7

LA CAÍDA

A finales de noviembre, se demostró que la predicción de Dimitri de que no nos veríamos afectados por la guerra civil era equivocada. Los refugiados provenientes del campo llegaban a cientos a Shanghái: recorrían penosamente arrozales congelados y caminos enlodados, transportando todas las pertenencias que podían llevarse con ellos en rickshaws y carretillas. Por las calles, había demasiados mendigando, que fallecían de hambre ante nuestros ojos, convirtiéndose en bultos ovillados de andrajos. Los barrios bajos se superpoblaron, y todos los edificios vacíos fueron invadidos por ocupantes ilegales. En las calles, merodeaban en torno a débiles fogatas y ahogaban a sus hijos cuando ya no podían soportar verles sufrir más. El hedor a muerte se mezclaba con el aire glacial. La gente andaba por la calle con pañuelos bajo la nariz; los restaurantes y los hoteles rociaban su interior con perfume e instalaban esclusas de aire para evitar que el hedor apestara sus locales. Cada mañana, los camiones de la basura patrullaban por toda la ciudad, recogiendo los cadáveres.

El gobierno nacionalista continuó censurando los periódicos, y lo único que leíamos eran artículos sobre la moda de París y los partidos de criquet en Inglaterra. Aunque la inflación estaba paralizando la economía, en los tranvías y las calles comerciales, todo estaba cubierto de carteles publicitarios de nuevos electrodomésticos. Los magnates comerciales de Shanghái trataban de convencernos de que todo iba bien. Sin embargo, no podían poner fin a los rumores en cafés, teatros, bibliotecas y salones. El ejército comunista había acampado a la orilla del río Yangtsé para estudiarnos. Estaban esperando a que acabara el invierno, reuniendo fuerzas antes de marchar sobre Shanghái.

Una mañana, Dimitri volvió más tarde de lo habitual del club. Yo no le había acompañado porque tenía un fuerte resfriado. Todavía tenía fiebre cuando le abrí la puerta. Su rostro demacrado presentaba una expresión desolada. Tenía los ojos inyectados en sangre.

– ¿Qué sucede? -le pregunté, ayudándole a quitarse el abrigo.

– No quiero que vengas más al club -me contestó.

Me soné la nariz con un pañuelo. Sentía náuseas, así que me senté en el sofá.

– ¿Qué ha pasado?

– Nuestra clientela tiene miedo de salir por la noche. Cada vez es más difícil cubrir los gastos. El cocinero jefe ha huido a Hong Kong y no he tenido más remedio que contratar a uno de los cocineros del Imperial, que es la mitad de bueno que el nuestro, y pagarle el doble para que se quede con nosotros.

Dimitri cogió una botella de whisky y un vaso del aparador y se sirvió una copa.

– Voy a tener que bajar los precios para poder atraer a más gente… Sólo hasta que todo pase. -Se volvió hacia mí. Se encorvó, como un hombre al que le acabaran de golpear-. No quiero que lo veas. No quiero que mi esposa reciba a marineros y a capataces de fábricas.

– Pero ¿es tan grave?

Dimitri se desplomó a mi lado. Apoyó la cabeza en mi regazo y cerró los ojos. Le acaricié el pelo. Solamente tenía veinte años, pero las tensiones de los últimos meses se le habían quedado marcadas en la frente en forma de arrugas. Pasé los dedos sobre los frunces de su piel, intentando alisarlos. Me encantaba el tacto de su tez, resistente y aterciopelada como el ante de buena calidad.

Ambos nos quedamos dormidos y, por primera vez en mucho tiempo, soñé con Harbin. Vagaba por la casa cuando escuché una risa familiar. Boris y Olga estaban de pie, junto al fuego, con su gato. Mi padre estaba podando unas rosas para ponerlas en un jarrón, con un cigarrillo colgándole de los labios, mientras cortaba hábilmente con las manos las espinas y los tallos. Me sonrió cuando pasé a su lado. En el exterior, por la ventana, se veían los verdes campos de mi niñez, extendidos ante mí, y percibí a mi madre junto al río. Corrí afuera, con la hierba húmeda rozándome los pies. Me quedé sin aliento y lloré en el momento en el que alcancé a tocar el dobladillo de su vestido. Ella se llevó los dedos a los labios y luego presionó con sus dedos los míos. Su imagen fue atenuándose y yo parpadeé para darme cuenta de que la mañana había llegado.

Dimitri aún estaba dormido junto a mí en el sofá, con su rostro aplastado contra un cojín. Respiraba profunda y pacíficamente. Incluso cuando le besé los párpados, no se movió. Froté mi mejilla contra su hombro y después le rodeé con los brazos, como el superviviente de un naufragio que se aferrase a un madero.

Por la noche, mi resfriado se había convertido en fiebre alta, y tosía con tanta violencia que comencé a escupir sangre. Dimitri llamó a un médico, que llegó justo después de medianoche. El cabello del médico formaba una nube blanca alrededor de su rubicundo rostro, y su nariz parecía un champiñón. Pensé que se asemejaba a un duende de cuento de hadas mientras le observaba calentando el estetoscopio entre sus finas manos y escuchando el silbido dentro de mi pecho.

– Ha sido usted imprudente al no llamarme antes -declaró, metiéndome el termómetro en la boca-. Sufre una infección de pecho y, a no ser que prometa quedarse en la cama hasta que se recupere por completo, tendré que enviarla al hospital.

El termómetro sabía a mentol. Me recosté hundiéndome en las almohadas, mientras cruzaba los brazos sobre mi dolorida caja torácica. Dimitri se agachó junto a mí, masajeándome el cuello y los hombros para aliviarme el dolor. «Anya, por favor, recupérate», me susurró.


Durante la primera semana de mi enfermedad, Dimitri trató de cuidarme mientras seguía encargándose del club. Pero mi tos interrumpía las pocas horas de sueño que él trataba de acumular durante los mediodías y las tardes. Me alarmó ver los círculos negros que se le formaron bajo los ojos y su pálida complexión. No podíamos permitirnos que él también enfermara. No había contratado a ninguna doncella ni cocinera, por lo que le pedí que fuera a buscar a Mei Lin para que viniera a cuidarme, y le sugerí que tratara de descansar un poco en la casa.

Me pasé postrada en la cama la mayor parte de diciembre. Todas las noches volvía a tener fiebre y pesadillas. Veía como Tang y los comunistas venían a buscarme. El granjero al que los japoneses habían ejecutado ante mis ojos se me aparecía en sueños cada noche, suplicándome con ojos afligidos. Me alargaba una mano y yo la cogía, pero no le latía el pulso, y yo sabía que ya estaba condenado. Una vez, cuando creía estar despierta, vi a una joven china tumbada a mi lado, con las gafas enganchadas en el cuello de la chaqueta y la cabeza destrozada sangrando sobre mis sábanas. «¡Mamá!, ¡mamá!», gemía.

A veces soñaba con Serguéi y me despertaba llorando. Traté de ponerme a mí misma a prueba, para ver si realmente pensaba que Amelia le había envenenado, pero, a pesar de la convicción de Luba, sencillamente no podía creérmelo. En todo caso, desde que Dimitri había hecho socia a Amelia en el club, ella se había mostrado más cordial que nunca conmigo. Y cuando se enteró de que estaba enferma, me había enviado un criado con un precioso ramo de lirios.

