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EL TANGO

Unos días después, llegaron los paquetes de la señora Woo mientras Serguéi Nikoláievich, Amelia y yo estábamos tomando el desayuno en el patio. Yo bebía té a la manera rusa: solo, salvo por una cucharada de mermelada de grosella negra como acompañamiento para endulzarlo. Únicamente tomaba un té de desayuno, aunque cada mañana, la mesa rebosaba de tortitas con mantequilla y miel, plátanos, mandarinas, peras, cuencos con fresas y uvas, huevos revueltos con queso fundido, salchichas y tostadas triangulares. Me sentía demasiado nerviosa como para tener apetito. Me temblaban las piernas bajo el tablero de cristal de la mesa. Sólo hablaba cuando se dirigían a mí, y no pronunciaba ni una sola palabra más de lo estrictamente necesario. Me aterrorizaba la idea de hacer algo que pudiera provocar el mal humor de Amelia. Sin embargo, ni Serguéi Nikoláievich -que me había dado permiso para llamarle por su primer nombre, Serguéi- ni Amelia parecían percatarse de mi tímido comportamiento. Serguéi me señalaba alegremente los gorriones que visitaban el jardín, y Amelia me ignoraba durante la mayor parte del tiempo.

La campana de la verja repiqueteó, y la doncella trajo dos paquetes envueltos en papel de estraza y atados con cordel, con nuestra dirección garabateada en los laterales en inglés y en chino. «Ábrelos», ordenó Amelia, tensando sus dedos en forma de garras mientras sonreía. Delante de su marido, aparentaba tener una gran complicidad conmigo, pero eso no me engañaba. Me giré hacia Serguéi y le mostré una por una las prendas. Todos los vestidos de día recibieron asentimientos y exclamaciones de aprobación.

– ¡Oh, sí! ¡Ése es el más bonito! -prorrumpió, señalando un vestido de algodón con un cuello de pajarita y una cenefa de girasoles bordada en el escote y el cinturón-. Deberías ponértelo mañana, para nuestro paseo por el parque.

Pero cuando abrí el paquete de los vestidos de noche y le mostré el cheongsam verde, Serguéi arqueó las cejas y sus ojos se oscurecieron. Le lanzó una mirada enfurecida a Amelia y me dijo: «Por favor, Anya, retírate a tu habitación».

El tono con el que Serguéi se dirigió a mí no era de enfado, pero que me enviara a mi habitación me hizo sentir rechazada. Caminé arrastrando los pies por el recibidor y las escaleras, preguntándome cuál sería la razón de su disgusto y qué le iba a decir a Amelia. Esperaba que, fuera lo que fuese, no aumentara el desprecio que aquella mujer sentía por mí.

– Ya te dije que Anya no va a venir con nosotros al club hasta que sea mayor -oí que le decía a su esposa-. Tiene que ir al colegio.

Me detuve en el rellano, tratando de escuchar lo que decían. Amelia replicó con voz burlona:

– Oh, sí, vamos a ocultarle lo que somos en realidad, ¿no es así? Vas a obligarla a pasar el tiempo entre monjas antes de introducirla en el mundo real. Me imagino que ya te ha sorprendido mientras te entregabas a tu hábito favorito. Lo sé por las miradas compasivas que te dedica.

– Ella no es como las chicas de Shanghái, ella es…

No pude oír el resto de la frase de Serguéi, porque el sonido se ahogó por el repiqueteo de los zuecos de Mei Lin subiendo las escaleras con una pila de sábanas limpias entre sus brazos. Me puse el dedo en los labios y le chisté: «¡Shhhh!». Su cara de pajarillo me miró por encima de las sábanas. Cuando se dio cuenta de que estaba escuchando a hurtadillas, repitió el mismo gesto con su propio dedo y le entró la risa tonta. Serguéi se levantó y cerró la puerta principal, así que nunca llegué a escuchar el resto de la conversación de aquella mañana.

Más tarde, Serguéi vino a verme a mi cuarto.

– La próxima vez, le diré a Luba que te lleve de compras -me reconfortó, besándome la coronilla-. No te desilusiones, Anya. Ya habrá tiempo suficiente para que seas la reina del baile.


Mi primer mes en Shanghái transcurrió despacio y sin noticias de mi madre. Escribí dos cartas a los Pomerantsev, describiéndoles Shanghái y a mi guardián favorablemente, para que no se preocuparan. Firmaba como Anya Kirilova, por si los comunistas leían las cartas.

Serguéi me envió a la Escuela de Santa Sofía para niñas en la Concesión Francesa. La escuela estaba dirigida por una congregación de monjas irlandesas, y las estudiantes eran una mezcla de católicas, rusas ortodoxas y algunas niñas chinas e indias de familias acaudaladas. Las monjas eran mujeres bondadosas que sonreían mucho y se enfadaban poco. Creían fervientemente en la educación física y jugaban al béisbol con las niñas mayores todos los viernes por la tarde, mientras las niñas más pequeñas observaban. La primera vez que vi a la profesora de geografía, la hermana Mary, haciendo una carrera entre bases con el hábito arremangado hasta las rodillas, mientras la perseguía la profesora de historia, la hermana Catherine, tuve que contenerme con todas mis fuerzas para no reírme. Aquellas mujeres eran como grullas gigantes tratando de alzar el vuelo. Pero no me reí. De hecho, nadie lo hizo. Porque, si bien las hermanas solían ser amables, también podían ser duras imponiendo castigos. Cuando Luba me llevó a matricularme a la escuela, observamos a la madre superiora paseándose frente a filas de niñas puestas de cara a la pared. Les estaba olfateando el cuello y el cabello. Después de cada inhalación, movía con nerviosismo la nariz y elevaba los ojos al cielo, como si estuviera catando una muestra de buen vino. Más tarde, me enteré de que estaba inspeccionando a las niñas para ver si se habían puesto talco perfumado, tónicos aromáticos en el cabello u otros productos cosméticos para llamar la atención. La madre superiora consideraba que existía una conexión directa entre la vanidad y la corrupción moral. La única culpable a la que había sorprendido aquella mañana había tenido que fregar los baños durante una semana entera.

La hermana Bernardette enseñaba matemáticas. Era una mujer regordeta cuya barbilla formaba una línea recta con su cuello. Su acento del norte era espeso como la mantequilla, y tardé dos días en entender que cierta palabra que repetía todo el tiempo no era otra cosa que «paréntesis».

– ¿Por qué frunce usted el ceño, señorita Anya? -me preguntó-. ¿Hay algún problema con los parrénteciz?

Negué con la cabeza y me percaté de dos niñas que me estaban sonriendo desde el otro lado del pasillo. Después de la clase, se acercaron a mi sitio y se presentaron como Kira y Regina. Regina era una niña muy bajita de cabello oscuro y ojos violáceos. Kira era rubia como el sol.

– Eres de Harbin, ¿verdad? -preguntó Kira.

– Sí.

– Ya lo sabíamos. Nosotras también somos de Harbin, pero vinimos con nuestras familias a Shanghái después de la guerra.

– ¿Por qué sabíais que yo también soy de Harbin? -inquirí.

Se rieron. Kira me guiñó un ojo y me susurró al oído:

– Porque no necesitas clases de escritura cirílica.

El padre de Kira era médico, y el de Regina, cirujano. Descubrimos que habíamos elegido prácticamente las mismas asignaturas durante aquel trimestre: francés, gramática inglesa, historia, matemáticas y geografía. Sin embargo, para las actividades extraescolares, yo me dirigía al gimnasio para la clase de arte, mientras ellas corrían a sus casas en el extremo lujoso de la avenida Joffre para recibir clases particulares de piano y violín.

Aunque nos sentábamos juntas en casi todas las clases, noté sin necesidad de preguntarlo que los padres de Regina y de Kira no aprobarían que sus hijas vinieran a visitarme a casa de Serguéi, ni tampoco se sentirían cómodos con mi presencia en sus propios hogares. Por eso, nunca invité a las chicas, y ellas nunca me invitaron a mí. De algún modo, me sentía aliviada, porque íntimamente temía que, si las invitaba a venir a casa, Amelia podría tener otro de sus arrebatos alcoholizados, y yo me avergonzaría de que unas niñas tan bien educadas pudieran presenciar su comportamiento. Así que, aunque echaba de menos su compañía, Regina, Kira y yo teníamos que conformarnos con mantener una amistad que comenzaba con las oraciones por la mañana y terminaba cuando sonaba el timbre de la escuela por la tarde.

