14

ALTA SOCIEDAD

Una noche de julio, mientras Betty trataba de enseñarme el secreto de su receta de cazuela de ternera con piña, Irina irrumpió en la cocina ondeando una carta en la mano.

– ¡La abuela está en camino! -exclamó.

Me sequé las manos en el delantal, le cogí la carta y leí las primeras líneas. Los médicos franceses habían certificado la recuperación de Ruselina y, en el consulado, le estaban preparando los documentos necesarios para que pudiera viajar a Australia. Habían sucedido tantas cosas desde que habíamos visto por última vez a Ruselina que casi no pude creerme lo que estaba leyendo sobre que esperaba llegar a Sídney a finales de ese mismo mes. Parecía que el tiempo había pasado volando.

Le traduje las noticias a Betty.

– Espera a ver cuando escuche lo bien que hablas ahora inglés -le dijo a Irina-. No te reconocerá.

– No me va a reconocer porque nos has estado alimentando muy bien -replicó Irina, sonriendo-. He cogido peso.

– ¡Yo no he sido! -protestó Betty, mientras cortaba en láminas un poco de beicon y ponía ojos de cordero degollado-. Creo que es Vitaly el que ha estado dándote de comer más de la cuenta. ¡Siempre que los dos estáis en la cocina, lo único que oigo son risitas!

Pensé que la broma de Betty era graciosa, pero Irina se sonrojó.

– Vitaly debería haber arreglado su Austin para cuando llegue Ruselina -comenté-. Podemos llevarla a dar un paseo por las Montañas Azules.

Betty puso los ojos en blanco.

– ¡Vitaly ha estado tratando de reparar ese Austin desde que empezó a trabajar conmigo y todavía no lo ha sacado del garaje! Creo que será mejor que no contemos con él y vayamos en tren.

– ¿Crees que podremos encontrar un apartamento para la abuela cerca de aquí? -le preguntó Irina a Betty-. No tenemos demasiado tiempo.

Betty metió la cazuela en el horno y puso en marcha el temporizador.

– Se me ocurre otra cosa -contestó-. Tengo una habitación en la planta baja que he estado utilizando como almacén, pero que es grande y agradable. La vaciaré, si queréis.

Alcanzó un tarro de la balda superior del armario de la cocina, sacó una llave y se la dio a Irina.

– Anya y tú podéis ir a echar un vistazo y ver qué os parece. A la cena todavía le falta un rato.

Irina y yo corrimos escaleras abajo hasta el primer piso. Nos encontramos con Johnny, que estaba saliendo por la puerta principal.

– ¡Hola a las dos! -nos dijo mientras sacaba un paquete de cigarrillos del bolsillo de la chaqueta-. Me voy a la calle, aunque mamá dice que va a llover.

Irina y yo le devolvimos el saludo y le observamos mientras trotaba por el sendero y a través de la puerta del jardín. El domingo anterior, Vitaly nos había llevado al zoo. Cuando llegamos al recinto de los koalas, Irina y yo nos miramos y dijimos al unísono: «¡Johnny!». Nuestro vecino tenía los mismos ojos semicerrados y la misma boca lánguida que aquel animal autóctono.

La habitación de la que Betty nos había hablado estaba al final del recibidor, detrás de las escaleras.

– ¿Crees que habrá mucho ruido cuando Johnny practique al piano? -me preguntó Irina, metiendo la llave en la cerradura.

– No, hay dos habitaciones que separan ésta del piano de Johnny. Y, en todo caso, nadie se queja cuando él practica.

Lo que le acababa de decir a Irina era cierto. Siempre que oíamos a Johnny tocar, apagábamos la radio y, en su lugar, le escuchábamos a él. Su versión de Moon River siempre lograba hacernos llorar.

– Tienes razón -replicó Irina-. A la abuela le encantará vivir al lado de un músico.

Abrimos la puerta y entramos, encontrándonos de repente en una estancia abarrotada, llena de armarios, maletas y con una cama con dosel. El aire olía a polvo y bolas de alcanfor.

– Esa cama debió de estar antes en nuestro cuarto -dije-. Probablemente era la de Tom y Betty.

Irina abrió una puerta corrediza que había bajo las escaleras y encendió la luz.

– Aquí hay un lavabo y un inodoro -dijo-. Supongo que la abuela podría bañarse arriba.

Abrí las puertas del armario de madera tallada. Estaba lleno hasta los topes de cajas de té Bushell.

– ¿Qué te parece? -me preguntó Irina.

– Yo creo que deberías alquilarla -le contesté-. Betty tendrá que vender estas cosas más tarde o más temprano, y si limpiamos a fondo, quedará una bonita habitación.

El barco de Ruselina surcó las aguas del puerto en una preciosa mañana en Sídney. La humedad del verano me había resultado muy familiar, porque el clima de Shanghái era parecido, pero nunca había conocido días de invierno con una luz solar tan intensa, brillando entre los árboles; el aire era tan frío y vigorizante que casi tenías la sensación de poder morderlo, como una manzana fresca. A diferencia de lo que ocurría en Harbin, no había un interminable descenso de la temperatura hasta llegar al invierno, seguido por largos meses de nevadas, hielo y oscuridad. La versión amable del invierno en Sídney me daba ánimos y teñía de color mis mejillas. Irina y yo decidimos caminar hasta el muelle para recibir a Ruselina. Prácticamente fuimos brincando y no pudimos evitar reírnos a escondidas de los australianos, arrebujados en sus chaquetas y abrigos, quejándose sin parar del «invierno glacial» y de los «sabañones».

– Debe de hacer trece grados o más -le comenté a Irina.

– La abuela se creerá que estamos en verano -contestó, echándose a reír-. Sólo se alcanzaban estas temperaturas durante las olas de calor cuando ella vivía en Rusia.

Nos alivió comprobar que el barco que traía a Ruselina a Australia no estaba tan lleno como el que habíamos visto nuestro primer día en Sídney, aunque el muelle estaba atestado de gente que esperaba a que los pasajeros desembarcaran. Había una banda del Ejército de Salvación que estaba tocando Waltzing Matilda, y algunos periodistas y fotógrafos hacían fotos. Una fila de gente comenzó a descender por la pasarela de manera ordenada. Un grupo de boy-scouts se apresuraron a entregarles manzanas a los pasajeros que iban desembarcando.

– ¿De dónde viene este barco? -le pregunté a Irina.

– Zarpó de Inglaterra y fue recogiendo a unos cuantos pasajeros de camino.

No dije nada, pero me dolió que los australianos parecieran más entusiasmados por los inmigrantes británicos que por nosotros.

Irina buscó entre el mar de rostros el de Ruselina.

– ¡Allí está! -exclamó Irina, señalando hacia la mitad de la fila.

Parpadeé. La mujer que descendía por la pasarela no era la Ruselina que yo había conocido en Tubabao. Un saludable bronceado había sustituido su pálida complexión, e incluso caminaba sin la ayuda de un bastón. También habían desaparecido las manchas oscuras bajo su piel que tan familiares me resultaban. Nos localizó y gritó:

– ¡Irina! ¡Anya!

Ambas corrimos a recibirla. Cuando la abracé, era como apretar un cojín, en lugar de la rama de un árbol.

– ¡Dejad que os vea! -exclamó, dando un paso atrás-. Las dos tenéis muy buen aspecto. ¡La señora Nelson tiene que estar cuidándoos muy bien!

