty, pero no logró pronunciar su apellido.

– Iván, por favor -le contestó él, con una sonrisa de oreja a oreja.

– Estaba a punto de empezar a preparar la cena -le dijo Betty-. No puedo ofrecerte un asado tradicional porque todos hemos estado divirtiéndonos este fin de semana, y nadie ha hecho la compra. Pero espero que unas salchichas con verdura te parezcan bien.

– Dejadme ir a casa primero a cambiarme y a ponerme algo más presentable -respondió Iván, mirándose la camiseta y los pantalones cortos salpicados de agua. Tenía granos de arena pegados al vello de las piernas.

– No -le respondió Vitaly, echándose a reír-. Así estás perfecto. Anya es la única que aún se engalana para comer salchichas con puré de patatas. La ropa informal es el único aspecto de la vida australiana que no ha adoptado.

Iván se volvió y me sonrió. Me encogí de hombros. Apenas había cambiado desde Tubabao. Su rostro permanecía joven y con la misma sonrisa traviesa. La cicatriz se le había desdibujado un poco gracias al bronceado. Aún se movía con aquel modo de andar suyo tan parecido al de un oso. Cuando lo reconocí en la playa, corrí hacia él por un impulso. Sólo cuando levantó la mirada, tomé consciencia de mí misma y recordé la tensión de nuestros últimos días juntos, y me entró miedo. Pero, entonces, percibí un brillo cálido en sus ojos y comprendí que, en algún lugar entre Tubabao y Sídney, me había perdonado.

– Siéntate, Iván -le dije, llevándole hacia el sofá-. Todos queremos escuchar tus noticias. Pensé que estabas en Melbourne. ¿Qué haces en Sídney?

Iván se sentó, con Ruselina a un lado y yo al otro. Vitaly e Irina se sentaron en los sillones. Hablamos en inglés porque, mientras cortaba y hervía las verduras, Betty iba y venía, y escuchaba la conversación a trozos.

– Llevo aquí un par de meses -nos contó-. He estado montando una nueva fábrica.

– ¿Una nueva fábrica? -repitió Ruselina-. ¿Qué fabricáis en ella?

– Bueno -contestó Iván, apoyando las manos en la rodilla-. Sigo siendo una especie de panadero. Sólo que ahora trabajo preparando comidas congeladas. Mi empresa empaqueta pasteles y tartas para los supermercados.

– ¡Tu empresa! -exclamó Irina, abriendo mucho los ojos-. ¡Parece que has tenido éxito!

Iván negó con la cabeza.

– Somos una empresa pequeña, pero hemos ido creciendo bastante, y éste parece que va a ser nuestro mejor año.

Le instamos a que nos contara cómo había empezado su negocio. Sospeché que estaba siendo modesto cuando decía que la empresa era pequeña. Muchos inmigrantes habían establecido sus propias actividades después de haber rescindido su contrato con el gobierno, pero nunca había oído de nadie que poseyera fábricas en las dos ciudades más importantes de Australia.

– Cuando llegué a Australia, me pusieron a trabajar en una panadería -continuó Iván-. Había otro nuevo australiano trabajando allí también, un yugoslavo llamado Nikola Milosavljevic. Nos llevamos bien y nos pusimos de acuerdo para montar juntos un negocio cuando se rescindieran nuestros contratos. Y eso es lo que hicimos.

«Alquilamos un local en Carlton y comenzamos a vender tartas, pasteles y pan. Pero lo que mejor se vendía eran las tartas y los pasteles, así que nos concentramos en ellos. Muy pronto, la gente de las afueras de la ciudad comenzó a acudir a nuestra panadería. Así que se nos ocurrió la idea de que, si abríamos más establecimientos, podríamos aumentar las ventas. Sin embargo, aunque el negocio iba bien, no podíamos permitirnos tener otro local. Así que compramos un viejo Austin y le quitamos el asiento trasero. Mientras yo atendía la panadería, Nikola iba de un lado a otro repartiendo nuestros pasteles a las pequeñas tiendas de ultramarinos y a las cafeterías.

– ¿Sólo estabais vosotros dos? -le preguntó Vitaly-. Está claro que era mucho trabajo.

