5

ROSAS

A la mañana siguiente, mientras me estaba recogiendo el pelo para ir a la escuela, Mei Lin llamó a la puerta y me comunicó que Serguéi estaba al teléfono. Bajé las escaleras de dos en dos, ahogando un bostezo. En mi pelo, aún se podía oler el hedor a humo de tabaco. No tenía precisamente ganas de asistir a la aburrida clase de geografía de la hermana Mary antes de comer. Imaginé que me quedaría dormida en algún lugar entre las islas Canarias y Grecia, y que me obligarían a escribir cien veces en la pizarra la razón por la que estaba tan cansada. Me figuré la sorpresa reflejada en el rostro de la hermana Mary cuando cogiera el trozo de tiza y comenzara a escribir en la pizarra: «Ayer por la noche, estuve en el Moscú-Shanghái y por eso no he podido dormir lo suficiente».

Me gustaban las clases de francés y arte, pero después de haber bailado boleros y de haber visto el Moscú-Shanghái, era demasiado mayor para ir a la escuela. Mi santuario de libros de texto y dibujos no casaba con la emoción y el atractivo del mundo que se abría ante mí.

Apoyé el cepillo del pelo en el aparador del vestíbulo y cogí el auricular del teléfono.

– ¡Anya! -La voz de Serguéi resonó al otro lado de la línea-. ¡Ahora ya eres empleada del club y te necesito aquí a las once en punto!

– ¿Y qué pasa con la escuela?

– ¿No crees que ya has tenido suficiente escuela? ¿O todavía quieres seguir yendo?

Me tapé la boca con la mano. Asesté una palmada al aparador, el cepillo salió volando por los aires e hizo un ruido estrepitoso al chocarse contra el suelo.

– ¡No! ¡Ya he tenido suficiente! -exclamé-. ¡Estaba pensando en eso ahora mismo! Siempre puedo seguir leyendo y estudiando por mi cuenta.

Serguéi soltó una carcajada y le susurró algo a una persona que estaba a su lado.

– Muy bien, prepárate y ven al club -me dijo-. Y ponte el vestido más bonito que tengas. A partir de ahora, siempre debes ir elegante.

Colgué de un golpe el auricular y corrí escaleras arriba, despojándome del uniforme de la escuela mientras subía. El cansancio que sentía hacía unos breves momentos se había desvanecido.

– ¡Mei Lin! ¡Mei Lin! -grité-. ¡Ayúdame a vestirme!

La niña se asomó al descansillo, con los ojos abiertos de par en par por la sorpresa.

– ¡Vamos! -La agarré por el brazo y la arrastré hasta mi habitación-. ¡A partir de ahora, eres la doncella de una empleada del Moscú-Shanghái!


El Moscú-Shanghái bullía de actividad. Un grupo de trabajadores chinos limpiaban las escaleras con fregonas y cubos de agua jabonosa. Una de las ventanas se había roto durante las peleas de la noche anterior y el encargado de mantenimiento estaba reparando el cristal. En la sala de baile, las doncellas barrían el suelo y limpiaban las mesas. Los ayudantes del chef salían y entraban a toda prisa a través de las puertas abatibles de la cocina, recogiendo las cajas de apio, cebolla y remolacha que el hombre del reparto les pasaba a través de la puerta lateral. Me aparté el pelo de la cara y me alisé el vestido. El conjunto que llevaba lo había elegido con Luba un día que fuimos de compras después de la escuela. Lo vimos en un catálogo de Amelia. Era un vestido suelto de color rosa con una capa de tul en la parte superior. Tenía escarapelas bordadas en el dobladillo y alrededor del pronunciado escote, pero también mucha tela en la zona del pecho, así que no parecía demasiado atrevido. Deseaba que Serguéi lo aprobara y no me avergonzara mandándome a casa a cambiarme. Le pregunté a uno de los pinches de cocina dónde podía encontrar a Serguéi, y éste me señaló un pasillo y una puerta en la que ponía «Oficina».

No obstante, fue la voz de Dimitri la que respondió a mi llamada.

– ¡Pase! -exclamó.

Estaba de pie, cerca de la chimenea de piedra, fumando un cigarrillo. Tenía la cara magullada e hinchada y el brazo en cabestrillo. Pero por lo menos, aquella mañana pude reconocerle y, a pesar de las heridas, me pareció tan apuesto como siempre. Contempló mi vestido y, por su sonrisa, me di cuenta de que también a él le complacía lo que estaba viendo.

– ¿Cómo te encuentras esta mañana? -me preguntó.

Presionó los postigos de mallorquina para abrirlos y dejar entrar más luz en la habitación. En el alféizar de la ventana descansaba una reproducción de la Venus de Milo. Junto a ella, el único objeto decorativo de la oficina era una vasija de porcelana azul y blanca, que adornaba la repisa de la chimenea. Todo lo demás tenía un aspecto sobriamente moderno. Una mesa de teca y unas sillas de cuero rojo dominaban la habitación, que estaba impecable: no había ni un solo papel o libro a la vista.

La ventana daba a una calle limpia, a diferencia de la mayoría de los callejones traseros de Shanghái. En ella, había un salón de belleza, un café y una confitería. Los toldos verdes de las tiendas estaban extendidos y bajo las ventanas, esquejes de geranios rojos crecían en las jardineras.

– Serguéi me ha pedido que viniera -le dije.

Dimitri apagó el cigarrillo en la chimenea.

– Se ha ido con Alexéi. Hoy no van a volver.

– No lo entiendo. Serguéi me dijo que…

– Anya, soy yo el que quería hablar contigo.

No estaba segura de si debía sentir alegría o temor. Me senté en una silla junto a la ventana. Dimitri se acomodó frente a mí. La expresión de su semblante era tan seria que me preocupó que algo grave hubiera ocurrido, que hubiera algún problema con el club debido a lo sucedido la noche anterior.

Señaló hacia la ventana.

– Si miras hacia el oeste, verás las azoteas de unos edificios destartalados. Allí fue donde perdiste el collar de tu madre.

Aquel comentario me desconcertó. ¿Por qué me estaba recordando aquel infeliz incidente? ¿Tal vez hubiera encontrado el resto del collar?

– Allí es de donde vengo -me confesó-. Allí es donde nací.