– Sí que nos cuida -contestó Irina, secándose una lágrima-. Pero ¿y usted, abuela?, ¿cómo se encuentra?

– Mejor de lo que nunca hubiera podido imaginar -respondió. Al ver de cerca el brillo de sus ojos y la luminosidad de su piel me podía creer sus palabras.

Le preguntamos sobre su viaje en barco y sobre Francia y, por alguna razón, nos respondió solamente en inglés, aunque nosotras le estábamos hablando en ruso.

Seguimos a los otros pasajeros al extremo sur del muelle, donde estaban descargando el equipaje. Irina y yo le preguntamos a Ruselina sobre el resto de los pasajeros del barco y bajó el tono de voz para contestarnos:

– Irina y Anya, tenemos que hablar solamente en inglés ahora que estamos en Australia.

– ¡No, si hablamos entre nosotras! -le dijo Irina, echándose a reír.

– Especialmente cuando hablemos entre nosotras -replicó Ruselina, sacando un folleto del bolso. Era el folleto de presentación de la OIR sobre Australia.

– Leed esto -nos dijo, abriéndolo por una página marcada y pasándomelo.

Leí un párrafo marcado con un asterisco.


Quizás lo más importante es aprender a hablar el idioma de los australianos. Los australianos no están acostumbrados a escuchar idiomas extranjeros. Tienden a mirar fijamente a aquellas personas cuya forma de hablar es diferente. Si usted habla su propio idioma en público, llamará la atención y provocará que los australianos le consideren un extraño… Además, trate de evitar utilizar las manos al hablar, porque si lo hace, llamará la atención.


– Parece muy importante para ellos que nosotros no «llamemos la atención» de ninguna manera -comentó Irina.

– Eso explicaría las miradas tan extrañas que nos han estado dedicando -dije yo.

Ruselina me cogió el folleto de las manos.

– Y aún hay más. Cuando solicité la acogida en Australia me enviaron a un funcionario al hospital para preguntarme si sentía afinidad por el comunismo.

– ¿¿En serio?? -exclamó Irina-. Precisamente nosotras, ¡de entre toda la gente! ¡Después de lo que hemos perdido! ¡Como si pudiéramos ser rojas!

– Eso fue lo que le dije -replicó Ruselina-. «Jovencito, ¿de verdad piensa que yo podría apoyar el régimen que puso a mis padres ante un pelotón de fusilamiento?»

– Es por culpa de las tensiones en Corea -observé yo-. Se creen que todos los rusos son espías del enemigo.

– Y es peor aún si eres asiático -añadió Irina-. Vitaly dice que ni siquiera dejan entrar a gente con la piel oscura en el país.

Una grúa rugió sobre nuestras cabezas, y levantamos la vista para ver un montón de equipaje dentro de una red que estaba descendiendo sobre el muelle.

– Allí está mi maleta -dijo Ruselina, señalando una bolsa azul con un ribete blanco.

Cuando el funcionario nos dijo que podíamos pasar a cogerla, nos pusimos a la cola junto con los otros pasajeros.

– Anya, aquel maletón negro también es mío -me indicó Ruselina-. ¿Puedes cogerlo? Pesa mucho. Irina puede coger la otra maleta.

– ¿Qué es? -le pregunté, aunque lo supe tan pronto como noté el peso y percibí el olor de aceite de engrasar.

– Es una máquina de coser que he comprado en Francia -respondió Ruselina-. Voy a dedicarme a la costura para ayudaros un poco.

Irina y yo nos miramos.

– No es necesario, abuela -le dijo Irina-. Tenemos una habitación para usted. El alquiler es bajo y podremos pagarlo hasta que se rescindan nuestros contratos.

– Seguro que no os lo podéis permitir -replicó Ruselina.

– Sí, sí que podemos -le dije.

Lo que no le conté fue que había vendido las joyas que había traído desde Shanghái y que había abierto una cuenta bancada. No conseguí tanto dinero como esperaba por las gemas porque, según me explicó el joyero, había un exceso de inmigrantes vendiendo sus alhajas en Australia. Pero sí que conseguí suficiente como para pagar la habitación de Ruselina hasta la rescisión de nuestros contratos con el gobierno.

– Bobadas -protestó Ruselina-. Tenéis que ahorrar todo el dinero que podáis.

– Abuela -le dijo Irina, frotándose con la mano el costado-, ha estado usted muy enferma. Anya y yo queremos que se lo tome con calma.

– ¡Bah! ¡Ya me lo he tomado con suficiente calma! -rezongó Ruselina-. Y ahora quiero ayudaros.

Insistimos en tomar un taxi hasta casa, aunque Ruselina quería llevar la máquina de coser en el tranvía para ahorrarnos dinero. Sólo pudimos convencerla diciéndole que podría ver más cosas desde el taxi y, tras un par de intentos, conseguimos que uno bajara la bandera.

El entusiasmo de Ruselina por su nueva ciudad provocó que Irina y yo nos avergonzáramos de nosotras mismas. Abrió la ventanilla y señaló los monumentos históricos como si hubiera vivido en la ciudad toda la vida. Incluso el taxista estaba impresionado.

– Ésa es la torre AWA -dijo, indicando un edificio marrón con algo que parecía una minitorre Eiffel en el tejado-. Es el edificio más alto de la ciudad. Supera la altura permitida, pero, como lo clasificaron como torre de telecomunicaciones en lugar de edificio, se libró de una multa.

– ¿Cómo es que sabe usted tanto sobre Sídney? -le preguntó Irina.

– No he tenido nada que hacer durante meses salvo leer todo lo que podía sobre la ciudad. Las enfermeras eran muy amables y me traían material. Incluso encontraron a un soldado australiano que vino a visitarme. Desgraciadamente, era de Melbourne. Aun así, me explicó muchas cosas sobre la cultura australiana.

De vuelta a Potts Point, encontramos a Betty y a Vitaly discutiendo en la cocina. El apartamento olía a ternera al horno y a patatas asadas, y, aunque era invierno, las ventanas y las puertas estaban abiertas para disipar el calor.

– Quiere cocinar no sé qué plato raro extranjero -nos dijo

Betty, encogiéndose de hombros. Se secó en el delantal y estiró el brazo para estrecharle la mano a Ruselina-. Pero yo no quiero nada más que lo mejor para nuestra invitada.

– Encantada de conocerla, señora Nelson -dijo Ruselina, dándole la mano a Betty-. Quiero agradecerle que haya cuidado de Irina y Anya.

– Llámame Betty -le dijo la otra mujer, acariciándose el moño-, y ha sido un placer. Siento como si fueran mis hijas.

– ¿Qué plato extranjero querías cocinar? -le preguntó Irina a Vitaly, golpeándole en broma el brazo.

Él puso los ojos en blanco y contestó:

– Espagueti a la boloñesa.