Alrededor de mediados de diciembre, Dimitri pasaba la mayor parte del tiempo en el club, tratando de mantenerlo a flote. Había trasladado sus cosas a la casa, porque le resultaba más cómodo quedarse allí. Yo estaba sola y aburrida. Trataba de concentrarme en los libros que Luba me traía, pero la vista se me cansaba en seguida, y, al final, me pasaba las horas mirando al techo, demasiado débil incluso para sentarme en una silla junto a la ventana. Después de tres semanas, aunque la fiebre había remitido y la tos era menos fuerte, todavía no podía ir desde el dormitorio hasta el sofá del salón sin ayuda.

Dimitri vino a verme temprano el día de la Nochebuena occidental. Mei Lin, que estaba mejorando mucho sus habilidades culinarias, preparó pescado frito sazonado y espinacas.

– Me alegra ver que vuelves a comer comida de verdad -comentó Dimitri-. Estarás mejor antes de que te des cuenta.

– Cuando me encuentre mejor, me voy a poner mi vestido más bonito y deslumbraré a todo el mundo cuando vuelva al club. Voy a ayudarte como debe hacerlo una esposa.

El rostro de Dimitri adquirió una expresión tensa, como si de pronto tuviera los ojos irritados. Le observé y él se apartó.

– Eso estaría bien -dijo.

Al principio, me sorprendí por su reacción. Pero luego recordé que se avergonzaba de la nueva clientela. «Me da igual -pensé-, te amo, Dimitri. Soy tu esposa y deseo estar a tu lado, independientemente de lo que ocurra.»

Más tarde, aquella noche, después de que Dimitri se fuera, Alexéi y Luba me trajeron un regalo. Abrí la caja y encontré un chal de cachemira en el interior. Era de un tenue color ciruela, y me lo puse sobre los hombros para enseñarles cómo me quedaba.

– Te sienta muy bien -comentó Alexéi-. El color de tu pelo queda estupendamente con la tonalidad del chal.

Los Mijailov se marcharon, y miré por la ventana mientras andaban calle abajo. Justo antes de doblar la esquina, Alexéi le pasó el brazo a su mujer por la cintura. Era un movimiento muy sencillo y relajado, un toque de afecto confiado que aparece tras años de intimidad compartida. Me preguntaba si Dimitri y yo llegaríamos a ser así algún día, pero aquel pensamiento me deprimió. Sólo llevábamos casados tres meses y ya estábamos pasando las Navidades separados.

Las cosas parecieron mejorar al día siguiente, cuando Dimitri vino a verme. Sonreía de oreja a oreja y me acarició juguetón la cadera.

– ¡Tendrías que haberlo visto ayer por la noche! -me dijo-. Fue casi como en los viejos tiempos. Parece que todo el mundo está harto de esta estúpida guerra. Los Thorn, los Roden, los Fairbank, todos estaban allí. La señora Degas apareció allí con su caniche y preguntó por ti. Todo el mundo se lo pasó bien, y dijeron que volverían para Nochevieja.

– Me voy recuperando -le confesé a Dimitri-. Ya he dejado de toser. ¿Cuándo volverás a instalarte en el apartamento?

– Ya veo que estás mejor -me contestó Dimitri, besándome en la mejilla-. Trataré de volver después de Nochevieja. Tengo muchas cosas que hacer hasta entonces.

Dimitri se quitó la ropa y se tomó un baño, ordenándole a Mei Lin que le trajera un whisky. Observé mi pálida complexión en el espejo de la entrada. Tenía manchas oscuras bajo los ojos y la piel alrededor de la nariz y de los labios se me había escamado. «Tienes un aspecto terrible -le dije a mi reflejo-, pero, cueste lo que cueste, tú también tienes que ir a esa fiesta.»

«Dame un buen campo y te traeré trigo dorado…», escuché como Dimitri entonaba en el baño. Era una antigua canción sobre la cosecha. Sus canturreos me hicieron sonreír. «Dame una semana más de descanso y un día en el salón de belleza e iré a tu fiesta», pensé. Y entonces se me ocurrió una idea aún mejor: mantendría en secreto mis intenciones hasta el último momento. Aparecería en la fiesta como un regalo tardío de Navidades para él.


La escalinata del Moscú-Shanghái estaba desierta cuando llegué allí el día de Nochevieja. Hacía una noche desapacible, y en la entrada no había alfombra roja ni cuerda trenzada color dorado dispuestas para la elegante muchedumbre. Los dos leones de mármol parecían mirar hacia mí cuando me bajé del taxi y me apeé al principio de los congelados escalones. Un viento húmedo me despeinó. Me irritó la tráquea y comencé a resollar, pero nada iba a impedir que diera mi sorpresa. Me cerré el cuello del abrigo y corrí escaleras arriba.

Me alivió descubrir en el recibidor al gentío, que llenaba de colorido la nívea estancia. Las risas de la gente hacían eco contra la lámpara de araña y los espejos dorados. Me sentí encantada al ver a toda aquella gente. Había imaginado que simplemente encontraría lo que Dimitri me había contado: clientes de segunda categoría, a los que había estado recibiendo para mantener el ritmo del club. Sin embargo, la gente a la que vi quitándose capas de lujosas lanas y sedas y entregándoselas a las chicas del guardarropa era la de siempre. Casi se podían catar sus aromas en el aire: perfumes orientales, pieles, buen tabaco y dinero.

Dejé mi abrigo en el guardarropa y me percaté de que un joven me estaba observando. Estaba inclinado sobre el mostrador, balanceando un vaso de ginebra entre los dedos. Los ojos del hombre se posaron sobre mi vestido y me dedicó una sonrisa que parecía más un guiño. Llevaba puesto el cheongsam verde esmeralda, el vestido que llevé la primera noche que visité el club. Me lo había puesto como amuleto de buena suerte, para el Moscú-Shanghái y para mí. Pasé junto a mi admirador y me puse a buscar a Dimitri.

La muchedumbre que se dirigía a la sala de baile casi me aplastó. En el escenario, una banda de negros vestidos con trajes color berenjena tocaba jazz con ímpetu. Los músicos estaban muy animados. Sus rectos dientes y sus pieles de ébano relucían bajo los focos. La pista estaba atestada de gente que se agitaba al ritmo de los chirridos de la trompeta y el saxofón. Localicé a Dimitri cerca de la entrada del escenario, hablando con un camarero. Se había cortado el pelo, dejándose al descubierto las orejas y la zona de la frente. Ese peinado le daba un aire más joven. El camarero se marchó, y Dimitri miró en mi dirección, pero no me reconoció hasta que me acerqué. Cuando lo hice, frunció el ceño. Me quedé perpleja por su desagrado manifiesto. Amelia se precipitó hacia él para decirle algo. Pero cuando él no reaccionó, siguió la dirección de su mirada, que apuntaba hacia mí. Un atisbo de recelo pasó por su rostro. ¿Por qué le inspiraba tanta desconfianza?

Dimitri se abrió paso hasta donde yo estaba.

– Anya, deberías estar en casa -me dijo, agarrándome por los hombros, como si yo estuviera a punto de sufrir un colapso.

– No te preocupes -le contesté-. Sólo me quedaré hasta la medianoche. Lo único que quería era venir a darte ánimos.

Aun así, Dimitri no sonrió. Se encogió de hombros y dijo:

– Vamos, entonces. Tomemos una copa en el restaurante.

Le seguí escaleras arriba. El maître del restaurante nos sentó en una mesa que tenía vistas a la pista de baile. Me di cuenta de que Dimitri estaba contemplando mi vestido.

– ¿Lo recuerdas? -le pregunté.