Me sorprendió percibir que le temblaban las manos. Sacó torpemente un cigarrillo, que se le cayó en el regazo. Sentí el impulso de cogerle las manos temblorosas y besárselas, para consolarlo. Pero no sabía qué le ocurría. Recogí el cigarrillo de su regazo y le sostuve el mechero para que lo encendiera. Una expresión extraña le veló la mirada, como si algo doloroso le hubiera venido a la mente. No podía soportar verle sufrir. Noté una punzada, como si me estuvieran clavando un cuchillo en mi propio corazón.

– Dimitri, no tienes por qué contarme esto -le dije-. Sabes que no me importa de dónde vengas.

– Anya, hay algo importante que tengo que decirte. Necesitas saberlo para que puedas tomar una decisión.

El tono de sus palabras era siniestro. Tragué saliva. Comencé a notar el latido de una vena en mi cuello.

– Mis padres provenían de San Petersburgo. Cuando dejaron su hogar, era noche cerrada. No pudieron llevarse nada porque no tuvieron tiempo. El té de mi padre permaneció humeante sobre la mesa, la labor de mi madre se quedó sobre su butaca junto al hogar. Se habían enterado demasiado tarde de la revuelta y escaparon de Rusia con el tiempo justo de salvar solamente sus vidas. Cuando llegaron a Shanghái, mi padre encontró trabajo como peón y, más tarde, cuando yo nací, como chófer. Pero nunca se recuperó de la pérdida de la vida que había llevado en Rusia. Sufría de los nervios por culpa de la guerra. Derrochaba en alcohol y tabaco todo el poco dinero que ganaba. Fue mi madre quien se tragó su orgullo y se puso a fregar suelos de ricas mujeres chinas para poder mantener un techo sobre nuestras cabezas. Entonces, un día, él se murió por sobredosis de opio y le dejó deudas que su trabajo como asistenta no podía pagar. Mi madre se vio obligada a… aceptar otros trabajos para ganar dinero y poder poner comida en nuestra mesa.

– Serguéi me habló de tu madre -le dije, desesperada por ahorrarle el sufrimiento de contármelo-. Mi madre también tuvo que tomar una decisión que parecía moralmente reprobable para protegerme. Una madre haría cualquier cosa por salvar a su hijo.

– Anya, sé que Serguéi te habló de mi madre. Y sé que tienes un corazón tan bondadoso que puedes entenderlo. Pero escúchame, por favor. Porque éstas son las fuerzas que dieron forma a mi carácter.

Me eché hacia atrás en la silla, mirándole asombrada.

– Prometo no interrumpirte más a partir de ahora.

Dimitri asintió.

– Desde que tuve uso de razón, deseé ser rico. No quería vivir en una miserable y cavernosa choza que apestara a cañerías y que fuera tan húmeda que el frío se me metiera en los huesos, incluso en verano. Los chicos de mi entorno se dedicaban todos ellos a mendigar, a robar o a trabajar en fábricas que les mantendrían pobres de por vida. Pero yo juré que nunca me convertiría en un cobarde como mi padre. No me daría por vencido, independientemente de lo que tuviera que sacrificar. Encontraría algún modo de hacer dinero y conseguiría una vida mejor para mí y para mi madre.

»Al principio, traté de encontrar trabajos honrados. Aunque nunca fui al colegio, era inteligente y mi madre me enseñó a leer. Pero lo único que conseguía era el dinero suficiente para un poco más de comida, y yo no me conformaba con eso. Es fácil ser exigente con lo que uno hace cuando se es rico. Pero ¿y las ratas callejeras?, ¿y la gentuza como yo? Nosotros tenemos que ser más astutos. Así que ¿sabes lo que hice? Empecé a merodear el exterior de los bares y clubes frecuentados por gente rica para pedirles trabajo. No me refiero a gente rica como Serguéi o Alexéi… Me refiero a los señores del opio. No les importa quién seas, de dónde vengas o qué edad tengas. De hecho, cuanto menos sospechoso seas, mejor.

Se detuvo, escrutando mi rostro en busca del efecto que sus palabras me estaban produciendo. No me gustaba lo que estaba escuchando, pero estaba decidida a mantenerme en silencio hasta que hubiera terminado.

– A los señores del opio les divertía que un niño tan pequeño supiera quiénes eran y quisiera trabajar para ellos -continuó, poniéndose en pie y presionando el respaldo de la silla con su mano sana-. Solía hacer de mensajero para ellos desde un extremo de la ciudad hasta el otro. Una vez, entregué una mano amputada. Era una advertencia. Nunca me gasté ni un solo céntimo de lo que ganaba en mí mismo. Lo escondía dentro de mi colchón. Lo estaba ahorrando para comprar una vivienda mejor y cosas bonitas para mi madre. Pero antes de que pudiera gastarlo en eso, ella fue asesinada…

Soltó la silla y se movió hacia la chimenea, apretando los puños. Se recompuso, y retomó la historia:

– Tras la muerte de mi madre, me sentía aún más decidido a enriquecerme. Si hubiéramos sido ricos, mi madre no habría sido asesinada. Al menos, eso era lo que pensaba entonces. Y todavía lo pienso. Preferiría estar muerto a ser pobre de nuevo, porque si fuera pobre, sería como si estuviera muerto de todos modos.

»No estoy orgulloso de lo que he hecho. Pero tampoco me arrepiento de nada. Soy feliz por estar vivo. Para cuando cumplí quince años, ya lucía una espalda robusta y un pecho musculoso. Y también era bien parecido. Los señores del opio bromeaban y decían que yo era su guapo guardaespaldas. Les daba prestigio tener un ruso blanco en su entorno. Me compraban trajes de seda y me llevaban con ellos a los mejores clubes de la ciudad.

»Entonces, una noche, tuve que llevar un paquete a la Concesión Francesa. Cuando llevabas algo directamente de parte de alguno de los señores, podías estar seguro de que te dirigías a un garito con clase. No los antros atendidos por intermediarios: lóbregos, hediondos y atestados de clientes desesperados como mi padre. Ni tampoco como las casuchas adonde iban los porteadores de rickshaws para que les inyectaran una dosis en el brazo a través de un agujero en la pared. El lugar al que me dirigí aquella noche resultó ser el mejor de la Concesión. En realidad, parecía más un hotel de cinco estrellas que un burdel: mobiliario lacado en negro, biombos de seda, porcelana francesa y china, una fuente italiana en el recibidor. Estaba repleto de chicas euroasiáticas y blancas.