Cuando no estaba en la escuela, entraba de puntillas en la biblioteca de Serguéi y me deslizaba sigilosamente al jardín con montañas de libros y mi cuaderno de dibujo. Dos días después de mi llegada, descubrí un árbol de gardenias en una zona cubierta del jardín. Se convirtió en mi santuario, y pasaba casi todas las tardes allí, buceando en las obras de Proust y Gorky o dibujando las flores y plantas que me rodeaban. Hacía cualquier cosa con tal de no cruzarme en el camino de Amelia.

A veces, cuando Serguéi volvía pronto a casa por las tardes, se unía a mí en el jardín y charlábamos durante un rato. Pronto descubrí que era más culto de lo que yo había supuesto en un principio, y una vez me trajo las obras de un poeta ruso, Nikolái Gumilev. Me leyó un poema sobre una jirafa en África que el poeta había escrito para animar a su esposa cuando estaba deprimida. La resonante voz de Serguéi hacía que las palabras fluyeran de un modo tan elocuente que podía imaginar al orgulloso animal recorriendo la planicie africana. Aquella imagen me transportó tan lejos de mi tristeza que deseé que el poema no terminara nunca. Pero siempre, después de alrededor de una hora de charla, los dedos de Serguéi comenzaban a temblar y su cuerpo se agitaba compulsivamente, y yo sabía que perdería su agradable compañía a causa de su hábito. Entonces, podía ver cuánto desánimo albergaban sus ojos, y comprendía que, a su manera, él también evitaba a Amelia.

Una tarde, cuando volvía a casa de la escuela, me sorprendí al escuchar voces en el jardín. Eché un vistazo a través de los árboles y divisé a Dimitri y a Amelia sentados en sendas sillas de mimbre junto a la fuente con cabeza de león. Dos mujeres les acompañaban. Vislumbré sus brillantes vestidos y sombreros a través de los helechos. El tintineo de las tazas de té y el sonido de las risas femeninas resonaban por el jardín como un murmullo de fantasmas. Y, por alguna razón, la voz de Dimitri, más alta y profunda que las otras, hizo que el corazón me latiera con fuerza dentro del pecho. Se había ofrecido a llevarme al jardín de Yuyuan y estaba tan aburrida y tan sola que pensé que si me veía, quizás recordaría su promesa.

– ¡Hola! -saludé, irrumpiendo en la pequeña reunión.

Amelia arqueó las cejas y me contempló con desprecio. Pero deseaba tanto ver a Dimitri que no me importaba si ella me regañaba por entrometerme.

– ¡Hola! ¿Cómo estás? -contestó Dimitri, levantándose para traer otra silla para mí.

– Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que te vi -le dije.

Dimitri no me contestó. Se volvió a sentar en su propia silla y encendió un cigarrillo, mientras canturreaba una canción para sí mismo. Me sentí avergonzada. Ésa no era la entusiasta bienvenida que yo me había imaginado.

Las otras dos mujeres tenían aproximadamente la edad de Dimitri y lucían vestidos de color mango y rosa, con volantes fruncidos en las mangas y en el escote. La silueta de sus enaguas de seda se vislumbraba a través del fino tejido de sus vestidos. La chica que se sentaba más cerca de mí sonrió con unos labios pintados de un color tan oscuro como el de las uvas. La intensa línea de kohl que perfilaba sus ojos azules me hizo pensar en una diosa egipcia.

– Me llamo Marie -se presentó, extendiéndome una pálida mano, cuyas uñas eran largas y puntiagudas. Señaló con la cabeza a la bella joven de cabello dorado que estaba junto a ella-. Y ésta es mi hermana, Francine.

Enchanté -dijo Francine, apartándose los rizos de la cara e inclinándose hacia mí-. Comment-allez vous? He oído que estudia usted francés en la escuela.

Si vous parlez lentement je peux vous comprendre -le contesté, preguntándome quién habría estado hablándole de mí. A Amelia le daba igual que yo estudiara francés o suahili.

Vous parlez français très bien -exclamó Francine. Llevaba un pequeño diamante en la mano izquierda. Un anillo de compromiso.

Merci beaucoup. J'ai plaisir à l'étudier.

Francine se volvió a Dimitri y le susurró:

– Es encantadora. Quiero adoptarla. Creo que a Philippe no le importará.

Dimitri me estaba observando. Su mirada me hizo sentirme tan tímida que casi derramé el té que Francine me había servido.

– No puedo creer que seas la misma chica que conocí hace unos meses -comentó-. Tienes un aspecto tan diferente con el uniforme de la escuela…

Noté un rubor caliente desde el cuello hasta la raíz del pelo. Amelia dejó escapar una risita y le susurró algo a Marie. Me hundí en la silla, casi incapaz de respirar. Recordé cómo Dimitri se había sentado junto a mí durante mi primera noche en Shanghái, con su cara rozando la mía, como si nos estuviéramos contando confidencias. Como si fuéramos iguales. Quizás, debido al vestido de terciopelo azul, no había notado que yo tenía trece años. El contraste debía de ser muy grande con respecto a mi apariencia de aquella tarde: una niña vestida con una blusa amplia y un pichi, y con dos trenzas rígidas que sobresalían por debajo de un sombrero de paja. No precisamente alguien a quien quisiera llevar al jardín de Yuyuan. No, cuando podía llevar a Marie y a Francine. Escondí los pies bajo la silla, avergonzándome de repente de mis zapatos de colegiala y de mis calcetines hasta las rodillas.

– Eres muy mona -dijo Francine-. Me gustaría hacerte una fotografía mientras te comes un helado. Y he oído que, además, eres toda una artista.

– Sí, copia los modelos de mis revistas de moda -aclaró entre risitas Amelia.

Me encogí por la vergüenza, me sentía demasiado humillada como para mirar a Dimitri.

– Lo que odio de las colegialas -comentó Amelia, tamborileando las uñas contra su taza de té y tomándose su tiempo antes de apuñalarme definitivamente- es que, independientemente de lo limpias y ordenaditas que uno las envíe a la escuela por la mañana, siempre se las arreglan para volver apestando a sudor y a naranjas.

Marie comenzó a reírse a carcajadas, mostrando dos filas de dientecillos afilados, al igual que una piraña.

– ¡Qué vulgar! -añadió-. Me imagino que es porque se pasan el día corriendo y trepando.

– Y por la fruta aplastada que se esconden en las mochilas -añadió Amelia.

– Anya no huele a eso -contestó Dimitri-. Simplemente, me ha sorprendido lo joven que es.

– No es tan joven, Dimitri -replicó Amelia-. Sencillamente, es que está poco desarrollada. Cuando yo tenía su edad, ya me habían crecido los pechos.

– ¡Qué malos son! -comentó Francine, apartándome las trenzas de los hombros-. Su elegancia no tiene que ver con la edad. Je l'aime bien. Anya, quelle est la date aujourd'hui?

Sin embargo, ya no tenía más ganas de practicar francés. Amelia había conseguido lo que quería y me había humillado. Me hurgué en el bolsillo en busca de un pañuelo e hice como que estornudaba. No quería empeorar mi humillación dejando que vieran la desdicha reflejada en mis ojos. Era como si me hubieran puesto un espejo delante, y me hubiera visto como nunca antes. Una colegiala desaliñada con cardenales en las rodillas.

– Vamos, vamos -exclamó Amelia, levantándose-. Si no sabes aguantar una broma y vas a ponerte de morros, prefiero que vengas dentro conmigo. Deja que Dimitri disfrute del jardín con sus acompañantes.

Esperé que Dimitri protestara e insistiera en que me quedara, pero no lo hizo, y supe que había dejado de estimarme y que ya no estaba interesado en mí. Seguí con desgana a Amelia como un perro faldero. Ojalá no hubiera oído su varonil voz en el jardín aquel día y hubiera entrado directamente en casa y en la biblioteca sin decirle una palabra a nadie. Cuando los demás ya no podían oírnos, Amelia se volvió con destellos de placer en los ojos, regodeándose en mi desgracia.

– Bueno, ya te has puesto en ridículo, ¿verdad? Pensaba que te habían enseñado suficientes buenos modales como para no meterte donde no te llaman.