– Sí -contestó, con un destello en la mirada. Por un momento, pensé que había lágrimas en sus ojos, pero sólo era la iluminación.

El camarero nos trajo una botella de vino y llenó nuestras copas. Nos comimos dos pequeños blinis con caviar y crema agria. Dimitri se inclinó hacia mí y me tocó el pelo.

– Eres una chica muy hermosa -me dijo.

Me recorrió una vibración de placer. Me acerqué a él, con el dolor del anhelo por la felicidad que se nos había escapado de las manos desde que se conoció el contenido del testamento de Serguéi. «Vamos a volver a estar bien -me dije para mis adentros-, todo va a ir mejor a partir de ahora.»

Apartó la mirada y se contempló las manos.

– No quiero que haya mentiras entre nosotros, Anya.

– No hay mentiras -le contesté.

– Amelia y yo somos amantes.

La respiración se me paró en mitad de la garganta.

– ¿¡Qué!?

– No ha sido intencionado. Yo te amaba cuando me casé contigo -confesó Dimitri.

Me aparté lentamente de él. Se me puso la piel de gallina.

– ¿¡Qué!?

Se me retorcieron las entrañas. Mis sentidos comenzaron a abandonarme uno tras otro. La música pareció ralentizarse, todo se me volvió borroso. Agarré mi copa de vino, pero no podía notarla al tacto.

– Ella es toda una mujer -me dijo-. Ahora es precisamente lo que necesito: toda una mujer.

Me levanté de la mesa, golpeando mi copa. El vino tinto salpicó el blanco mantel. Dimitri no se percató. El espacio entre nosotros se distorsionó. En lugar de estar en la misma mesa, parecíamos estar en extremos opuestos de la habitación. Dimitri sonreía. El extraño que en su momento había sido mi marido no me miraba. Estaba a kilómetros de distancia. Un hombre enamorado de otra persona.

– Siempre hubo algo entre nosotros -dijo-, pero hizo falta la muerte de Serguéi para abrir esa puerta.

El retortijón que sentía en mi interior se convirtió en un dolor abrumador. «Si me marcho, nada de esto se hará realidad», me dije. Le di la espalda a Dimitri y me abrí paso lentamente entre las mesas. La gente levantó la mirada de sus cenas o paró de hablar en mitad de una frase para observarme. Traté de mantener la cabeza alta, de dar la sensación de la perfecta anfitriona, pero las lágrimas se mezclaban con el maquillaje compacto de mi rostro y me recorrían las mejillas.

– ¿Se encuentra bien? -me preguntó un hombre.

– Sí, sí -le contesté, pero se me doblaron las rodillas. Me agarré a un camarero que pasaba con una bandeja de bebidas. Nos caímos juntos y una copa de champán se rompió bajo mi peso.

Poco tiempo después, volví en mí y me encontré de nuevo en el apartamento, mientras Mei Lin me sacaba con pinzas los trozos de cristal del hombro. Me había dormido la zona con hielo, pero todo el hombro se me había hinchado para convertirse en un bulto color ciruela. El cheongsam colgaba de una silla junto al armario; el agujero teñido de sangre en la manga parecía producido por un disparo. Dimitri nos observaba desde la chimenea.

– Si ya has acabado de limpiarlo -le ordenó a Mei Lin-, véndalo y llamaremos al médico mañana.

La muchacha lo observó, notando que algo andaba mal. Presionó una bola de gasa algodonosa contra la herida y la fijó con una venda. Cuando terminó, le dedicó a Dimitri una última mirada enfurecida antes de escabullirse de la habitación.

– Se está volviendo muy insolente, esa niña. No deberías malcriarla tanto -comentó, mientras se ponía el abrigo.

Me puse en pie y me tambaleé como si estuviera borracha.

– ¡¡Dimitri!! ¡Yo soy tu mujer!

– Ya te he explicado la situación -me dijo-. Tengo que volver al club.

Me incliné sobre la puerta, incapaz de comprender lo que estaba ocurriendo. ¿Cómo podía estar haciéndome esto Dimitri? ¿Cómo podía decirme que estaba enamorado de ella? ¿¿De Amelia?? Sentí un pinchazo en la cara y comencé a llorar. Lloraba con demasiada violencia para mis magulladas costillas y tuve que jadear para conseguir respirar.

– ¡Basta ya! -exclamó Dimitri, intentando sortearme. Parpadeé para mirarle entre las lágrimas. En su rostro se vislumbraba una dureza que jamás antes había visto. Supe entonces que ni con todas las lágrimas del mundo podría cambiar nada.


Una enfermedad dio paso a otra diferente. A la mañana siguiente, Mei Lin trató de hacerme ingerir el desayuno, pero no podía tragar ni una sola cucharada de huevos revueltos. Tener el corazón roto era mucho peor que una simple fiebre. Notaba en cada parte de mí un dolor incontenible. Apenas podía respirar. Dimitri me había traicionado y me había dejado sola. No tenía a nadie. No tenía un padre, ni una madre, ni un tutor, ni un marido.

Luba se presentó en la puerta de casa en menos de una hora cuando la llamé. Acostumbraba a llevar el cabello impecablemente arreglado, pero aquella mañana algunos mechones sueltos se le caían por la espalda. Una parte de la solapa del cuello de su vestido se le había quedado por dentro. Experimenté una extraña sensación de alivio cuando vi mi confusión reflejada en su apariencia.

Tras echarme un vistazo, se apresuró a entrar en el baño y regresó al cabo de un momento con una toalla húmeda para lavarme la cara.

– Lo peor de todo esto es que tú trataste de prevenirme -le confesé.

– Cuando hayas descansado y hayas comido algo -me contestó-, verás que las cosas no son tan malas como parecen.

Cerré los ojos y apreté los puños. ¿Cómo podían empeorar más las cosas? ¿No fue Luba la que me dijo que Amelia había provocado el suicidio de una mujer y que causaba algún tipo de influencia maligna sobre el alma de Dimitri?

– Ya sé que no me crees -me dijo Luba-, pero ahora que ha ocurrido, veo que tienes muchas cosas a tu favor. Cosas que no tuve en cuenta anteriormente.

– He hecho precisamente todo aquello de lo que Serguéi intentaba protegerme -declaré, hundiéndome en el sofá-. Les cedí el club.

Luba se sentó a mi lado.

– Lo sé, pero el club es el club y con la guerra quién sabe lo que le sucederá. Lo importante es que la casa todavía es tuya, y todo lo que hay en ella.

– No me importan la casa o el dinero -le dije, golpeándome el pecho dolorido con el puño-. Cuando trataste de prevenirme, pensé que te referías a que Amelia andaba tras mi dinero, no tras mi esposo -cogí aire dolorosamente-. Dimitri ya no me ama. Estoy totalmente sola.

– Oh, creo que Dimitri volverá a recuperar la sensatez -dijo Luba-. No querrá a una inmoral estadounidense como esposa. Es más vanidoso de lo que Serguéi jamás fue. Volverá a recuperar la sensatez más tarde o más temprano. Además, ella es casi diez años más vieja que él.

– ¿Y qué conseguiré yo con eso?

– Bueno, no puede casarse con ella, a menos que se divorcie de ti. Y no lo veo haciendo tal cosa. Incluso si tratara de hacerlo, tú podrías resistirte.

– Él la ama -objeté-. Ya no me quiere. Eso fue lo que me dijo.

– ¡Anya! ¿De verdad crees que ella verdaderamente le quiere? Sólo es un muchacho. Está manipulándolo para vengarse de ti. Y él está confundido por el cansancio y la pena.

