6

RÉQUIEM

El sonido de un aleteo me despertó a la mañana siguiente. A través de mis soñolientos ojos, alcancé a ver una paloma posada en el alféizar de la ventana. Dimitri debió de abrirla durante la noche, porque el pájaro estaba en la cornisa interior, sacándome de mis sueños con su rítmico arrullo. Aparté la colcha a un lado y me deslicé en el gélido aire mañanero. Dimitri parpadeó, y su mano se posó sobre mi cadera. «Rosas…», murmuró. Volvió a sumirse en un sueño profundo, y yo le coloqué la mano de nuevo bajo las sábanas.

«¡Uuuhhhh!», le chisté a la paloma, para espantarla, pero me rozó los dedos con las alas y se posó en el tocador. Era de color de la flor de la magnolia y parecía mansa. Alargué el brazo e hice ruidos con los labios, tratando de atraerla para que volara hasta mí. Pero revoloteó a través de la puerta del vestidor y hacia el pasillo. Cogí mi bata del gancho de la puerta y me fui tras ella.

Iluminados por la luz grisácea, los muebles, que la noche anterior parecían tan acogedores, repentinamente mostraban un aspecto austero y formal. Estudié las paredes de ladrillo visto, el mobiliario, la madera reluciente y me pregunté qué habría cambiado. La paloma se posó en la pantalla de la lámpara y casi perdió el equilibrio cuando ésta se balanceó. Cerré la puerta del pasillo y abrí una de las ventanas. En el exterior, la calle estaba adoquinada y era muy pintoresca. Entre dos casitas de piedra, había una panadería. Había una bicicleta apoyada contra la puerta corredera de cristal, y la luz brillaba en el interior. Tras unos minutos, un chico salió por la puerta, con los brazos cargados de bolsas de pan. Las echó en una cesta atada al manillar de la bicicleta y se alejó pedaleando. Una mujer que llevaba un vestido de flores y una chaqueta de punto se asomó a la puerta cuando el chico se marchó, formando anillos de vaho con su respiración a causa del aire glacial. La paloma me rozó el hombro y salió volando por la ventana por decisión propia. Contemplé cómo planeaba y se lanzaba en picado por el aire, volando cada vez más alto por encima de los tejados hasta que desapareció en el cielo nublado.

El teléfono sonó y me sobresalté. Cogí el auricular. Era Amelia.

– ¡Ve a buscar a Dimitri!

Era una de sus órdenes. Pero en lugar de sentirme molesta por su intromisión, me extrañé. Su voz era aún más aguda de lo habitual y estaba sin aliento.

Dimitri ya se estaba acercando a grandes zancadas por la alfombra, mientras se ponía la camisa del pijama. Su rostro se contraía en un gesto soñoliento.

Le pasé el auricular.

– ¿Qué sucede? -preguntó con voz ronca.

El sordo parloteo de Amelia a través del auricular era incesante. Me imaginé que habría organizado un almuerzo en el Hotel Cathay o alguna otra interrupción, cualquier cosa para evitar que Dimitri y yo disfrutáramos de nuestra primera mañana como recién casados nosotros solos. Miré a mi alrededor en busca de cerillas para encender el fuego y encontré una caja en un estante. Estaba a punto de encender una cuando miré a Dimitri de reojo. Su piel había adquirido un tono ceniciento.

– Cálmate -estaba diciendo-. Quédate allí por si acaso él llama.

Dimitri colgó el auricular y me miró fijamente.

– Serguéi salió a conducir ayer por la noche y no ha vuelto a casa.

Fue como si miles de agujas y alfileres se me clavaran en las palmas de las manos y en las plantas de los pies. En cualquier otra situación, no me habría sentido tan preocupada. Habría supuesto que Serguéi se habría quedado a dormir la borrachera en el club por la fiesta del día anterior. Pero las cosas habían cambiado. Shanghái estaba más peligrosa que nunca. La guerra civil era la causa de que hubiera espías comunistas por doquier, y, sólo en la última semana, habían sido asesinados ocho hombres de negocios chinos y extranjeros. El mero pensamiento de Serguéi en manos de los comunistas era demasiado horrible como para poder soportarlo.

Dimitri y yo rebuscamos en los baúles que las doncellas habían empaquetado para nosotros. Lo único que pudimos encontrar fue la ropa de verano y las chaquetas ligeras. Nos las pusimos, pero tan pronto como estuvimos en la calle, un viento endemoniado nos produjo escozor en las manos, en los rostros desnudos y en mis descubiertas piernas. Tirité por el frío, así que Dimitri me rodeó entre sus brazos.

– A Serguéi nunca le ha gustado conducir -comentó Dimitri-. No entiendo por qué no levantó al sirviente para que lo llevara a donde quería ir. Si fue lo bastante estúpido como para conducir fuera de la Concesión Francesa…

Apreté a Dimitri por la cintura, sin querer imaginar que a Serguéi hubiera podido ocurrirle algo malo.

– ¿Quién llamó ayer por la noche? -le pregunté-. ¿Fue Amelia?

Dimitri hizo un gesto de dolor.

– No, no fue ella.

