20

MADRE

El coro del Ejército Rojo entonaba Los remeros del Volga con tal estruendo que parecía el sonido de un trueno. Desde los altavoces de la cabina, el ritmo de la música se hacía monótono, pero la melodía me inundó la cabeza. El cántico se mezclaba con el zumbido del avión, convirtiéndose en un himno. El esfuerzo y el valor que se destilaban de las voces de los cantantes me recordaron a los hombres que cavaron la tumba de mi padre en Harbin. Aquel espíritu parecía corresponderles mucho más a aquellos hombres que al Ejército Rojo. «Madre -susurré a las nubes que el avión surcó como una alfombra de nieve iluminada por el sol-, madre.» Las lágrimas me escocieron en los ojos. Me apreté los dedos sobre el regazo hasta que se me amorataron. Las nubes eran los testigos celestiales del acontecimiento más importante de mi vida. Veintitrés años antes, a mi madre y a mí nos habían separado y, en menos de un día, volveríamos a encontrarnos.

Me volví hacia Iván, que estaba meciendo a Lily en el hueco de su brazo mientras trataba de evitar que el té de la taza de plástico que le había servido la azafata se le derramara encima. No era una tarea fácil para un hombre tan grande como él en un espacio tan pequeño. Apenas había probado la bandeja del almuerzo, que consistía en salchichas de ajo, pirogi y pescado seco. De haber estado en Australia, le habría tomado el pelo, preguntándole qué clase de ruso pensaba que era si no podía soportar un menú tan típicamente eslavo. Pero las bromas de ese estilo eran adecuadas en un país como Australia y no debían hacerse en la Unión Soviética. Estudié los rostros de nuestros compañeros de viaje: eran hombres de aspecto hosco con trajes mal cortados y unas cuantas mujeres con caras totalmente inexpresivas. No sabíamos quiénes eran, pero debíamos andarnos con cuidado.

– ¿Quieres que coja yo a Lily? -le pregunté a Iván. Asintió, levantándola por encima del hueco entre la bandeja y su pierna, sin soltarla hasta que se aseguró de que yo la había cogido firmemente entre mis brazos. Lily me miró con sus ojos como joyas brillantes e hizo un gesto con la boquita, como si me estuviera lanzando un beso. Le acaricié la mejilla. Era algo que solía hacer cuando necesitaba recuperar mi fe en los milagros.

Pensé en la cesta de la colada en una esquina de la sala de estar, que se había quedado llena de vestidos de verano de Lily, baberos, toallas y fundas de almohada. Era lo único desordenado que habíamos dejado atrás, y me parecía reconfortante pensar que no habíamos arreglado la casa hasta dejarla totalmente pulcra. Era como si así fuera más nuestro hogar, porque habían quedado cosas sin hacer que resolveríamos a la vuelta. Porque comprendí muy bien la mirada que compartimos Iván y yo cuando cerramos con llave la puerta principal antes de marcharnos al aeropuerto: existía el riesgo de que no pudiéramos regresar.

Cuando el general me confirmó que mi madre estaba viva, las noticias me produjeron una alegría sólo comparable a la emoción que sentí cuando nació Lily. Pero habían pasado cuatro meses desde nuestro último encuentro, y no habíamos recibido nuevas noticias. Nos había advertido de que aquello podría ocurrir.

«No tratéis de poneros en contacto conmigo. Simplemente, aseguraos de estar en Moscú el dos de febrero.» Había sido imposible hablar con mi madre antes de irnos: no había teléfono en su edificio, y existía el problema de la vigilancia. No estábamos seguros de qué sucedería con la embajada soviética, así que el largo proceso de solicitud de visados había sido una agonía, como tratar de introducirnos por un estrecho túnel. Incluso cuando nos expidieron los visados sin hacernos preguntas y me encontré en el aeropuerto de Heathrow embarcando en un avión con destino a Moscú, no estaba segura de que mis nervios pudieran soportar de una sola pieza tanta tensión.

La azafata se secó las manos en su arrugado uniforme y me sirvió otra taza de té tibio. La mayoría de las auxiliares de vuelo eran mujeres mayores, pero ésta, en particular, ni siquiera hacía ningún esfuerzo por peinarse los mechones de cabello grisáceo que sobresalían por debajo de su poco favorecedor gorro. No sonrió cuando le di las gracias. Simplemente, se dio media vuelta.

Recordé que no podían permitirse el lujo de ser amables con los extranjeros. Si charlaba demasiado conmigo, podía suponerle hasta que la enviaran a prisión. Me volví para contemplar las nubes y pensé en el general. Durante los tres días que había pasado con nosotros, había tenido la esperanza de que comenzaríamos a verle más como un hombre corriente y menos como un enigma. Después de todo, comía, bebía y dormía como el más común de los mortales. Me contestó con franqueza a las preguntas sobre mi madre (sobre su salud, las condiciones en las que vivía, su día a día…). Me horroricé al escuchar que no tenían agua caliente en el apartamento, ni siquiera en invierno, y que mi madre sufría dolores en las piernas. Sin embargo, me sentí alborozada cuando el general me contó que mi madre tenía unas cuantas buenas amigas en Moscú que la llevaban al banya para que tomara baños de vapor cuando necesitaba aliviar el dolor. Aquello me recordó que yo había tenido a Irina, Ruselina y Betty para apoyarme en los peores momentos de mi vida. Sin embargo, me dio demasiado miedo preguntarle al general por su relación con ella, y no llegó a responderme la pregunta que le hice en el aeropuerto de Sídney:

– Cuando saquemos a mi madre de Rusia, ¿vendrá usted también con nosotros?

Nos besó a Iván y a mí, nos estrechó la mano y nos dejó con las siguientes palabras:

– Nos volveremos a encontrar una vez más.

Observé cómo desaparecía por las puertas de embarque: era un anciano, marchito por el tiempo, pero andaba a ritmo de un orgulloso paso de marcha, y me di cuenta de que seguía siendo para mí igual de misterioso que siempre.