– Ahora soy yo quien no le quiere. No después de que haya estado con ella.

Luba me rodeó con el brazo.

– Llora, pero no demasiado. Sería difícil estar casada y no comprender la naturaleza de los hombres. De repente, encuentran algo en las mujeres más inverosímiles con lo que divertirse y, un buen día, todo se acaba y vuelven a tu puerta como si nada hubiera pasado. Alexéi me produjo tantos quebraderos de cabeza cuando éramos jóvenes…

Sentí vergüenza ajena de su pragmatismo indiferente, pero sabía que estaba tratando de consolarme y que era la única aliada que me quedaba.

– Voy a hacer una reserva para nosotras en el club de damas -me dijo, acariciándome la espalda-. La buena comida y bebida harán que te sientas mejor. Todo saldrá bien, Anya, si te comportas con calma.

Salir de casa era la última cosa que me apetecía hacer, pero obedecí a Luba cuando insistió en que me bañara y me vistiera. Sabía lo que estaba tratando de hacer. Si me quedaba en el apartamento, estaría acabada. Todo lo que se quedaba inmóvil en Shanghái estaba condenado. Los mendigos enfermos que se desmayaban en la calle perecían en Shanghái, junto con los bebés abandonados y los porteadores de rickshaw agotados. Shanghái era sólo para los fuertes. Y el secreto de la supervivencia era seguir en movimiento.


Después de que mi matrimonio se hubiera esfumado, me las arreglé para encerrarme en mí misma. No me permitía la indulgencia de pensar. Si pensaba en lo que había pasado, me paralizaba. Y tan pronto como me paralizaba, notaba cómo me moría por dentro, exactamente igual que cuando un soldado detiene su avance en mitad de la nieve y empieza a notar la congelación. Traté de creer en lo que Luba me había dicho sobre que la aventura de Dimito y Amelia sería una relación temporal, que no se amaban realmente. Pero esa esperanza se desvaneció el día que los vi juntos.

Estaba en el Bund, buscando un rickshaw que me llevara a casa después del almuerzo con Luba. Sentía la cabeza ligera por el champán que había bebido para olvidar mi soledad. Hacía frío, y yo llevaba mi abrigo largo de pieles con la capucha puesta y una bufanda que me cubría media cara. Casi se me paró el corazón cuando reconocí la familiar limusina acercándose al bordillo a apenas un metro de donde yo estaba. Dimitri se apeó. Estaba tan cerca de mí y no lo sabía. Podría haberle tocado la mejilla con la punta de los dedos si hubiera querido. El sonido del tráfico se atenuó, y me dio la sensación de que él y yo nos quedábamos solos, atrapados en el tiempo. Entonces, se inclinó hacia el interior del automóvil. Me estremecí cuando reconocí los dedos sin guantes, acabados en unas uñas afiladas que agarraban la mano de él. Amelia salió del coche, llevaba una capa roja con un chal de color arena alrededor del cuello. Parecía un bello demonio. Me sentí morir cuando me percaté de la admiración en el rostro de Dimitri. Deslizó su brazo alrededor de la cintura de ella con el mismo toque íntimo que había visto a Alexéi y Luba el día de Navidad. Dimitri y Amelia desaparecieron entre la muchedumbre de la ciudad, y yo lo hice en algún lugar dentro de mí misma. Algo me decía que el Dimitri que yo conocía había muerto, y yo me había convertido en una viuda de dieciséis años.

Adquirí la costumbre de dormir hasta bien entrada la mañana. Alrededor de la una, tomaba un rickshaw para dirigirme al club de Luba, me comía sin prisas el almuerzo y dejaba que la hora de comer se extendiera hasta la hora del té. Por las tardes, había sesiones de jazz y de Mozart en el vestíbulo principal, y me dedicaba a escuchar la música hasta que se iba el sol y los camareros comenzaban a preparar las mesas para la cena. Me hubiera quedado también para cenar, de no haberme dado vergüenza. La mujer más joven del club me llevaba cinco años. Incluso tuve que mentir sobre mi edad en el formulario de inscripción, para poder ir al local sin que Luba tuviera que acompañarme.

Un día, me senté en mi mesa habitual, mientras hojeaba el North China Daily News. No había ni rastro de noticias sobre el avance de la guerra civil en el periódico, excepto para decir que los nacionalistas y Mao Zedong estaban negociando una tregua. Era improbable que se llegara a un acuerdo entre dos fuerzas tan opuestas. En aquella época, uno nunca podía estar seguro de lo que era verdad y de lo que era propaganda. Levanté la vista del periódico y miré por la ventana, hacia el jardín rocoso, desnudo por el invierno. Vi que alguien me estaba observando a través del reflejo de la ventana. Me volví para ver a una mujer alta que llevaba un vestido de flores y un pañuelo al cuello a juego.

– Me llamo Anouck -me dijo la mujer-. Está usted siempre aquí. ¿Habla inglés?

Su propio inglés estaba marcado por un fuerte acento holandés. Contempló la silla frente a mí.

– Sí, un poco -le contesté, haciéndole un gesto para que se sentara.

En el cabello castaño de Anouck brillaban mechones de pelo dorado, y su piel parecía lucir un bronceado natural. Su boca era la única facción que estropeaba la belleza de su rostro. Cuando sonreía, el labio superior desaparecía, dándole un aspecto serio. La naturaleza era cruel. Creaba belleza para luego estropearla.

– No, lo hace bien -me dijo-. He oído hablar de usted.

Una rusa con un ligero acento estadounidense. Mi marido… era estadounidense.

Capté el «era» de su comentario y la estudié con más detenimiento. No podía tener más de veintitrés años. Como no reaccioné, repitió:

– Mi marido… falleció.

– Lo siento mucho -le contesté-. ¿Fue durante la guerra?

– A veces, creo que sí. ¿Y su marido? -preguntó, señalando mi alianza.

Me sonrojé. Me había visto en el club más a menudo de lo que era decente para una joven mujer casada. Bajé la mirada para ver las entrelazadas tiras doradas que formaban la alianza, y me odié a mí misma por no habérmela quitado. Entonces, percibí la mueca nerviosa de su boca y lo comprendí todo. Ambas sonreíamos, pero era imposible no notar que las dos compartíamos la misma mirada afligida.

– Mi marido… también… falleció -respondí.

– Entiendo -respondió, con una sonrisa.

Anouck demostró ser una animada distracción. Mis visitas al club se hicieron menos frecuentes después de que me presentara a un grupo de otras jóvenes «viudas». Juntas, llenábamos nuestros días yéndonos de compras, y nuestras noches con cenas en el Hotel Palace o en el Hotel Imperial. Las otras mujeres gastaban a puñados el dinero de sus maridos infieles. Anouck lo definía como «el arte femenino de la venganza». El dinero que yo tenía era mío y no sentía deseos de venganza. Pero, al igual que las otras mujeres, deseaba escapar del dolor y la humillación que me había provocado mi esposo.