Podía notar el temblor bajo su piel. El temor cayó sobre nosotros como una nube negra y seguimos andando taciturnos. Las lágrimas me escocían en los ojos. Se suponía que el primer día de mi matrimonio tendría que haber sido el más feliz. En cambio, había comenzado de la manera más triste.

– Vamos, Anya -me animó Dimitri, acelerando el paso-. Probablemente esté dormido en el club, y todo este drama acabe en nada.

Las puertas del vestíbulo de entrada estaban cerradas, pero tratamos de entrar por una lateral. Comprobamos que estaba abierta. Dimitri recorrió la jamba con la palma de la mano en busca de alguna señal de allanamiento, pero no había ninguna. Nos sonreímos.

– Sabía que estaría aquí -comentó Dimitri. Amelia le dijo que había estado llamando al club desde muy temprano, pero si Serguéi estaba durmiendo por el exceso de alcohol o de opio, podía ser que no hubiera oído el teléfono.

El aroma de las rosas en el vestíbulo era abrumador. Presioné el rostro contra los pétalos cubiertos de rocío, absorbiendo su perfume. Me traían a la mente un recuerdo agradable.

– ¡Serguéi! -llamó Dimitri. No hubo respuesta. Corrí hacia el interior del salón, y cruzamos juntos la pista de baile. Mis pasos retumbaron en el espacio vacío y me invadió una súbita tristeza. La oficina estaba desierta. No había nada fuera de lugar, excepto el teléfono, que estaba tirado en el suelo. La base estaba rajada y el cable, enrollado a la pata de una silla.

Buscamos por el restaurante, mirando debajo de las mesas y detrás del mostrador de recepción. Corrimos por la cocina y los baños, e incluso subimos la estrecha escalera que conducía a la azotea, pero no había ni rastro de Serguéi por ninguna parte del club.

– ¿Y ahora qué hacemos? -le pregunté a Dimitri-. Al menos, ya sabemos que fue Serguéi el que nos telefoneó anoche.

Dimitri se restregó la mano contra la mandíbula.

– Quiero que te vayas a casa y me esperes allí -me contestó.

Observé a Dimitri mientras bajaba pesadamente las escaleras de piedra del club y llamaba a un rickshaw. Sabía adónde iría. Se dirigía a los barrios bajos y a los callejones traseros de la Concesión, donde me habían robado el collar de mi madre. Y si no podía encontrar allí a Serguéi, se dirigiría hacia la zona oeste de la calle Chessboard donde, con toda probabilidad, el hedor a opio todavía flotaría en los estrechos callejones. Las fachadas de las tiendas que servían de tapadera se estarían abriendo, y los traficantes estarían guardando sus bártulos hasta la noche siguiente.

En el camino de vuelta al apartamento, pasé delante de salones de té, comercios de incienso y carnicerías que estaban abriendo sus puertas. Cuando llegué a la calle adoquinada situada en la parte trasera del edificio, la encontré desierta. No había ni rastro del niño de la bicicleta o de su madre. Rebusqué en mi bolso la llave de la puerta, pero un aroma dulzón me produjo picor en la nariz e hizo que me diera media vuelta. El aroma de violetas. Levanté la mirada hacia las jardineras de nuestras ventanas, pero sabía que aquel olor no podía provenir de tan arriba.

Localicé la rejilla y el capó de la limusina de Serguéi. Sobresalía de una callejuela entre la panadería y una casa. Me pregunté cómo era posible que Dimitri y yo la hubiéramos pasado por alto antes. Corrí por la calle hacia el automóvil y divisé a Serguéi sentado en el asiento delantero, observándome. Estaba sonriendo, con una mano apoyada en el volante. Proferí un grito de alivio.

– ¡Hemos estado muy preocupados por ti! -le dije, lanzándome sobre el brillante capó-. ¿Has estado aquí toda la noche?

Desde aquel ángulo del capó, el parabrisas reflejaba el brillo del cielo y me impedía ver el rostro de Serguéi. Le observé preguntándome por qué no me contestaba.

– ¡Llevo toda la mañana pensando en comunistas y en asesinatos, y resulta que estás aquí! -le dije.

No salía ni un solo ruido del automóvil. Me deslicé por el capó y logré meterme entre la pared y el asiento del copiloto. Abrí de un tirón la puerta. Un hedor pútrido me impactó. Se me heló la sangre en las venas. El regazo de Serguéi estaba manchado de vómito. Estaba sentado en una postura rígida e innatural.

Le toqué el rostro, pero estaba frío y estirado como el cuero. Se le había enroscado el labio superior hacia arriba, dejando a la vista los dientes. No estaba sonriendo en absoluto.

– ¡No! -grité-. ¡No!

Le agarré los brazos, incapaz de comprender la escena que tenía ante mí. Lo sacudí. Como no respondió, lo agarré aún más fuerte. Fue como si no pudiera creer que lo que estaba viendo era real y como si, agitando el cadáver el tiempo suficiente, pudiera devolverle la vida a Serguéi. Una de sus manos se aferraba a la rodilla, y algo brillaba en su puño. Traté de abrirle los dedos para recuperar el objeto. Era una alianza de boda. Me sequé las lágrimas de los ojos, tratando de ver el diseño que estaba grabado en ella. Un círculo de palomas volando en una tira de oro blanco. Ignoré el hedor, apoyé la cabeza en el hombro de Serguéi y sollocé. Cuando lo hice, estoy segura de que le escuché hablándome: «Entiérrame con él puesto -dijo-, quiero irme con ella».