– Sí que lo era -respondió Iván-. Aquel año fue una locura, pero Nikola y yo estábamos tan seguros de que íbamos a triunfar que trabajábamos todos los días de la semana y no dormíamos nunca más de cuatro horas diarias. Es sorprendente cómo puedes seguir adelante cuando algo te apasiona.

Betty colocó un plato de guisantes con mantequilla en la mesa y se secó las manos en el delantal.

– Te pareces a Anya. Ella es la única persona que trabaja tan duro.

– ¡No tanto como lo que él cuenta! -protesté, riéndome.

– ¿A qué te dedicas? -me preguntó Iván.

– Es la editora de moda del Sydney Herald -le contó Irina.

– ¿De verdad? -dijo Iván-. Estoy impresionado, Anya. Recuerdo el artículo que escribiste para la Gaceta de Tubabao sobre los trajes de Un día en Nueva York.

Me sonrojé. Había olvidado el artículo, los dibujos que había hecho para la Gaceta y todo el entusiasmo que sentía por Nueva York.

– Iván, nadie quiere escuchar historias sobre mí. Cuéntanos más sobre ti -le dije.

– Bueno, mi trabajo no suena ni la mitad de interesante que el tuyo, pero seguiré contándoos -replicó-. Después de que trabajáramos duramente para expandir nuestro negocio durante un año, abrió un supermercado nuevo en un barrio cercano, así que nos reunimos con el responsable y le propusimos venderle nuestros pasteles. Nos contó lo que estaba ocurriendo en Estados Unidos con los supermercados y la comida congelada.

»Nikola y yo pensamos que aquel plan parecía factible. Así que empezamos a experimentar congelando nuestros pasteles. Los primeros intentos fracasaron, especialmente con las tartas que contenían fruta. Es probable que fueran igual de buenos que los productos que ofrecían otras empresas de congelados, pero esto no era suficiente para nosotros. Queríamos que nuestros productos congelados supieran igual de deliciosos que cuando estaban recién hechos. Tardamos un tiempo, pero cuando conseguimos el equilibrio de ingredientes y la técnica correcta, pudimos contratar cocineros y abrir nuestra primera fábrica. Y, si las cosas funcionan bien en Sídney, Nikola se encargará de la fábrica de Melbourne, y yo me quedaré aquí.

– Entonces, nos aseguraremos de comprar muchos de vuestros pasteles -replicó Ruselina, apretándole la mano a Iván-. Sería muy importante para nosotras que te quedaras aquí.

Betty nos llamó a la mesa e insistió en que Iván, como invitado de honor, la presidiera. Me colocó en el otro extremo, frente a él.

– Es la colocación adecuada -comentó Vitaly, echándose a reír-. El rey y la reina de Australia. Ambos son extranjeros, pero Iván pasa su tiempo libro salvando a australianos a punto de ahogarse, y ella apoya a sus diseñadores de moda y vende felicitaciones navideñas para salvar la fauna y la flora locales.

Iván me dedicó una mirada encendida.

– Quizás es porque ambos sentimos que le debemos mucho a este país, ¿verdad, Anya?

Ruselina le dio unas palmaditas a Iván en el brazo.

– Es cierto que trabajas demasiado -sentenció-. Todas esas horas en la fábrica y luego el resto del tiempo en la playa. Incluso durante tus horas libres estás bajo presión.

– Por no mencionar el peligro de ahogarse o de que se lo coma un tiburón -añadió Irina, partiendo por la mitad una salchicha con un mordisco.

Me estremecí, a pesar de que estaba bromeando. Levanté la mirada hacia Iván y me asaltó un presentimiento de que algo demasiado horrible de imaginar podría sucederle. No soportaba la idea de que aquel hombre apasionado y amable pudiera dejar de existir, justo cuando estaba en la cima de su carrera. Me tranquilicé bebiendo agua lentamente y respirando con la servilleta puesta sobre la nariz, con la esperanza de que nadie notara mi ataque de pánico. Así fue. Todos estaban entretenidos charlando sobre las tormentas que habían agitado las playas el día de Año Nuevo y le preguntaban a Iván por las técnicas de salvamento. Volví a recuperar un ritmo normal de respiración, y se me despejó la cabeza de nuevo. «Qué pensamiento más estúpido», me dije para mis adentros. Ya le había sucedido algo demasiado horrible de imaginar. ¿Qué daño puede hacerte el mar que un ser humano no pueda hacerte?