Anouck me convenció para que me uniera a las «sesiones culturales y lingüísticas» del consulado estadounidense. Una vez a la semana, el cónsul general invitaba a los extranjeros a que se relacionaran con el personal del consulado en un elegante salón de su casa. Durante la primera hora, hablábamos inglés, charlábamos sobre diferentes movimientos artísticos y sobre literatura. Nunca sobre política. Después, nos emparejábamos con cualquier miembro del personal que deseara aprender nuestros respectivos idiomas. Algunos de los participantes se tomaban en serio las clases de idiomas, pero la mayoría de nosotros las considerábamos una excusa para conocer gente y para atiborrarnos de los pasteles de pacana que se servían en cada reunión. El único estadounidense que se apuntó para aprender ruso era un joven alto y desgarbado, llamado Dan Richards. Me agradó desde el primer momento en que le vi. Tenía el cabello color anaranjado, un poco rizado y rapado muy corto. La piel era pecosa y sus ojos claros estaban bordeados por finas arruguitas que se intensificaban cuando sonreían.

Dobryy den, señora Lubenski -me dijo, estrechándome la mano-. Minya zavut Daniel.

Su pronunciación era terrible, pero la seriedad con la que hablaba me resultaba tan encantadora que me descubrí sonriendo sinceramente por primera vez desde hacía mucho tiempo.

– ¿Quiere usted convertirse en espía? -bromeé.

Sus ojos brillaron por la sorpresa.

– No, apenas tengo disposición para ello -contestó-. Mi abuelo era diplomático en Moscú antes de la Revolución. Siempre hablaba muy bien de los rusos, y desde entonces he sentido curiosidad por ellos. De modo que cuando Anouck anunció que iba a traer a su encantadora amiga rusa, ¡decidí deshacerme de la vieja gárgola que trataba de enseñarme gramática francesa y tomar lecciones de ruso en su lugar!

A partir de entonces, las sesiones culturales y lingüísticas se convirtieron en mi único aliciente a comienzos de aquella lúgubre y lloviznosa primavera. Dan Richards era divertido y encantador, y lamenté que ambos estuviéramos casados, porque me habría resultado muy fácil enamorarme de él. Sus bromas y su caballeroso comportamiento me ayudaban a olvidar un poco a Dimitri. Hablaba de su esposa encinta con tanto cariño y respeto que me provocaba el deseo de tener alguien en quien pudiera confiar. Al escucharle, podía creer en la posibilidad de volverme a enamorar de nuevo. Comencé a sentirme como la persona que había sido antes de que se llevaran a mi madre: alguien que creía en la bondad de la gente.

Entonces, una tarde, Dan llegó con retraso a la clase. Contemplé a los otros grupos concentrados en sus respectivas conversaciones y traté de entretenerme memorizando los nombres y las fechas de los presidentes cuyos retratos de rostros severos colgaban de las paredes. Cuando Dan llegó, estaba sin aliento. Llevaba el pelo y las pestañas perlados de lluvia y los zapatos llenos de rozaduras. Se frotaba las manos nerviosamente contra las rodillas y olvidaba las palabras un minuto después de que yo las pronunciara para él.

– ¿Qué sucede? -le pregunté.

– Es Polly. La acabo de enviar de vuelta a Estados Unidos.

– ¿Por qué?

Se humedeció los labios, como si se le hubiera quedado la boca seca.

– La situación política se ha vuelto demasiado incierta -explicó-. Durante la invasión japonesa, enviaron a muchos niños y mujeres estadounidenses a campos de concentración. No quiero correr el riesgo. Si tú fueras mi mujer, también te enviaría lejos de aquí -me dijo.

Me conmovió su preocupación.

– Nosotros, los rusos, no tenemos adónde ir -le confesé-. China es nuestro hogar.

Miró a su alrededor antes de aproximar su rostro al mío.

– Anya -me susurró-, lo que te voy a decir es información confidencial, pero Chiang Kaishek está a punto de abandonar la ciudad. El gobierno estadounidense nos ha dicho que no va a continuar apoyando al gobierno nacionalista. Nuestras armas han ido cayendo en manos de los comunistas cada vez que alguno de los generales nacionalistas ha decidido pasarse al otro bando. Los británicos han dado instrucciones a sus ciudadanos para que continúen con sus negocios. Pero nosotros ya hemos sobrepasado el tiempo en el que debíamos quedarnos en China. Es hora de que nos vayamos.

Más tarde, durante la merienda con pastelillos y bebidas, Dan me deslizó una nota en la mano y me la apretó con la suya.

– Piensa en ello, Anya -me dijo-. Un cosaco llamado Grigori Bologov ha estado negociando con la Organización Internacional de Refugiados (OIR) para sacar a vuestra gente de Shanghái. Pronto zarpará un barco hacia Filipinas. Si te quedas, los comunistas chinos os enviarán a la Unión Soviética. Los integrantes del último grupo de rusos de Shanghái que volvió allí tras la guerra fueron ejecutados por espías.

Corrí a casa bajo la lluvia, apretando la dirección de Bologov en la mano. Me sentía deprimida y asustada. ¿Dejar China? ¿Adónde iba a marcharme? Dejar China supondría abandonar a mi madre. ¿Cómo sabría dónde encontrarme? Pensé en lo afortunada que era la embarazada señora Richards, viajando en total seguridad de vuelta a Estados Unidos y reuniéndose pronto con su amable y fiel marido que la amaba. Qué cosa tan azarosa era el destino. ¿Por qué el mío había sido encontrar a Dimitri? Me coloqué las manos en mi plano vientre. Ya no tenía marido, pero quizás recuperaría la felicidad con un niño. Imaginé a una niñita de pelo oscuro y ojos ambarinos, como los de mi madre.

El apartamento estaba sombrío. Mei Lin no estaba y supuse que habría ido a comprar o se estaría echando una siesta en el cuarto de las doncellas. Cerré la puerta a mis espaldas y comencé a quitarme el abrigo. Una súbita sensación de frío me estremeció el cuello. El picante olor del tabaco me escoció en la nariz. Observé con ojos entornados hasta que la sombra sentada en el sofá tomó forma. Era Dimitri. La brasa rojiza de su cigarrillo brillaba como un carbón incandescente en la oscuridad. Contemplé la débil silueta, tratando de decidir si era real o una mera aparición. Encendí la luz. Me observó sin decir nada, aproximándose y apartándose el cigarrillo de los labios, como si no pudiera respirar sin él. Me dirigí a la cocina y puse el hervidor en el fogón. El vapor siseó por el pitorro y me preparé una taza de té sin ofrecerle nada a él.

– He metido el resto de tus cosas en un baúl en el armario de la entrada -le informé-. Por si acaso te preguntabas por qué no las encontrabas. Cierra con llave cuando te marches.

Entré en el dormitorio, cerrando la puerta a mis espaldas. Estaba demasiado cansada como para hablar y no sentía ningún deseo de que Dimitri volviera a hacerme daño. La habitación estaba fría. Me deslicé bajo la colcha y escuché el sonido de la lluvia. El corazón me latía con fuerza dentro del pecho. Pero no estaba segura de quién era el causante, si Dimitri o Dan. Miré el reloj de la mesilla de noche, la miniatura dorada que los Mijailov nos habían dado como regalo de compromiso. Pasó una hora y supuse que Dimitri se habría marchado. Sin embargo, justo cuando se me empezaban a cerrar los ojos, escuché como se abría la puerta del dormitorio y los pasos de Dimitri en la tarima. Me puse de lado, fingiendo que estaba dormida. Contuve la respiración cuando noté el peso de su cuerpo hundiéndose en el colchón. Su piel parecía congelada. Apoyó la mano en mi cadera y yo me quede inmóvil, como de piedra.

– Lárgate -murmuré.

Me agarró con más fuerza aún.

– No tienes derecho a hacer lo que hiciste y luego volver como si nada.