Dos días después, nos reunimos en el recibidor del club para celebrar el funeral. Los tallos de las rosas de la boda se estaban resecando, igual que las hojas exteriores. Las flores se marchitaron como si estuvieran de luto. Los lirios se secaron y se arrugaron como doncellas ajándose y convirtiéndose en ancianas antes de tiempo. Los sirvientes añadieron clavo y canela a los arreglos florales, por lo que el aire se volvió picante y sombrío, recordándonos que estaban por venir aciagos meses. También quemaron granos de vainilla, tratando de que el aroma arcilloso cubriera el efluvio que se filtraba del tallado ataúd de roble.

Después de haber descubierto a Serguéi, llamé al criado para que me ayudara a llevarlo a casa. Dimitri se reunió con nosotros allí. Amelia llamó a un médico. Él examinó el cuerpo y declaró que la muerte había sido provocada por un ataque al corazón. Dimitri y yo lavamos el cadáver con el mismo cariño de unos padres bañando a su recién nacido, y lo tendimos en una mesa en el recibidor principal, con la intención de llamar a la funeraria al día siguiente. Sin embargo, por la tarde, Amelia nos llamó para pedirnos que volviéramos.

– Toda la casa huele a él. Es imposible escapar.

Cuando llegamos, la casa había sido engullida por un fétido hedor. Examinamos el cuerpo y descubrimos ronchas rojizas en el rostro y el cuello, y que las manos estaban cubiertas de manchas purpúreas. Serguéi estaba pudriéndose ante nosotros, descomponiéndose mucho más rápido de lo normal. Era como si su cuerpo estuviera perseverando en disolverse de este mundo lo más deprisa posible, para volver al polvo sin demora.

El otoño cayó como una guillotina el día del funeral, alejándonos de golpe del último de los cielos azules y tiñéndolo de una tonalidad gris plomizo que nos cubrió por completo. Una llovizna pertinaz nos humedecía los rostros y un viento que cogía fuerza en el norte y llegaba al sur soplando ráfagas glaciales se nos metía en los huesos. Enterramos a Serguéi en el cementerio ruso, a la sombra de cruces ortodoxas y entre el olor de las hojas descompuestas y la tierra húmeda. Me tambaleé al borde de la tumba, contemplando el ataúd que mecía a Serguéi como en un útero materno. Si Amelia sentía aversión por mí antes de la muerte de Serguéi, después de ella, me odiaba ferozmente. Se apretó contra mi costado y me golpeó con el hombro como si esperara que yo también me fuera a caer en la tumba.

– Tú lo has matado, tú, niña egoísta -me susurró, con una voz rasposa-. Trabajó por ti hasta la extenuación. Estaba fuerte como un buey antes de tu boda.

Más tarde, en el velatorio, Dimitri y yo nos atiborramos a galletas de jengibre, anhelando catar de nuevo la dulzura en nuestras bocas entumecidas. Amelia había logrado distraerse durante los preparativos del funeral con excursiones a las carreras y expediciones de compras, mientras que Dimitri y yo deambulábamos por el apartamento como fantasmas, desprovistos del sentido del gusto y del olfato. Todos los días descubríamos en una estantería o en un armario algún nuevo objeto, una fotografía en un marco, una baratija, un adorno, que Serguéi había elegido cariñosamente para nosotros. Su intención había sido que nos proporcionaran alegría cada vez que los encontráramos, pero la sombra de su muerte hacía que aquellos objetos nos hirieran como flechas. En la cama, nos aferrábamos mutuamente, no como recién casados, sino como quien está a punto de ahogarse, observando el rostro ceniciento del otro en busca de respuestas.

– No os sintáis culpables -nos dijo Luba, tratando de consolarnos-. No creo que temiera molestaros en vuestra noche de bodas. Lo que creo es que supo que iba a morir y quería estar cerca de vosotros. Le recordabais tanto a él mismo y a Marina…

Nunca le dijimos a Amelia que habíamos enterrado a Serguéi con su anillo de bodas puesto, ni que la tumba junto a la suya, con una inscripción en ruso y dos palomas grabadas, una viva y otra muerta, era la de Marina.


El día siguiente al funeral, Alexéi nos reunió en su oficina para la lectura del testamento. Tendría que haber sido un asunto sencillo. A Dimitri le pertenecería el apartamento, Amelia se quedaría con la casa, y el Moscú-Shanghái se dividiría entre los dos.

Pero el modo en el que Luba merodeaba nerviosamente, retorciendo el nudo de su bufanda y temblando mientras servía el té, me hizo pensar que algo malo iba a ocurrir. Dimitri y yo nos acurrucamos juntos en el sofá, mientras Amelia se dejó caer en el sillón de piel junto a la ventana, con sus angulosas facciones bañadas por la luz matutina. Sus ojos se entrecerraron y me recordó de nuevo a una serpiente enroscada a punto de atacar. Comprendí la ferocidad de su odio hacia mí. Provenía de su sentido de supervivencia. Serguéi se había sentido mucho más cercano a mí que a ninguna otra persona durante el último año.