No le contesté. Dejé caer la cabeza y me preparé para la reprimenda. Amelia se paseó por la habitación y miró disimuladamente a través de las cortinas.

– Mi amiga Marie es una joven tan atractiva… -suspiró-. De hecho, espero que ella y Dimitri se lleven bien. Él está en la edad en la que los hombres buscan pareja.

Me pasé el resto de la tarde en mi habitación, sintiéndome miserable. Arrojé los libros de francés bajo la cama y traté de concentrarme en un tomo sobre la historia de la Antigua Roma. Desde el jardín, me llegaba el sonido de las risas y la música. Nunca antes había oído una música parecida: carnal, embaucadora, introduciéndose subrepticiamente por mi ventana como el delicioso aroma de una azucena exótica. Me tapé los oídos y traté de concentrarme en el libro, pero después de un rato, la tentación por ver qué estaba ocurriendo fue demasiado fuerte. Me acerqué sigilosamente a la ventana y me asomé al exterior. Dimitri bailaba con Marie en el patio. Francine se inclinaba sobre el tocadiscos y recolocaba la aguja cada vez que cesaba la música. Dimitri apoyaba una de sus manos entre los omóplatos de Marie y con la otra mano entrelazaba los dedos con los de ella. Mantenían las mejillas juntas y desfilaban por todo el patio siguiendo un ritmo cadencioso. El rostro de Marie estaba sonrojado, y se reía tontamente a cada paso. La expresión de Dimitri era seria, a la vez que burlona. «Lento, lento, lento, rápido, rápido, lento», canturreaba Francine, marcándoles el ritmo con palmadas. Marie estaba rígida, se movía torpemente y se pisó el borde de su propio vestido cuando Dimitri la sujetó entre sus brazos.

– Estoy cansada -se quejó-. Esto es muy complicado. Prefiero bailar el foxtrot.

Francine se cambió de lugar con su hermana. Deseaba cerrar los ojos, porque me estaba muriendo de envidia. Francine era, con diferencia, la más agraciada de las dos hermanas, y en brazos de Dimitri aportó elegancia al baile. Francine era como una bailarina de ballet, capaz de transmitirlo todo a través de sus ojos, desde la pasión hasta la ira y el amor. Dimitri paró de hacer muecas. Se irguió y pareció aún más distinguido. Juntos eran como dos gatos siameses envueltos en un ritual de apareamiento. Me asomé un poco más por la ventana, contagiada por el ritmo ensoñador del tango. Cerré los ojos y me imaginé allí abajo, en el patio, bailando con Dimitri.

Me cayó una gota de agua en la nariz. Abrí los ojos y comprobé que el cielo se había puesto negro y que estaba cayendo una lluvia tardía. Los bailarines reunieron rápidamente sus cosas y se apresuraron a entrar en la casa. Yo cerré la ventana y mientras lo hacía, me vi reflejada en el espejo del tocador.

«No es joven, sencillamente, está poco desarrollada», había dicho Amelia.

Contemplé mi reflejo con aversión. Era demasiado menuda para mi edad, pues sólo había crecido unos centímetros desde que cumplí once años. Unos meses antes de venir a Shanghái, había observado los primeros brotes de vello de color miel entre las piernas y en las axilas. Pero seguía estando dolorosamente flaca, con el pecho y las nalgas totalmente planos. Nunca me había importado hasta aquella tarde, siempre había sentido indiferencia por mi crecimiento físico. Pero me había quedado impresionada: me había dado cuenta de que Dimitri era un hombre y yo quería ser una mujer.

Hacia el final del verano, la ligera tregua entre el ejército nacionalista y el ejército comunista desembocó en una guerra civil. El correo no salía ni entraba en Manchuria, por lo que no recibí respuesta a las cartas que les había escrito a los Pomerantsev. Me poseyó una necesidad desesperada de mantener algún tipo de conexión con mi madre, y comencé a devorar cualquier detalle sobre Rusia que pudiera encontrar. Estudiaba detenidamente los libros de la biblioteca de Serguéi, buscando cuentos sobre barcos de vapor que zarparan desde Astracán, historias sobre la tundra y la taiga, los montes Urales o las montañas del Cáucaso, el Ártico o el mar Negro. Molestaba a los amigos de Serguéi para que me contaran sus recuerdos sobre dachas estivales, grandes ciudades doradas, estatuas magnificentes que se erguían hacia el cielo azul y desfiles militares. Trataba de componer una imagen de Rusia tal y como mi madre la estaría viendo, pero en su lugar, me perdí en una extensión de terreno demasiado grande de imaginar.

Un día, Amelia me envió a que recogiera las servilletas con el monograma del club. Aunque yo misma las había llevado a la sastrería para que las bordaran apenas una semana antes, mi mente estaba tan ocupada con las noticias de que los soviéticos habían tomado Berlín que caminé distraída por las avenidas de la Concesión sin prestar atención a dónde me dirigía. El grito de un hombre me sacó bruscamente de mis pensamientos. Dos personas discutían delante de una valla. Hablaban chino tan rápido que me era imposible entenderles, pero cuando observé a mi alrededor, me di cuenta de que me había perdido. Estaba en una calle que daba a la parte trasera de una fila de casas abandonadas al estilo europeo. Las contraventanas apenas se sujetaban de sus bisagras y las desconchadas paredes de estuco estaban teñidas por oxidadas manchas de humedad. Un alambre de púas se extendía sobre las vallas y los alféizares de las ventanas como si fuera hiedra, y en los patios abundaban los charcos estancados, aunque no había llovido desde hacía semanas. Traté de volver sobre mis pasos, pero lo único que conseguí fue adentrarme aún más en el laberinto de callejuelas que giraban a la derecha y a la izquierda sin seguir ningún tipo de lógica. El hedor a orina era espeso en el aire ardiente, y mi camino se vio interrumpido por pollos y ocas esqueléticos. Apreté los puños por el pánico.

Doblé una esquina en la que había una pila de armazones de cama oxidados y un frigorífico viejo, y tropecé frente a un café ruso. Las sucias ventanas estaban cubiertas de cortinas de encaje blanco. El Café Moskva estaba embutido entre una verdulería, cuyas zanahorias y hojas de espinacas se marchitaban lentamente en sus cubos, y una pastelería donde las porciones de té helado estaban cubiertas por una capa de polvo. Me alivió encontrar algo ruso y entré en el café con la intención de preguntar cómo volver a casa. Cuando empujé la puerta abatible, sonó una campanilla. Percibí el olor a salchichas especiadas y a vodka tan pronto como accedí al lóbrego interior. Atronaba una música china proveniente de una radio, que se mantenía en equilibrio precario sobre la barra, pero no lograba ahogar el sonido de las moscas revoloteando en el techo metálico. Una anciana, tan arrugada que parecía a punto de descomponerse, me observó con ojos entornados por encima de su mugriento menú. Llevaba un arrugado vestido de terciopelo con encaje alrededor del cuello y las muñecas, su pelo era grisáceo y lucía una tiara a la que le faltaban varias cuentas. Movía los labios, y la expresión de sus ojos era sombría y preocupada.

Dusha-dushi. Dusha-dushi (Sincérate desde el alma. Sincérate desde el alma) -me susurró.

En la mesa contigua, un anciano con una boina estudiaba el menú, pasando frenéticamente las amarillentas páginas como si estuviera leyendo una novela de detectives. Su acompañante lucía unos orgullosos ojos azules y el cabello negro peinado en un apretado moño. Se mordía las uñas mientras garabateaba unas palabras en una servilleta de papel. El propietario se acercó a mí con el menú, con mejillas sonrosadas como la remolacha del borscht y una peluda panza asomándose entre los botones de la camisa. Dos mujeres vestidas de negro y ataviadas con chales del mismo color miraron fijamente mis caros zapatos cuando me senté.

– ¿Qué desea? -me preguntó el propietario.

– Quiero que me hable sobre Rusia -le contesté impulsivamente.