Dimitri no dijo una palabra. Su respiración sonaba como la de un hombre agotado. Me pellizqué el brazo hasta que la piel me sangró.

– Ya no te amo -le dije.

Recorrió con la mano mi espalda. Su piel ya no era suave como el ante. Se había convertido en papel de lija. Le propiné un manotazo, pero me agarró las mejillas entre sus manos, obligándome a mirarle a la cara. Incluso en la oscuridad, podía percibir lo demacrado que estaba. Ella se lo había llevado entero y lo había dejado vacío.

– Ya no te amo -le dije.

De repente, unas gotas calientes me humedecieron el rostro. Me quemaron la piel como si fueran azufre.

– Te daré todo lo que me pidas -sollozó.

Le aparté de mí y salí con dificultad de la cama.

– Ya no te quiero -le contesté-. Y ya no podré volver a quererte.


A la mañana siguiente, Dimitri y yo tomamos el desayuno en el Café de Brasil de la avenida Joffre. Se sentó con las piernas estiradas hacia la franja de luz que entraba por la ventana. Tenía los ojos cerrados y su mente parecía estar a kilómetros de distancia. Aparté los champiñones de mi tortilla con el tenedor, dejándolos para el final. «Champiñones en los bosques se esconden como tesoros secretos, esperando a las deseosas manos que los recojan», recordé la canción de mi madre. El café estaba desierto salvo por un camarero bigotudo que rondaba junto al mostrador, haciendo como que lo estaba limpiando. El aire olía a madera, aceite y cebollas. Incluso ahora, siempre que percibo esa combinación de aromas, recuerdo la mañana después de que Dimitri volviera a mi lado.

Deseaba saber si había regresado porque me amaba o porque las cosas se habían estropeado con Amelia. Pero no me atrevía a preguntárselo. Las palabras se me pegaban a la lengua como un sabor desagradable. La incertidumbre se levantaba como una barrera entre nosotros. Hablar de ella significaba evocar su recuerdo, y yo tenía demasiado miedo como para hacerlo.

Después de un rato, Dimitri se incorporó en la silla y estiró los brazos.

– Tienes que volver a mudarte a la casa -comentó.

El mero pensamiento de ver la casa de nuevo me revolvió el estómago. No deseaba vivir en un lugar en el que Dimitri había estado con Amelia. No deseaba percibir la traición en todos y cada uno de los muebles. Me negaba a dormir en mi antigua cama, una vez que había sido profanada.

– No, no quiero -le contesté, apartando mi plato a un lado.

– La casa es más segura. Y a partir de ahora, es eso de lo que tenemos que preocuparnos.

– No quiero ir a la casa. Ni siquiera deseo verla.

Dimitri se frotó el rostro.

– Si los comunistas toman al asalto la ciudad, el primer lugar por el que entrarán en la Concesión será a través de tu calle. El apartamento no tiene protección. Por lo menos, la casa tiene el muro.

Tenía razón, pero aun así, yo no quería ir.

– ¿Qué crees que nos harán si vienen? -le pregunté-. ¿Nos enviarán a la Unión Soviética como hicieron con mi madre?

Dimitri se encogió de hombros.

– No. ¿Quién conseguirá dinero para ellos? Tomarán el gobierno y confiscarán los negocios chinos. Lo que en realidad me preocupa son los saqueos y los disturbios.

Dimitri se levantó para marcharse. Cuando comprobó que yo titubeaba, alargó su mano hacia mí.

– Anya, quiero que estés conmigo -me dijo.

Me dio un vuelco el corazón cuando vi la casa. El jardín estaba enlodado por la lluvia. Nadie se había molestado en podar los rosales. Se habían convertido en amenazantes trepadoras que culebreaban paredes arriba, arañando con sus tentáculos los marcos de las ventanas y dejando manchas marrones en la pintura. El árbol de gardenias había perdido todas sus hojas y no era más que un tallo sobresaliendo del suelo. Incluso la tierra de los parterres parecía solidificada y empobrecida: nadie había plantado bulbos en primavera. Escuché a Mei Lin canturreando en la lavandería y me di cuenta de que Dimitri debía de haberla enviado a la casa el día anterior.

La anciana doncella abrió la puerta y sonrió cuando me vio. La expresión transformó sus hundidos ojos. Por un momento, parecía radiante. Durante todos los años desde que la conocía, no me había sonreído ni una sola vez. Repentinamente, a medida que nos precipitábamos al borde del desastre, había decidido que yo le gustaba. Dimitri me ayudó a introducir mis maletas en la entrada, y me pregunté si el resto de los sirvientes se habría marchado.

Las paredes de la sala estaban vacías, todos los cuadros habían desaparecido. Donde antes había sólo lámparas, ahora había agujeros.

– Lo he guardado todo, para mantenerlo a salvo -dijo Dimitri.

La anciana doncella abrió mis baúles y comenzó a transportar mi ropa escaleras arriba. Esperé hasta que no pudiera escucharme antes de volverme hacia Dimitri y espetarle:

– A mí no me mientas. No vuelvas a mentirme.

Se estremeció como si le hubiera golpeado.

– Lo has vendido todo para mantener el club. No soy estúpida. Ya no soy una cría, a pesar de lo que tú pienses. Soy mayorcita, Dimitri. Mírame. Ya soy mayor.

Dimitri me rozó la boca con la mano y me apretó contra su pecho. Estaba rendido. También había pasado el tiempo para él. Podía sentirlo a través de su piel. Apenas le latía el corazón. Me abrazó con fuerza, presionando su mejilla contra la mía.

– Se las llevó ella cuando se fue.

Sus palabras me golpearon como una bofetada. El corazón me dio un vuelco en el tórax. Pensé que iba a resbalar hasta introducirse por la boca del estómago. De modo que, efectivamente, ella le había dejado. Él no me había preferido a mí respecto a ella en absoluto. Me aparté de Dimitri y me apoyé contra el aparador.

– ¿Se ha marchado? -pregunté.

– Sí -contestó, mientras me observaba.

Inspiré profundamente, tambaleándome entre dos mundos. Uno en el que recogía mis maletas y me volvía al apartamento, y otro en el que me quedaba con Dimitri. Me presioné la frente con las palmas de las manos.

– Entonces, la olvidaremos por completo -le contesté-. Ella ya no pertenece a nuestras vidas.

Dimitri se derrumbó contra mí y lloró sobre mi hombro.

– «Ella», «la desaparecida». Ésos serán los términos que utilizaremos para hablar de Amelia a partir de ahora -sentencié.


Los tanques del ejército nacionalista rugían por toda la ciudad día y noche, y las ejecuciones sumarias de simpatizantes comunistas por las calles se convirtieron en un suceso diario. Una vez, de camino al mercado, me crucé con cuatro cabezas decapitadas clavadas en señales de tráfico y no reparé en ellas hasta que una niña y su madre no gritaron detrás de mí. Durante aquellos días, las calles siempre apestaban a sangre.

El nuevo toque de queda nos obligaba a limitar la apertura del club a tres noches por semana, lo cual era una especie de bendición, porque no teníamos suficiente personal. Todos nuestros chefs más importantes se habían ido a Taiwán o a Hong Kong, y era difícil encontrar músicos que no fueran rusos. Pero, durante las noches en las que sí abríamos, los clientes habituales siempre se presentaban, ataviados con sus mejores galas.

– No voy a dejar que una pandilla de campesinos enfadados me estropee la diversión -me confesó la señora Degas una noche, dando una larga calada a la boquilla de su cigarrillo-. Lo echarían todo al traste si les dejáramos.