Alexéi mantuvo el suspense, revolviendo los papeles de su mesa y tomándose su tiempo para encenderse una pipa. Sus movimientos eran torpes y lentos, abrumados por el dolor que sentía por la muerte del hombre que había sido su amigo durante más de treinta años.

– No voy a demorarme más -declaró, finalmente-. El último testamento de Serguéi, que revoca a todos los testamentos anteriores, elaborado el día vigésimo primero de agosto de 1947, es muy simple y claro.

Se frotó los ojos y se puso las gafas antes de dirigirse a Dimitri y Amelia.

– Aunque os quería a todos de igual manera y con igual cariño, y quizás os produzca perplejidad por su elección, sus deseos son claros y exactos: «Yo, Serguéi Nikoláievich Kirilov, lego todas mis posesiones terrenales, incluyendo mi casa y todo lo que la misma contiene y mi negocio, el Moscú-Shanghái, a Anna Victorovna Kozlova».

Las palabras de Alexéi recibieron como respuesta un silencio atónito. Nadie se movió. Creo que estaban esperando a que Alexéi añadiera algo más, que incluyera algún tipo de condición. En su lugar, se quitó las gafas y dijo: «Eso es todo». Se me secó tanto la boca que no podía cerrarla. Dimitri se levantó y caminó hacia la ventana. Amelia se hundió en el sillón. Lo que acababa de ocurrir me parecía totalmente irreal. ¿Cómo podía Serguéi, alguien a quien quería y en quien confiaba, hacerme algo así? Había traicionado a Dimitri tras todos sus años de lealtad y me había hecho su cómplice. Mi mente se aceleró tratando de pensar en una razón, pero aquello carecía de sentido.

– ¿Hizo este testamento cuando Anya y yo nos comprometimos? -preguntó Dimitri.

– La fecha indica que así es -respondió Alexéi.

– «La fecha indica que así es» -repitió Amelia, con un gesto cargado de desdén-. ¿Es que no eres su abogado? ¿No le aconsejaste sobre su testamento?

– Como ya sabes, Amelia, Serguéi no ha estado bien durante algún tiempo. Fui testigo de su testamento, pero no le aconsejé sobre el contenido del mismo -replicó Alexéi.

– ¿Acaso los abogados aceptan los testamentos de personas de las que sospechan que no están sanos de cuerpo y mente? ¡Yo creo que no! -espetó Amelia, inclinándose sobre el escritorio. Había sacado sus colmillos y estaba dispuesta a atacar.

Alexéi se encogió de hombros. Me dio la impresión de que estaba disfrutando al ver a Amelia tan desconcertada.

– Creo que Anya es una joven de carácter impecable -declaró-. Como esposa, compartirá todas sus posesiones con Dimitri y, ya que tú has sido tan caritativa con ella, estoy seguro de que mostrará el mismo tipo de amabilidad contigo.

Amelia se levantó de un salto.

– Llegó aquí como una mendiga -dijo, sin mirarme-. Nunca ha tenido la intención de quedarse. Le ofrecimos nuestra caridad. ¿Comprendes? Caridad. ¡Y él nos vuelve la espalda a Dimitri y a mí y le deja todo a ella!

Dimitri cruzó la habitación y se detuvo frente a mí. Me cogió la barbilla entre las manos y me miró a los ojos.

– ¿Sabías algo sobre esto? -me preguntó.

Empalidecí ante su pregunta.

– ¡No! -exclamé.

Me agarró la mano para ayudarme a levantarme del sofá. Era el gesto de un marido atento, pero, tan pronto como le rocé la piel, noté que su sangre se había congelado.

No se me escapó el odio de la mirada de Amelia mientras nos veía marchar. Su expresión se me clavaba como un cuchillo en la espalda.

Dimitri no pronunció ni una sola palabra durante la vuelta a casa. Tampoco dijo nada cuando ya nos encontrábamos en la privacidad de nuestro apartamento. Se pasó la tarde entera encorvado contra el alféizar de la ventana, fumando y mirando a la calle. El peso de la conversación recayó en mí, y me sentía demasiado hastiada como para encargarme de hablar. Lloré, y mis lágrimas gotearon en la sopa de zanahoria que preparé para la cena. Me corté mientras partía el pan y dejé que la sangre tiñera la hogaza. Pensé que si Dimitri ingería mi dolor, creería en mi inocencia.

Por la noche, Dimitri se mantuvo rígido en su asiento, contemplando el fuego. Apartaba la mirada de mí, mientras que yo lo observaba con insistencia, sintiéndome vulnerable y deseando que me perdonara por una culpa que no había cometido.

Finalmente, al levantarse para irse a la cama, me dirigió la palabra:

– Parece que, al final, no se fiaba de mí, ¿eh? -dijo-. Después de repetirme tantas veces que yo era como un hijo, seguía viéndome como la escoria de los bajos fondos. No lo bastante bueno como para confiar en mí.

Los músculos de mi espalda se tensaron. Mi mente se movió en dos direcciones al mismo tiempo. Me sentía aliviada y aterrorizada al ver que Dimitri me volvía a hablar.

– No pienses eso -le contesté-. Serguéi te adoraba. Es lo que dice Alexéi: no estaba en su sano juicio.