Él se restregó su pecosa mano contra las mejillas y la frente y se dejó caer en la silla frente a mí como un condenado a muerte. Fue como si hubiera estado esperando aquel encuentro, aquel día, aquel momento. Tardó un instante en reunir fuerzas antes de describirme los campos en verano rebosantes de botones de oro, abedules, bosques embriagados por la fragancia de las agujas de pino y el musgo aplastado por las pisadas. Le brillaron los ojos cuando se acordó de cómo, de niño, perseguía a las ardillas, a los zorros y a las comadrejas, y del sabor de las albóndigas recién hechas de su madre, servidas en las glaciales noches de invierno.

Toda la estancia guardó silencio para prestar atención a sus palabras, y cuando el propietario se cansó, los otros se sumaron para rellenar los huecos de su historia. La anciana aulló como el lobo solitario en el bosque; el hombre de la boina cantó las melodías que las enormes campanas de iglesia entonaban en los días festivos; y el poeta describió a los campesinos y campesinas cosechando los campos llenos a reventar de trigo y cebada. Durante ese tiempo, las mujeres enlutadas seguían plañendo, e interrumpían cada anécdota con la letanía: «Sólo después de muertas volveremos a nuestro hogar».

Las horas volaron como si fueran minutos, y no me di cuenta de que había pasado toda la tarde en el café hasta que el sol se puso, y la luz a través de las cortinas se transformó de amarilla en grisácea. Seguramente, Serguéi estaría preocupado por mi paradero, y Amelia se enojaría cuando le dijera que no había recogido las servilletas. Y aun así, no podía marcharme o interrumpir a aquella peculiar gente. Me quede allí sentada, escuchando hasta que las piernas y la espalda me dolieron por la inmovilidad prolongada, asimilando cualquier risotada alegre o cualquier triste mirada. Me fascinaban las historias de un lugar que se estaba desarrollando ante mí como el relato de un viajero.

A la semana siguiente, tal y como el propietario del café había prometido, me esperaba allí un soldado soviético. El rostro de aquel hombre se había deformado como un jarrón de cerámica en el interior del horno. La nariz y las orejas se le habían descompuesto por efecto de la congelación, y había envuelto los orificios en gasa para evitar el contacto con el polvo. El aire le vibraba en la garganta, y encogí los dedos de los pies para evitar estremecerme por el efluvio a bilis que llegaba a mi nariz cada vez que hablaba.

– No te asustes por mi aspecto -me dijo-. Mi destino ha sido afortunado en comparación con el de los otros. Yo he logrado llegar a China.

El soldado me contó que los alemanes le habían hecho prisionero. Tras la guerra, en lugar de acogerles de vuelta a casa, Stalin ordenó que todos los antiguos prisioneros de guerra fueran trasladados a campos de trabajo. Los hombres fueron amontonados en trenes y barcos plagados de ratas y piojos que partieron hacia Siberia. Aquélla era su condena porque a Stalin le aterrorizaba que les contasen a los otros lo que habían visto: que incluso cuando Alemania estaba totalmente devastada por la guerra, sus gentes vivían mejor que los rusos. El soldado escapó cuando el barco en el que estaba prisionero había encallado en el hielo.

– Cuando aquello ocurrió -relató-, sentí como el mundo se abría ante mí y huí por el hielo. Podía oler el fuego y escuchar gritos a mis espaldas. Los guardianes comenzaron a disparar. Varios hombres cayeron abatidos a mi alrededor, boqueando y abriendo los ojos de par en par. Esperaba sentir en cualquier momento como una ardiente bala de metal me desgarraba la piel de la espalda a mí también. Pero seguí corriendo hacia aquella blanca extensión de nada. Poco tiempo después, lo único que podía oír era el aullido del viento, y entonces comprendí que mi destino era sobrevivir.

No desprecié al soldado ni interrumpí su relato, cuando, por el precio de un té caliente y de un poco de pan de centeno, me describió las aldeas calcinadas, las hambrunas y los asesinatos, los juicios manipulados y las deportaciones en masa a Siberia, donde la gente fallecía por las rígidas temperaturas. Sus historias me aterrorizaron tanto que me empezó a palpitar el corazón y rompí a sudar. Pero continué escuchando, porque sabía que él venía de una Rusia reciente. La Rusia de mi madre.

– Hay dos posibilidades -me dijo, mientras ablandaba el pan mojándolo en el té y agarraba el borde de la mesa con fuerza por el dolor que le causaba al tragar-. En la época en la que tu madre llegó a Rusia, puede que no prestaran atención a que era la viuda de un coronel del Ejército Blanco y, simplemente, la metieran en una fábrica como mano de obra barata, poniéndola como ejemplo de mente reformada. O puede que la enviaran a un gulag, en cuyo caso, a menos que tu madre sea una mujer muy fuerte, ya estará muerta.

Una vez que el soldado hubo comido, se le empezaron a cerrar los ojos y se quedó dormido, acurrucando su magullada cabeza entre los brazos, como un pajarillo muerto. Salí a la luz del mediodía. Aunque todavía era verano, se había levantado un viento penetrante que me rozó la cara y las piernas, y me hizo tiritar. Corrí por las calles, con picor en los ojos y los dientes castañeteándome. Las palabras del soldado me pesaban como cadenas.

Me imaginé a mi madre, demacrada y hambrienta, encarcelada en una celda, o tendida sobre la nieve. Recordé el chirrido de las ruedas del tren y su afligido rostro mientras la alejaban de mí. No alcanzaba a comprender un destino tan espantoso para la mujer que era parte de mí y, sin embargo, no tenía ningún indicio, ni la menor idea de lo que le había ocurrido. Por lo menos, pude besar las frías mejillas de mi padre y pude despedirme de él. Pero con mi madre no hubo una despedida final, no hubo ninguna conclusión. Sólo me quedaba una nostalgia solitaria para la que no existía ni el más mínimo consuelo.

Deseaba que todo acabara, que los temores que me atenazaban llegaran a su fin, deseaba poder encontrar un poco de descanso. Traté de evocar algún pensamiento positivo, pero sólo podía escuchar las palabras del soldado y ver su rostro embrutecido: «A menos que tu madre sea una mujer muy fuerte, ya estará muerta».

– ¡Mamá! -grité en alto, cubriéndome la cara con las manos.

Repentinamente, una anciana que llevaba un pañuelo adornado con abalorios apareció junto a mí. Di un traspiés hacia atrás, sobresaltada.

– ¿A quién estás buscando? -me preguntó, agarrándome la manga con sus uñas descascarilladas.

Me alejé lentamente de ella, pero la mujer me siguió, arrastrando los pies y clavándome su oscura mirada. El trazo de lápiz de labios rojo era como una cuchillada chillona sobre su fina boca, y las arrugas de su frente estaban rellenas de maquillaje endurecido.

– Estás buscando a alguien, ¿verdad? -me preguntó, con una voz que me pareció rusa, aunque no podía decirlo con seguridad-. Tráeme algo de ella y te revelaré su paradero.

Me separé de la mujer de un tirón y eché a correr calle abajo. Shanghái estaba plagada de tramposos y estafadores a la caza de la desesperación de los demás. Y, sin embargo, las palabras que gritó a mis espaldas me helaron la respiración:

– ¡Si ella ha dejado algo atrás, volverá a buscarte!

Para cuando llegué a casa, me dolían el cuello y los brazos y se me había instalado en los huesos un escalofrío glacial. Zhung-ying, a quien todo el mundo llamaba la anciana doncella, y Mei Lin estaban en la lavandería cerca del alojamiento de los sirvientes. La lavandería era una plataforma elevada de piedra, con un tejado y unas paredes temporales que se retiraban en verano. La anciana doncella escurría unas toallas y Mei-Lin la ayudaba, el agua salpicaba el suelo formando charcos a sus pies, para después resbalar por el único escalón de la plataforma hasta el césped. Mei Lin estaba cantando algo y la anciana doncella, normalmente tan gruñona, se estaba riendo. La amplia sonrisa de la niña se transformó en un gesto de preocupación cuando me acerqué a ella dando traspiés, y me así al tirador de la caldera en busca de apoyo.

– Por favor, dile a Serguéi que no bajaré a cenar esta noche -le pedí-. He cogido un resfriado y me voy a la cama.

Mei Lin asintió, pero la anciana doncella me dirigió una mirada escrutadora.