»Le di el recado a la madame de la casa, que se echó a reír al leer la nota del señor, y me recompensó con un beso en la mejilla y un par de gemelos por las molestias. A la salida, pasé junto a la puerta de una habitación cuya puerta estaba entreabierta.

Podía escuchar susurros de voces femeninas en el interior. Por pura curiosidad, atisbé a través de la rendija de la puerta y vi a un hombre tumbado en una cama. Dos chicas estaban registrándole los bolsillos, lo cual es una práctica normal, incluso en los prostíbulos elegantes, siempre que alguien se desmaya. Registraron sus ropas y encontraron algo alrededor del cuello. Me pareció que era un anillo colgado de una cadena. Trataron de abrir el cierre, pero no podían alcanzar la parte trasera de su grueso cuello con sus delgadas manos. Una de ellas comenzó a morder la cadena, como si intentara romperla con sus propios dientes. Podría haber cerrado la puerta y haberme ido. Pero el hombre parecía vulnerable. Quizás me recordó a mi padre. Sin pensarlo realmente, entré por sorpresa y les dije a las chicas que sería mejor que dejaran en paz al hombre, porque era un buen amigo del Dragón Rojo. Se detuvieron, asustadas. Pensé que todo aquello era gracioso y les grité que llamaran a los porteros para que me ayudaran a llevar al hombre hasta un rickshaw. Necesitamos cuatro personas para moverle. "Al Moscú-Shanghái -me susurró uno de los porteros cuando estuvimos listos para marcharnos-. Este hombre es el propietario del Moscú-Shanghái."

Me sonrojé. No deseaba que Dimitri continuara con la historia. Aquél no era el Serguéi que yo conocía.

Dimitri me observó y se echó a reír.

– Imagino que no tengo que decirte quién era aquel hombre, Anya. Estaba sorprendido. El Moscú-Shanghái era el club nocturno más importante de la ciudad. Incluso alguien como el Dragón Rojo no hubiera sido lo suficientemente bueno para entrar en él. En cualquier caso, en el rickshaw, Serguéi comenzó a despertarse. La primera cosa que hizo fue palparse el cuello en busca de la cadena. «Está a salvo -le dije-, pero le han vaciado los bolsillos.»

»Para cuando llegamos al club, estaba cerrado. Unos cuantos camareros estaban fumando en la parte trasera, y les llamé para que me ayudaran a llevar a Serguéi al interior. Lo transportamos hasta el sofá de la oficina. Su aspecto era bastante lamentable. "¿Cuántos años tienes, hijo?", me preguntó. Cuando se lo dije, se echó a reír. "Había oído hablar de ti", comentó.

»Al día siguiente, me encontré a Serguéi esperándome en la puerta de mi casa. Estaba totalmente fuera de lugar en aquel barrio bajo, con su elegante abrigo y su reloj de oro en la muñeca. Tuvo suerte de que le dejaran en paz. Creo que lo que le protegió fue su tamaño y la expresión feroz de su rostro. Cualquier otro hombre habría sido presa fácil. "Esos señores para los que trabajas lo único que hacen es burlarse de ti -me confesó-. Eres una diversión para ellos y te desecharán como a una prostituta vieja en cuanto se les pase la novedad. Quiero que vengas a trabajar conmigo. Te formaré para que puedas dirigir mi club."

»Así que Serguéi sobornó a los señores y me llevó a su casa, la casa en la que tú estás viviendo ahora. ¡Dios mío! ¿Puedes creer que yo nunca había visto un lugar así en toda mi vida? Cuando entré en el vestíbulo, pensé que los ojos me iban a arder por la belleza de aquel lugar. Tú no te sentiste así la primera vez que lo viste, ¿verdad que no, Anya? Eso es porque tú estás acostumbrada a las cosas lujosas. Pero yo era como un aventurero en un territorio extranjero. Serguéi pensó que aquello era divertido, verme boquiabierto ante los cuadros, señalando todos los jarrones, mirando todas las fuentes de la mesa, como si nunca antes hubiera comido en un plato. Nunca había visto nada tan elegante. Los señores del opio poseían mansiones, pero estaban plagadas de estatuas chillonas, paredes rojas y gongs. Símbolos de poder. No de riqueza. La casa de Serguéi tenía algo más. Una esencia indefinible. Entonces supe que si algún día llegaba a tener una casa como aquélla, sería porque habría alcanzado la verdadera riqueza. No el tipo de riqueza que alguien te puede arrebatar. No el tipo de riqueza que te hace sentir bajo amenaza constante. Una casa como aquélla me transformaría, y pasaría de ser escoria a ser un caballero. En ese momento, deseé ser más que rico. Quería tener también lo que Serguéi poseía.

»Él me presentó a Amelia. Pero me bastó hablar con ella durante un minuto para saber que no era la responsable del aspecto de la casa. Ella era como yo, ajena al lujo. Además, también era una persona astuta. Incluso sin haber nacido rodeada de opulencia, podía seguir su rastro olfateándolo, como una comadreja. Sin embargo, lo único que sabía hacer era desplegar sus atractivos para conseguir algo lujoso. No era capaz de crearlo por sí misma.

Entonces Dimitri se rió entre dientes. Y fue la primera vez en que comprendí que sentía afecto por Amelia. La manera tan informal que tenía de hablar de ella hizo que me diera cuenta. Sentí un pinchazo que me recorrió la columna vertebral. Pero también supe que debía aceptarlo. Se conocían desde hacía mucho antes de que yo llegara. Y Dimitri ya me había comentado que estaban hechos de la misma pasta.

– Pero es demasiado nerviosa -comentó, girándose para mirarme-. ¿Te has dado cuenta de eso, Anya? Es un ser inquieto. Cuando has luchado por conseguir tus objetivos, tienes que protegerlos. Nunca puedes bajar la guardia. La gente que ha nacido entre riquezas no lo sabe. Incluso cuando lo han perdido todo, siguen comportándose como si el dinero no valiera nada.

»Más tarde, descubrí la historia de Marina. Ella era la que había decorado la casa. Serguéi simplemente le dio todo el dinero que ella le pidió. La mayoría de las veces, él no sabía lo que ella compraba. La amaba tanto que le dio todo lo que tenía. Hasta que, un buen día, abrió los ojos, y se encontró a sí mismo viviendo en un palacio. Me contó que fue porque él era tan sólo un comerciante acaudalado, mientras que Marina era una verdadera aristócrata, y los aristócratas tenían buen gusto. Le pregunté qué significaba "aristócrata" y me contestó: "Un aristócrata es alguien de buena cuna y con buena educación".