Dimitri se frotó el demacrado rostro con las manos. Me dolía ver la amargura en su mirada. Anhelaba abrazarle, volver a hacer el amor con él. Hubiera dado cualquier cosa por ver deseo en lugar de sufrimiento en su rostro. Solamente habíamos disfrutado de una noche de verdadero amor y felicidad. Desde entonces, todo había ido decayendo; deteriorándose y pudriéndose. La amargura hacía que nuestro hogar apestara, del mismo modo que el cadáver en descomposición de Serguéi había impregnado la casa con su hedor.

– Y, en todo caso, todo lo que es mío es tuyo -continué-. No has perdido el club.

– Y entonces, ¿por qué no ha tenido la decencia de colocar al marido en primer lugar?

Volvimos a caer de nuevo en un silencio hostil, Dimitri se movió otra vez hacia la ventana, y yo me retiré hacia la puerta de la cocina. Deseaba gritar por la injusticia de mi situación. Serguéi había preparado con cariño el apartamento para nosotros, y después, con un solo cambio de su testamento, lo había convertido en un campo de batalla.

– Nunca he entendido su relación con Amelia -comenté-. A veces, parecía que se odiaban. ¿Quizás Serguéi temiera la influencia que ella pudiera ejercer sobre ti?

Dimitri se volvió con tal rencor en la mirada que un temblor me recorrió la espalda. Cerró las manos, apretando los puños.

– Lo peor no es lo que me ha hecho a mí, sino lo que le ha hecho a Amelia -respondió-. Ella trabajó por el club mientras él estaba ocupado, remojándose el cerebro en opio, perdido en las ilusiones de su glorioso pasado. Sin ella, él hubiera sido otro de esos corrompidos rusos tirados en la cuneta. Es fácil criticarla porque nació en la calle, porque no tiene elegantes modales aristocráticos. Pero ¿qué significan realmente esos modales? Dime, ¿quién es más honrado?

– Dimitri -exclamé-, ¿qué dices?, ¿de quién estás hablando?

Dimitri se levantó del alféizar y se dirigió a grandes zancadas hacia la puerta. Le seguí. Había cogido su abrigo del armario y se lo estaba poniendo.

– Dimitri, ¡no te vayas! -le supliqué, aunque me percaté de que, en realidad, lo que quería decirle era: «No te vayas con ella».

Se abrochó los botones del abrigo y se cerró el cinturón, ignorándome.

– Lo hecho, hecho está -le dije-, pero podemos dividir el Moscú-Shanghái entre vosotros dos. Te lo cederé legalmente a ti para que puedas decidir lo que quieres darle a Amelia. Y entonces, vosotros dos podréis gestionarlo como siempre habéis hecho, independientemente de mí.

Dimitri paró de abrocharse el abrigo y me observó detenidamente. El gesto burlón de su rostro se suavizó y el corazón me dio un brinco de esperanza.

– Ése sería un buen gesto -respondió-. Y también dejarla quedarse en la casa, aunque ahora sea tuya.

– Por supuesto, no tengo intención de hacer ninguna otra cosa.

Dimitri extendió los brazos. Corrí hacia él, hundiendo mi cara en la solapa de su abrigo. Noté como presionaba los labios contra mi cabello e inhalé su olor, que me resultaba tan familiar. «Todo se arreglará entre nosotros -me dije para mis adentros-, esto pasará y él volverá a amarme.»


La semana siguiente, me fui de compras a la calle Nanking. El tiempo había mejorado tras el frío glacial de la semana anterior, y la calle estaba atestada de gente que trataba de disfrutar de los frágiles rayos del sol de mediodía. Riadas de hombres de negocios brotaban de los edificios de oficinas y bancos, por ser la hora del almuerzo; mujeres que arrastraban carritos de la compra se saludaban en las esquinas y, en todos los lugares a los que dirigía mi vista, había puestos de vendedores callejeros. El olor de las carnes especiadas y de las castañas asadas de los vendedores me abrió el apetito. Estaba leyendo el menú del escaparate de un restaurante italiano y tratando de decidirme entre zuppa di cozze o spaghetti alla marinara, cuando repentinamente alguien profirió un grito tan estridente y atroz que se me paró el corazón. La gente se echó a correr en todas direcciones con el terror reflejado en sus rostros. Recibí empujones por todas partes. Sin embargo, la muchedumbre se vio constreñida por dos camiones militares que aparecieron en cada extremo de la manzana y, de repente, me encontré aprisionada entre un escaparate y un hombre corpulento, que se aplastó tanto contra mí que pensé que se me romperían las costillas. Me zafé del hombre para introducirme en la multitud enloquecida. Todo el mundo luchaba con el resto, tratando de apartarse de lo que estaba ocurriendo en la calle, fuera lo que fuese.