Lily balbuceó. Tenía la frente arrugada, como si estuviera tratando de leer mis pensamientos. La mecí para tranquilizarla. Los peores momentos anteriores al viaje habían sido cuando la metía en la cama y besaba su suave mejilla, sabiendo que pronto la sacaría de la seguridad de Australia para ponerla en peligro. Hubiera dado mi vida por Lily en cualquier momento sin dudarlo, y, aun así, no tenía fuerza de voluntad para hacer aquel viaje sin ella.

– Quiero que Lily venga con nosotros -le dije a Iván una noche, mientras nos metíamos en la cama.

Recé para que se enfadara conmigo y me dijera que estaba loca. Esperé que insistiera en que Lily se quedara con Irina y Vitaly. En cambio, se inclinó para encender de nuevo la luz y estudió mi semblante con una mirada intensa. Asintió solemnemente y declaró:

– A esta familia nunca la separará nadie.

Sonó un chasquido que interrumpió al coro del Ejército Rojo en medio de una estrofa. La voz del piloto resonó por toda la cabina.

Tavarishski. Camaradas, en breve iniciaremos el descenso para aterrizar en Moscú. Por favor, prepárense abrochándose los cinturones y poniendo los respaldos de sus asientos en posición vertical.

Contuve la respiración y observé como el avión se sumergía en la masa de nubes. La luz cambió de cobre a gris y el cielo desapareció, como si nos hubiéramos zambullido en el océano. La cabina se balanceó de un lado a otro, mientras los copos de nieve azotaban las ventanillas. No podía ver nada. Tenía en el estómago la sensación de estar hundiéndome y, durante unos minutos de ingravidez, me dio la sensación de que los motores se habían detenido, y el avión estaba descendiendo en caída libre. Lily, que se había portado bien durante todo el viaje desde Londres, comenzó a llorar por el cambio de presión.

La mujer que estaba sentada en el asiento del otro lado del pasillo se inclinó y le dijo con una voz alegre:

– ¿Por qué lloras, bebita guapa? Todo va bien.

Lily se tranquilizó y sonrió. Aquella mujer me intrigaba. Su perfume francés era más penetrante que el humo de los cigarros búlgaros que los hombres habían estado fumando, y llevaba su piel eslava maquillada con mucho esmero. Pero no debía de ser una mujer soviética corriente si podía abandonar el país. ¿Era una funcionaría del gobierno? ¿Una agente de la KGB? ¿O la amante de alguien importante? Odiaba la sensación de no poder confiar en nadie y de que, debido a la guerra fría, la amabilidad de cualquiera siempre parecía tener segundas intenciones.

Aparecieron algunos huecos entre las nubes y, a través de ellos, vi campos cubiertos de nieve y abedules. La sensación de caída dio paso a otra, mucho más intensa, de que estábamos siendo atraídos por un imán. Los dedos de los pies se me deslizaron hacia delante, como si una fuerza más grande de lo que pudiera imaginar me estuviera arrastrando hacia la tierra. Sabía de dónde procedía aquella fuerza: era Rusia. Me volvieron a la mente las palabras de Gógol que hacía tanto tiempo había leído en el jardín en Shanghái:


¿Qué hay en ella, en esa canción? ¿Qué es eso que llama y solloza,

y nos atenaza el corazón?… ¡Rusia! ¿Qué quieres de mí?

¿Qué es ese lazo invisible y misterioso que nos une?


Moscú era una ciudad fortificada, y entonces comprendí qué adecuada era aquella denominación. Era el último muro que se erguía entre mi madre y yo. Esperaba que, junto a mi marido y a mi hija, y armada como iba con la determinación de años de sufrimiento, tuviera el valor suficiente para enfrentarme a aquello.

Las nubes desaparecieron como si alguien hubiera descorrido una cortina, y contemplé las planicies nevadas y el cielo oscuro. El aeropuerto estaba justo bajo nosotros, pero no lograba ver la terminal, sólo filas de quitanieves y hombres vestidos con gruesas chaquetas y orejeras de piel de pie frente a las máquinas. La pista de aterrizaje era negra como la pizarra. A pesar de la reputación de la Aeroflot y de la temperatura glacial, el piloto logró que el avión aterrizara con la elegancia de un cisne posándose sobre un lago.

Cuando el avión se detuvo, la azafata nos indicó que nos dirigiéramos a la salida. La gente se aglomeró para bajar, por lo que Iván cogió a Lily de mis brazos para poderla elevar sobre la muchedumbre de viajeros que se empujaban unos a otros en dirección a la puerta del avión. Una ráfaga de viento helador recorrió la cabina. Cuando me aproximé a la salida y vi el edificio de la terminal con sus ventanas llenas de hollín y el alambre de púas que recubría los muros exteriores, comprendí que el sol y la calidez de mi país de adopción estaban lejos de allí. El aire era tan frío que casi estaba teñido de azul. Me escoció el rostro, y la nariz comenzó a gotearme. Iván tapó a Lily, escondiéndola aún más bajo su abrigo para protegerla del viento glacial. Bajé la cabeza y mantuve la mirada fija en la escalerilla. El forro de mis botas era de piel, pero, tan pronto como pisé el asfalto de la pista y me dirigí hacia el autobús que nos llevaría a la terminal, comenzaron a congelárseme los pies. Además, experimenté otra sensación más profunda. Cuando pisé el suelo ruso, supe que estaba a punto de completar un viaje que había iniciado hacía muchísimo tiempo. Había regresado a la tierra de mi padre.

En el interior de la lúgubre área de llegadas iluminada por tubos fluorescentes del aeropuerto de Sheremetievo, comencé a caer en la cuenta de la realidad de lo que Iván y yo estábamos a punto de hacer con un sentimiento de pánico anticipado. Recordé que el general me había susurrado al oído:

– No os podéis permitir ningún fallo. Todo aquel con el que mantengáis cualquier contacto será interrogado sobre vuestro comportamiento. Las camareras del hotel, los taxistas, la mujer a la que le paguéis unos cuantos rublos por unas postales baratas… Tened en cuenta que lo más normal será que en vuestra habitación haya micrófonos ocultos.