Dimitri hizo una pausa durante un instante, apoyando la cabeza en la repisa de la chimenea. Yo, por mi parte, recordé a mi padre. Llenó nuestra casa de bellos objetos únicos, aunque había perdido su fortuna cuando abandonó Rusia. Quizás era cierto lo que Dimitri decía. Mi padre no habría sabido ser pobre, aunque lo hubiera intentado. Me acordé de que siempre decía que era mejor no tener nada a conformarse con tener algo de calidad ordinaria.

– En cualquier caso -prosiguió Dimitri-, Serguéi me contrató para ayudarle con el club y me recompensaba generosamente por mis esfuerzos. Me confesó que yo era como un hijo para él y que, ya que no tenía hijos propios, Amelia y yo podríamos heredar el club cuando él muriera. El día que entré en el club y los clientes me saludaron como si fuera uno de ellos, supe que había alcanzado mi objetivo. Era rico. Ahora resido en un elegante apartamento en Lafayette. Todos mis trajes han sido confeccionados a mano en Inglaterra. Tengo una doncella y un mayordomo. No me falta de nada. Excepto algo esencial. He tratado de emular lo que contemplé en casa de Serguéi y no puedo hacerlo. Mi sofá otomano, mis sillas de caoba y mis alfombras turcas no casan entre sí con la elegancia casual que se aprecia en la biblioteca de Serguéi. Independientemente de como disponga mis pertenencias, mi apartamento parece sacado de unos estridentes grandes almacenes. Amelia trató de ayudarme. «Todos los hombres son torpes para eso», me espetó. Pero ella sólo es buena con materiales nuevos y ostentosos. Pero eso no era lo que yo quería. Cuando traté de explicárselo, me miró fijamente y me soltó: «¿Y para qué demonios quieres que tus muebles parezcan viejos?».

«Entonces, un buen día, apareciste tú, Anya. Te observé mientras tomabas tu primer sorbo de sopa de aleta de tiburón, degustándolo lentamente. En un instante, supe que tú tenías esa esencia indefinible… ese elemento… que nos falta a todos nosotros, incluso a Serguéi. Por supuesto, tú no puedes verlo, para ti es tan natural como respirar. Cuando te sientas a comer, comes con tranquilidad. No como si fueras un animal esperando que le echen la comida. ¿Alguna vez te habías dado cuenta de eso, Anya? ¿Lo delicada que es tu manera de comer? Y el resto de nosotros, siempre engullendo la comida como si se fuera a acabar a causa de una guerra. "Ésta es la chica que me va a sacar del fango definitivamente -me dije para mis adentros-. Ésta es la chica que puede hacer que yo deje de ser escoria para convertirme en un rey."

»El día que llegaste por primera vez a Shanghái, justo después de perder a tu madre, me hablaste de un cuadro en la biblioteca de Serguéi. ¿Lo recuerdas? Era una pintura de un impresionista francés y me comentaste que el marco era lo que hacía especial al cuadro. No me di cuenta hasta que no formaste un cuadrado con las manos y me hiciste mirar a través de ellas. Más tarde, el día que perdiste el collar de tu madre, mientras me acompañabas hasta la verja, me señalaste que las ásteres estaban empezando a florecer en el jardín. Anya, incluso cuando te sientes desdichada, hablas de los pequeños detalles como si fueran lo más significativo del mundo. De cosas grandes como el dinero no sueles hablar casi nunca. Y cuando lo haces, hablas de ello como si no tuviera importancia en absoluto.

Dimitri comenzó a pasearse de un lado a otro de la habitación, mientras se le sonrojaban las mejillas al pensar en todos los momentos en los que lo había impresionado. Todavía no tenía ni la menor idea de cuál sería la conclusión de su historia. ¿Quería que le ayudara a decorar su casa? Se lo pregunté y se dio una palmada, echándose a reír, hasta que las lágrimas le cayeron por el rostro. Se frotó los ojos, se tranquilizó y me dijo:

– Un día, te perdiste en el mundo de escoria del que yo provengo y cuando Serguéi acudió medio loco para decírmelo, yo también enloquecí. Entonces te encontramos. Esos mierdas te habían desgarrado la ropa y te habían arañado la piel con sus sucias zarpas. Pero ni siquiera así lograron rebajarte a su nivel. Incluso cuando estabas allí, sentada en la celda de la cárcel, vestida con harapos, conseguías parecer majestuosa.

«Aquella noche, Serguéi vino a verme, llorando tan violentamente que pensé que te habías muerto. Te quiere. ¿Lo sabías, Anya? Has logrado abrir una parte de su corazón que ha estado cerrada durante mucho tiempo. Si te hubiera tenido antes, nunca se habría abandonado al opio. Pero ya es demasiado tarde. Ya sabe que no va a vivir eternamente. ¿Y quién cuidará de ti entonces?

»Yo deseaba que me pidiera que fuera yo el que te cuidara. Pero es tan protector contigo que temí que pensara que no soy lo suficientemente bueno para ti. Que independientemente de lo rico que yo sea, de lo mucho que dijera que me quería como a un hijo, no me dejaría tenerte. Que no importaba lo que me pusiera, lo que comiera o con quién me relacionara, siempre seguiría siendo escoria.

»Busqué en los callejones traseros de la Concesión en busca de las piezas del collar de tu madre. Estaba tratando de ser digno de ti. Pero al día siguiente, como por arte de magia, dijiste que querías recibir clases de baile conmigo. ¡Conmigo! Dios mío, ¡me pillaste desprevenido con aquella petición! Y entonces fue cuando percibí algo que no había notado hasta entonces. Allí mismo, en tus claros ojos azules. ¡¡Estabas enamorada de mí!!

»El propio Serguéi se dio cuenta cuando nos vio bailando. Se reconoció a sí mismo bailando con Marina, hace treinta años. Lo comprendí cuando nos enseñó a bailar el bolero, te estaba entregando a mí. Incluso él mismo no podía detener lo que estaba ocurriendo de forma natural. La historia se repetía.

Dimitri vaciló en ese momento, porque yo me había levantado y estaba inclinada contra la ventana.