Los mediodías de invierno todavía eran lo bastante cálidos como para comer fuera, por lo que sacamos la mesa plegable a la terraza y trajimos más sillas. A Vitaly se le asignó la tarea de trinchar la carne, e Irina sirvió las verduras. Ruselina se sentó cerca de Betty, y no pude evitar contemplarlas juntas. Formaban una extraña yuxtaposición. Al margen de que se pudiera afirmar que eran mujeres muy distintas, una al lado de otra tenían un aspecto extrañamente parecido. A primera vista, no compartían nada: una era una aristócrata del viejo mundo venida a menos por las circunstancias de guerras y revoluciones; la otra era una mujer de una familia de clase trabajadora que, a base de ahorrar y economizar, había llegado a poseer su propia cafetería y una casa en Potts Point. Pero, desde las primeras palabras que se cruzaron, Ruselina y Betty descubrieron que había entre ellas una buena compenetración, como entre mujeres que hubieran sido amigas desde hacía años.

– Estabas muy enferma, cariño -le dijo Betty, tendiéndole el plato de Ruselina a Vitaly para que le sirviera más carne.

– Pensé que me iba a morir -confirmó Ruselina-. Pero ahora puedo decir de todo corazón que nunca me he sentido mejor en toda mi vida.

– Es por los médicos franceses -bromeó Betty, bizqueando-. Creo que podrían arreglarte cualquier cosa.

Ruselina se echó a reír por la insinuación de Betty. Me sorprendió que lo hubiera entendido tan fácilmente.

– Por supuesto que lo hubieran hecho, si tan sólo hubiera tenido veinte años de nuevo…

De postre, tomamos parfait, servido en copas altas. Al mirar las capas de helado y mermelada, con frutas y nueces por encima, me di cuenta de que no tenía ni idea de cómo me iba a caber todo aquello después de la pantagruélica comida. Me recliné en mi asiento, reposando las manos sobre el vientre. Betty le estaba hablando a Ruselina sobre la playa de Bondi y le decía que le encantaría mudarse allí cuando se jubilara. Mientras tanto, Irina escuchaba, con más entusiasmo del que yo habría podido esperar, el pormenorizado relato de Vitaly sobre los largos que había nadado aquella mañana en las marismas.

– Está claro que a ti no te afecta el frío -le comentó Irina. Contemplé las caras sonrientes de todo el mundo y sentí un hormigueo de alegría en mi interior. A pesar de la nostalgia que sentía por mi madre, me di cuenta de que, en ese momento, era más feliz que en los meses anteriores. Había estado preocupada por tantas cosas, pero todo parecía estar saliendo bien. Ruselina había llegado con buena salud y muy animada. Irina parecía disfrutar trabajando en la cafetería y yendo a las clases de inglés en una escuela técnica. Por mi parte, me encantaba el pequeño piso de Betty. Me sentía más cómoda allí que en la mansión en Shanghái. Había querido mucho a Serguéi, pero su casa se había convertido en un antro de angustia y engaños. Aquí, en Potts Point, todo era tan tranquilo y acogedor como en Harbin, incluso aunque ambas ciudades, al igual que los gustos de mi padre y los de Betty, no podrían haber sido más diferentes.

– Anya, estás llorando -dijo Ruselina.

Todo el mundo se quedó silencioso y se volvieron para mirarme. Irina me entregó su pañuelo y me cogió las manos.

– ¿Qué sucede? -inquirió.

– ¿Algo te ha disgustado, cariño? -preguntó Betty.

– No -les respondí, negando con la cabeza y sonriendo, a pesar de las lágrimas-. Soy feliz. Eso es todo.


Los esfuerzos de Ruselina por dedicarse a la costura empezaron a surtir efecto muy lentamente. Muchas mujeres inmigrantes que nunca habían trabajado antes se dedicaban a la costura para complementar los salarios de sus maridos y, aunque las puntadas de Ruselina eran casi perfectas, las mujeres más jóvenes que ella trabajaban más deprisa. El único tipo de encargo de costura que le ofrecieron a Ruselina fue trabajo externo para fábricas. Sin decírnoslo, aceptó hacer diez vestidos de cóctel por semana para una fábrica en Surry Hills. Pero los bordados de los vestidos requerían tanto trabajo que se veía obligada a coser desde las seis de la mañana hasta tarde por la noche para cumplir los plazos y, en menos de quince días, volvió a tener un aspecto pálido y débil. Irina le prohibió que aceptara más trabajo de la fábrica, pero Ruselina podía ser muy testaruda cuando quería.

– No quiero que me mantengas cuando me las puedo arreglar por mi cuenta -discutió-. Quiero que ahorres tu dinero para que puedas retomar la carrera de cantante.

Fue Betty la que tomó las riendas de la situación.

– Sólo llevas en el país unas semanas, cariño -le dijo a Ruselina-. Se tarda un tiempo en conocer gente. Te saldrá más trabajo de costura con el tiempo. Anya y yo necesitaremos uniformes nuevos muy pronto, así que ¿por qué no los haces tú? Y luego, creo que a este piso le vendrían muy bien unas bonitas cortinas.

Más tarde, cuando estaba leyendo el periódico en la cocina, oí por casualidad que Betty le decía a Ruselina:

– No tienes que preocuparte tanto por ellas. Son jóvenes. Se las arreglarán. La cafetería está funcionando mejor que nunca, y todas vosotras tenéis un techo bajo el que guareceros. Estoy contenta de que estéis aquí.

La semana siguiente, Betty me dio una tarde libre, en lugar de una mañana, y la pasé en la terraza, leyendo una novela titulada Siete mendigos de Sídney, de una escritora australiana, Christina Stead. La encargada de la librería en el Cross me la había recomendado.

– Es intensa e impactante -me explicó-. De hecho, es una de mis favoritas.

Había sido una buena elección. El trabajo en la cafetería era tan agotador que, durante un temporada, me faltaba la energía hasta para leer. Pero aquella historia me devolvió uno de mis placeres predilectos. Aquella tarde, pretendía leer durante una hora y luego darme un paseo por los jardines botánicos, pero, después del primer párrafo, el libro me enganchó. El lenguaje era lírico, pero no demasiado difícil. Me dejé arrastrar por el fluir de la escritura. Pasaron cuatro horas y casi no me di ni cuenta. Entonces, por alguna razón, levanté la mirada y me llamó la atención el ventanal del estudio de Judith. Tenía expuesto otro vestido. Era un traje de fiesta de seda de color verde salvia, cubierto por una capa de tul.

«¿Por qué no se me ha ocurrido antes?», me dije a mí misma, dejando el libro a un lado y poniéndome en pie.

El rostro de Judith dibujó una sonrisa cuando abrió la puerta y me encontró en el escalón de entrada.

– ¡Hola, Anya! -me dijo-. Me preguntaba si vendrías alguna vez a visitarme.

– Siento no haberlo hecho antes -le respondí-, pero una amiga ha venido a vivir con nosotras y hemos estado ayudándola a instalarse.

Seguí a Judith a través de la entrada embaldosada hasta la habitación principal, donde había dos sillones dorados a cada lado de un espejo bañado en oro.

– Sí, Adam me lo ha contado. Una refinada señora mayor, según dijo.

– He venido a ver si podrías darle trabajo. Viene de una época en la que la costura era una noble forma de arte.

– Ah, eso suena bien -comentó Judith-. De momento, tengo bastantes cortadores y costureras, pero es bueno saber que hay alguien que me puede ayudar en los períodos más atareados. Dile que venga a verme en cuanto tenga una oportunidad.

Le di las gracias a Judith y contemplé los jarrones de cristal llenos de rosas sobre la repisa de la chimenea.

– Esta habitación es preciosa -señalé.

– El probador está por aquí. -Judith abrió unas puertas aba-tibies y me enseñó una estancia con una alfombra blanca y lámparas de araña colgando del techo.