Me derrumbé en la cama y las paredes doradas del dormitorio me envolvieron como un escudo. En el exterior, la risa de Mei Lin flotaba a través de la ventana en el aire veraniego. Más allá, en la distancia, podía oír el murmullo del tráfico en la carretera principal. Me cubrí los ojos con el antebrazo, atormentada por la soledad que sentía. No podía hablarle a Serguéi de mi madre. Evitaba el tema, cortaba las conversaciones en seco, acordándose repentinamente de alguna tarea urgente o prestando atención a distracciones que normalmente habría ignorado. El modo en que apartaba la mirada y me daba ligeramente la espalda siempre me desalentaba a hablarle sobre ella. Sabía que era por el dolor que le había provocado la muerte de su primera esposa. Una vez me había llegado a decir que quizás mi añoranza por mi madre pudiera mantenerla viva en mi imaginación, pero que finalmente acabaría volviéndome loca.

Observé las muñecas matrioskas sobre el tocador y pensé en lo que me había dicho la adivina. «Si ella se ha dejado algo atrás, volverá a buscarte.» Me bajé de la cama y abrí el cajón del tocador, levantando el estuche de terciopelo que Serguéi me había dado para el collar de jade. No me lo había puesto desde mi decimotercer cumpleaños. Era un objeto sagrado: siempre que me sentía sola, lo ponía en la cama y lloraba sobre él. Las piedras verdes me recordaban cuánto había significado para mi madre el dármelo a mí. Cerraba los ojos y trataba de visualizar a mi padre de joven. Me imaginaba lo rápido que le debía de latir el corazón el día que caminaba con el collar escondido en el bolsillo de su chaqueta con la intención de regalárselo a mi madre. Abrí el estuche y cogí el collar. Pareció como si las piedras vibraran, rebosantes de amor. Las muñecas matrioskas eran mías, pero de algún modo, el collar seguía siendo de mi madre, aunque me lo hubiera dado a mí.

Ya había descartado a la adivina por farsante, una charlatana a la que daría una moneda para que pudiera contarme lo que yo quería escuchar. «El régimen ruso terminará, y tu madre volverá a Shanghái a buscarte.» O quizás, si era una farsante con imaginación, se inventaría una historia ficticia para consolarme. «Tu madre se casará con un amable cazador, y vivirán felices y comerán perdices en una casa junto a un lago cristalino. Siempre pensará en ti con cariño. Y tú te casarás con un hombre rico y guapo y tendrás muchos hijos.»

Envolví el collar en un pañuelo y lo escondí en el bolsillo. Llegué a la conclusión de que no me importaba que fuera una mentirosa. Simplemente, deseaba hablar a alguien sobre mi madre, para escuchar unas palabras que me hicieran dejar de pensar en las terribles historias que el soldado me había contado. Sin embargo, cuando me escabullí por la puerta principal y a través del jardín, supe que en el fondo de mi corazón, anhelaba algo más. Esperaba que la adivina pudiera desvelarme el paradero real de mi madre.

Antes de alcanzar la puerta del jardín, escuché un grito de la anciana doncella. Me giré para encontrármela de pie, detrás de mí, con un semblante pálido y enojado.

– Ésta es la segunda vez que desaparece usted durante toda la tarde. Va a hacer que el señor se preocupe -me espetó, clavándome el dedo índice en el esternón.

Le di la espalda y me apresuré hacia la verja, cerrándola de golpe al salir. Pero me temblaba todo el cuerpo mientras la cerraba. Aquéllas eran las primeras palabras que la anciana doncella me había dedicado desde que llegué a Shanghái.

Fuera, en la calle, la brisa glacial se había disipado, y el tiempo volvía a ser veraniego. El sol ardía en el cielo azul y, del asfalto, emanaba un calor abrasador que me quemaba los pies a través de las suelas de los zapatos. El sudor se me perlaba en la nariz, y el pelo se me pegaba al cuello. Agarré con fuerza el collar dentro del bolsillo. Pesaba mucho, pero me sentí más tranquila al llevarlo encima. Volví sobre mis pasos hacia el Café Moskva, buscando en todos los rostros de las ancianas los ojos de la adivina. Pero fue ella la que me encontró a mí.

– Sabía que volverías -me dijo, bajándose del bordillo frente a una panadería y poniéndose a mi altura-. Te mostraré dónde podemos hablar. Yo te ayudaré.

La adivina entrelazó su brazo con el mío. Su piel marchita era suave y olía a polvos de talco. De repente, no parecía tan extravagante, sino simplemente vieja y cansada de todo. Podría perfectamente haber sido mi abuela.

Me condujo a un bloque de apartamentos a unas manzanas del café, parándose con frecuencia para recobrar el aliento. El llanto de un bebé resonaba en el patio y podía oír a dos mujeres tratando de consolarle. Las paredes de cemento del edificio estaban llenas de grietas, de las que brotaban hierbajos. El agua se filtraba por un oxidado tubo de desagüe, formando charcos de cieno en las escaleras y en la entrada. Un gato atigrado estaba lamiendo el agua de uno de ellos. El esquelético animal nos observó antes de saltar por encima de la valla de madera y desaparecer de la vista.

El vestíbulo del edificio estaba frío, y en el suelo se amontonaba la basura. Cientos de moscas zumbaban sobre los montones de sobras que brotaban de los cubos demasiado llenos. Vislumbré la figura de un hombre al final del vestíbulo, iluminado a contraluz por la débil claridad de una única ventana. Estaba fregando el suelo y me sorprendí al comprobar que, en el edificio, hubiera alguien dedicado a la limpieza. Siguió con la mirada a la anciana cuando pasamos, y me percaté de que en sus brazos tenía unas marcas color carmesí, una de ellas en forma de dragón. Se bajó la manga cuando me vio contemplándola.

Nos detuvimos frente a una puerta de metal con una rejilla en la parte inferior. La anciana sacó una llave que llevaba atada al cuello con un trozo de cuerda. Fue necesario sacudir la puerta varias veces para abrir el pestillo, y, cuando finalmente lo consiguió, la puerta protestó con un chirrido al abrirse. La mujer se apresuró a entrar en aquel apartamento subterráneo, pero yo me quedé en el desgastado umbral, observando el interior. El techo tenía las cañerías al descubierto y el papel de las paredes estaba lleno de manchas. Hojas de periódicos viejos cubrían el suelo. Las sábanas estaban amarillentas y rasgadas, como si allí viviera algún animal, que durmiera, comiera y orinara en el papel del suelo. El olor a polvo y a aire estancado me mareó. Cuando la mujer se dio cuenta de que no la había seguido al interior, se volvió hacia mí y se encogió de hombros.

– Percibo por tu ropa que estás acostumbrada a algo mejor. Sin embargo, esto es lo mejor que puedo ofrecerte.

Me sonrojé y entré en el apartamento, avergonzada de mi propio esnobismo. En mitad de la habitación había un sofá raído, cuyo relleno sobresalía por las costuras. La mujer lo limpió con la mano y echó una manta que exhalaba un olor rancio sobre los cojines.

– Por favor, siéntate -me dijo.

Hacía aún más calor en el apartamento que en la calle. Las ventanas manchadas de barro estaban cerradas, pero podía oír los pasos de los transeúntes y los timbres de las bicicletas que pasaban por la calle. La mujer llenó un hervidor y encendió el hornillo. Éste contribuyó a calentar el ambiente aún más, y, cuando vi que la anciana no miraba, me llevé mi pañuelo a la nariz para tratar de aliviarme con el aroma fresco y perfumado de la tela. Paseé la mirada por el apartamento, preguntándome si tendría un cuarto de baño. Me costaba entender cómo ella podía parecer tan limpia residiendo en un mugriento apartamento como aquél.

– Hay tantas y tantas personas sufriendo -susurró la anciana-. Todo el mundo ha perdido a alguien: padres, maridos, hermanas, hermanos, hijos… Yo trato de ayudar, pero hay demasiados.

El agua rompió a hervir, y la mujer la vertió en una descascarillada tetera, colocándola, junto con dos tazas, en la mesa frente a mí.

– ¿Me has traído algo de ella? -inquirió, inclinándose hacia delante y acariciándome la rodilla.

Saqué el pañuelo del bolsillo y lo desdoblé, colocando su contenido en la mesa. La anciana fijó la mirada en el collar. Lo cogió y lo balanceó frente a su cara, cautivada con sólo mirarlo.

– Es jade -declaró.

– Sí. Y oro.