Me empujaron hasta la primera fila de la multitud y me encontré cara a cara con un grupo de soldados del ejército nacionalista. Los soldados apuntaban con sus rifles a una línea de jóvenes chinos, hombres y mujeres, que estaban arrodillados en el suelo, con las manos entrelazadas detrás de la cabeza. Los estudiantes no parecían asustados, solamente desorientados. Una de las chicas miraba con ojos entrecerrados a la multitud, y me percaté de que sus gafas se le habían quedado enganchadas en el cuello de la chaqueta. Estaban rotas, como si la hubieran golpeado y se le hubieran caído de la cara. Dos capitanes estaban de pie junto a ella, discutiendo en voz baja. De repente, uno se separó bruscamente del otro. Avanzó dando grandes zancadas hasta colocarse detrás del primer muchacho de la fila, sacó una pistola del cinturón y le disparó al chico a la cabeza. El rostro del muchacho se desfiguró por el impacto de la bala. Un chorro de sangre brotó como una fuente de la herida. Se derrumbó en la acera, mientras la sangre formaba un charco a su alrededor. Enmudecí por el horror, pero hubo otras personas entre la multitud que chillaron y gritaron en señal de protesta.

El capitán se movió rápidamente a lo largo de la línea, ejecutando a cada uno de los estudiantes con total indiferencia, como un jardinero que recogiera flores muertas. Fueron cayendo uno a uno, con sus rostros retorciéndose y tensándose al morir. Cuando el capitán llegó a la altura de la chica miope, corrí hacia delante sin pensarlo, como para protegerla. El militar me fulminó con una mirada feroz, pero una mujer inglesa me agarró del brazo y me volvió a introducir entre el gentío. Apretó mi cabeza contra su hombro.

– ¡No mires! -me dijo. Escuché el disparo de la pistola y me solté de la mujer. La chica no murió instantáneamente, como los otros. El disparo no había sido limpio. La mitad de su cabeza había quedado destrozada. Un colgajo de piel pendía sobre su oreja. Se cayó hacia delante y se arrastró por la acera. Los soldados la siguieron, dándole puntapiés y golpes con las culatas de sus fusiles. Gimió: «¡Mamá!, ¡mamá!», antes de quedarse totalmente quieta. Contemplé su silueta inerte y la enorme herida de su cabeza, y me imaginé a una madre en algún lugar, esperando a una hija que nunca volvería a casa.

Un policía sij se abrió camino entre la muchedumbre. Les gritó a los soldados y señaló los cuerpos esparcidos en la acera.

– ¡No tienen ustedes derecho a estar aquí! -les gritó-. ¡Éste no es su territorio!

Los soldados le ignoraron y se volvieron a montar en los camiones. El capitán que había llevado a cabo la matanza se volvió hacia el gentío y dijo: «Todos aquellos que sientan simpatía por los comunistas morirán con los comunistas. Mi advertencia es la siguiente: lo que les he hecho a ellos será exactamente lo mismo que les harán a ustedes si les permiten entrar en Shanghái».

Me apresuré por la calle Nanking, apenas consciente de adónde me dirigía. Mi mente era un revoltijo de imágenes y sonidos.

Me chocaba con la gente y con los carritos de la compra, magullándome los brazos y las caderas sin casi notarlo. Principalmente, pensaba en Tang. Aquella sonrisa retorcida, las manos destrozadas, su necesidad de venganza. No había percibido aquel odio en los ojos de esos jóvenes estudiantes.

Me encontré frente al Moscú-Shanghái y me apresuré a entrar. Dimitri y Amelia estaban en la oficina, examinando los libros de cuentas con su nuevo abogado, un estadounidense llamado Bridges. El ambiente estaba cargado por el humo de sus respectivos cigarrillos, y todos fruncían el ceño con gesto concentrado. Aunque la tensión entre Dimitri y yo se había desvanecido, e incluso Amelia se había comportado muy educadamente tras comprender que no iba a desalojarla de la casa, sólo me atreví a interrumpirles con aquel descaro por la desesperación que sentía.

– ¿Qué sucede? -me preguntó Dimitri levantándose de su asiento.

Su mirada estaba cargada de preocupación, y me pregunté cuál sería mi aspecto en aquel momento.

Me ayudó a sentarme y me apartó el pelo de la cara. Me conmovió su ternura y farfullé todo lo que había presenciado, deteniéndome con frecuencia para tragar las lágrimas que me ahogaban. Escucharon mi relato atentamente y cuando terminé, permanecieron en silencio durante largo rato. Amelia tamborileó con sus largas uñas rojas sobre el escritorio, y Dimitri se paseó hacia la ventana, abriéndola para que entrara el aire.

– Estos no son buenos tiempos -comentó Bridges, frotándose las patillas.

– Yo creo en lo que Serguéi decía -contestó Dimitri-: Sobrevivimos a la guerra y sobreviviremos a esto.

– Las únicas palabras sabias que tuvo a bien ofrecernos -se burló Amelia, sacando un nuevo cigarrillo y encendiéndolo.

– ¿Y qué pasa con los rumores? -inquirió Bridges-. Cada vez se oyen con más frecuencia. Y un buen día ya no hay pan, y al siguiente no hay arroz…

– ¿Qué rumores? -pregunté.

Bridges me observó con atención mientras presionaba uno de sus peludos puños contra su otra mano.

– Dicen que el ejército comunista se ha reagrupado y que está aproximándose al Yangtsé. Que por todo el país los generales nacionalistas están desertando y uniéndose a las tropas de los comunistas. Que planean atacar Shanghái.

Contuve la respiración. Empecé a temblar desde las piernas hasta los brazos. Pensé que iba a vomitar.

– ¿Para qué asustas a Anya? -le preguntó Dimitri-. ¿Te parece un buen momento para decirle estas cosas? ¿Después de todo lo que acaba de presenciar?