Había dos sillas estilo Luis XV cubiertas de cretona rosa. Separó las cortinas de lamé dorado y entramos en una zona del estudio con una atmósfera diferente. No había cortinas en las ventanas, por lo que la luz de la tarde recaía directamente sobre los bancos de trabajo cubiertos de acericos y tijeras. Había un grupo de maniquíes de costura apoyados contra la pared trasera de la habitación, que daban la impresión de estar celebrando una reunión. Ya eran más de las cinco, por lo que el personal de Judith ya había acabado su jornada laboral y se había ido a casa. La estancia tenía un ambiente parecido al de una iglesia vacía.

– ¿Qué te parece si tomamos un té? -preguntó Judith, dirigiéndose hacia una cocinilla que había en la esquina-. No, tomemos un poco de champán.

La contemplé mientras colocaba dos copas sobre un banco de trabajo y abría el corcho de la botella de champán.

– En esta habitación me relajo mejor que en ninguna otra -comentó, echándose a reír-. La sala principal es más llamativa. Esta estancia me resulta más íntima.

Me tendió una copa, y el primer sorbo se me subió directamente a la cabeza. No había vuelto a beber champán desde el Moscú-Shanghái. Allí, en el estudio de Judith, aquellos días parecían haberse alejado una eternidad.

– ¿Ésos son tus últimos diseños? -le pregunté, señalando un perchero de vestidos con fundas de organdí.

– Sí. -Dejó a un lado la copa, cruzó la estancia y arrastró el perchero hacia mí. Bajó la cremallera de una de las fundas para enseñarme un vestido de encaje con mangas casquillo y un escote en forma de pico que se abría ampliamente para dejar al descubierto los hombros. El vestido tenía un forro de seda color bronce, lo cual lo hacía parecer tan caro como la parte exterior.

– La gente lleva enaguas rígidas -me explicó-, pero a mí me gusta que la tela caiga sobre el cuerpo, para que envuelva la figura como si fuera una cascada. Por eso necesito modelos con buenas piernas.

– Los bordados son bellísimos. -Recorrí con la punta de los dedos las cuentas plateadas del corpiño. Mi mirada recayó sobre la etiqueta del precio. Algunos australianos habrían considerado aquella cantidad como un depósito para una parcela de terreno. Recordé que, en Shanghái, yo compraba vestidos como aquél y ni siquiera me paraba a pensar en el precio. Pero, después de todo lo que había pasado, mis prioridades habían cambiado. Aun así, no podía evitar sentirme fascinada por aquella extraordinaria prenda.

– Tengo a una italiana que me ensarta las cuentas y a otras dos que confeccionan los bordados. -Judith volvió a colocar el vestido dentro de su funda y cogió otro para enseñármelo. Era un traje de noche con un cuello vuelto, el pecho era de color lavanda, el corpiño, color turquesa y la falda era negra con escarapelas a lo largo del dobladillo. Le dio la vuelta para enseñarme el suave polisón de la parte trasera.

– Éste es para una obra que se estrenará en el Teatro Real -me explicó, colocándose el vestido contra su propio cuerpo-. Me llega mucho trabajo de las compañías teatrales y también un poco de la gente que acude a las carreras de caballos. Ambos son mundos fascinantes.

– Parece que tienes una clientela interesante -observé.

Judith asintió.

– Pero me encantaría conseguir que las damas de la alta sociedad se pusieran mis vestidos, porque salen en las revistas todo el tiempo. Y también, porque suelen tener prejuicios contra los diseñadores australianos. Todavía piensan que es más prestigioso comprarse los vestidos en Londres o en París. Pero lo que tiene buena acogida en Europa no tiene necesariamente por qué traducirse en éxito aquí. A pesar de todo, los círculos tradicionales de alta sociedad son muy cerrados. Es difícil abrirse camino.

Me tendió el vestido.

– ¿Te gustaría probártelo?

– A mí me sientan mejor los diseños más sencillos -repliqué, dejando a un lado mi copa.

– Entonces, tengo un modelito perfecto para ti. -Abrió la cremallera de otra funda y sacó un vestido con un corpiño ceñido de color negro y una falda recta de color blanco, con un ribete negro en el dobladillo-. Pruébate éste -me dijo, conduciéndome al probador-. Tiene guantes y una boina a juego. Es parte de mi colección de primavera.

Judith me ayudó a desabrocharme la falda, y colgué mi suéter de un perchero almohadillado. Muchos modistos tenían por costumbre ayudar a sus clientes a cambiarse, y me alegré de llevar la ropa interior nueva que había comprado en Mark Foys unos días antes. Me habría dado mucha vergüenza si me hubiera visto con la ropa interior raída que había estado utilizando desde Tubabao.

Judith me subió la cremallera del vestido y me colocó la boina en ángulo sobre la cabeza, y después dio varias vueltas a mi alrededor.

– Serías una buena modelo para la colección -comentó-. Justamente tienes el aspecto aristocrático necesario.

La última persona que había hecho ese comentario sobre mí había sido Dimitri. Pero Judith lo dijo de un modo que parecía más una cualidad personal que una mera ventaja.

– Tener acento en Australia es un inconveniente -repliqué.

– Eso depende de en qué círculo te muevas y de cómo te presentes a ti misma -me dijo Judith, guiñándome el ojo-. Los propietarios de los restaurantes más importantes de esta ciudad son todos extranjeros. Una de mis competidoras es una mujer rusa en Bondi que asegura ser sobrina del zar. Por supuesto, es mentira, es demasiado joven. Pero todo el mundo está encantado con ella. Les dice a sus clientas lo que tienen que ponerse o dejar de ponerse con tal autoridad que incluso algunas matronas de la alta sociedad se acobardan en su presencia.

Judith cogió el dobladillo del vestido y lo alisó entre sus dedos, mientras meditaba.

– Si logro que te vean en los lugares adecuados llevando mis vestidos, quizás eso pueda proporcionarme el empuje que necesito. ¿Me ayudarás?

Fijé la mirada en los ojos azules de Judith. Lo que me estaba pidiendo no podía ser tan difícil. A fin de cuentas, en su momento había sido la anfitriona del club nocturno más grandioso de Shanghái. Y después de haber llevado ropa descolorida y usada durante tanto tiempo, resultaba agradable volver a ponerse vestidos bonitos.

– Pues claro -le respondí-. Suena divertido.


Mi imagen reflejada en el espejo de Judith me cortó la respiración. Después de cinco pruebas, dos de ellas probablemente innecesarias, el modelo creado para mi «debut» en la sociedad australiana estaba listo. Rocé con los dedos la gasa púrpura, y le sonreí a Judith. Tenía un corpiño fruncido, emballenado para darle consistencia y con tirantes. La falda suelta me llegaba justo por encima de los tobillos. Judith me envolvió el chal a juego alrededor de los hombros y parpadeó con ojos húmedos. Podría haber sido una madre vistiendo a su hija para el día de su boda.

– Es un vestido increíble -comenté, mirando a Judith en el reflejo del espejo. Era verdad. De todos los que me había puesto en Shanghái, ninguno era tan femenino, ni ninguno tenía un corte tan elegante como el que Judith había diseñado para mí.