Ahuecó la otra mano y dejó caer el collar en ella, sopesándolo en la palma.

– Es precioso -confesó-. Y muy antiguo. No se encuentra joyería como ésta hoy en día.

– Es precioso -asentí, y, de repente, recordé a mi padre diciendo lo mismo. Me vino un recuerdo a la cabeza. Yo tenía tres años y mis padres y yo estábamos celebrando las Navidades con unos de sus amigos de la ciudad. Mi padre nos llamó:

– ¡Lina! ¡Anya! ¡Venid rápido! ¡Mirad qué árbol tan magnífico!

Mi madre y yo entramos corriendo en la habitación y lo encontramos de pie, junto al gigante abeto, cuyas ramas estaban decoradas con manzanas, nueces y caramelos. Mi madre me tomó en brazos. Con mis deditos, pegajosos de pastel de jengibre, jugueteé con el collar, que mi madre lucía en su esbelto cuello.

– Le gusta tu collar, Lina -comentó mi padre-. Te queda estupendamente.

Mi madre, que llevaba un vestido blanco de encaje y muérdago adornándole el cabello, me pasó a los hombros de mi padre para que pudiera tocar la figura de cristal que representaba a la reina de las nieves situada en lo más alto del árbol.

– Cuando sea lo suficientemente mayor, se lo daré a ella -le contestó mi madre-. Para que pueda acordarse de ti y de mí.

Me volví hacia la anciana.

– ¿Dónde está mi madre? -le pregunté.

La mujer presionó el collar dentro del puño. Tardó un rato en contestar.

– A tu madre la alejaron de ti durante la guerra. Pero está a salvo. Sabe cómo sobrevivir.

Un espasmo me atenazó los hombros y los brazos. Me llevé las manos al rostro. De alguna manera, percibí que lo que me había dicho era cierto. Mi madre aún seguía viva.

La mujer se hundió un poco más en el asiento, apretándose el collar contra el pecho. Los globos oculares le giraban bajo los párpados, como si estuviera soñando, y su pecho subía y bajaba.

– Está buscándote en Harbin, pero no te encuentra.

Me enderecé rápidamente.

– ¿Harbin?

De repente, las mejillas de la mujer se hundieron, y los ojos se le salieron de las órbitas a causa de un espasmo de tos que hizo vibrar su frágil cuerpo. Se llevó una mano a la boca y pude ver la flema sanguinolenta resbalándole por la muñeca. Rápidamente le serví un poco té y se lo di, pero lo rechazó.

– ¡Agua! -jadeó-. ¡Agua!

Corrí hacia el fregadero y abrí el grifo. Una explosión de agua de color pardo me cayó sobre el vestido y por el suelo. Cerré un poco el grifo y dejé correr el agua, mientras vigilaba nerviosamente a la mujer. Estaba en el suelo, apretándose el pecho y resollando.

– ¿No debería hervir el agua? -le pregunté mientras le acercaba el vaso a los labios temblorosos. Su rostro estaba ensombrecido por una horrible tonalidad grisácea, pero tras un par de sorbos, se le calmaron las convulsiones y la sangre le volvió a colorear las mejillas.

– Toma un poco de té -me indicó, entre dos tragos-. Lo siento, es el polvo. Mantengo las ventanas cerradas, pero aun así, entra desde la calle.

Aún me temblaban las manos cuando serví el té. Estaba tibio y sabía a hierro, pero me tomé un par de sorbos por educación. Me preguntaba si la mujer tendría tuberculosis, que abundaba en aquella zona de la ciudad. Serguéi se enfurecería si se enteraba de que había estado allí. Me tomé otro sorbo de aquel nauseabundo té y volví a colocar la taza en la mesa.

– Por favor, continúe -le pedí-. Dígame algo más sobre mi madre.

– Ya he tenido suficiente por un día -me contestó-. Estoy enferma.

Pero ya no tenía aspecto de estar enferma. Estaba estudiándome. Esperando.

Me rebusqué en el vestido, saqué los billetes que me había escondido en las enaguas y los puse sobre la mesa.

– ¡Por favor! -supliqué.

Dirigió sus ojos hacia mis manos. Pude notar como los dedos empezaban a temblarme. Sentí los brazos tan pesados que no podía levantarlos.

– Tu madre -continuó la anciana- ha vuelto a Harbin en tu busca. Pero los rusos han huido de allí, y no sabe dónde estás ahora.

Tragué saliva. Sentía la garganta tensa y me costaba respirar. Traté de ponerme en pie, para poder abrir la puerta y poder respirar un poco de aire, pero mis piernas no querían moverse.

– Pero los comunistas… la matarán… -comencé. Las manos me temblaron, se me contrajo la garganta-. ¿Cómo pudo salir de Rusia? Los soviéticos vigilan la frontera.

Las facciones de la mujer se me volvieron borrosas.

– Es imposible -acerté a decir.

– No es imposible -contestó la anciana, poniéndose en pie. Y añadió amenazante-. Tu madre es como tú. Impulsiva y decidida.

Se me revolvió el estómago. Me ardía febrilmente el rostro. Me volví a desplomar en la silla, con el techo dándome vueltas.

– ¿Cómo sabes todas esas cosas sobre mi madre? -le pregunté.

La mujer lanzó una carcajada que me estremeció.

– Yo veo, escucho conversaciones, adivino -me contestó-. Además, todas las pelirrojas tienen mucha fuerza de voluntad.

Un pinchazo en el costado me produjo un dolor agudo como una patada. Miré la taza de té y lo entendí todo.

– Mi madre no es pelirroja -fue lo último que llegué a decir.

La mujer sostuvo el collar sobre mi cabeza. No hice ningún intento de cogerlo. Sabía que estaba perdido. Oí como se abría la puerta, y una voz de hombre llamando. Después no vi nada más. Sólo negrura.

Las voces de unos hombres me devolvieron la consciencia. Estaban discutiendo. Sus gritos me hicieron pitar los oídos. La luz me quemó los ojos y noté dolor en el pecho. Tenía algo apoyado sobre el estómago. Traté de fijar la vista y vi que era mi propia mano. La piel del dorso estaba arañada y magullada, y las uñas estaban rotas y llenas de suciedad. Tenía los dedos entumecidos y cuando traté de moverlos, no pude. Algo duro me atenazaba la pierna. Intenté sentarme, pero la cabeza me dio vueltas y tuve que volver a tumbarme.

– No sé quién es -dijo uno de los hombres en un inglés incorrecto-. Entró en mi cafetería sin más. Sé que es de buena familia, porque normalmente va muy bien vestida.

– ¿Así que ya la había visto antes? -le preguntó el otro hombre. Tenía un ligero acento indio.

– Ha entrado en mi cafetería dos veces. Nunca dijo cómo se llamaba. Siempre preguntaba sobre Rusia.

– Es muy bonita. Quizás le parecía atractiva.

– ¡No!

Tras otro intento, logré sentarme y balancear los pies hacia el suelo. La sangre se me subió a la cabeza y me entraron náuseas. Cuando se me pasó la ceguera, logré enfocar los barrotes y me di cuenta de que estaba en la celda de una cárcel. La puerta estaba abierta, y yo estaba sentada en un banco fijado a la pared. Había un lavabo y un cubo en una esquina. Las paredes de cemento estaban cubiertas de pintadas en todos los idiomas imaginables. Me miré los pies. Igual que las manos, estaban cubiertos de mugre y llenos de arañazos. Me recorrió un escalofrío y me di cuenta de que sólo llevaba puestas las enaguas. A través de la tela, noté que tampoco llevaba puesta la ropa interior. Recordé al hombre del vestíbulo. Sus ojos ausentes, las cicatrices de sus manos. Debió de ser el cómplice de la anciana. Me eché a llorar, abriendo las rodillas y palpándome entre las piernas en busca de señales de algún daño. Pero no había nada. Entonces me acordé del collar y lloré aún más fuerte.

El policía se apresuró a entrar en la celda. Era joven, con una piel suave y dorada como la miel. Llevaba un complicado uniforme con galones en los hombros y el pelo recogido en un turbante. Se alisó la chaqueta antes de arrodillarse para hablar conmigo.

– ¿Tienes a alguien a quien puedas llamar? -me preguntó-. Me temo que te han robado.