Ingenuamente, yo había protestado:

– No somos espías. Sólo somos una familia tratando de volver a reunirse.

– Si venís de Occidente, sois espías o, como mínimo, una mala influencia en lo que respecta a la KGB. Y lo que estáis planeando se considerará alta traición -me advirtió el general.

Llevaba meses practicando para poner un gesto lo más inexpresivo posible y para contestar a las preguntas sin vacilación y de un modo sucinto, pero, en cuanto vi a los soldados cerca de la puerta de salida con las metralletas a la espalda y al agente de aduanas paseándose con su pastor alemán de un lado a otro, me empezaron a temblar las piernas, y me latía con tanta fuerza el corazón dentro del pecho que me aterroricé pensando que pudiera delatarnos. Cuando partimos de Sídney en el Día de Australia, el bronceado agente de aduanas nos había entregado una bandera en miniatura a cada uno y nos había deseado «felices vacaciones».

Iván me pasó a Lily y se puso a la cola detrás de unos cuantos extranjeros que venían en el mismo vuelo que nosotros. Se metió la mano en el bolsillo del abrigo en busca de nuestros pasaportes y los abrió por las páginas en las que aparecía nuestro nuevo apellido, Nickham. «No neguéis vuestra ascendencia rusa si os preguntan -nos recomendó el general-, pero tampoco llaméis la atención sobre el tema.»

– Sí, Nickham es mucho más fácil de pronunciar que Na-ji-mov-ski -comentó el encargado de cara redonda del Registro Civil australiano, echándose a reír cuando le entregamos el formulario de petición de cambio de nombre-. Muchos de ustedes, los nuevos australianos, se están cambiando el nombre. Nos hace la vida más fácil. Lilliana Nickham. Estoy seguro de que, cuando sea mayor, será actriz, o algo por el estilo.

No le dijimos al encargado que queríamos anglicanizar nuestro apellido para conseguir los visados de la embajada rusa sin problemas. «Anya, los días de las purgas de Stalin contra los descendientes de la nobleza han terminado, e Iván y tú sois ciudadanos australianos -explicó el general-, pero, si llamáis la atención, podríais poner a tu madre en peligro. Incluso bajo Brézhnev, si admitimos tener parientes en el extranjero, podríamos terminar nuestros días en un asilo psiquiátrico, para purificarnos de las ideas capitalistas que hayamos podido absorber.»

«Nyet! Nyet!» El hombre alemán delante de nosotros estaba teniendo una especie de discusión con la agente de aduanas que estaba tras la ventanilla de cristal. Ella le señalaba la carta de invitación que el hombre le había entregado, pero, cada vez que se la devolvía, él la empujaba de nuevo por la ranura de la ventanilla. Tras unos minutos de aquel intercambio que no llegaba a ninguna parte, la agente hizo un gesto de impaciencia con la mano y le dejó pasar. Entonces, nos tocó a nosotros.

La agente de aduanas leyó nuestra documentación y examinó todas las páginas de nuestros pasaportes. Frunció el ceño mientras contemplaba nuestras fotografías y observó con detenimiento la cicatriz en el rostro de Iván. Apreté a Lily contra el pecho para confortarla y transmitirle calor. Traté de no bajar la mirada (el general nos dijo que aquello se consideraba señal de traición) y fingí que estaba estudiando la fila de banderas que ocupaba toda una pared. Recé por que el general llevara la razón, y no tuviéramos que tratar de hacernos pasar por soviéticos: incluso con la ayuda interna de Vishnevski, el general nos dijo que no podría conseguirnos los papeles para la residencia, e, incluso de haberlos conseguido, si nos interrogaban, quedaría claro que Moscú no era nuestra ciudad natal.

La agente de aduanas mantuvo en alto el pasaporte a Iván y paseó la mirada entre el documento y el propio Iván, como si estuviera intentando ponerle nervioso. Apenas podíamos negar que nuestros ojos fueran claramente eslavos, y nuestros pómulos rusos, pero algunos de los corresponsales extranjeros británicos y estadounidenses eran hijos de inmigrantes rusos. ¿Qué teníamos nosotros de raro? La agente frunció el ceño y llamó a su colega, un joven con facciones muy definidas que estaba clasificando unos documentos detrás de ella en la garita. Se me nubló la vista, con manchas blancas danzándome ante los ojos. ¿Cómo podía ser posible que no fuéramos a pasar ni el primer obstáculo? El compañero de la funcionaría le preguntó a Iván si Nickham era su verdadero nombre y cuál era su dirección en Moscú. Pero le preguntó todo aquello en ruso. Era una artimaña, pero Iván no cayó en la trampa.

– Por supuesto -respondió en ruso, y le proporcionó la dirección de nuestro hotel. Me di cuenta de que el general estaba en lo cierto. En comparación con la voz áspera que ladraba la información sobre los vuelos por los altavoces del aeropuerto, el ruso de Iván era un lenguaje elegante y presoviético que no se había oído en Rusia desde hacía cincuenta años. Sonaba a inglés hablando con el lenguaje de la época de Shakespeare, o a un extranjero que hubiera aprendido ruso de libros de texto de segunda mano.

El agente de aduanas gruñó y agarró el tampón de tinta de su compañera. Con una rápida sucesión de estruendosos golpes, selló nuestros papeles y se los entregó a Iván, que los reunió todos en su cartera de viaje y les dio las gracias a los funcionarios. Pero la agente tenía un comentario final que hacerme cuando yo pasé a su lado:

– Si vienen de un clima cálido, ¿por qué trae a un bebé tan pequeño a este país en invierno?, ¿qué pretende?, ¿que se muera de frío?