A las once, Iván se disculpó y dijo que tenía que estar en la fábrica temprano al día siguiente.

– ¿Dónde vives? -le preguntó Vitaly.

– He alquilado una casa en la colina -respondió Iván.

– Entonces, te acompañamos -le contestó Vitaly, dándole una palmada en la espalda. Me alegraba que los dos hombres se llevaran bien. Debían de estar contentos por haberse encontrado con otro hombre con habilidades culinarias.

Ruselina, Betty y yo les saludamos desde la acera, mientras los demás se apiñaban en el automóvil de Vitaly. Iván bajó su ventanilla.

– ¿Os gustaría hacer una visita a la fábrica? -nos preguntó-. Os la puedo enseñar el fin de semana que viene.

– ¡Sí! -exclamamos al unísono.

– Allí donde haya pasteles, te seguiremos -sentenció Betty, tocándose el pelo.


No supe nada de Keith el lunes en el trabajo. Cada vez que llegaba un mensajero o sonaba el teléfono, me sobresaltaba, esperando que fuera él. Pero no recibí nada. Lo mismo sucedió el martes. El miércoles, me crucé con Ted, que subía al ascensor en el vestíbulo.

– ¡Hola, Anya! Una fiesta genial. Me alegro de que vinieras.

Fue todo lo que pudo decirme antes de que se cerraran las puertas. Me fui a casa decepcionada. Lo había estropeado todo con Keith.

Hasta el jueves, no volví a verle. El alcalde, Patrick Darcy Hills, celebraba una comida en el ayuntamiento para algunos de los atletas que se estaban preparando para las olimpiadas. Estaban invitados varios personajes famosos del mundo del deporte, incluyendo a Betty Cuthbert, la corredora conocida como «la chica de oro», Dawn Fraser y algunos miembros del equipo de criquet australiano. Diana estaba en Melbourne y no podía asistir, así que me enviaron en su lugar con un fotógrafo del departamento, Eddie. Guardaba un extraordinario parecido con Dan Richards, pero era más tranquilo y me seguía a todas partes como un fiel perro labrador.

– ¿Quién está en tu lista para hoy? -me preguntó cuando el conductor nos dejó en George Street.

– El primer ministro acudirá con su esposa -le respondí-. Pero supongo que Caroline y su fotógrafo se centrarán en ellos. Deberíamos ir tras los famosos para ver qué llevan puesto. Y también asistirá una actriz de cine estadounidense, Hades Sweet.

– Es la que está rodando una película en el norte, ¿verdad? -preguntó Eddie-. La de los extraterrestres y Ayers Rock.

– Me alegro de que sepas tanto sobre el tema -le respondí-. Yo no logré encontrar nada sobre ella en los archivos.

Eddie y yo nos colocamos las acreditaciones de prensa, y un guardia nos indicó por gestos que pasáramos la línea para esperar a entrar en el vestíbulo a través de la puerta lateral. Me sorprendí al encontrarme a Keith y a Ted en el interior, de pie junto a la mesa de bufé y comiendo bollos rellenos de crema de praliné; entonces me acordé de que aquél era un acontecimiento deportivo. Vacilé sobre si acercarme y decir hola o si aquello se consideraría demasiado atrevido en Australia. Después de todo, era él quien no se había puesto en contacto conmigo después de nuestra cita. En cualquier caso, perdí mi oportunidad cuando Eddie me tocó el hombro.

– Ahí está, nuestra estrella de cine -me susurró.

Me volví para ver a una mujer rubia que entraba en la habitación. Estaba rodeada por un séquito de gente que llevaba sombreros y vestidos de diseño. Hades no era tan alta como yo esperaba. Tenía un rostro redondeado y flacas piernas y brazos. Pero su pecho era generoso y sobresalía abundantemente de su vestido, bamboleándose con suavidad al ritmo de sus tacones altos. Me sentí como una gigante cuando me acerqué discretamente a ella. Me presenté y le hice las preguntas que a nuestras lectoras les interesaban sobre las estrellas de cine extranjeras.

– ¿Le gusta Australia, señorita Sweet?