Su caniche había sido atropellado por un automóvil, pero ella lo había sustituido estoicamente por un loro llamado Fi-fi.

Su opinión se reflejaba en los rostros de los otros clientes habituales que se habían quedado en Shanghái. Hombres de negocios británicos y estadounidenses, comerciantes marítimos holandeses, nerviosos empresarios chinos. Una obsesiva alegría de vivir nos mantenía en movimiento.

A pesar del tumulto en las calles, bebíamos vino barato como si fuera de una cosecha añeja y picábamos taquitos de jamón cocido como antes comíamos caviar. Cuando había apagones, encendíamos velas. Dimitri y yo bailábamos valses en la pista de baile todas las noches, como recién casados. La guerra, la muerte de Serguéi, y Amelia parecían pertenecer a un extraño sueño.

Durante las noches en las que el club estaba cerrado, Dimitri y yo nos quedábamos en casa. Nos turnábamos para leer en voz alta o escuchábamos discos. En mitad de la desintegración de la ciudad, nosotros volvíamos a ser un matrimonio normal. Amelia no era más que un fantasma en la casa. A veces, percibía alguna vaharada de su perfume en un cojín o encontraba algún brillante cabello negro en una escoba o una baldosa. Sin embargo, nunca volví a verla ni supe nada de ella, hasta una noche, varias semanas después de haber vuelto a la casa, cuando el teléfono sonó y la anciana doncella contestó. A falta de un sirviente, la anciana mujer se había acostumbrado a hablar en inglés y a contestar el teléfono como un mayordomo. Supe quién llamaba por el modo en el que la anciana doncella entró lentamente en la habitación, evitándome con la mirada. Le murmuró algo a Dimitri.

– Dígale que no estoy en casa -le ordenó. La anciana doncella volvió al recibidor y estaba a punto de retransmitir el mensaje cuando Dimitri se dirigió a ella lo suficientemente alto como para que Amelia pudiera oírlo:

– Dígale que no vuelva a llamar.

Al día siguiente, Luba me envió un mensaje urgente para que me reuniera con ella en el club. No nos habíamos visto demasiado durante el último mes, y cuando me la encontré en el recibidor, ataviada con un elegante sombrero y, sin embargo, luciendo un semblante tan demacrado como el de un cadáver, prácticamente dejé escapar un grito por la sorpresa.

– ¿Te encuentras bien? -inquirí.

– Vamos a dejar la casa -me contestó-. Nos vamos a Hong Kong esta noche. Hoy es el último día para obtener visados de salida. Anya, tienes que venir con nosotros.

– No puedo -le respondí.

– De lo contrario, te será imposible conseguir un visado de salida. Alexéi tiene un hermano en Hong Kong. Puedes hacerte pasar por hija nuestra.

Nunca antes había visto a Luba tan alterada. Durante toda la crisis de mi matrimonio, siempre había tenido palabras de aliento para mí. No obstante, cuando miré a mi alrededor para observar a las mujeres de la sala, las pocas habituales que aún quedaban, me di cuenta de que todas ellas compartían la misma mirada aterrada.

– Dimitri ha vuelto conmigo -le dije-. Sé que él no dejará el club y yo debo quedarme con mi marido.

Me mordí el labio y me miré las manos. Otra persona que desaparecía de mi vida. Si Luba dejaba Shanghái, probablemente no volveríamos a vernos nunca más.

Abrió su bolso y sacó un pañuelo.

– Ya te dije que volvería contigo -dijo, llevándose el pañuelo a los ojos-. Os ayudaría a salir de aquí a ambos, pero tienes razón sobre Dimitri: nunca dejará el club. Desearía que todavía tuviera amistad con mi marido. Alexéi sería capaz de convencerle.

El maître del restaurante nos avisó de que nuestra mesa habitual estaba lista. Cuando nos hubo instalado, Luba pidió una botella del mejor champán y una tarta de queso para el postre.

Cuando llegó el champán, se bebió la primera copa casi de un trago.

– Te enviaré nuestra dirección en Hong Kong -me dijo-. Si necesitas cualquier tipo de ayuda, avísame. Por supuesto, me sentiría mucho más feliz si supiera que tienes intención de marcharte.

– Todavía acude bastante gente al club -le conté-. Pero los clientes están empezando a marcharse. Te prometo que hablaré con Dimitri sobre la posibilidad de irnos.

Luba asintió con la cabeza.

– Tengo noticias de lo que le ha ocurrido a Amelia -anunció.

Clavé las uñas en el brazo de mi asiento. No estaba segura de si quería enterarme.

– He oído que comenzó a perseguir a un tejano adinerado. Pero ese hombre era más inteligente que sus presas habituales. Consiguió lo que quiso de ella y la dejó. Esta vez se le ha ido la mano.

Le conté lo que había ocurrido la noche anterior, y cómo Dimitri le había dicho a Amelia que no volviera a llamar.

El champán parecía haber ayudado a calmarle los nervios a Luba. La mujer sonrió abiertamente.

– De modo que esa bruja lo volvió a intentar de nuevo -comentó-. No te preocupes, Anya. Ahora ya está fuera de su hechizo. Perdónale y ámale con todo tu corazón.

– Así lo haré -le contesté. Pero deseé que no hubiera hablado sobre Amelia. Era como un virus latente en el organismo que se desencadenaba al mencionarlo.

Luba tomó otro trago de champán.

– Esa mujer está loca -comentó-. Le ha estado contando a todo el mundo que tiene unos parientes ricos en Los Ángeles. Ahora habla de abrir allí su propio club nocturno: el Moscú-L.A. ¡Qué idiotez!

Estaba lloviendo cuando salimos del club. Le di a Luba un beso de despedida y me sentí agradecida por las propiedades anestésicas del champán. La observé mientras se abría paso entre la multitud para coger un rickshaw. Me preguntaba qué nos había pasado a todos nosotros, a los que un día bailamos en la pista del Moscú-Shanghái, tratando de cantar como Josephine Baker.


Durante la noche, lo único que se oía era el ulular de las sirenas y los tiroteos en la distancia. A la mañana siguiente, encontré a Dimitri de pie en el enlodado jardín, con el barro hasta los tobillos.

– Me han cerrado el club -me informó.

Su rostro había empalidecido. En la desesperación de su mirada reconocí al Dimitri joven. Un niño que había perdido a su madre.

– Es sólo hasta que las cosas se resuelvan -le dije-. Yo estoy preparada. Tenemos suficientes provisiones para que nos duren unos cuantos meses.

– ¿No has oído las noticias? -me respondió él-. Los comunistas han tomado el mando. Quieren echar a todos los extranjeros. El consulado estadounidense y la OIR están preparando un barco.

– Entonces, salgamos de aquí -le contesté-. Empezaremos de nuevo.

Dimitri cayó de rodillas en el fango.

– ¿Has oído lo que acabo de decir, Anya? ¡Seríamos refugiados! No podemos llevarnos nada con nosotros.

– Simplemente, vayámonos de aquí, Dimitri. Somos afortunados de que alguien quiera ayudarnos.

Se llevó las manos embarradas a la cara y se cubrió los ojos.

– Seremos pobres.

Era como si la palabra «pobre» le quebrantara el ánimo, pero me sentí extrañamente aliviada. No íbamos a ser pobres. Íbamos a ser libres. Hasta ese momento me había resistido a abandonar China, porque parecía la única conexión que me quedaba con mi madre. Pero la China que nosotros habíamos conocido ya no existía. Se nos había escapado de las manos en un segundo. Ninguno de nosotros tendría que haber intentado quedársela de todos modos. Incluso mi madre habría entendido la posibilidad que se me brindaba: una oportunidad para Dimitri y para mí de empezar de nuevo.