La ventanilla del taxi tenía una grieta, así que tapé con el brazo el agujero para evitar que la siseante corriente de aire enfriara a Lily. No había visto un coche en peores condiciones desde que Vitaly compró su primer Austin. Los asientos estaban tan duros como planchas de madera, y el salpicadero era un amasijo de cables y tintineantes tornillos pegados con cinta adhesiva. Cuando tenía que poner el intermitente, el conductor abría la ventanilla y hacía gestos con la mano en el aire glacial. Pero, la mayoría de las veces, ni siquiera se molestaba.

En la salida del aeropuerto, había un atasco. Iván le tapó a Lily la nariz y la boca con su chal para que no respirara el humo de la contaminación. El conductor se palpó el bolsillo y salió de un salto del coche. Vi que estaba colocando en su lugar los limpiaparabrisas. Volvió a su asiento de otro salto y cerró la puerta del coche.

– Se me había olvidado que los había quitado -comentó. Miré a Iván, que se encogió de hombros. Sólo se me ocurría que el taxista hubiera quitado los limpiaparabrisas por miedo a que se los robaran.

Un soldado dio unos golpecitos en la ventanilla y le ordenó al conductor que colocara el coche a un lado de la carretera. Me di cuenta de que el resto de los taxis y automóviles estaban haciendo otro tanto. Una limusina negra con las cortinillas corridas se deslizó por la carretera como un siniestro coche fúnebre. Los demás coches arrancaron el motor y siguieron a la limusina. Una palabra flotaba en el aire, pero ninguno de nosotros la pronunció en alto. Nomenklatura. Los privilegiados del partido.

A través de la ventanilla salpicada de gotas de lluvia, veía la carretera bordeada por abedules. Contemplé sus finos troncos blanquecinos y la nieve manteniéndose en equilibrio sobre sus ramas desnudas. Aquellos árboles eran como criaturas sacadas de un cuento de hadas, seres mitológicos de alguna de las historias que mi padre me contaba antes de dormir cuando era pequeña. Aunque era poco después del mediodía, el sol se estaba ocultando y estaba cayendo la oscuridad. Tras unos cuantos kilómetros, los árboles empezaron a dar paso a bloques de apartamentos. Los edificios eran grises, con pequeñas ventanas y sin adornos. Algunos de ellos estaban sin acabar, y las grúas aún se cernían sobre sus tejados. De vez en cuando, pasábamos por delante de algún parque infantil o de algún patio cubierto por la nieve, pero lo más normal era que los edificios estuvieran apretados unos contra otros, con la nieve sucia y endurecida alrededor. Aquellos edificios se erguían durante kilómetros y kilómetros, exhibiendo su aspecto lúgubre y uniforme, y de repente me di cuenta de que, en algún lugar de aquella ciudad de cemento, mi madre me estaba aguardando.

Moscú estaba hecha por capas, su estructura en crecimiento era como la de los anillos del tronco de un árbol. Cada kilómetro nos internaba un poco más en el pasado. En una plaza abierta, vimos una imponente estatua de Lenin, y la gente esperando en una cola en el exterior de un comercio, donde los empleados sumaban los importes de las compras con ábacos. Un tendero estaba sentado junto a sus mercancías, que mantenía bajo una funda de plástico, para que las patatas no se le congelaran por el frío glacial. Una persona, imposible de saber si era hombre o mujer, arrebujada en un abrigo almohadillado y con botas de fieltro, vendía helados. Una anciana con una babushka en la cabeza estaba atascando el tráfico, mientras cruzaba la calle cojeando, cargada de pan y repollos. Un poco más adelante, una madre y su niño, envuelto como una mercancía valiosa en un sombrero y en unos mitones de lana, esperaban para cruzar la calle. Un trolebús pasó haciendo un ruido atronador, con los laterales cubiertos de barro. Contemplé a sus ocupantes, que apenas eran visibles bajo las capas de bufandas y pieles.

«Ésta es mi gente», pensé, y traté de determinar cuánta verdad había en aquella afirmación. Amaba Australia y el sentimiento era mutuo, pero, de algún modo, me sentía atraída por aquellas personas, como si a todos nos hubieran tallado de la misma piedra.

Iván me tocó el brazo y señaló la luna delantera del taxi. Moscú se estaba transformando ante nuestros ojos en una ciudad de avenidas adoquinadas y edificios majestuosos con muros de color pastel, edificios de apartamentos de estilo gótico y farolas art decó. Cubierta por la capa blanca de la nieve, era romance en estado puro. Independientemente de lo que dijeran los soviéticos sobre los zares, los edificios erigidos por la monarquía seguían siendo muy bellos, a pesar del clima y la dejadez, mientras que las construcciones soviéticas que se cernían a su alrededor ya tenían las paredes desconchadas y la mampostería se les estaba astillando.

Traté de borrar el disgusto de mi cara cuando me di cuenta de que el bloque de cristal y cemento al que el taxista había aproximado el coche era nuestro hotel. El monstruoso edificio hacía que todo lo que había a su alrededor pareciera enano y resultaba incongruente con el telón de fondo de las cúpulas doradas de las catedrales del Kremlin. Era como si hubieran tratado de construir deliberadamente algo horroroso. Hubiera preferido pernoctar en el Hotel Metropol, imponente en todo su esplendor imperialista. El agente de viajes había tratado de que cambiáramos de opinión con respecto al hotel que el general nos había dicho que reserváramos, enseñándonos fotografías de los lujosos muebles del Metropol y de su famoso techo de cristal de colores. Sin embargo, también era la guarida favorita de la KGB para espiar a los extranjeros ricos, y nosotros no íbamos a Moscú de vacaciones.

El recibidor del hotel era de imitación de mármol, y el suelo estaba cubierto por una alfombra roja. Apestaba a tabaco barato y a polvo. Habíamos seguido las instrucciones del general al pie de la letra y, aunque llegábamos con un día de antelación, le busqué con la mirada entre todos los rostros de las personas que había en la recepción. Me dije para mis adentros que no debía decepcionarme cuando no lo vi entre los huraños hombres que leían el periódico o merodeaban alrededor del puesto de prensa. Una mujer de aspecto severo levantó los ojos desde el estrecho espacio que ocupaba detrás del mostrador de la recepción. Tenía unas asombrosas cejas repasadas con lápiz y un lunar en mitad de la frente tan grande como una moneda.