Mientras masticaba su chicle, reflexionó sobre la pregunta más de lo que yo hubiera esperado si su experto en relaciones públicas la hubiera aleccionado correctamente.

– Sí -dijo finalmente, con un meloso acento sureño.

Esperé a que se explicara, pero cuando vi que eso no iba a suceder, le pregunté por su atuendo. Llevaba un vestido de estilo años veinte, con el escote en forma de copa, en lugar de plano.

– Lo confeccionó la diseñadora del estudio, Alice Dorves -contestó Hades, con una voz forzada como si estuviera leyendo un guión por primera vez-. Diseña los vestidos más fabulosos del mundo.

Eddie levantó la cámara.

– ¿Le importa que le hagamos una fotografía? -le pregunté.

Hades no me contestó, pero su rostro se transformó por completo. Abrió los ojos de par en par y formó con los labios una sonrisa encantadora. Levantó los brazos en el aire, como si fuera a abrazar la cámara. Por un momento, pensé que iba a elevarse hacia el techo, pero, cuando se disparó el flash, ella se encogió de hombros y retomó su aspecto mediocre.

Connie Robertson, la editora de la sección femenina del periódico de Fairfax, la rondaba, haciendo círculos como un tiburón, vestida de Dior. Se había ganado el respeto de la industria y era buena en conseguir lo que quería, aunque no le gustaba que se opusieran a sus deseos. Me saludó con la cabeza y agarró a Hades por el codo, guiándola en dirección al fotógrafo de su periódico. Noté un apretón en el hombro y me volví para ver a Keith.

– ¡Oye! -me dijo-. Ted quiere que le presentes a tu amiga.

– ¿A quién? -le pregunté.

Keith señaló con la cabeza a Hades Sweet. Connie la había arrinconado y la estaba bombardeando a preguntas sobre el verdadero significado de Hollywood y sobre qué pensaba de las mujeres trabajadoras.

Me volví hacia Keith. Estaba sonriendo y no parecía en absoluto triste o dolido.

– ¿Practica algún deporte? -me preguntó-. Tendremos que inventarnos alguna excusa para que Ted pueda hacerle una foto.

– No necesita ayuda -le dije, echándome a reír-. ¡Mira!

Ted se había puesto de un salto en la cola de fotógrafos que estaban esperando para sacar una foto de Hades. Cuando llegó su turno, le tomó dos fotos en pose lateral, dos más de plano medio y otras dos de cuerpo entero. Estaba a punto de llevarla al balcón para hacerle una foto en exteriores cuando lo detuvo una airada reportera del Women's Weekly, que le gritó:

– ¡Date prisa! ¡Esto no es un pase de modelos en bañador!, ¿sabes?

– Escucha -me dijo Keith, volviéndose hacia mí-, si todavía quieres salir conmigo después de lo del cumpleaños de Ted, me gustaría llevarte al cine el sábado por la noche. Están poniendo La tentación vive arriba y me han dicho que es bastante divertida.

Sonreí.

– Suena bien.

Se abrió una puerta y entró el alcalde en la estancia, seguido por los atletas invitados.

– Será mejor que me vaya -dijo Keith, haciéndole un gesto a Ted-. Ya te llamo yo.


El sábado siguiente, Vitaly e Irina vinieron a recogernos en su coche para ir a la fábrica de Iván en Dee Why. Hacía un día caluroso, por lo que abrimos las ventanillas para que entrara la brisa. Aquel barrio de playas del norte parecía una ciudad en sí mismo, con filas de chalés al estilo californiano y Holdens aparcados en los caminos de entrada, todos ellos con tablas de surf atadas a la baca. En la mayoría de los jardines crecía, como mínimo, una palmera. En muchos de ellos, el buzón había sido adornado con conchas marinas o el número de la casa estaba atornillado a la puerta de entrada con enormes letras en cursiva.

– Iván ha sido muy inteligente al establecer su fábrica aquí -comentó Vitaly-. Si todo marcha bien, podrá mudarse a Dee Why y tendrá clubes de surf para aburrir. El Curl Curl, el Collaroy, el Avalon…

– Por lo visto, una de sus empleadas predilectas se ahogó -nos contó Irina-. Era una mujer mayor proveniente de Italia que no se dio cuenta de lo impredecible que puede ser el mar aquí en el sur. Por eso, él empezó a interesarse por los clubes de surf.