El semblante de la anciana doncella se ensombreció cuando le dije que ella y Mei Lin tendrían que marcharse, porque no era seguro quedarse en nuestra casa. Atiborré de comida todos los baúles que pude para ellas, y cosí un bolsito lleno de dinero para que la anciana doncella se lo escondiera en el vestido. Mei Lin me abrazó con fuerza. Dimitri tuvo que ayudarme a subirla en el rickshaw.

– Debes marcharte con tu anciana amiga -le dije. Todavía lloraba cuando el rickshaw comenzó a moverse, y, durante un momento, consideré la posibilidad de quedarme con ella. Pero sabía que no la dejarían salir del país.

Dimitri y yo hicimos el amor bajo el estruendo de los bombarderos y el sonido lejano de las explosiones.

– ¿Podrás perdonarme, Anya? ¿Podrás perdonarme de verdad? -me preguntó después.

Le contesté que ya le había perdonado.

Por la mañana, caía una lluvia torrencial. Escuché el tiroteo a través del tejado. Me solté del abrazo de Dimitri y me deslicé hasta la ventana. El agua lo arrastraba todo a su paso calle abajo como una gran avalancha. Me volví a mirar la silueta desnuda de Dimitri tumbada en la cama y deseé que la lluvia también pudiera arrastrar consigo el pasado. Dimitri se revolvió y parpadeó, mirándome.

– No importa la lluvia -murmuró-. Iré al consulado a pie. Prepara las maletas. Volveré a buscarte esta noche.

– Todo va a salir bien -le contesté, ayudándole a ponerse la camisa y el abrigo-. No van a matarnos. Sólo nos están pidiendo que nos marchemos.

Me tocó la mejilla.

– ¿De verdad piensas que podemos empezar de nuevo?

Recorrimos juntos la casa, sabiendo que al final del día no podríamos volver a reclinarnos en los elegantes sofás ni a contemplar la vista desde los grandes ventanales. Me preguntaba qué pasaría con ella, qué uso le darían los comunistas. Me sentía agradecida de que Serguéi no tuviera que presenciar la destrucción del amado hogar de Marina. Besé a Dimitri y contemplé cómo corría por el sendero del jardín, encorvado para protegerse de la lluvia. Sentí la necesidad de irme con él, pero había poco tiempo y tenía que prepararlo todo para el viaje que nos esperaba.

Me pasé el día rompiendo mis joyas y cosiendo las piedras y perlas a las puntas de calcetines y medias y en las costuras de nuestra ropa interior. Escondí lo que quedaba del collar de jade de mi madre en la base de mi muñeca matrioska. No tenía prendas prácticas para llevarme, por lo que metí mis vestidos más caros en una maleta con la esperanza de que, al menos, los iba a poder vender. Me sentía aterrorizada y, al mismo tiempo, emocionada. Era imposible estar seguros de que los comunistas nos dejaran salir. No, si eran como Tang. Quizás nos ejecutaran, guiados por su sed de venganza. No obstante, me dediqué a cantar mientras trabajaba. Me sentía feliz y enamorada de nuevo. Cuando cayó la noche, cerré todas las cortinas y cociné a la luz de las velas, utilizando todos los ingredientes que encontré en la cocina para preparar un festín. Extendí el mantel blanco en el suelo y dispuse la cubertería y la vajilla de nuestra boda, puesto que aquélla sería la última vez que podríamos utilizarlas.

Dimitri no regresó por la noche, pero traté de no alarmarme. Imaginé que la lluvia mantendría acorralados a los comunistas como mínimo un día más, y que Dimitri conocía lo suficiente la calle como para no meterse en líos. «Lo peor ya ha pasado -me susurraba a mí misma como un mantra, hecha un ovillo en el suelo-, lo peor ya ha pasado.»

Cuando Dimitri no apareció por la mañana, intenté llamar al consulado, pero las líneas estaban desconectadas. Esperé dos horas más, con un sudor nervioso goteándome bajo los brazos y resbalándome por la espalda. La lluvia amainó, por lo que me puse el abrigo y las botas y corrí al consulado. Los vestíbulos y las salas de espera estaban repletos de gente. Me dieron un número y me dijeron que esperara mi turno. Escudriñé entre la multitud desesperadamente en busca de Dimitri.

Localicé a Dan Richards saliendo de su oficina y le llamé. Me reconoció y me hizo un gesto para que me acercara.

– La cosa se ha puesto muy mal, Anya -me dijo, ayudándome a quitarme el abrigo y cerrando la puerta de su oficina a nuestras espaldas-. ¿Te apetece tomar un poco de té?

– Estoy buscando a mi marido -le conté, tratando de sofocar el pánico que me revolvía las entrañas-. Vino aquí ayer para conseguirnos un pasaje en el barco de refugiados, pero aún no ha regresado.

La preocupación tiñó el amable rostro de Dan. Me ayudó a sentarme y me dio unas palmaditas en el brazo.

– Por favor, no te preocupes -me dijo-. Aquí todo ha sido caótico. Averiguaré lo que ha ocurrido.

Desapareció en el vestíbulo. Me senté, paralizada como una roca, mientras contemplaba sus pertenencias, antigüedades chinas y libros, casi todos empaquetados en cajas.

Dan volvió una hora más tarde, con el rostro demacrado. Me levanté de la silla, aterrorizada por la posibilidad de que Dimitri estuviera muerto. Dan llevaba un papel entre las manos y me lo entregó. Vi la fotografía de Dimitri. Aquellos ojos a los que tanto amaba.

– Anya, ¿éste es tu marido? ¿Dimitri Lubenski?

Asentí, con el miedo retumbándome en los oídos.

– ¡Dios santo, Anya! -exclamó, desplomándose en su silla y mesándose el despeinado cabello con una mano.

– Dimitri Lubenski desposó a Amelia Millman ayer por la noche, y se han marchado a Estados Unidos esta mañana.


Me detuve frente al Moscú-Shanghái, contemplando sus puertas y ventanas tapiadas. La lluvia se había detenido. Los tiroteos sonaban cercanos. Miré fijamente el pórtico, la escalinata de piedra, los blancos leones que guardaban la entrada. ¿Estaba tratando de olvidarlo todo? Serguéi, Dimitri y yo bailando al son de la banda cubana, la boda, el funeral, los últimos días… Una familia pasó a toda prisa por la calle junto a mí. La madre chistó a sus llorosos hijos como una gallina a sus polluelos. El padre iba inclinado, tirando de un carro lleno de baúles y maletas que, por lo que yo sabía, le confiscarían antes de que llegara al puerto.

Dan me había dado una hora para volver al consulado. Desde allí, me había conseguido un pasaje en un barco de Naciones Unidas que se dirigía a Filipinas. Iba a convertirme en refugiada, pero sería sólo yo. Las perlas y piedras preciosas cosidas a la punta de mis medias me arañaban los pies. Todo el resto de mis joyas sería saqueado cuando las hordas asaltaran la casa. Todo lo demás excepto mi anillo de boda. Levanté la mano y contemplé las tiras que lo formaban a la brillante luz del sol. Subí la escalinata hacia el feroz león de mármol más cercano a la puerta y le coloqué el anillo sobre la lengua. Era mi ofrenda para Mao Zedong.

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