– El señor y la señora Nickham. Y nuestra hija, Lily -le dijo Iván.

La mujer hizo una mueca, que no era precisamente una sonrisa, mostrando una boca llena de dientes de oro, y nos pidió los pasaportes. Mientras Iván rellenaba el formulario de registro, le pregunté a la mujer del modo más indiferente que pude si había algún mensaje para nosotros. Comprobó el casillero de nuestra habitación y volvió con un sobre en la mano. Comencé a abrirlo, pero me di cuenta de que la mujer me estaba observando. Sin embargo, no podía dejar el sobre medio abierto, porque hubiera resultado extraño. Así que aupé a Lily sobre mi pecho, como si me estuviera resultando muy pesada y me dirigí a una silla. El corazón me latía con fuerza por la anticipación, pero cuando abrí por completo el sobre, lo único que encontré en su interior fue un folleto de un itinerario turístico de Intourist. Me sentí como un niño que desea una bicicleta por Navidad y, en su lugar, le regalan una mochila para el colegio. No tenía ni la menor idea de lo que significaba aquel itinerario. Por el rabillo del ojo, vi que la recepcionista me estaba observando, así que me metí el sobre en el bolso y levanté a Lily en el aire.

– ¿Cómo está mi niña guapa? -le dije, arrullándola-. ¿Cómo está mi niña guapa con su naricita respingona?

Cuando Iván acabó de rellenar el formulario, la recepcionista le entregó la llave y llamó al botones, un anciano de piernas encorvadas. Empujó el carrito con nuestro equipaje de un modo tan errático que comencé a sospechar que estaba bebido, hasta que me percaté de que al carrito le faltaba una rueda. Apretó el botón del ascensor y se inclinó contra la pared, agotado. Había otro hombre, aproximadamente de la misma edad, con bolsas bajo los ojos y las mangas de la chaqueta agujereadas a la altura de los codos, sentado ante una mesa sobre la que exponían polvorientas baratijas y muñecas matrioskas. Olía de un modo extraño, como a ajo mezclado con algún tipo de antiséptico. Nos examinó al milímetro, y también nuestro equipaje, como si tratara de grabar nuestra imagen en su memoria. En cualquier otro país, habría dado por hecho que era un anciano intentando ganar un poco más de dinero para complementar su pensión, pero, después de las historias que el general nos había contado sobre la KGB, la curiosidad de aquel hombre hirsuto me produjo un escalofrío.

Nuestra habitación era pequeña para la costumbre occidental, y hacía un calor abrasador. La pantalla de la lámpara en forma de borla que colgaba del techo producía un resplandor anaranjado sobre la desgastada moqueta. Inspeccioné el aparato de la calefacción y me di cuenta de que era de los que no se podían ajustan Una voz masculina y metálica estaba elogiando la Constitución soviética. Iván rodeó la cama para apagar la radio, pero descubrió que no había botón para desconectarla. Lo único que podía hacer era poner el volumen al mínimo.

– Mira esto -le dije, descorriendo las cortinas de encaje. Nuestra habitación daba al Kremlin. Los muros de ladrillo rosáceo y las iglesias bizantinas brillaban bajo la tenue luz del crepúsculo. El Kremlin era el lugar en el que los zares habían celebrado sus bodas y coronaciones. Recordé la limusina negra que habíamos visto antes en el aeropuerto y pensé en que unos nuevos zares residían allí ahora.

Mientras Iván organizaba el equipaje, tumbé a Lily en la cama para quitarle todas las capas de ropa y la cambié, poniéndole un mono de algodón. Saqué nuestras bufandas y gorros de su moisés y lo coloqué entre las almohadas de la cama antes de meterla dentro de él. Parpadeó con ojos soñolientos. Le acaricié la barriguita hasta que se quedó dormida y después me recosté y la contemplé. El estampado de la colcha me llamó la atención: ramas entrelazadas, como enredaderas, con parejas de palomas posadas sobre ellas. Recordé la tumba de Marina en Shanghái, con las dos palomas grabadas en la lápida, una de ellas agonizante y la otra guardando luto lealmente junto a su compañera fallecida. Entonces, volví a pensar en el itinerario turístico. Se me revolvió el estómago. Mi madre había estado a un día de mí en Pekín antes de que Tang desbaratara sus planes. El general había venido a la puerta misma del Moscú-Shanghái antes de que Amelia lo despachara. ¿Qué pasaría si, justo ahora que estaba a punto de volver a ver a mi madre, la KGB se enterara de nuestros planes y la enviara a un campo de trabajo? Y esta vez de verdad…

Miré a Iván.

– Algo ha ido mal. No van a venir -musité.

Negó con la cabeza y se acercó a la cama, subiendo el volumen de la radio una muesca. Saqué el itinerario del bolso y se lo entregué. Lo leyó una vez, y otra vez más, con una mirada de sorpresa en su semblante, como si estuviera tratando de encontrar alguna pista oculta en él. Le hice un gesto para que me siguiera al baño y, una vez que hubimos encendido el grifo, me preguntó quién me lo había dado. No habíamos reservado un guía de Intourist, aunque eran obligatorios para los extranjeros. Le dije que tenía miedo de que aquel itinerario tuviera algo que ver con la KGB.

Iván me frotó los hombros.

– Anya -me dijo-, estás cansada y te estás calentando la cabeza de tanto darle vueltas al asunto. El general dijo que debíamos estar aquí el día dos. Todavía estamos a uno.

Tenía unas marcadas ojeras y entonces recordé que aquella situación también era extremadamente tensa para él. Había pasado días y noches enteros poniendo sus negocios en orden para facilitarle las cosas a su socio mientras estaba fuera y en caso de que no pudiera volver. Iván estaba dispuesto a sacrificarlo todo por mi felicidad.