Serguéi y Dimitri llegaron a la comisaría poco después. Ser-guéi estaba tan pálido que podía verle las venas bajo la piel. Dimitri tuvo que sujetarlo por el brazo.

Serguéi me entregó un vestido y un par de zapatos que me había traído de casa.

– Espero que esta ropa esté bien, Anya -me dijo, con su voz tensa por la preocupación-. Fue Mei Lin la que fue a buscarla por mí.

Me aseé en el lavabo con una áspera pastilla de jabón.

– El collar de mi madre… -logré exhalar, mientras se me cerraban las vías respiratorias por la aflicción. Quería morirme. Tirarme al fregadero e irme por el desagüe. Hacerme invisible para siempre.


Eran las dos de la mañana cuando llevé al policía, a Dimitri y a Serguéi de vuelta al decrépito bloque de apartamentos. Parecía aún más siniestro a la luz de la luna, con sus muros agrietados resaltando en el cielo nocturno. En el patio, aguardaban las prostitutas y los traficantes de opio, que desaparecieron como cucarachas en las sombras y las grietas en cuanto vieron aparecer a un policía.

– ¡Oh! ¡Dios mío! Perdóname, Anya -exclamó Serguéi, mientras me ponía un brazo sobre los hombros-, por no dejarte hablar sobre tu madre.

Me sentí desorientada en el tenebroso vestíbulo, dudando frente a cada apartamento: no estaba segura de cuál era el correcto. Cerré los ojos y traté de recordar cómo era el vestíbulo a la luz del atardecer. Me giré hacia una puerta que quedaba detrás de mí, era la única que tenía una rejilla. El policía y Serguéi se miraron.

– ¿Es ésta? -preguntó el policía.

Podía oír que alguien se movía en el interior. Miré a Dimitri, pero él apartó la mirada, apretando firmemente las mandíbulas. Unos meses antes, me habría emocionado al volver a verle, pero ahora me preguntaba por qué habría venido.

El policía llamó a la puerta. Los susurros se detuvieron y nadie contestó. Volvió a hacerlo, y luego la aporreó con el puño. No estaba cerrada, así que se abrió, girando sobre sus goznes. La vivienda estaba a oscuras y no se oía ni un ruido. Unos pálidos rayos de luz provenientes de las farolas de la calle se filtraban por las minúsculas ventanas.

– ¿Quién anda ahí? -apremió el policía-. ¡Salgan!

Una sombra se deslizó por la habitación. El policía encendió la luz de un chasquido. Todos nos sobresaltamos cuando la vimos. Mostraba un rostro espantado, como el de un animal salvaje. Reconocí sus ojos dementes, y la tiara a la que le faltaban varias cuentas colgándole ladeada de la cabeza. La mujer gritó como si estuviera sufriendo un dolor incontenible y se acurrucó en una esquina, tapándose los oídos con las manos.

Dusha-dushi -susurró-. Dusha-dushi.

El policía se le abalanzó encima y la hizo caer al suelo. Luego, se restregó las manos en los pantalones con repugnancia.

– La conozco de la cafetería -dije yo-. Es inofensiva.

– ¡Shh! ¡Shh! -chistó la mujer, llevándose los dedos a los labios y gateando hacia mí-. Han estado aquí -dijo-. Han venido de nuevo.

– ¿Quién? -le pregunté.

La mujer me sonrió. Tenía los dientes amarillentos y picados.

– Vienen cuando no estoy en casa -respondió-. Vienen y dejan cosas aquí para mí.

Serguéi se adelantó y ayudó a la mujer a sentarse en una silla.

– Señora, por favor, díganos quién ha estado en su apartamento -le preguntó-. Se ha cometido un delito.

– El zar y la zarina -respondió ella, recogiendo una de las tazas de la mesa y enseñándosela-. Mire.


– Me temo que lo más probable es que no encontremos el collar -declaró el policía, abriéndonos las puertas del coche-. Seguramente, esos ladrones lo habrán destrozado y habrán vendido las piedras y la cadena por separado. Te han espiado y también a esa mujer de la cafetería. No volverán a esta parte de la ciudad durante algún tiempo.

Serguéi le metió un fajo de billetes en el bolsillo.

– Inténtelo -le dijo- y habrá una recompensa aún mayor esperándole.

El policía asintió y se acarició el bolsillo.

– Veré lo que puedo hacer.

A la mañana siguiente, abrí los ojos y noté la luz del sol danzando sobre mí a través de las cortinas correderas. Había un cuenco de gardenias en la mesilla de noche. Recordé que yo misma las había puesto allí hacía unos días. Contemplé las flores y experimenté un destello de optimismo: pensé que había estado soñando y que ninguno de los sucesos del día anterior había ocurrido en realidad. Por un momento, creí que si me deslizaba fuera de la cama y abría el primer cajón del tocador, encontraría allí el collar, a salvo en su estuche, donde había estado desde que llegué a Shanghái. Pero entonces, me miré la pierna que asomaba por debajo de las arrugadas sábanas. Unos arañazos morados la cruzaban como grietas en un jarrón de porcelana. Al verlas, la realidad se me echó encima. Me apreté los ojos con los puños, tratando de bloquear las imágenes que surgían en mi cabeza para atormentarme: el soldado soviético, el apartamento en ruinas que apestaba a heces y polvo, el collar colgando de la mano de la gitana momentos antes de que lo perdiera para siempre…

Mei Lin vino a descorrer las cortinas. Le pedí que las dejara como estaban. No me parecía que tuviera sentido levantarme y enfrentarme a la jornada. No podía imaginarme yendo a la escuela, con las monjas mirándome con semblantes inexpresivos y pálidos, preguntando por qué no había asistido a clase el día anterior.

Mei Lin colocó la bandeja de mi desayuno en la mesa auxiliar y levantó la tapa antes de escabullirse como un ladrón. No tenía apetito, solamente un dolor en la boca del estómago. A través de la ventana, el débil sonido del Un bel dì de Madame Butterfly se mezclaba con un anillo de humo de opio. Darme cuenta de que Serguéi estaba tomando su dosis más temprano de lo normal no contribuyó a subirme la moral. Era por mi culpa. Había venido a buscarme muy tarde ayer. Envuelto en la sombra, con el entrecejo oscuro y una mirada de angustia, parecía un santo atormentado.

– Estás muy caliente -me había dicho, poniéndome la mano en la frente-. Me preocupa que la droga que la vieja te dio se esté convirtiendo en veneno.

Yo le estaba haciendo revivir su pesadilla. Le aterrorizaba la idea de que pudiera morirme inadvertidamente. La primera esposa de Serguéi, Marina, contrajo el tifus durante la epidemia de 1914. Él guardó la cabecera de su cama noche y día durante la peor parte de la enfermedad. Su piel quemaba como el fuego, el pulso le latía erráticamente y sus ojos se nublaban con la sombra de la muerte. Él llamó a los mejores médicos para salvarla con alimentaciones forzadas, baños fríos, infusión de fluidos y medicinas misteriosas. Lograron acabar con la infección principal, pero murió dos semanas más tarde de una hemorragia interna generalizada. Fue durante la sola noche en que Serguéi no estaba junto a ella. Únicamente la había dejado a solas porque los médicos y sus asistentes le habían asegurado que se estaba recuperando, y le recomendaron que durmiera por una noche en una verdadera cama.

Serguéi quería llamar al médico para que viniese a reconocerme, pero apreté su mano temblorosa y la sostuve contra mi mejilla. Cayó de rodillas y apoyó la barbilla en los codos, en el lateral de la cama. Un hombre enorme, como un oso, arrodillándose como un niño rezando.

Debí de quedarme dormida poco después, porque aquello era lo último que recordaba. Incluso en mi desgracia, sabía que era afortunada de tener a Serguéi a mi lado. Y me aterrorizaba el que yo pudiera también perderle a él, sin previo aviso, tal y como había perdido a mi madre y a mi padre.

Más tarde, cuando Amelia se había marchado a las carreras y Serguéi estaba durmiendo su dosis de opio, Mei Lin me trajo una nota en una bandeja de plata.

«Baja, deseo hablar contigo y no me permiten subir a tu habitación. Dimitri.»