– La verdad es que ha sido todo un proceso de producción -dijo, echándose a reír, mientras servía dos copas de champán-. Por el éxito del vestido. -Vació su copa en tres sorbos y, cuando vio la sorpresa pintada en mi rostro, añadió-: Mejor empina el codo ahora. No está bien visto que las chicas de nuestra edad beban en público.

Solté una carcajada. Betty me había contado que en Australia las «chicas bien» nunca bebían o fumaban en público. Cuando le pregunté a ella por qué fumaba, bizqueó y me dijo:

– Yo era jovencita en los años veinte, Anya. Ahora soy una vieja momia y puedo hacer lo que quiera.

– Pensé que querías que pareciera una aristócrata rusa expatriada -me burlé de Judith-. ¿No me habías dicho que la de Bondi bebe como un cosaco?

Oímos el ruido de un motor de automóvil que se detenía fuera, en la calle. Judith echó un vistazo por la ventana y saludó a un joven trajeado. Abrió la puerta y le invitó a entrar, presentándomelo como Charles Maitland, su cita de aquella noche. Charles le había traído un ramillete con una orquídea, que ella se ató a la muñeca. Por el modo en que contemplaba a Judith y apenas nos prestaba atención a mí o al modelo que llevaba, y al que Judith no paraba de hacer referencia, me percaté de que estaba totalmente prendado de ella. Sin embargo, yo ya sabía que aquel sentimiento no era mutuo. Judith me había dicho que había elegido a Charles porque venía de una «buena» familia y podría conseguirnos una mesa en el Chequers. Normalmente, el club nocturno más popular de Sídney solía ser democrático, y cualquiera con el atuendo adecuado podía entrar; pero aquella noche era el estreno de una estrella de la canción estadounidense, Louise Tricker, y sólo se podía entrar con invitación. Judith me dijo que lo más granado de la sociedad australiana iba a estar allí, incluidos los asistentes habituales a las carreras de caballos, estrellas de teatro y de la radio, e incluso algunos integrantes de la élite social. Judith no me había podido encontrar un caballero lo suficientemente sofisticado para estar a la altura de mi indumentaria, por lo que yo iba con ellos en calidad de acompañante.

Charles me abrió la puerta de su Oldsmobile, mientras Judith me sujetaba el borde del vestido. De camino a la ciudad, Charles, cuyo padre era cirujano en Macquarie Street, nos habló del Baile en Blanco y Negro en el Trocadero. Su madre pertenecía al comité organizador. Judith ya me había explicado de qué se trataba. Era el mayor evento de la alta sociedad y representaba una oportunidad para que las mujeres casadas recientemente pudieran mostrar sus vestidos de novia por segunda vez. Había premios para los mejores vestidos en blanco y negro, y me dijo que la mayoría de las mujeres ya habrían elegido qué se iban a poner para la ocasión. Si la madre de Charles estaba en el comité organizador, estaba claro que Judith recibiría una invitación, es decir, la madre de Charles aprobaba que se relacionara con su hijo. Judith me había contado que sus padres poseían el edificio en el que ella tenía su estudio. Ella residía en el apartamento de la siguiente planta y alquilaba el de la tercera. El padre de Judith era un rico abogado, pero su abuelo había sido sastre, por lo que la familia carecía de eso a lo que Judith llamaba misteriosamente «contactos».

Era embarazoso saber que Judith estaba utilizando a Charles. Parecía un buen hombre. Pero, entonces, me sentí incómoda con la idea de que su madre pudiera no «aprobar» a una chica tan encantadora como Judith. En Shanghái, con tal de que tuvieras dinero y estuvieras dispuesto a gastarlo alegremente, eras bienvenido en todas partes. Solamente el cerrado círculo británico se preocupaba por las historias familiares y los títulos. De nuevo podía ver claramente que la sociedad australiana era bastante diferente en ese sentido, y empecé a cuestionarme si habría sido buena idea meterse en aquello.

El club nocturno Chequers se situaba en Goulburn Street y, a diferencia del Moscú-Shanghái con su escalinata ascendente, estaba a nivel del sótano. En el momento en que puse el pie en la escalera, Judith se volvió y me sonrió, y supe que había empezado el espectáculo. Aunque varias mujeres se volvieron para admirar mi vestido, ningún fotógrafo de prensa me hizo una foto. Sin embargo, sí oí que los reporteros comentaban: «Oye, ¿ésa no es aquella nueva actriz recién descubierta en Estados Unidos?».

– No te preocupes por los fotógrafos -me dijo Judith, enlazando su brazo con el mío-. Si no te conocen, no te harán fotos. ¿Has visto a todas esas mujeres admirando tu vestido? Eres la belleza del baile.

El club estaba lleno hasta los topes. Allá donde mirara, veía bordados de seda, gasa, tafetán y pieles de visón y de zorro. No había visto nada parecido desde la época del Moscú-Shanghái. Sin embargo, había algo diferente en los asistentes al Chequers. Con su animada charla y su aspecto impoluto, carecían de la faceta oscura y oculta que se percibía entre los habitantes de Shanghái. No parecían gente que viviera al filo de la fortuna o la ruina. O, por lo menos, eso creía yo.

Nos condujeron a una mesa situada una fila por detrás de la pista de baile y no demasiado lejos del escenario. A juzgar por aquella ubicación, según me diría más tarde Judith, uno se percataba de que la madre de Charles tenía buenas influencias.

– Deberíamos ver a Adam -comentó Judith, escudriñando la muchedumbre-. Creo que le ha echado el ojo a la hija de un entrenador hípico.

– ¿Cómo ha podido entrar? -le pregunté.

Sonrió.

– Oh, sé que viene como reportero de hípica, pero es muy hábil con la gente. Ha logrado conseguir buenos contactos.

De nuevo aparecía aquella palabra.

Hubo un redoble de tambores, y un foco de luz se movió por toda la estancia hasta el maestro de ceremonias, un comediante australiano llamado Sam Mills que llevaba un traje de terciopelo rojo y un clavel blanco en el ojal de la solapa. Pidió que todo el mundo tomara asiento y comenzó diciendo: «Distinguido público, damas y caballeros, nuestra artista de esta noche tiene más capacidad pulmonar que Carbine y Phar Lap juntos…». El público se echó a reír. Charles se inclinó hacia mí y me susurró que aquéllos eran los nombres de dos de los mejores caballos de carreras australianos. Agradecí que me lo dijera, porque, de otro modo, no habría entendido el chiste.

Sam anunció que Louise Tricker había llegado a Australia después de una triunfante temporada en Las Vegas, y que todos debíamos «chocar una mano contra la otra para recibirla». Las luces disminuyeron de intensidad, y el foco se movió hacia Louise, que caminó lentamente por el escenario hasta tomar asiento frente al piano. Varias personas entre el público se quedaron boquiabiertas. Con un nombre como Louise, todo el mundo había pensado que se trataba de una mujer. Pero la corpulenta persona que estaba sentada ante el piano, con el pelo al cero y un traje a rayas, tenía que ser un hombre.

Louise presionó las teclas del piano y comenzó a cantar, sumiendo de nuevo al público en la confusión. Su voz era totalmente femenina. Antes de que hubiera terminado los primeros compases de su número de jazz, ya se había metido al público en el bolsillo. «Going my way, going only my way, not your way, my way», cantó mientras forzaba al máximo el piano y dejaba atrás al bajista y al percusionista. Tenía un estilo muy enérgico y, aunque yo había escuchado a músicos mejores en el Moscú-Shanghái, nunca había visto un artista con tanta presencia. Excepto, quizás, a Irina.