Sentí como si los meses de espera se me hubieran echado encima. A pocas horas de la fecha de nuestra cita, no era cuestión de perder la esperanza. Y, aun así, cuanto más se aproximaba el momento, más dudas tenía.

– No te merezco -le dije a Iván, con un temblor en la voz-. Ni a Lily tampoco. No soy una buena madre. Lily podría coger una gripe y morirse.

Iván me miró detenidamente. De repente, se le iluminó el rostro con una sonrisa.

– Las mujeres rusas siempre pensáis eso. Eres una madre maravillosa, y Lily es un bebé bien alimentado y sano. Recuerda cuando nació, y Ruselina y tú os fuisteis corriendo al médico porque «no lloraba demasiado y dormía toda la noche de un tirón» y el médico la examinó y dijo: «¡Pues mira qué suerte!».

Sonreí y apoyé la cabeza en su hombro. «Sé fuerte», me dije a mí misma, y repasé de nuevo el plan del general en mi cabeza. Nos dijo que iba a sacarnos a través de Alemania Oriental. La primera vez que lo mencionó, me imaginé a los guardias en sus garitas, a perros sabuesos, túneles y disparos mientras tratábamos de saltar el Muro de Berlín, pero el general negó con la cabeza. «Vishnevski os conseguirá un permiso para cruzar la frontera, pero, aun así, tendréis que tener mucho cuidado con la KGB. Incluso vigilan a la Nomenklatura.» Me preguntaba quién sería el tal Vishnevski, y qué habrían hecho mi madre y el general para trabar amistad con aquel oficial de alto rango. ¿O acaso era posible que todavía existiera algo de compasión a este lado del Telón de Acero?

– Gracias a Dios que me he casado contigo -le dije a Iván.

Apoyó el papel del itinerario sobre la repisa del lavabo y chasqueó los dedos, ensanchando su sonrisa.

– Ese itinerario es un plan -susurró-. ¿No fuiste tú la que me dijiste que estábamos bajo el cuidado de un maestro de los espías? Ten fe, Anya. Ten fe. Es un plan. Y tiene que ser uno muy bueno, conociendo al general.


A la mañana siguiente, mientras estábamos en el restaurante del hotel tomando el desayuno, mi estado de ánimo vacilaba entre la esperanza y la angustia que nos depararía el día. Por su parte, Iván parecía tranquilo mientras reunía con el dedo los restos de cereales que había sobre la mesa. La camarera nos había traído automáticamente huevos revueltos y dos tostadas, aunque el desayuno ruso compuesto por pan negro, pescado seco y queso tenía mejor aspecto. Lily mascaba el cuello de su traje de juego mientras esperábamos a que la camarera le calentara el biberón en un cazo. Cuando volvió, me eché unas gotas en la muñeca. Estaba a la temperatura perfecta y le di las gracias a la camarera. La chica no tuvo miedo de sonreírme y me dijo:

– Los rusos adoramos a los bebés.

Aproximadamente a las nueve, bajamos a la recepción y apilamos nuestros abrigos, guantes y gorros en un asiento. Las razones para aceptar al guía de Intourist eran precarias, pero parecía nuestra mejor posibilidad por el momento. Iván creía que el general había organizado una visita para despistar a la KGB, para hacernos parecer turistas normales y que nos encontraríamos con mi madre en algún lugar a lo largo de la ruta. En cambio, yo no podía evitar preocuparme porque todo aquello fuera una trampa de la KGB para obtener información sobre nosotros.

– ¿El señor y la señora Nickham?

Nos volvimos para ver a una mujer que llevaba un vestido gris y un abrigo de pieles colgado del brazo, y que nos estaba sonriendo.

– Soy Vera Otova, su guía de Intourist -dijo. Tenía el porte erguido de alguien que ha recibido instrucción militar. Era de la edad adecuada como para haber luchado en la última guerra, quizás cuarenta y siete o cuarenta y ocho años. Iván y yo nos levantamos para estrecharle la mano. Me sentí como si la estuviéramos engañando. La mujer olía a perfume de manzana, y sus uñas presentaban una arreglada manicura. Parecía bastante amable, pero no podía estar segura de si se trataba de una amiga o una enemiga. El general nos había dicho que, si nos interrogaban, negáramos toda relación con el plan. «Todas las personas que os envíe sabrán quiénes sois. No es necesario que vosotros digáis nada. Tened cuidado. Podrían tratarse de agentes de la KGB.»

Tendría que ser cosa de Vera Otova si quería hacernos saber de qué lado estaba.

Iván se aclaro la garganta.

– Siento que hayamos pasado por alto la reserva de un guía cuando compramos nuestros pasajes en Sídney -le dijo, quitándole a Vera el abrigo de las manos y ayudándola a ponérselo-. Nuestro agente de viajes debe de haberlo reservado por nosotros.

Una mirada siniestra ensombreció por un instante el rostro de Vera, pero se disipó rápidamente cuando volvió a dedicarnos su sonrisa, a la que le faltaban unos cuantos dientes.

– Sí, deben ustedes tener un guía para visitar Moscú -respondió, encasquetándose una boina de lana-. Les facilitará mucho la vida.

Sabía que aquello era mentira. Los extranjeros necesitaban guías para que no fueran a lugares a los que no debían ir y que el gobierno no quería que vieran. El general nos lo explicó. Las visitas guiadas se organizaban a museos, acontecimientos culturales y monumentos conmemorativos bélicos. Nunca llegaríamos a ver las verdaderas víctimas del corrupto comunismo ruso: alcohólicos crónicos muriéndose en la nieve, ancianas mendigando en el exterior de las estaciones de ferrocarril, familias enteras viviendo en la calle y niños que tendrían que estar en la escuela cavando zanjas en las carreteras. Pero aquella mentira no me desanimó para descartar inmediatamente que Vera fuese nuestro contacto. ¿Qué otra cosa podría habernos dicho en la recepción de un hotel atestada de gente?