Salté de la cama, me alisé el cabello y rápidamente cogí un vestido limpio del armario. Bajé las escaleras de dos en dos y me asomé por la balaustrada cuando llegué al rellano. Dimitri me esperaba en el recibidor, y había apoyado el sombrero y la chaqueta junto a él. Paseaba la mirada por la habitación y tamborileaba con el pie en el suelo. Agarraba algo firmemente en el puño cerrado. Tragué aire y me recompuse, tratando de parecer tan agraciada como Francine, sin nada de mi anterior yo infantil.

Cuando entré en la habitación, se levantó y me sonrió. Tenía ojeras y las mejillas hinchadas, como si hubiera dormido mal.

– Anya -me dijo, abriendo la mano y entregándome una bolsita de terciopelo-. Esto es lo único que he podido recuperar.

Abrí el cordel de la bolsita y me vacié el contenido en la mano. Tres piedras verdes y parte de la cadena de oro. Toqué con la punta de los dedos los restos del collar de mi madre. Las piedras estaban rayadas. Habían sido arrancadas descuidadamente de la cadena, sin tener en cuenta su valor real. Al ver las joyas, me acordé de la noche que trajeron a casa el cuerpo destrozado de mi padre después del accidente. Nos devolvieron a mi padre, pero ya no era el mismo. Los hombres habían traído sólo lo que quedaba de él.

– Gracias -le dije, tratando de componer una sonrisa valiente.

El policía nos había dicho que iba a ser imposible encontrar el collar. Temía preguntarle a Dimitri cómo había conseguido aquellos restos. Qué métodos había utilizado. Intuía que, al igual que Serguéi, Dimitri se movía a veces en un mundo oscuro y siniestro. Un lugar que nada tenía ver con el joven atractivo y culto que estaba ante mí. Un mundo que nunca se entrometería entre nosotros.

– Ha sido muy amable por tu parte -le dije-. Pero yo he sido una estúpida. Sabía que la anciana me mentiría. Lo que no esperaba era que fuera a robarme.

Dimitri avanzó hasta la ventana y contempló el jardín.

– Supongo que no has recibido una educación adecuada para un lugar como Shanghái. Los rusos con los que tú te has criado eran… refinados. Yo crecí entre rusos de la peor especie, y sé que esa gente es pura escoria.

Le estudié durante un momento, su erguida espalda y sus anchos hombros. Estaba abrumada por lo atractivo que era, aunque la oscuridad que lo envolvía todavía era un misterio para mí.

– Debes de pensar que soy una niña boba y malcriada -le dije.

Se giró con una mirada sorprendida en los ojos.

– Lo que creo es que eres muy hermosa y muy inteligente. Nunca había conocido a nadie como tú… Eres como el personaje de un libro… Como una princesa.

Deslicé los restos del collar de mi madre de vuelta a la bolsita.

– Eso no era lo que pensaste la tarde que nos encontramos en el jardín. El día que estabas con Marie y Francine -le contesté-. Pensaste que no era más que una estúpida colegiala.

– ¡En absoluto! -protestó Dimitri, mirándome sinceramente alarmado-. Pensé que Amelia se estaba comportando de una forma muy grosera… y sentí envidia.

– ¿Envidia? ¿De qué?

– Me hubiera encantado ir a un colegio elegante. Haber estudiado francés y arte.

– ¡Oh! -exclamé, observándole con asombro. Me había pasado meses pensando que me despreciaba.

Se abrió la puerta del recibidor y Mei Lin apareció en la habitación. Cuando vio a Dimitri, se quedó inmóvil y retrocedió, agarrándose tímidamente al brazo del sofá. La semana anterior, había perdido los dos incisivos y ceceaba cuando hablaba.

– El señor Serguéi pregunta si le gustaría tomar el té ahora -dijo en un ruso muy educado.

Dimitri emitió una carcajada y se golpeó la rodilla.

– Seguro que ha aprendido eso de ti -dijo-. Parece una aristócrata.

– ¿Te gustaría quedarte a tomar el té? -le pregunté-. A Serguéi le encantará verte.

– Por desgracia, no puedo -respondió, recogiendo el sombrero y el abrigo-. Estoy haciendo audiciones para encontrar una nueva banda de jazz para el club.

– ¿Y tú eres el que preferiría estudiar francés y arte?

Dimitri se volvió a reír, y el sonido de su risa me produjo una oleada cálida.

– Un día -me dijo-, Serguéi cederá y te traerá al club.

En el exterior, el aire era fresco y el sol brillaba. Aquella mañana, me había levantado deprimida, pero Dimitri había conseguido animarme. El jardín rebosante de sonidos, olores y colores parecía cobrar vida. Las palomas zureaban y una profusión de ásteres morados crecía en los rebordes del camino. Percibía el olor acre del musgo que moteaba la fuente y las partes de muro que estaban en sombra. Sentí el impulso de entrelazar mi brazo con el de Dimitri y corretear con él hasta la verja, pero me contuve.

Dimitri volvió la mirada hacia la casa.

– ¿Te encuentras bien aquí, Anya? -inquirió-. Debes de sentirte sola.

– Ahora ya estoy acostumbrada -le contesté-. Tengo la biblioteca. Y unas cuantas amigas en la escuela.

Se detuvo y le dio una patada a la gravilla del sendero, mientras fruncía el ceño.

– Yo no tengo mucho tiempo a causa del club -me dijo-, pero quizás podría visitarte, si quieres. ¿Qué te parece si viniera un par de horas todos los miércoles por la tarde?

– Sí -le contesté, palmoteando-. Me encantaría.

La anciana doncella nos abrió el pestillo de la verja. Me daba miedo mirarla a los ojos. Me preguntaba si habría oído lo que había ocurrido con el collar y si me despreciaría aún más por ello. Pero presentaba su habitual semblante adusto y silencioso.

– ¿Qué haremos entonces el próximo miércoles? -preguntó, mientras silbaba, pidiendo un rickshaw-. ¿Quieres jugar al tenis?

– No, ya hago suficientes cosas de ese estilo en la escuela -respondí. Me imaginaba una de sus manos entre mis omóplatos, la otra entrelazando sus dedos con los míos, mientras nuestras mejillas se mantenían unidas. Me mordí el labio y estudié a Dimitri, en busca de alguna señal que demostrara que él sentía lo mismo. Pero su rostro era como una máscara. Vacilé un momento antes de decirle entusiasmadamente:

– Quiero que me enseñes a bailar aquello que bailabas con Marie y Francine. -Dimitri dio un paso atrás, sorprendido. Noté que me sonrojaba, pero no me iba a echar atrás ahora-. El tango -añadí.

Se echó a reír, echando la cabeza hacia atrás, por lo que pude ver su blanca dentadura.

– Ése es un baile muy atrevido, Anya. Creo que antes debería pedirle permiso a Serguéi.

– He oído que él mismo era un excelente bailarín hace tiempo -contesté, con la voz acartonándoseme por los nervios. A pesar de que Dimitri había dicho que me consideraba hermosa e inteligente, podía comprobar que seguía pensando que yo era una cría-. Quizás podemos pedirle a Serguéi que nos enseñe.

– Quizás -volvió a reírse Dimitri de nuevo-. Aunque está siendo muy correcto contigo. Estoy seguro de que insistirá en enseñarnos el vals vienés.

El porteador de un rickshaw con pantalones cortos y una camisa raída se acercó a la verja. Dimitri le dio la dirección del club. Le contemplé mientras se encaramaba al asiento.

– Anya -me llamó. Miré hacia arriba y vi que estaba inclinado hacia mí. Esperaba que fuera a besarme, por lo que le ofrecí la mejilla. Pero me colocó la mano en el oído y me susurró:

– Anya, quiero que sepas que lo comprendo. Yo también perdí a mi madre cuando tenía tu edad.

El latido de mi corazón resonaba tan fuerte dentro del pecho que apenas logré oírle.

Le indicó al porteador que iniciara la marcha y el rickshaw se alejó por la calle. Justo antes de que doblara la esquina, Dimitri se volvió y me saludó con la mano.

– ¡Hasta el próximo miércoles! -gritó.

Me hormigueaba la piel. Me sentía tan febril que pensé que se me estaban derritiendo los huesos. Miré a mis espaldas y percibí a la anciana doncella observándome, mientras sujetaba con su huesuda mano la verja. Corrí hacia el jardín y al interior de la casa pasando a su lado: una orquesta china resonaba en mi interior al ritmo de mis sentimientos.

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