– ¿Qué tal están ustedes? -preguntó Louise después de su primer número. La mitad del público no dijo nada y la otra mitad gritó:

– ¡Estamos bien, Louise! ¿Y tú?

Judith se rió cerca de mi oreja:

– La gente de buena familia frente a los del teatro y a los aficionados a las carreras.

– ¿Qué tipo de artistas suelen actuar aquí? -le pregunté.

– Normalmente hay buenos espectáculos de cabaret y de variedades.

Louise comenzó un nuevo número, una pieza de ritmos caribeños. Me recliné en mi asiento y pensé en Irina. Si Chequers tenía espectáculos de cabaret, quizás ella podría presentarse a alguna audición. Era tan buena como algunas de las mejores estrellas de cabaret en Estados Unidos y Europa que habían actuado en el Moscú-Shanghái. Si a los australianos de un pueblo rural les había gustado, sin duda en Sídney la adorarían.

Después del último número, que combinaba una letra improvisada con música swing, Louise se levantó de un salto y saludó a un público que se había puesto en pie para ovacionarla. Independientemente de lo que pensaran sobre su aspecto, nadie podía negar que su actuación había sido excepcional.

A medianoche, una banda se instaló en el escenario y la gente se apresuró a saltar sobre la pista de baile, o bien porque les aliviaba que se hubiera terminado la actuación de Louise Tricker de aquella noche, o bien porque tenían un exceso de adrenalina corriéndoles por las venas y necesitaban desfogarse.

Contemplé a las parejas dando vueltas en la pista de baile, entre las que había algunos bailarines muy buenos. Me fijé en un hombre cuyos pies se deslizaban tan suavemente que el resto del cuerpo no se movía en absoluto y en una mujer tan liviana que su manera de moverse me recordaba a una pluma mecida por la brisa. La música romántica me devolvió el recuerdo del Moscú-Shanghái. Evoqué cómo Dimitri y yo habíamos bailado durante los últimos días, después de que le hubiera perdonado por su infidelidad con Amelia. Qué cercanos parecía que estábamos. Mucho más que cuando éramos más jóvenes o justo después de la boda. Me preguntaba si mi vida como refugiada hubiera sido más fácil de haberle tenido a mi lado. Me sobresalté. ¿No era ésa la razón por la que la gente se casaba? Para apoyarse mutuamente. Empezaba a pensar que todos y cada uno de los aspectos de nuestra relación habían sido un espejismo. ¿Cómo, si no, me había dejado con tanta facilidad?

– Hola -oí que saludaba una voz familiar. Levanté la mirada para ver a Adam Bradley sonriéndonos.

– ¿Te ha gustado el espectáculo? -le preguntó Charles.

– Sí -respondió-, pero no me sentiría demasiado seguro al lado de una mujer que pudiera ganarme en un combate de boxeo.

– ¡Oh, venga ya! -le dijo, entre risas, Judith-. ¿Qué ha pasado con la hija del jinete?

– Bueno -comentó Adam, mientras contemplaba mi vestido-. Esperaba que Anya bailara conmigo para ponerla celosa.

– Si su padre lo descubre, vas a conseguir que te rompa la nariz, Adam -le advirtió Judith-. Y solamente voy a dejar que Anya baile contigo porque es una buena oportunidad de exhibir el modelo que lleva.

Adam me condujo a la atestada pista de baile. Me deshice de mis tristes pensamientos sobre Dimitri. No tenía sentido arruinar la velada lamentándome por algo que no podría cambiar, además mi vestido, que atraía las miradas apreciativas de algunos de los otros bailarines, no me sentaría tan bien si ponía cara de pocos amigos. El color era atrevido en comparación con el resto de los vestidos blancos, negros o de colores pasteles, y la gasa brillaba como una perla bajo las luces de la pista de baile.

– De hecho -comentó Adam, mirando a su alrededor-, podría hacerle mucho bien a mi carrera que me vean contigo. Todo el mundo nos está mirando.

– Espero que no sea porque se me ha bajado la cremallera -bromeé.

– Espera un segundo, voy a comprobarlo -replicó, deslizando la mano por mi espalda.

– ¡Adam! -Alcancé su mano y me la volví a colocar en un lugar más decente-. Eso no era una invitación.

– Lo sé. -Sonrió abiertamente-. No quiero que Judith y Betty se me echen encima.

La banda empezó a tocar un número más lento, y Adam estaba a punto de comenzar a llevarme cuando escuché una voz detrás de nosotros que decía:

– ¿Me permite el siguiente baile?

Levanté la vista para ver a un hombre mayor de cejas cortas y una mandíbula cuadrangular que me estaba mirando. Su protuberante labio inferior le hacía parecer un simpático buldog. Los ojos de Adam casi se le salieron de sus órbitas.

– Ah, sí, sí, claro -respondió. Sin embargo, por el modo en el que se aferraba a mí, me di cuenta de que no le agradaba que le hubieran interrumpido.

– Me llamo Harry Gray -me dijo el hombre, llevándome con elegancia-. Mi esposa me envía con estrictas instrucciones de salvarla a usted de las garras de Adam Bradley y para averiguar quién ha confeccionado su vestido.

Señaló con la barbilla en una dirección detrás de nosotros. Miré a mi espalda para ver a una mujer sentada en una mesa cerca de la pista de baile. Llevaba un vestido color champaña con un corpiño bordado y su cabello gris recogido en un moño bajo.

– Gracias -le contesté-. Me encantaría conocer a su esposa.

Cuando el baile terminó, Harry me condujo hasta la mesa en la que estaba esperando la mujer. Se presentó como Diana Gray, directora del Sydney Herald. Noté algo que brillaba por el rabillo del ojo y miré de soslayo para ver a Judith observándome por encima de la carta del menú y haciéndome un gesto de aprobación con el dedo pulgar hacia arriba.

– ¿Qué tal está, señora Gray? -le dije-. Me llamo Anya Kozlova. Gracias por enviarme a su marido.

– Cualquier cosa por salvar a una joven atractiva de los brazos de Adam Bradley. Siéntese, por favor, Anya.

Me resultaba difícil apartar la mirada de Diana. Era una mujer muy hermosa. No llevaba maquillaje, exceptuando un toque de pintalabios rojo oscuro, y hablaba con un acento muy claro, que supuse que era británico. Me impresionó que pudiera pronunciar mi nombre correctamente.

– ¿Vive usted en Potts Point? -me preguntó Harry, sentándose a mi lado y dando la espalda a la pista de baile-. Si vive cerca del Cross, debe de saberlo todo sobre la bohemia. La actuación de esta noche no ha debido de parecerle demasiado escandalosa.

Había visto cosas mucho peores en el Moscú-Shanghái, pero no iba a decírselo.

– Bueno, lo único que puedo asegurar -dijo Diana, riéndose- es que habrá montones de gente corriendo a refugiarse en la seguridad del Prince's o del Romano's después de haber visto a Louise Tricker.

– Es bueno escandalizarse de vez en cuando -comentó Harry, entrelazando los dedos y apoyando las manos sobre la mesa-. Este país necesita una buena patada en el trasero. Es maravilloso que el director del club haya corrido un riesgo como éste.