Iván me ayudó a ponerme el abrigo y se inclinó hacia el asiento, levantando a Lily, que estaba escondida entre los pliegues de su chaqueta.

– ¿Un bebé? -Vera se volvió hacia mí, con la sonrisa congelada en el rostro-. Nadie me había informado de que ustedes traerían a un bebé.

– Es un bebé que se porta bien -puntualizó Iván, haciendo rebotar a Lily entre sus brazos. Lily, que se despertó completamente, se echó a reír y se llevó el sombrero de su padre a la boca para poder mascarlo.

Vera los observó con los ojos entornados. No me imaginaba qué podía estar pensando cuando tocó la mejilla de Lily.

– Un bebé precioso. Qué ojos tan hermosos. Son del color de mi broche -comentó, señalándose el broche de color ámbar con forma de mariposa que llevaba en la solapa-. Pero puede que tengamos que hacer algunas… modificaciones a nuestro programa.

– No deseamos ir a ninguna parte a la que no podamos llevar a Lily -le dije, mientras me ponía los guantes.

Mi respuesta pareció desconcertar a Vera; abrió los ojos como platos y se sonrojó. Pero se recompuso rápidamente.

– Por supuesto -me dijo-. Lo comprendo perfectamente. Estaba pensando en el ballet. No dejan entrar a niños menores de cinco años en el auditorio.

– Quizás yo pueda quedarme con Lily -sugirió Iván-. Y usted puede llevar a Anya. A ella le encantaría ver el ballet.

Vera se mordió el labio. Me di cuenta de que estaba intentando improvisar sobre la marcha.

– No, eso no sería justo -replicó-. No pueden ustedes visitar Moscú y no ver el Ballet Bolshoi. -Jugueteó con su alianza de boda entre los dedos-. Si no les importa, mientras estemos en el Kremlin, les asignaré a un grupo de visita y veré si puedo arreglarlo.

– Hágamelo saber siempre que necesite arreglar las cosas -le respondió Iván, mientras seguíamos a Vera hacia las puertas del hotel.

Vera taconeó sobre las baldosas del suelo a un ritmo sincopado.

– Su agente de viajes me dijo que hablan ustedes un ruso excelente, pero no me importa hablar en inglés -comentó, mientras hacía desaparecer su barbilla, tapándose alrededor del cuello con varias vueltas de su larga bufanda-. Díganme qué idioma prefieren. Pueden practicar ruso, si lo desean.

Iván le tocó el brazo a Vera.

– Yo creo que allá donde fueres, haz lo que vieres.

Vera sonrió. Pero no sabía si era porque estaba encantada con Iván o porque creía haber conseguido una especie de triunfo.

– Esperen aquí -nos dijo-. Pararé un taxi en la puerta.

Contemplé a Vera mientras salía corriendo al exterior y le decía algo al portero. Unos instantes después, un taxi se aproximó a la acera. El conductor se apeó y abrió las puertas de los pasajeros. Vera nos hizo una señal para que saliéramos y nos metiéramos en el coche.

– ¿De qué iba todo eso? -le pregunté a Iván cuando salíamos por la puerta giratoria-. Toda esa historia de «hágamelo saber siempre que necesite arreglar las cosas».

Iván entrelazó su brazo con el mío y susurró:

– De rublos. Creo que la señora Otova estaba hablando de sobornos.


La entrada de la Galería Tretyakov estaba tan silenciosa como un monasterio. Vera le entregó un cupón a la mujer de la taquilla y nos dio nuestras entradas.

– Vamos a dejar nuestras pertenencias en el guardarropa -nos dijo, indicándonos con la mano que la siguiéramos por un tramo descendente de escaleras.

Las encargadas del guardarropa llevaban desgastados chaquetones azules sobre la ropa y pañuelos que les cubrían la cabeza. Andaban atareadas entre las filas de percheros, cargadas con voluminosos abrigos y gorros. Me sorprendió ver lo mayores que eran: no estaba acostumbrada a ver a mujeres rondando los ochenta todavía trabajando. Se volvieron para mirarnos, y asintieron cuando vieron a Vera. Les entregamos nuestros abrigos y gorros. Una de las mujeres vio la carita de Lily entre los pliegues del chal y, en broma, me ofreció una de las fichas con un número para ella.

– Déjela aquí -me dijo-. Yo cuidaré de ella.

Examiné el rostro de la mujer. Aunque su boca se torcía en una mueca con las comisuras hacia abajo, como la de las otras encargadas del guardarropa, la alegría brillaba en sus ojos.

– No puedo. Es un «objeto delicado» -le respondí, sonriendo.

La mujer asintió y alargó la mano para hacerle cosquillas a Lily en la mejilla.

Vera se sacó unas gafas del bolso, se las puso y estudió el programa de exposiciones. Nos señaló la entrada de la galería, e Iván y yo nos íbamos a dirigir hacia allí, cuando una de las encargadas del guardarropa nos llamó.

Tapochki, tapochki! -Negaba enérgicamente con la cabeza, mientras señalaba hacia nuestros pies. Miré hacia abajo y comprobé que la nieve de nuestras botas se había fundido, formando charcos en el suelo. La mujer nos dio a cada uno un par de tapochki, unos chanclos de fieltro. Me los coloqué sobre las botas, sintiéndome como un niño pillado en falta. Dirigí la mirada hacia el calzado de Vera. Sus secos zapatos de cuero parecían casi recién estrenados.

En el vestíbulo principal, un grupo de escolares guardaba fila frente a una placa, leyéndola mientras su maestro los contemplaba con el tipo de reverencia que un sacerdote manifiesta cuando se está ataviando con su toga ceremonial. Una familia rusa esperaba detrás de los niños, mostrando curiosidad por saber qué ponía en la placa; después de ellos, había una pareja joven. Vera nos preguntó si queríamos leer la placa también, y le dijimos que sí. Cuando nos tocó el turno, nos aproximamos y vimos que era una inscripción en homenaje al museo. Además de agradecer a su fundador, Pavel Tretyakov, la placa rezaba:


Una vez terminada la sombría época de los zares y después de la Gran Revolución, el museo ha podido ampliar enormemente su colección y poner muchas obras de arte a disposición del pueblo.