– Tonterías -espetó Amelia-. El club va mejor que nunca. Está lleno de británicos, franceses e italianos. Los únicos que se están poniendo nerviosos son los cobardicas de los estadounidenses. ¿Y qué, si vienen los comunistas? Quieren a los chinos, no a nosotros.

– ¿Y qué pasa con el toque de queda? -dijo Bridges.

– ¿Qué toque de queda? -inquirí.

Dimitri miró con enfado a Bridges.

– Será sólo durante el invierno. Para ahorrar combustible y otras existencias. Nada por lo que haya que preocuparse.

– ¿Qué toque de queda? -volví a preguntar, mirando primero a Bridges y luego a Dimitri.

– Solamente podemos abrir cuatro noches a la semana. Y sólo hasta las once y media -dijo Bridges.

– Es una mera precaución para el racionamiento -comentó Dimitri-. Durante la guerra, era más grave.

– Otro acto cobardica de los estadounidenses -añadió Amelia.

– Sólo será durante el invierno -sentenció Dimitri-. Nada de lo que tengamos que preocuparnos en absoluto.

Al día siguiente, Luba vino a verme. Llevaba puesto un traje de color azul cobalto con un ramillete de flores cosido a la solapa. Al principio, me sentí incómoda, porque Dimitri y Amelia habían despedido a su marido como abogado del club, pero Luba no cambió su actitud hacia mí.

– Anya, ¡mira qué pálida y delgada te has quedado! -comentó-. Te voy a llevar a comer bien de verdad. A mi club.

La invité a entrar y me rozó al pasar, mirando por todo el apartamento como si estuviera buscando a alguien. Se acercó rápidamente al aparador y examinó las muñecas; después cogió un buda de jade de la estantería, lo estudió y pasó las manos por las paredes de ladrillo visto. Entonces comprendí lo que buscaba en las cosas que estaba tocando.

– Lo echo de menos como a mi propio padre -le confesé.

Su rostro se contrajo.

– Yo también lo echo de menos.

Nuestras miradas se cruzaron, y Luba se volvió para admirar un cuadro que representaba los jardines chinos. El sol de media mañana brillaba a través de las ventanas sin cortinas, y relucía por encima de los ondulados cabellos de Luba, formando una especie de aureola. Me recordó a la manera en la que las luces del Moscú-Shanghái se proyectaron por encima de los hombros de Serguéi cuando bailamos la noche de la celebración de mi compromiso con Dimitri. Aunque Luba era parte de nuestro círculo, nunca había llegado a conocerla realmente bien. Era una de esas mujeres que se adaptaban tan bien al papel de ser la esposa de alguien que era imposible pensar en ella como algo más que una extensión de su marido. Siempre me había parecido una muñeca robusta y carnosa, que iba del brazo de su marido mostrando una reluciente sonrisa, pero sin revelar nunca sus pensamientos. De pronto, en un instante, nos habíamos convertido en aliadas, por habernos atrevido a recordar a Serguéi con cariño.

– Me voy a vestir -le dije. Después, como por un impulso, le pregunté-. ¿Estabas enamorada de él?

Se echó a reír.

– No, pero sí que le quería -me contestó-. Era primo mío.

El club de Luba estaba en el camino del pozo de la risa. Era un lugar con estilo, pero también algo deslustrado. Las cortinas eran elegantes, pero estaban descoloridas y las alfombras orientales eran magníficas, pero raídas. Los grandes ventanales daban a un jardín rocoso con una fuente y magnolios. El club atraía a las esposas acomodadas que no podían entrar en los clubes británicos. Estaba lleno de mujeres alemanas, holandesas y francesas; la mayoría de ellas tenían aproximadamente la edad de Luba. En el salón comedor había mucho bullicio, por el ruido de las conversaciones y el sonido metálico de los platos y los vasos que los camareros chinos llevaban de un lado para otro en carritos de plata.

Luba y yo compartimos una botella de champán y pedimos pollo a la Kiev, escalope y tarta de queso con chocolate blanco de postre. Me sentí como si estuviera viendo a Luba por primera vez. Al mirarla, era como si estuviera mirando a Serguéi. No me podía creer que no hubiera notado el parecido antes. La misma corpulencia de oso. Las regordetas manos que sostenían el cuchillo y el tenedor tenían manchas que atestiguaban su edad, pero mostraban una cuidadosa manicura; sus hombros eran algo encorvados, pero la barbilla se mantenía erguida. Su piel era elástica y bien cuidada. Abrió un estuche de maquillaje y se empolvó la nariz. Tenía una pequeña mancha de picadura de viruela en la mejilla izquierda, pero llevaba el rostro tan cuidadosamente maquillado que la mancha era prácticamente invisible. Aunque no se parecía nada a mi madre, había algo maternal en Luba que me hizo sentir mucho cariño por ella. O quizás fue porque me recordaba poderosamente a Serguéi.

– ¿Cómo es que ninguno de los dos me ha mencionado nunca que erais primos? -le pregunté mientras nos retiraban los primeros platos de la mesa.

Luba sacudió la cabeza.