– Anya, por favor, no llores -me rogó, acudiendo rápidamente a mi lado-. No era mi intención entristecerte.

Traté de hablar, pero no pude. Lo único que podía emitir eran balbuceos inconexos, como un bebé. La cabeza me daba vueltas. Me había levantado aquella mañana ante un día normal de escuela y, repentinamente, Dimitri me estaba confesando todas aquellas cosas que yo no era capaz de asimilar.

– ¿No es eso lo que quieres tú también? -me preguntó, tocándome el hombro y girándome hacia él-. Serguéi ha dicho que podemos casarnos tan pronto como cumplas dieciséis años.

La habitación se convirtió en una nebulosa. Estaba enamorada de Dimitri, pero su repentina propuesta de matrimonio y el modo en que lo había planteado me desconcertaban y me hacían vacilar. Él se había preparado para ello, pero yo no, y ahora sus palabras me sacudían como una explosión. El sonido del reloj de la repisa de la chimenea marcando las doce me sobresaltó. De repente, tomé conciencia de otros sonidos: las doncellas barriendo en los pasillos, el cocinero afilando su cuchillo, alguien que cantaba La vie en rose… Contemplé a Dimitri. Me sonrió con sus labios amoratados, y mi confusión pasó a convertirse en una oleada de amor. ¿Podía ser verdad que Dimitri y yo íbamos a casarnos? Él debió de percibir un cambio en mi semblante, porque se arrodilló ante mí.

– Anna Victorovna Kozlova, ¿quieres casarte conmigo? -me preguntó mientras me besaba las manos.

– Sí -le respondí, sonriendo mientras lloraba-. Sí, Dimitri Yurievich Lubenski, me casaré contigo.


Por la tarde, Dimitri anunció nuestro compromiso, y Serguéi vino a verme a mi lugar favorito cerca del árbol de gardenias. Me cogió las manos entre las suyas, con las lágrimas a punto de brotarle de los ojos.

– ¿Qué vamos a hacer para celebrar la boda? -me preguntó-. Si mi querida Marina estuviera aquí… y tu madre… ¡qué bien nos lo pasaríamos!

Serguéi se sentó a mi lado, y juntos contemplamos la luz del sol que brillaba a través de las hojas de los árboles. Sacó una hoja de papel arrugado del bolsillo y se la alisó en la rodilla.

– Llevo siempre encima este poema de Anna Ajmátova, porque me emocionó cuando lo leí -me contó-. Y ahora quiero leértelo a ti.


Al amanecer te llevaron, y yo fui detrás,

como una viuda tras el cortejo fúnebre.

Junto a los iconos se consumía una vela;

en el dormitorio, los niños se deshacían en lágrimas.

Tus labios, fríos del beso al icono,

cómo olvidar el sudor frío de tu frente…

Igual que las esposas de los strelzi, acudo ahora

a lamentarme bajo las descarnadas torres del Kremlin.


Cuando Serguéi me leyó aquellas palabras, sentí una presión en el pecho y estallé en sollozos, una explosión de lágrimas que había estado conteniendo durante años, que me hizo llorar de manera tan profunda y sentida que pensé que me estallarían el corazón y las costillas. Serguéi también lloró: su pecho de oso subía y bajaba, agitado por su dolor secreto. Me rodeó con los brazos y presionó su húmeda mejilla contra la mía. Cuando remitieron nuestros sollozos, nos echamos a reír.

– Te voy a organizar la boda más bonita del mundo -me prometió, mientras se secaba la boca enrojecida con el dorso de la mano.

– Siento a mi madre en mi interior -le confesé-. Y sé que algún día volveremos a encontrarnos.

Aquella noche, Amelia, Luba y yo nos engalanamos con largos vestidos de noche de satén, y los hombres se enfundaron en sus mejores esmóquines.

Nos apiñamos en la limusina y nos dirigimos al Moscú-Shanghái. A causa de la pelea de la noche anterior, habíamos cerrado el club. Ya se había reparado todo, pero cerrar una noche nos daba buena publicidad. Era la única noche en la que el club estaba abierto sólo para nosotros. Serguéi encendió un interruptor y una cascada de luz cayó sobre la pista de baile. Dimitri desapareció en la oficina y volvió unos segundos después con una radio. Juntos bailamos por toda la pista al son de J'ai deux amours, balanceando las copas de champán en la mano y tratando de cantar como Josephine Baker. «París… París», canturreaba Serguéi, con su rostro apretado contra la mejilla de Amelia. La luz que se proyectaba por encima de sus fornidos hombros le rodeaba la cabeza y le daba un aire angelical.

Hacia medianoche, se me empezaron a cerrar los párpados. Me desplomé sobre Dimitri.

– Te llevaré a casa -me susurró-. Creo que estás rendida por tantas emociones.

En el rellano, Dimitri me atrajo hacia él y me besó. La voluptuosidad de sus labios me sorprendió. La calidez que transmitían me produjo un hormigueo a lo largo de toda la espalda. Separó los labios, excitado, y recorrió los míos con la lengua. Bebí de su sabor, tomando sus besos a sorbos como si fueran champán. La puerta se abrió a nuestras espaldas y la anciana doncella profirió un alarido. Dimitri se separó de mí y se echó a reír.

– Nos vamos a casar, ya sabe -le dijo a la doncella. Pero ella lo fulminó con la mirada y señaló hacia la verja con su puntiaguda barbilla.

Una vez que Dimitri se hubo marchado, la anciana doncella cerró el candado de la puerta, y yo me dirigí escaleras arriba, sintiendo aún la humedad que el beso de Dimitri había dejado en mis labios.

El aire de mi habitación era opresivo. Las ventanas estaban abiertas, pero las doncellas habían corrido las cortinas cuando vinieron a hacer la cama para evitar que entraran los mosquitos. El calor atrapado en el interior me recordó a un invernadero. Denso y húmedo. Una gota de sudor me resbaló por la garganta. Apagué la luz y abrí las cortinas. Dimitri estaba allí, de pie, en mitad del jardín, mirándome. Sonreí, y él me saludó con la mano.

– Buenas noches -me dijo, se volvió hacia el camino y desapareció de mi vista, yéndose a hurtadillas, como un ladrón. La felicidad burbujeó en mi interior. El beso que habíamos compartido era como un presagio de buena suerte que sellaba nuestra unión. Me quité el vestido y lo arrojé sobre una silla, mientras disfrutaba del alivio de sentir el aire sobre la piel. Me tiré sobre la cama, hundiéndome en ella.