– ¿Está Iván casado? -preguntó Betty.

Nos quedamos en silencio, preguntándonos quién contestaría a aquella pregunta. Los neumáticos del coche traqueteaban sobre los baches de la carretera de cemento a un ritmo constante.

– Lo estaba -contestó Irina al final-. Ella murió durante la guerra.

Iván nos esperaba en el exterior de la verja de la fábrica. Llevaba un traje de color azul marino que, claramente, había sido confeccionado para él. Era la primera vez que lo veía tan elegante. Se notaba que la fábrica era más nueva que las que había a ambos lados, porque los ladrillos y el cemento no tenían ni una mancha. Una chimenea de piedra se erguía sobre el tejado y en ella lucía un cartel que rezaba «Pasteles Cruz del Sur». Había una docena de camiones en el patio de carga con el mismo cartel a ambos lados.

– Tienes muy buen aspecto -le dije cuando salimos del coche.

Se echó a reír.

– Que eso me lo diga una editora de moda se me va a subir a la cabeza.

– Es cierto -le dijo Ruselina, cogiéndolo del brazo-. Sin embargo, espero que no te lo hayas puesto por nosotros. Hoy debe de hacer fácilmente más de treinta grados.

– No siento el calor ni el frío -le contestó Iván-. Al ser un cocinero que trabaja con comida congelada, ya no noto los extremos de temperatura.

Cerca del área de recepción, había un vestuario donde a Betty, Ruselina, Irina y a mí nos dieron unas batas, gorros y zapatillas antideslizantes. Cuando salimos, nos encontramos que Iván y Vitaly también llevaban el mismo atuendo que nosotras.

– No nos había dicho que hoy nos iba a poner a trabajar -comentó Vitaly, sonriendo-. ¡Esto es mano de obra gratis!

El área principal de la fábrica parecía un hangar gigante con muros de hierro galvanizado y ventanas que recorrían toda la pared. La maquinaria era de acero inoxidable y zumbaba y runruneaba en lugar de rechinar y atronar como yo me imaginaba que hacían las máquinas de las fábricas. Por todas partes, había rejillas y turbinas de ventilación y ventiladores. Era como si el lema de la empresa fuera: «Sigan respirando».

El personal del sábado de Iván ascendía a treinta personas aproximadamente. Los que estaban junto a las cintas transportadoras eran, en su mayoría, mujeres que llevaban uniformes y zapatos blancos. Unos hombres con batas blancas empujaban carritos llenos de bandejas. Por su aspecto, parecían inmigrantes, y me pareció un detalle simpático que, aparte del nombre de la empresa impreso en el bolsillo de sus batas, todos llevaran también su nombre bordado en el gorro.

Iván comenzó la visita por el área de envíos, donde vimos a hombres amontonando sacos de harina y azúcar, mientras otros transportaban bandejas de huevos y fruta a enormes refrigeradores.

– Es como una cocina normal, sólo que un millón de veces más grande -comentó Betty.

Pude entender por qué Iván se había vuelto inmune al calor cuando entramos en el área de cocinas. Me sobrecogió el tamaño de los hornos rotatorios y, a pesar de las docenas de ventiladores que giraban dentro de jaulas metálicas, la estancia era muy calurosa y en el aire flotaba el olor de una multitud de especias.

Iván nos condujo más allá de las cintas transportadoras, donde las trabajadoras empaquetaban los pasteles en cajas enceradas y, después, a la cocina de pruebas, donde el chef nos había preparado una muestra de pasteles para que los degustáramos.

– Al final de la visita, acabaréis hartos de pasteles -nos dijo Iván, indicándonos que tomáramos asiento-. De primero, tenemos pasteles de patata y carne, de pollo y champiñones, de cordero y puré de patatas o de verduras. Y de postre, hay pastel de merengue de limón, tarta de fresa con crema pastelera o tarta de queso.

– Estos pasteles se preparan, cocinan y sirven en sus correspondientes recipientes de aluminio -nos dijo el chef mientras cortaba los pasteles a nuestra elección y los servía en platos de porcelana que llevaban grabado el logotipo de Pasteles Cruz del Sur-. Disfrútenlos.

Vitaly probó un bocado del pastel de cordero y puré de patatas.