– Por causa de Amelia. Serguéi no quiso escucharnos cuando le dijimos que no se casara con ella. Él se sentía solo y ella buscaba una manera fácil de entrar en el mundo del lujo. Como ya sabes, las leyes en Shanghái son complicadas en lo que respecta a los rusos. Todo el resto de los extranjeros debe someterse a las leyes de sus respectivos países, pero nosotros debemos acatar las leyes chinas en la mayoría de los casos. Teníamos que dar todos los pasos necesarios para proteger mis activos.

Luba paseó la mirada por la habitación en busca del camarero, pero él estaba ocupado tomando nota en otras mesas, por lo que cogió ella misma la botella de champán por el cuello y rellenó nuestras copas.

– Anya, tengo que hacerte una advertencia -me confesó.

– ¿Advertirme sobre qué? -le pregunté.

Alisó el mantel con la mano.

– Alexéi fue quien aconsejó a Serguéi para que hiciera el nuevo testamento y dejara fuera a Dimitri.

Me quedé mirándola, boquiabierta.

– ¿De modo que Serguéi no estaba enajenado?

– No.

– Eso casi ha provocado que mi matrimonio se fuera a pique -le dije, con un tono de voz más tenso-. ¿Por qué aconsejaría tu marido una cosa así a Serguéi?

Luba dejó caer la copa en la mesa con un golpe, lo que hizo que el champán salpicara la mesa.

– Porque Dimitri nunca escuchó a Serguéi cuando trató de prevenirle sobre Amelia. Cuando se casaron, Serguéi le dio a Amelia joyas y dinero. Pero nunca le prometió el Moscú-Shanghái. El club no era para nadie hasta que apareció Dimitri. Y sin embargo, de algún modo, Amelia consiguió convencer a Dimitri de que ambos iban a compartirlo a la muerte de Serguéi.

Sacudí la cabeza. No estaba preparada para decirle a Luba que ya había cedido el club a favor de Dimitri precisamente con ese fin.

– Aun así, sigo sin entender nada -le contesté.

Luba me estudió durante un momento. Noté que había algo más aparte de lo que me había revelado, pero quería asegurarse de que yo fuera lo suficientemente fuerte para escucharlo antes de continuar. Deseé que pensara que no lo era. No podía soportar oír ni una palabra más.

El camarero llegó con el carrito de los postres y colocó en medio la tarta de queso que habíamos pedido para compartir. Cuando se marchó, Luba cogió el tenedor y lo hundió en el cremoso postre.

– ¿Sabes lo que Amelia realmente quiere? -me preguntó.

Me encogí de hombros.

– Todos conocemos a Amelia. Siempre lo quiere todo a su manera.

Luba sacudió la cabeza. Inclinándose hacia delante, susurró:

– No todo a su manera. No, realmente. Lo que quiere es el alma de la gente.

Sonaba tan melodramático que casi me eché a reír, pero algo en la mirada de Luba me lo impidió. Podía notarme el pulso en el cuello.

– Los devora, Anya -continuó-. Se adueñó del alma de Serguéi hasta que tú viniste y lo liberaste. Y ahora, también estás alejando a Dimitri de ella. ¿Crees que se va a quedar contenta con eso? Serguéi te ha dado la posibilidad de extirparla de tu vida como si de un cáncer se tratara. Dimitri no es lo suficientemente fuerte para hacerlo él solo. Por eso, Serguéi te dejó el club a ti.

Dejé escapar una risita nerviosa y me tomé un bocado de tarta, tratando de disimular el terror que me estaba empezando a reptar por las venas.

– Luba, de verdad, no puedes creer que ella quiera el alma de Dimitri. Ya sé que es perversa, pero no es el demonio.

Luba dejó caer el tenedor en su plato.

– Anya, ¿sabes qué tipo de mujer es? Quiero decir, ¿lo sabes realmente? Amelia llegó a China en compañía de un traficante de opio. Cuando una banda de la mafia china lo asesinó, comenzó a perseguir a un joven banquero estadounidense cuya mujer y dos hijos todavía estaban en Nueva York. Él trató de alejarla de su vida, así que ella le escribió una carta llena de mentiras a su mujer. La joven esposa llenó la bañera de agua caliente y se cortó las venas.

El ácido dulzor de la tarta se me volvió amargo en la boca. Recordé mi primera noche en el Moscú-Shanghái y lo que había dicho una de las esposas de los capitanes sobre que Amelia había arruinado la vida de un buen hombre.

– Luba, me estás asustando -le dije-. Por favor, dime sobre qué estás tratando de advertirme.

Una sombra pareció pasar por la habitación. Se me puso la espalda rígida. Luba tiritó, como si hubiera sentido también la sombra.

– Es capaz de cualquier cosa. No me creo que Serguéi tuviera un ataque al corazón. Lo que creo es que ella lo envenenó.

Dejé caer la servilleta sobre la mesa y me levanté, mirando en dirección al aseo de señoras.

– Discúlpame -le dije, luchando contra las manchas negras que me enturbiaban la mirada.

Luba me agarró de la muñeca y me obligó a sentarme de nuevo.

– Anya, ya no eres una niña. Serguéi ya no está aquí para cuidar de ti, debes afrontar la realidad. Debes deshacerte de esa mujer. Es una víbora al acecho, y está esperando el momento para engulliros de un solo bocado.

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