El aire de la noche permaneció pegajoso e inmóvil. En lugar de quitarme las sábanas de encima, logré enfundarme en ellas como en un capullo. Me desperté a primera hora de la mañana, acalorada e irritada. Amelia y Serguéi estaban peleándose abajo, y sus palabras resonaban claramente, como dos copas de cristal tintineando, por la quietud del aire.

– ¿Qué estás haciendo, viejo loco? -le espetó Amelia, con su voz distorsionada por el alcohol-. ¿Por qué te preocupas tanto por ellos? ¡Mira todas estas cosas! ¿Dónde has estado guardándolas durante todo este tiempo?

Escuché el sonido de las tazas chocando contra los platos, y de la cubertería resonando contra la mesa. Serguéi contestó:

– Ellos son como nuestros… como mis hijos. Éste será el momento más feliz en años.

Amelia dejó escapar una serie de agudas risotadas.

– ¡¡Sabes que la única razón de que se casen es que no pueden esperar para follarse!! ¡Si verdaderamente se amaran, esperarían hasta que ella tuviera dieciocho años!

– Vete a la cama. Me avergüenzo de ti -le respondió Serguéi, levantando la voz sin alterarse-. Marina y yo teníamos la misma edad que Dimitri y Anya cuando nos casamos.

– ¡Oh, claro! Marina -exclamó Amelia.

La casa se sumió en el silencio. Unos minutos después, escuché pasos en la entrada y la puerta de mi cuarto se abrió. Apareció Amelia, de la que percibí una imagen borrosa de su cabello negro y un vestido de noche blanco. Se quedó allí parada, mirándome, ignorante de que yo estaba despierta. Su mirada me produjo un escalofrío, como si una larga uña afilada me estuviera recorriendo la columna vertebral.

– ¿Cuándo vais a dejar de vivir todos vosotros en el pasado? -exclamó en voz baja.

Traté de no moverme mientras me miraba. Fingí un suspiro soñoliento y ella se retiró, dejando la puerta abierta tras ella.

Esperé hasta que escuché el sonido del pestillo de la puerta del dormitorio de Amelia antes de deslizarme fuera de la cama y bajar al primer piso. Sentí el frescor de las baldosas contra mis ardientes pies, y los húmedos dedos de mis manos se pegaban a la balaustrada. El aire polvoriento olía a perfume de limón. El primer piso estaba oscuro y vacío. Me preguntaba si Serguéi se habría ido también a la cama, hasta que percibí la delgada línea de luz que provenía de la puerta del comedor. Avancé de puntillas por el vestíbulo y apoyé la oreja contra la madera tallada. Escuché una melodía arrulladora, tan intensa y fascinante que fue como si me entrara en la sangre y me hiriera la piel desde dentro. Vacilé un instante antes de girar el pomo de la puerta.

Las ventanas estaban totalmente abiertas y había un gramófono sobre el aparador. Gracias a la tenue luz de la mañana pude ver que la mesa estaba totalmente cubierta de cajas. Algunas estaban abiertas, y de ellas sobresalía un papel de envolver tan amarillento y agrietado que se arrugó cuando lo toqué. Contenían montañas de platos y fuentes, apiladas en orden según su estampado. Cogí uno. Tenía el borde dorado y llevaba el sello de un blasón familiar. Escuché un gemido. Levanté la mirada para ver la silueta de Serguéi hundida en una silla junto a la chimenea. Hice una mueca, esperando ver la maloliente llama azul elevándose desde donde se encontraba. Pero Serguéi no estaba fumando opio y, a partir de aquella noche, no volvería a hacerlo. Una de sus manos colgaba sin fuerzas a un lado y pensé que estaría dormido. Uno de sus pies reposaba junto al lateral de una maleta abierta, de la cual brotaba algo que parecía una voluminosa nube blanca.

– El Réquiem de Dvorak -comentó, girándose para mirarme. Su rostro se mantenía en sombra, pero pude percibir lo demacrado que estaba alrededor de los ojos y el color azul moteado de sus labios-. A ella le encantaba esta parte. Escucha.

Me acerqué a él y me senté en el brazo de la silla, acunando su cabeza entre mis brazos. La música nos envolvió. Los violines y los tambores crecieron como una tormenta, hasta el punto de que anhelé que la melodía llegara a su fin. Serguéi me apretó la mano con la suya. Yo presioné sus dedos contra mis labios.

– No dejamos de añorarlas, ¿verdad que no, Anya? -me preguntó-. La vida no prosigue tal y como te dicen. Se detiene. Sólo los días siguen pasando.

Me incliné y pasé la mano por encima del objeto níveo dentro de la maleta. Era sedoso al tacto. Serguéi tiró del cable de la lámpara y, con más luz, comprobé que estaba tocando capas de tejido.

– Cógelo -me ordenó.

Levanté la tela y advertí que era un traje de novia. La seda era antigua, pero estaba bien conservada.

Entre Serguéi y yo sacamos el pesado vestido y lo extendimos sobre la mesa. Admiré el brocado, y el motivo del corpiño bordado me recordó a los soles en espiral de Van Gogh. Estaba segura de que podía oler la fragancia de violetas que desprendía la tela. Serguéi abrió otra maleta y extrajo un objeto envuelto en papel transparente. Colocó la corona dorada y el velo en la parte superior del vestido, mientras yo alisaba la falda. La cola estaba ribeteada por cintas de satén azules, rojas y doradas. Los colores de la nobleza rusa.

Serguéi contempló el vestido, con el recuerdo de su feliz pasado brillándole en los ojos. Sabía lo que me iba a pedir antes de que lo dijera.


Dimitri y yo nos casamos poco después de mi decimosexto cumpleaños, entre la fragancia embriagadora de miles de flores. Serguéi se había pasado todo el día anterior buscando a los mejores floristas y recorriendo los jardines privados más elegantes de toda la ciudad. Él y su criado volvieron en un coche atestado de arreglos florales, con las manos llenas de cortes. Transformaron el vestíbulo de entrada del Moscú-Shanghái en un jardín aromático. Rosas duquesa de Bravante con sus capullos de copa doble perfumaban el aire con un dulce aroma a frambuesa. Ramos de rosas Perle des Jardins de color amarillo canario, cuya fragancia era parecida a la del té recién hecho, brotaban de entre el follaje color verde oscuro brillante. Entre estas voluptuosas flores, Serguéi dispuso ramitos de lirios calla y orquídeas sandalia de Venus. A esta mezcla embriagadora le sumó cuencos de peltre llenos de cerezas, manzanas especiadas y uvas, de modo que el efecto final provocaba un total abandono de los sentidos.