– Mi marido es un verdadero patriota y un rebelde bohemio en secreto -explicó Diana, sonriendo-. Es banquero.

– ¡Ja! -rió Harry-. Y ahora, háblele a mi esposa sobre su vestido, Anya. Eso es el tipo de cosas que le interesan.

– Es de la diseñadora Judith James -indiqué, mirando de reojo a Harry-. Es australiana.

– ¿De verdad? -dijo Diana, poniéndose en pie y saludando a alguien que se encontraba al otro lado de la pista de baile-. No he oído hablar de ella, pero creo que podríamos conseguir una buena foto de este vestido para el periódico.

Una chica de pelo negro y corto que llevaba un vestido con aspecto de ser caro se abrió paso hasta la mesa, con un fotógrafo pisándole los talones. Mi corazón se paró durante un instante. Una fotografía de su creación en el periódico era mucho más de lo que Judith hubiera podido desear.

– Estamos esperando para hacerles una fotografía a sir Morley y a su esposa antes de que se marchen -le dijo la chica a Diana-. Si nos lo perdemos, seremos el único periódico sin su foto.

– Muy bien, Caroline -replicó Diana-, pero antes hazle una foto a Anya y a su precioso vestido.

– ¿Anya qué? -preguntó la chica, sin ni siquiera dignarse a mirarme.

– Kozlova -contestó Diana-. Vamos, date prisa, Caroline.

Caroline hizo una mueca de niño obstinado.

– Sólo nos quedan dos placas. No podemos permitirnos malgastar ninguna. El color no aparecerá en la fotografía y es lo mejor del vestido.

– Lo mejor del vestido es la chica que lo lleva -puntualizó Diana, empujándome hacia la pista de baile y colocándome en una pose junto a Harry-. Así, de esta manera, podrás captar todo el vestido -le indicó al fotógrafo.

Hice lo que pude para no malgastar la placa cuando el fotógrafo disparó. Miré hacia donde estaban sentados Judith y Charles. Judith tenía los brazos en el aire y estaba medio levantada de su silla. Más tarde, de vuelta en el estudio, vació una última copa de coñac, mientras yo me cambiaba el vestido y me ponía uno de algodón.

– Cenicienta después del baile -comenté.

– Has estado maravillosa, Anya. Gracias. Y el vestido es para ti, de regalo. Sólo necesito guardarlo durante una semana, por si acaso alguien quiere verlo.

– No me puedo creer que hayamos conseguido sacarlo en el periódico -le dije.

Judith se removió en su asiento y dejó la copa a un lado.

– No cuento con que llegue tan lejos. No cuando su alteza real, Caroline la bruja, la editora de eventos sociales, está al mando.

Me senté a su lado y me puse los zapatos.

– ¿Qué quieres decir?

– Caroline Kitson no incluye a nadie en las páginas de sociedad que no pueda ayudarla a satisfacer sus propias ambiciones. De lo que sí me alegro es de que le hayas gustado a Diana Gray. Hablará sobre ti y el vestido, y eso es bueno, tanto para ti como para mí.

Le di un beso de buenas noches a Judith y crucé la calle de vuelta a casa. Me dolían las piernas de bailar y casi no podía mantener los ojos abiertos. Sin embargo, cuando me deslicé en la oscuridad del dormitorio, Irina se incorporó y encendió la luz.

– Estaba tratando de no despertarte -le dije, disculpándome.

– No lo has hecho -replicó con una sonrisa-. No podía dormir, así que decidí esperarte despierta. ¿Qué tal ha ido?

Me senté en la cama. Estaba agotada y quería irme a dormir, pero durante las últimas semanas había estado pasando mucho tiempo con Judith y muy poco con Irina, y me sentía culpable. Además, había echado de menos su compañía. Le hablé sobre el espectáculo y sobre Diana Gray.

– El club parecía un buen local -le dije-. Deberías presentarte a alguna audición de cabaret.

– ¿Tú crees? -preguntó Irina-. Betty me ha pedido que cante en la cafetería los sábados por la tarde. En el local de King Street han colocado una máquina de discos, y Betty quiere hacer la competencia a lugares de más categoría. Incluso va a comprar un piano para que la abuela pueda tocar.

La idea sonaba estupenda, pero, dada la pasión inicial de Irina por Nueva York, me extrañé de que no mostrara más interés por lo que le había contado sobre Chequers. Podía entender que quisiera ayudar a Betty, pero no comprendía por qué no quería intentar continuar también su carrera profesional como cantante de cabaret. Era lo bastante buena como para hacer su propio espectáculo. Era más que una cantante; tenía madera de estrella. Y, por supuesto, era más femenina y sexy que Louise Tricker.

– Anya -me dijo-, tengo algo que contarte.

El modo en que vaciló me puso nerviosa. Por alguna razón, pensé que iba a empezar de nuevo a hablar de irse a Estados Unidos, aunque ahora parecía feliz en Australia.

– No quiero que Betty se entere, ¿vale? No de momento, por lo menos.

– Vale -accedí, notando como se me tensaba la garganta.

– Vitaly y yo estamos enamorados.

Su confesión me cogió totalmente por sorpresa. Lo único que pude hacer fue quedarme mirándola. Sabía que ella y Vitaly se llevaban muy bien, pero no había percibido más que amistad entre ellos.

– Lo sé. No te impresiona -me dijo-. Es desgarbado y no es guapo. Pero es encantador y le quiero.

A juzgar por el brillo especial de sus ojos, no me cupo la menor duda de que era cierto. Le apreté la mano.

– No digas eso -objeté-, me gusta mucho Vitaly. Me has cogido por sorpresa, eso es todo. Nunca me habías dicho que te gustaba de esa manera.

– Te lo estoy diciendo ahora -replicó, sonriendo abiertamente.

Cuando Irina se quedó dormida, cerré los ojos y traté de hacer lo mismo, pero no podía evitar que mi cabeza pensara a toda velocidad. Si Irina estaba enamorada de Vitaly, lo único que me quedaba era desearle que fuera feliz. Era natural que se enamorara y quisiera casarse algún día. Sin embargo, ¿en qué situación me dejaba eso a mí? Había estado tan ocupada tratando de enfrentarme al día a día y añorando mi pasado que había olvidado que tenía un futuro ante mí. El rostro de Dimitri se me volvió a aparecer. ¿Por qué había pensado en él tanto durante aquella noche? ¿Era posible que aún le amara? Me había traicionado por una vida fácil en Estados Unidos, pero, cuando trataba de imaginarme a mí misma enamorándome de otro hombre, el mero pensamiento era suficiente como para hacerme rechinar los dientes de dolor. ¿Qué haría yo cuando Irina se marchara? Me quedaría totalmente sola.


Judith tenía razón sobre la editora de eventos sociales y la fotografía. Al día siguiente, hojeé las ediciones de la mañana y de la tarde del Sydney Herald, pero mi foto no aparecía en ninguna de las dos. Me extrañó que Diana no hubiera insistido más con alguien que estaba por debajo de ella. Después del trabajo, me pasé por la librería del Cross en busca de algo nuevo para leer. Decidí que iba a dedicarme a la lectura ahora que Irina estaría ocupada con Vitaly. Elegí un libro de poemas australianos y compré también un diccionario, y, antes de regresar a casa, me entretuve paseando por la avenida, mientras contemplaba a las parejas que charlaban en las cafeterías y los bares.