– Está tan bueno como si estuviera recién hecho, Iván.

– Estoy entusiasmada -comentó Betty-. Cualquier día de éstos voy a dejar de cocinar y, a partir de entonces, comeré de tus pasteles todos los días.

Después de aquel almuerzo, casi no pudimos andar el camino de vuelta hasta el coche.

– Así aprenderemos a no ser tan glotones -comentó Ruselina, echándose a reír.

Iván nos había regalado a cada uno grandes cantidades de los pasteles que más nos habían gustado para que nos los lleváramos a casa. Vitaly abrió el maletero y nos pusimos en fila para ir colocando nuestras provisiones en el interior.

– Los pasteles estaban deliciosos -le dije a Iván.

– Me alegro de que hayas podido venir -respondió-. Espero que no sea verdad que trabajas todos los fines de semana.

– Trato de no hacerlo -le mentí.

– ¿Por qué no le enseñas a Iván dónde trabajas tú? -sugirió Betty.

– Me encantaría -dijo él, cogiéndome los pasteles de los brazos y colocándolos en el maletero junto con los otros.

– Iván, el sitio donde yo trabajo es muy aburrido de visitar -le contesté-. Tan sólo es un despacho con una máquina de escribir y fotos de vestidos y de modelos por todas partes. Pero te llevaré a visitar a mi amiga Judith, si quieres. Es diseñadora y una verdadera artista.

– De acuerdo -me dijo, sonriendo.

Le dimos a Iván besos de despedida y esperamos a que Vitaly abriera las puertas del coche para que saliera el aire caliente.

– ¿Por qué no vienes a cenar esta noche? -le preguntó Betty a Iván-. Podemos escuchar discos y compraré una botella de vodka si os apetece. Para ti y para Vitaly. Acabará su jornada en la cafetería alrededor de las ocho de la tarde.

– Yo no bebo, Betty. Pero estoy seguro de que Anya podrá beberse mi parte -comentó Iván, volviéndose hacia mí con una sonrisa burlona en los labios.

– Oh, no cuentes con ella -replicó Vitaly-. No cenará con nosotros. Tiene una cita con su novio.

Una sombra pasó por el rostro de Iván, pero continuó sonriendo.

– ¿Su novio? Ya veo -comentó.

Noté como me ponía pálida. «Está pensando en cuando me pidió que me casara con él y yo le rechacé», pensé. Era natural que, si se hablaba de Keith, nos sintiéramos incómodos, pero esperaba que fuera algo temporal. No quería que hubiera malos sentimientos entre nosotros.

De repente, miré a Betty de soslayo. Nos estaba observando a Iván y a mí con una expresión perpleja en el rostro.


Mi segunda cita con Keith fue más relajada que la primera. Me llevó a la cafetería Bates en Bondi, donde conseguimos una mesa con bancos para nosotros solos y nos tomamos unos batidos de chocolate. No me preguntó sobre mi familia, sino que habló de su propia niñez en la Victoria rural. Me preguntaba si Diana le habría informado sobre los detalles que yo le había contado a ella de mi pasado o si, simplemente, era una costumbre australiana no preguntar por la vida personal de alguien hasta que la persona en cuestión no sacara por sí misma el tema. Era dulce y ligero estar en compañía de Keith, igual que el pastel de merengue de limón de Iván. Sin embargo, ¿cuándo llegaría el momento de empezar a hablar en serio? No deseaba deteriorar nuestras divertidas citas con las historias de mi deprimente pasado. Su padre y sus tíos no habían ido a la guerra, no entendería cómo era. Parecía tener una cantidad inacabable de tíos y primos. ¿Sería capaz de comprenderme? ¿Y cómo reaccionaría cuando le contara que ya había estado casada?

Más tarde, después de la película, cuando salimos del cine Six Ways, comprobamos que la temperatura había cambiado radicalmente, había pasado de un calor bochornoso a una calidez agradable con una brisa oceánica que soplaba desde el Pacífico. Nos maravillamos por el tamaño de la luna.

– Qué noche tan perfecta para dar un paseo -dijo Keith-. Pero tu piso está demasiado cerca.

– Podemos ir hasta allí y volver varias veces -bromeé.

– Pero todavía tendríamos otro problema -comentó él.