Serguéi me llevó al vestíbulo y Dimitri se volvió para mirarme. Cuando me vio con el vestido de novia de Marina, con un ramo de violetas en la mano, se le llenaron los ojos de lágrimas. Se acercó apresuradamente a mí y presionó su rostro recién afeitado contra mi mejilla.

– Anya, al fin estás aquí -me dijo-. Eres una princesa y me has convertido en un príncipe.

Éramos apátridas. Nuestro matrimonio no significaba apenas nada para la Iglesia oficial o para el gobierno, tanto el chino como los extranjeros. Pero gracias a sus contactos, Serguéi había conseguido encontrar a un militar francés que deseaba oficiar la ceremonia. Desgraciadamente, la fiebre del heno que el pobre hombre sufría le obligaba a pararse cada pocas frases para sonarse la inflamada nariz. Más tarde, Luba me dijo que el oficial había llegado pronto y que, cuando vio las bellas rosas, se había precipitado sobre ellas, para inhalar su perfume como un hombre sediento bebiendo agua, aunque sabía que las flores le harían enfermar.

– Ése es el poder de la belleza -me dijo, mientras me alisaba el velo-. Úsalo mientras puedas.

Mientras Dimitri y yo intercambiábamos nuestros votos, Serguéi se mantuvo de pie junto a mí, con Alexéi y Luba un paso atrás. Amelia se sentó, distante, junto a una de las falsas ventanas, con aspecto de clavel entre las rosas, por el rojo vestido de volantes y el sombrero que llevaba. Bebía sorbos de champán de una copa en forma de flauta, con el rostro dirigido hacia el cielo pintado de azul, como si todos estuviéramos en un picnic y ella estuviera contemplando la vista. Pero me sentía tan feliz aquel día que incluso su malhumorada grosería me divertía. Amelia no podía soportar no ser el centro de atención. Pero nadie se lo reprochó ni hizo ningún comentario. Después de todo, se había arreglado y había venido. Y para el poco afecto que podíamos esperar de Amelia, aquello parecía suficiente.

Después de haber intercambiado los votos, Dimitri y yo nos besamos. Luba marchó alrededor de nosotros tres veces mientras sostenía un icono de san Pedro, al tiempo que su marido y Serguéi restallaban unos látigos y gritaban para alejar a los espíritus malignos. El oficial concluyó la ceremonia con un estornudo tan fuerte que una de las vasijas se cayó y se estrelló contra el suelo, esparciendo una riada de pétalos que flotaron hacia nuestros pies.

– Lo siento muchísimo -se disculpó.

– ¡No lo haga! -le contestamos todos alegremente-. ¡Da buena suerte! ¡Ha espantado usted al diablo!

Serguéi preparó el banquete de boda con sus propias manos. Llegó a la cocina del club a las cinco de la mañana, cargado de carnes y verduras frescas del mercado. El pelo y los dedos se le habían quedado impregnados de los aromas de las hierbas exóticas que había utilizado para confeccionar un banquete de puré de berenjena, solyanka, salmón ahumado y dviena sterlet en salsa de champán.

– ¡Dios mío! -exclamó el oficial, comiéndose con los ojos la comida-. ¡Siempre me he sentido agradecido de ser francés y ahora descubro que me gustaría haber sido ruso!

– En Rusia, las madres siempre alimentan a los novios en la boda, como a dos pajarillos -explicó Serguéi, mientras trinchaba rodajas de carne y las colocaba delante de Dimitri y de mí-. Ahora yo soy la madre de ambos.

Los ojos de Serguéi brillaban de felicidad, pero tenía un aspecto cansado. Estaba pálido y tenía los labios agrietados.

– Has trabajado demasiado duro -le dije-. Por favor, descansa. Deja que Dimitri se ocupe de ti.

Pero Serguéi sacudió la cabeza. Había visto aquel gesto muchas veces durante los meses anteriores a la boda. Serguéi había abandonado sus tardes perdidas por el opio tan fácilmente como si hubiera abandonado un entretenimiento y, en su lugar, había consagrado todo su tiempo a preparar el gran día. Trabajaba desde las primeras horas de la mañana, siempre organizando planes mejores y más magnificentes que los que había ideado el día anterior. Nos compró a Dimitri y a mí un apartamento que no quedaba lejos de casa y no nos había dejado verlo a ninguno de los dos. «No hasta que no esté terminado. No hasta vuestra noche de bodas», nos dijo. Afirmó que había contratado carpinteros, pero yo sospechaba, por la manera en la que volvía cada día oliendo a resina y a serrín, que lo estaba decorando él mismo. A pesar de que yo le instaba a descansar, él nunca me hacía caso.

– No te preocupes por mí -me dijo, acariciándome la mejilla con sus manos llenas de ampollas-. No puedes imaginarte lo feliz que soy. Siento que la vida corre por mis venas y me silba en los oídos. Es como si ella estuviera junto a mí de nuevo.

Comimos y bebimos hasta que llegó la mañana siguiente, cantando canciones tradicionales rusas y haciendo pedazos nuestras copas en el suelo para mostrar resistencia ante cualquier cosa que pudiera tratar de dañar nuestro nuevo matrimonio. Cuando Dimitri y yo estábamos listos para irnos, Luba me trajo un enorme ramo de rosas.

– Báñate en ellas -me dijo-, luego, dale de beber del agua y él te amará para siempre.

Después, Serguéi nos acompañó a Dimitri y a mí hasta la puerta de nuestro nuevo edificio y dejó caer las llaves en la mano de Dimitri. Nos besó y me dijo:

– Os he querido a ambos como si fuerais hijos míos.

Una vez que el automóvil de Serguéi desapareció al final de la calle, Dimitri abrió la cerradura de las congeladas puertas de cristal y corrimos por el vestíbulo y escaleras arriba hasta el segundo piso. El edificio tenía dos plantas y nuestro apartamento era uno de los tres del piso superior. Junto a la puerta, lucía una placa dorada con el nombre «Lubenski». Recorrí con la punta de los dedos las letras cursivas. Aquél ya era mi nombre. Lubenskaia. Me sentí emocionada, al mismo tiempo que triste.