Cuando entré en el apartamento, me sorprendió encontrar a Adam sentado en el salón, charlando con Betty.

– Vaya, mira quién está aquí -exclamó Betty, levantándose para rodearme con el brazo-. Parece que ayer por la noche causaste mucha impresión en alguien.

Contemplé a Adam, preguntándome si se habría disgustado por la interrupción de nuestro baile, pero estaba sonriendo.

– Anya -me dijo-, Diana Gray está interesada en averiguar si querrías trabajar para ella. Tienen un nuevo puesto de oficinista en la sección femenina.

Había recibido tantas sorpresas en las últimas veinticuatro horas que apenas pude reaccionar, pero lo primero en lo que pensé fue en Betty y en la cafetería. Un trabajo de oficina sería mejor que ser camarera, y trabajar para un periódico parecía interesante. Pero Betty había sido buena conmigo y no podía dejarla así sin más. Me volví hacia ella y se lo dije.

– No seas tonta -replicó Betty-. Es una oportunidad maravillosa. ¿Cómo podría atreverme a retenerte? El coronel Brighton me advirtió de que alguien reconocería lo inteligente que eres y no te dejaría escapar.

– Al principio, no te pagarán tanto como lo que has estado ganando con Betty -puntualizó Adam-, pero es un buen punto de partida.

– ¿Y qué harás con la cafetería? -le pregunté a Betty.

– El inglés de Irina ya es lo bastante bueno -afirmó-. Ya va siendo hora de que salga de la cocina.

– Ya ves, Anya -comentó Adam-. Le estás haciendo un favor a Irina.

– Oh -exclamé, tratando de parecer ingenua. Estaba segura de que aquél era el último favor que Irina desearía que le hiciera.

Judith se emocionó cuando le conté las noticias y me regaló un vestido blanco y negro para que me lo pusiera en la entrevista con Diana.

– Es para ti -me dijo-. Y también te confeccionaré un traje de chaqueta.

– Te pagaré -repliqué.

– ¡No, ni hablar! -se negó, riéndose-. Seguramente será la última ropa que pueda regalarte. Estoy segura de que el Sydney Herald tiene alguna norma relativa a no aceptar regalos. Pero no te olvides de mí cuando llegues a lo más alto, ¿vale?

Le prometí que no lo haría.

A la mañana siguiente, me encontré con Adam en las escaleras del apartamento para que me acompañara a las oficinas del periódico en Castlereagh Street.

– Dios mío -exclamó, mirando mi vestido-, pareces una rica heredera a punto de embarcarte en un crucero. Vas a hacer que las otras chicas te tengan envidia. Y, a pesar de todo, Diana apreciará tu buen gusto.

Pensé que íbamos a coger el tranvía, pero Adam silbó para detener un taxi.

– No quiero que tu vestido se arrugue. Además, quedaría mal si obligara a una señorita a ir en tranvía.

Un taxi se acercó a la acera y nos acomodamos en el asiento trasero. Adam se quitó el sombrero y se lo puso en el regazo.

– Hay bastante politiqueo en la sección femenina. Muy pronto lo descubrirás por ti misma -me dijo-, pero quiero hacerte un resumen para que puedas empezar con buen pie.

– De acuerdo.

– En primer lugar, ya es un buen comienzo que te hayas ganado a Diana. Una vez que le gustas, ya está todo hecho. Tendrías que hacer algo realmente terrible para hacer que cambie de opinión. Además, es una mujer honrada que ha logrado por sí misma que la respeten porque es buena en su trabajo. En segundo lugar, apártate del camino de Caroline Kitson, la editora de eventos sociales, y de Ann White, la editora de moda. Ambas son un par de brujas.

Miré por la ventana mientras pasábamos por William Street, luego me volví de nuevo hacia Adam.

– Judith me dijo eso mismo sobre Caroline. Me di cuenta de que no mostraba demasiado respeto por Diana, teniendo en cuenta que es su jefa.

Adam se rascó la oreja.

– Diana tiene muchas cualidades. Empezando por ser británica, cosa que, como ya sabrás, proporciona muchos puntos positivos en este país. Es una buena periodista y tiene estilo y buen gusto. Reconoce el crepé de China de la seda natural y la porcelana de Wedgwood de la de Royal Doulton. De lo que carece por completo es de prestigio social. Es una trabajadora incansable proveniente de una familia de académicos, pero eso no significa demasiado para la llamada alta sociedad.

El taxi se detuvo en un atasco cerca de Hyde Park.

– Y entonces, ¿cómo encajan en todo eso Caroline y Ann? -le pregunté.

Estaba empezando a dudar si me convenía trabajar con colegas tan desagradables. Ya había tenido suficiente para toda una vida con las groserías de Amelia.

– Ambas proceden de buenas familias. La de Caroline amasó su fortuna gracias a la lana, y su madre está en todos los comités importantes desde aquí hasta Bellevue Hill. Caroline no trabaja porque necesite dinero, lo hace para imponerse sobre otras chicas de la alta sociedad. Gracias a su puesto, todo el mundo tiene que hacerle la pelota.

– ¿Y Ann?

– No es tan mala, pero casi.

Pasamos por delante de la tienda de David Jones en Elizabeth Street, cada vez más cerca de nuestro destino. Abrí mi estuche de polvos compactos y me retoqué el maquillaje. Había decidido seguir el ejemplo de Diana y ponerme el mínimo maquillaje posible.

– ¿Por qué teme Diana a Caroline? -pregunté, dándome cuenta de que tenía que haber una razón por la que Caroline había tenido el suficiente descaro como para no incluir mi fotografía en el periódico después de que Diana se lo hubiera pedido.

– No la teme, sino que es cautelosa. Diana ha trabajado muy duro para poner de su parte a la gente de la alta sociedad. Pero si Caroline comienza a divulgar rumores desagradables sobre ella, podría ser el final de Diana.

El taxi se aproximó a un edificio art decó con la inscripción The Sydney Herald en bronce adornando el lateral. Adam pagó al taxista.

– ¿Hay algo más que debería saber sobre este trabajo antes de aceptarlo? -le susurré a Adam.

– Por norma, el Sydney Herald retira a sus empleadas si deciden casarse -me explicó-. Diana es la excepción porque es demasiado difícil de sustituir.

– No tengo planeado casarme -le dije, preguntándome qué ocurriría si descubriesen la historia de Dimitri. ¿Cuál era el escalafón en el Sydney Herald para las mujeres abandonadas por sus maridos?

Adam sonrió.

– Muy bien, entonces tienes muchas posibilidades de ascender, porque creo que todas las chicas por encima de ti están buscando marido.

– Ya veo -comenté.

Nos unimos a un grupo de personas que estaban esperando el ascensor.

– Aún hay una cosa más -añadió Adam.

– ¿De qué se trata? -pregunté, sin estar segura de si quería escucharlo.

– Tú serás la primera «nueva australiana» contratada por la sección femenina.

Sentí que un escalofrío me recorría la columna vertebral y las piernas hasta los zapatos de color blanco y negro. Me volvió a la mente la imagen de aquellas oficinistas riéndose de mi acento en la cafetería de Betty.

– Eso es malo, ¿no?

– No -me contestó, echándose a reír y dándome una palmadita en el hombro-. Lo que estoy intentando decirte es «¡enhorabuena!».

Загрузка...