– ¿Cuál?

Se sacó el pañuelo del bolsillo y se secó el sudor de la frente.

– No hay ninguna rejilla de ventilación en todo el camino para levantarte la falda.

Pensé en la secuencia de La tentación vive arriba en la que Marilyn Monroe se colocaba sobre una rejilla de ventilación del metro, y su falda se le levantaba hasta las caderas delante de un acalorado Tom Ewell, y me eché a reír.

– Ésa era una escena hecha para los espectadores masculinos -le dije.

Keith me rodeó con el brazo y me llevó hacia la calle.

– Espero no haberte parecido demasiado indecente -me confesó.

Me preguntaba con qué tipo de chicas saldría normalmente Keith como para que se preocupara por algo así. A buen seguro, Rowena no era precisamente una mojigata. Aquella imagen resultaba muy poco agresiva en comparación con lo que se veía en el Moscú-Shanghái.

– No, Marilyn es muy guapa -le contesté.

– No tan guapa como tú, Anya.

– Yo creo que no -repliqué, echándome a reír.

– ¿Crees que no? Pues entonces, te equivocas -me dijo.

Después de que Keith me dejara en casa, me senté junto a la ventana, contemplando la espuma danzando en la oscuridad del océano nocturno. Las olas parecían romperse y volver atrás al ritmo de mi respiración. Me había divertido con Keith. Me había besado en la mejilla cuando llegamos al umbral, pero su tacto era ligero y cálido y no había expectativas más allá de aquel beso, aunque sí me había pedido que saliéramos el sábado siguiente.

– Es mejor que te lo reserves para mí con antelación, antes de que se me adelante algún otro -me había dicho.

Keith era adorable, pero cuando me metí en la cama, en el único en el que pensaba era en Iván.


El jueves resultó ser un día muy corto en el trabajo porque había acabado mi sección de moda con dos semanas de antelación. Estaba deseando irme de la oficina a tiempo y hacer unas compras de última hora antes de marcharme a casa. Todavía tenía uno de los pasteles de Iván en el congelador y me imaginé a mí misma calentándolo y metiéndome en la cama con un libro. Bajé las escaleras hasta el vestíbulo y me quedé clavada en el sitio cuando me encontré al propio Iván esperando allí. Llevaba puesto su traje elegante, pero tenía el pelo revuelto y el semblante pálido.

– ¡Iván! -exclamé, conduciéndole a la sala de espera-. ¿Qué sucede?

No dijo nada, por lo que comencé a preocuparme. Me preguntaba si aquel presentimiento que había tenido se estaba haciendo realidad. Finalmente, se volvió hacia mí y se echó las manos a la cabeza.

– Tenía que verte. Quería esperar hasta que llegaras a casa, pero no pude.

– Iván, no me hagas esto -le rogué-. Dime, ¿qué ha sucedido?

Se presionó las manos contra las rodillas y me miró a los ojos.

– Ese hombre con el que te estás viendo… ¿es una relación seria?

Mi mente se puso en blanco. No sabía cómo responderle, así que le dije lo único que se me ocurrió.

– Quizás.

Mi respuesta pareció calmarle.

– ¿Así que no estás segura? -preguntó.

Sentí que cualquier cosa que dijera parecería tener más importancia de lo que debería, por lo que permanecí en silencio y decidí que era mejor escuchar primero lo que él tenía que decirme.

– Anya -dijo, mesándose el pelo-, ¿es totalmente imposible que llegues a amarme?

Su tono sonaba enfadado, y un escalofrío me recorrió la espalda.

– Me presentaron a Keith antes de verte de nuevo. Estoy empezando a conocerle.

– Supe lo que sentía por ti en el momento en que te vi en Tubabao y después, de nuevo, cuando te vi en la playa. Pensé que ahora que nos hemos vuelto a encontrar, ya habrías aclarado tus sentimientos.

La cabeza comenzó a darme vueltas. No tenía ni la menor idea de qué sentía por Iván. Sí que le quería de cierta manera, eso sí lo sabía, si no, no me habrían preocupado sus sentimientos. Pero quizás no le amaba como él deseaba. Era demasiado intenso y me asustaba. Era más fácil estar con Keith.