Dimitri me mostró la llave. Tenía un diseño precioso. Hierro forjado con un arco parisino.

– Para toda la eternidad -dijo él. Entrelazamos los dedos y giramos la llave entre los dos.

El recibidor del apartamento era grande, con techos altos y grandes ventanales que daban a la calle. Las ventanas estaban desnudas, pero ya se habían colocado las goteras talladas para las cortinas. Al otro lado del cristal, pude ver las jardineras llenas a rebosar de violetas que colgaban de cada alféizar. Sonreí, complacida de que Serguéi hubiera plantado las flores favoritas de Marina. Había una chimenea y frente a ella, un sofá francés con aspecto cómodo. Todo olía a encerado y a tela nueva. Posé la mirada sobre el aparador en una esquina de la habitación y crucé la alfombra Savonierre para ver lo que había en él. Miré a través del cristal y contemplé a mis muñecas matrioskas devolviéndome la sonrisa. Me llevé la mano a la boca para contener las lágrimas. Ya había llorado muchas veces durante los días anteriores a la boda, sabiendo que mi madre no estaría conmigo en el día más importante de mi vida. «Ha pensado en todo -musité-, todo lo que hay aquí se ha hecho con amor.»

Levanté la mirada, apretando todavía el ramo de rosas contra el pecho. Dimitri estaba de pie, bajo la entrada en forma de arco. Tras él, pude ver el pasillo que conducía al cuarto de baño. El techo era bajo, como de casa de muñecas, y tanto éste como las paredes estaban cubiertos por papel estampado con flores. Me recordó al jardín que Serguéi había creado para nuestra boda. Me aproximé a Dimitri y juntos nos dirigimos al baño. Me cogió las rosas de las manos y las dejó en el lavabo. Durante largo rato, ninguno de los dos dijo nada. Estábamos allí, de pie, mirándonos a los ojos, escuchando el ritmo de la respiración del otro. Entonces, Dimitri me cogió por los hombros y comenzó lentamente a abrir los cierres de mi vestido. Su piel me cosquilleó cuando me rozó. Aunque llevábamos prometidos un año, nunca nos habíamos encontrado en una situación tan íntima. Serguéi no lo habría permitido. Dimitri tiró del vestido a la altura de los hombros y lo dejó resbalar hasta el suelo por mis piernas.

Llené la bañera mientras Dimitri se quitaba la camisa y los pantalones. Me fascinaba la belleza de su piel, su pecho musculoso sobre el que un leve vello oscuro se extendía desde el esternón. Se colocó detrás de mí para levantarme las enaguas por encima de la cintura y, después, sobre los pechos y la cabeza. Noté su pene presionándome el muslo. Recogió las flores del lavabo, y juntos esparcimos los pétalos sobre la superficie del agua. Noté el frescor del líquido sobre la piel cuando me introduje en el baño, pero eso no disminuyó mi deseo. Dimitri se introdujo en la bañera junto a mí, tomó el agua con ambas manos y la bebió.

En el dormitorio había dos ventanales que daban a un patio interior. Igual que las ventanas del recibidor, tenían goteras, pero no cortinas. Una espesura de helechos plantados en macetas a lo largo de la cornisa nos proporcionaba privacidad. Dimitri y yo nos abrazamos. Un charco de agua se formó en el suelo, a nuestros pies. Al presionar mi piel contra la suya, ardiente, pensé en dos velas fundiéndose en una sola.

– ¿Tú crees que éste es el tipo de cama en el que la nobleza pasaba las noches de boda? -me preguntó, deslizando las manos entre las mías.

Se le formaban pequeñas arrugas en el rabillo de los ojos cuando sonreía. Me arrastró hasta la cama de bronce y me introdujo bajo la colcha carmesí.

– Hueles a flores -le dije, besando una gota que caía de una de sus cejas.

Dimitri me colocó un brazo alrededor de los hombros y deslizó sus yemas por mis pechos. Una oleada de placer me recorrió desde el cuello hasta los dedos de los pies. Noté la lengua de Dimitri rozándome rápidamente la piel. Apreté las manos contra sus hombros y traté de retorcerme, pero me rodeó aún más firmemente entre sus brazos. Pensé en mi madre y yo tumbadas en el prado un día de verano, en el perfume de la hierba en nuestra ropa y en nuestro pelo. A ella le gustaba quitarme los zapatos y hacerme cosquillas en los pies. Yo me reía y me revolvía, porque su roce me provocaba placer e incomodidad al mismo tiempo. Así fue como me sentí cuando Dimitri me tocó.

Las manos de Dimitri se movieron hacia mis caderas. Sus cabellos me provocaron un agradable hormigueo mientras iba bajando la cabeza, deslizándose entre mis piernas. Me abrió las rodillas, y noté como me ruborizaba. Me sentí tímida y traté de cerrarlas, pero me las abrió aún más y besó la piel entre mis muslos. El aroma de las rosas flotó a nuestro alrededor y me abrí a él como una flor.

Un sonido nos sobresaltó. El teléfono estaba sonando. Nos sentamos. Dimitri miró a sus espaldas con ojos pensativos.

– Se habrán equivocado -me dijo-. A nadie se le ocurriría llamarnos ahora.

Escuchamos hasta que el teléfono dejó de sonar. Como no se volvió a oír, Dimitri se incorporó y presionó su rostro contra mi cuello. Le acaricié el pelo. Olía a vainilla.

– No pienses en ello -me dijo, atrayéndome así más arriba en la cama-. Seguro que se habrán equivocado.

Se me colocó encima con los ojos entreabiertos, y yo me abracé a su cuerpo. Nuestros labios se encontraron. Noté cómo entraba dentro de mí. Me aferré a la piel de su espalda. Algo en mi estómago revoloteó, como si tuviera un pajarillo encerrado en él. Sentí su calor arder en mi interior, y las luces de la habitación comenzaron a darme vueltas. Le rodeé con las piernas y le mordí el hombro.

Sin embargo, mucho después de que Dimitri y yo nos desplomáramos sobre las arrugadas sábanas, y él se quedara dormido sobre mi pecho, el timbre del teléfono resonó en mi mente. Y me entró un pánico incontenible.

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