– No sé lo que siento…

– No eres demasiado clara -me interrumpió Iván-. Pareces estar viviendo tu vida en una especie de confusión emocional.

Entonces, me tocó el turno de enfadarme, pero la sala se estaba llenando de trabajadores del Sydney Herald que se estaban marchando a casa, por lo que hablé en voz baja:

– Quizás, si no me asaltaras repentinamente con tus sentimientos, tendría tiempo de comprender los míos. No tienes paciencia, Iván. Eres muy inoportuno.

No me contestó, y ambos permanecimos en silencio durante unos minutos. Entonces, me preguntó:

– ¿Qué puede ofrecerte ese hombre? ¿Es australiano?

Reflexioné sobre sus palabras y rebatí:

– A veces, es más fácil estar con alguien que te hace olvidar.

Iván se puso en pie y me dedicó una mirada feroz, como si le hubiera abofeteado. Miré a mis espaldas, con la esperanza de que nadie de la sección femenina -o peor aún, Keith- pudiera vernos.

– Hay algo mucho más importante que olvidar, Anya -sentenció Iván-. Lo que cuenta de verdad es lograr comprender.

Se volvió y se apresuró a abandonar el vestíbulo, mezclándose con la multitud que salía a la calle. Contemplé la riada de trajes y vestidos, tratando de entender qué acababa de ocurrir. Me preguntaba si Caroline habría sentido la misma sorpresa e incredulidad que yo el día que la atropelló el tranvía.

No regresé a casa para pasar la relajante velada que había planeado. Me senté en la playa con el traje del trabajo, las medias y los zapatos puestos y mi bolso al lado. Busqué la quietud del océano. Quizás estaba destinada a quedarme sola, o puede que fuera incapaz de amar a nadie. Me cogí la cara entre las manos, tratando de ordenar mis confusos sentimientos. Keith no trataba de hacerme decidir nada, y ni siquiera el arrebato emocional de Iván era lo que me estaba haciendo sentir presión. Era otra cosa en mi interior. Desde que me había enterado de la muerte de Dimitri, me había sentido cansada y harta. Una parte de mí no veía ningún futuro, independientemente de la decisión que tomara.

Contemplé la puesta de sol y esperé hasta que hizo demasiado frío para permanecer al aire libre. Me demoré paseando, y me quedé de pie a las puertas del edificio de mi apartamento durante mucho rato, mirando hacia arriba. Todas las ventanas tenían luz salvo la mía. Metí la llave en la puerta de entrada y me sobresalté cuando ésta se abrió antes de que yo la empujara. Vitaly estaba en el descansillo.

– ¡Anya! ¡Llevamos toda la tarde esperándote! -me dijo, con el rostro inusitadamente tenso-. Rápido, ¡entra ya!

Le seguí hasta el apartamento de Betty y Ruselina. Las dos ancianas estaban sentadas en la sala de estar. Irina también se encontraba allí, apoyada en el borde del brazo del sillón. Se levantó de un salto cuando me vio y me estrechó entre sus brazos.

– ¡El padre de Vitaly ha recibido una carta de su hermano, después de todos estos años! -me gritó-. ¡Trae noticias sobre tu madre!

– ¿Mi madre? -tartamudeé, sacudiendo la cabeza.

Vitaly dio un paso adelante.

– Junto a la carta de mi padre había una especial para ti. Mi padre la ha reenviado desde Estados Unidos por correo certificado.

Miré fijamente a Vitaly, con incredulidad. Aquel momento no parecía real. Había esperado tanto a que sucediera que no sabía cómo reaccionar ahora.

– ¿En cuánto tiempo estará aquí? -pregunté. Mi voz no parecía mía. Sonaba a una Anya Kozlova de trece años. Pequeña, asustada y perdida.

– Tardará entre siete y diez días -respondió Vitaly.

Apenas oí lo que me decía. No sabía qué hacer. Realmente no era capaz de hacer nada. Me paseé por la habitación en círculos, agarrándome a los muebles para calmarme. Después de lo que había ocurrido aquel día, parecía que el mundo había perdido consistencia. El suelo tembló bajo mis pies como cuando el barco que me había sacado de Shanghái surcaba las olas. Tendría que esperar entre siete y diez días para unas noticias que habían tardado casi la mitad de mi vida en llegarme.

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