Noté que se me erizaba el pelo en el cuero cabelludo. Lo que querían decir aquellas palabras era que, después de que los bolcheviques les cortaran las cabezas a las familias nobles y de clase media o las enviaran a morir en campos de trabajo, robaron los cuadros que les pertenecían. Aquella hipocresía me hizo hervir la sangre. Esas familias habían pagado a los artistas por sus pinturas. ¿Podían decir lo mismo los soviéticos? En la placa, no se mencionaba por ninguna parte que Tretyakov era un acaudalado comerciante, cuyo sueño de toda la vida había sido precisamente hacer que el arte estuviera al alcance del pueblo. Me preguntaba si, en algún momento del futuro, las autoridades tratarían de reescribir los antecedentes de Tretyakov y de convertirle en un revolucionario de clase trabajadora. Los bolcheviques habían masacrado a los padres y a las hermanas de mi padre, y la persona que acompañaba a Tang cuando me separaron de mi madre era un oficial soviético. Ese tipo de cosas no eran fáciles de olvidar.

Miré de soslayo a la familia rusa y los rostros de la pareja joven. Eran inexpresivos. Me preguntaba si estarían pensando lo mismo que yo, pero, igual que Iván y yo, tenían que guardar silencio para protegerse. Había pensado que volvería a la Rusia de mi padre, pero ahora comprendía que no era el caso. La Rusia de mi padre era sólo una reliquia. El vestigio de una era perdida.

Vera nos hizo pasar a una sala llena de iconos.

La Virgen de Vladimir es la más antigua de la colección -nos informó, acompañándonos hacia una representación de la Virgen con el niño en los brazos-. Llegó a Kiev desde Constantinopla en el siglo XII.

Leí en la placa informativa que el icono había sido pintado varias veces, pero que siempre había mantenido su gesto de desesperación original. Lily estaba muy tranquila entre mis brazos, fascinada por los colores que la rodeaban, pero me resultaba muy difícil fingir interés por las obras de arte. Ojeé los grupos de mujeres mayores con el uniforme de guía del museo sentadas junto a las paredes. Mantenía los ojos bien abiertos y vigilantes, en busca de mi madre. Tenía cincuenta y seis años. No sabía cuánto habría cambiado desde la última vez que la vi.

Iván le preguntaba a Vera sobre los orígenes y la temática de los iconos y, entre medias, le introducía preguntas sobre su vida personal. ¿Había vivido siempre en Moscú? ¿Tenía hijos?

«¿Qué estará tramando?», me pregunté. Me detuve frente a un icono de Rubliov de unos ángeles alados para escuchar sus respuestas.

– Sólo llevo trabajando de guía de Intourist desde que mis hijos se fueron a la universidad -le contó Vera-. Hasta entonces, era ama de casa.

Me percaté de que Vera era sucinta cuando contestaba sobre su vida privada y no le preguntaba a Iván nada sobre nosotros o Australia. ¿Se debía a que no era inteligente mantener ese tipo de conversaciones con occidentales? ¿O era porque ya sabía todo lo importante acerca de nosotros?

Avancé con impaciencia y me di cuenta de que, a través de una de las arcadas, la guía de unas cuantas salas más allá estaba mirando hacia mí. Tenía el cabello oscuro y largo y las manos estrechas, como las que suelen tener las mujeres altas. Sus ojos brillaban como el cristal bajo la luz del techo. Se me encogió la garganta. Me acerqué lentamente hacia ella, pero, a medida que me aproximaba, vi que el cabello oscuro era un pañuelo sobre la cabeza y que uno de sus ojos estaba nublado por una catarata. El otro era de color azul claro. No podía ser mi madre. La guía frunció el ceño al notar que la estaba mirando fijamente, por lo que rápidamente me interesé por el retrato de Alexandra Struiskaia, cuya amable expresión me parecía demasiado realista como para tranquilizarme.

Nerviosa por la equivocación, avancé tropezando por la galería, deteniéndome a examinar los retratos de Pushkin, Tolstói y Dostoievski. Todos ellos parecían observarme con una especie de presentimiento ansioso. Me volví hacia los cuadros de hombres y mujeres de la nobleza en busca de consuelo. Posaban con dignidad, elegancia y un aspecto ensoñador. Los colores flotaban a su alrededor como nubes mágicas.

«¿Qué os ocurrió después de que completaran vuestros retratos? ¿Sabíais qué destino correrían vuestros hijos e hijas?», les pregunté en mi imaginación.

Esperé junto a la Niña con melocotones de Valentín Serov a que Iván y Vera me alcanzaran. Había visto una fotografía en un libro, pero me maravillé de la sinceridad que proyectaba aquel cuadro cuando tuve ante mí el original.

– Mira, Lily -le dije, sosteniéndola para que viera el cuadro-. Tú serás tan guapa como esa niña cuando crezcas.

La imagen de la radiante juventud de la niña, sus ojos despreocupados y la luminosidad de la habitación en la que se encontraba me evocaron los recuerdos de la casa de Harbin, que volvieron flotando a mi mente. Cerré los ojos, por miedo a echarme a llorar. ¿Dónde estaría mi madre?

– Ya veo que a la señora Nickham le gusta el arte antiguo -oí que Vera le decía a Iván-. Pero creo que sabrá apreciar que el mejor arte de este museo corresponde a la era soviética.

Abrí los ojos y la miré. ¿Me estaba sonriendo o haciéndome una mueca? Nos condujo a la sala de la pintura soviética y la seguí obedientemente, volviéndome para mirar la Niña con melocotones una vez más. Después de toda la fealdad que había visto durante nuestro primer día en Moscú, podría haberme pasado horas delante de aquel cuadro.

Hice lo que pude para no poner ningún gesto desagradable mientras Vera hablaba con entusiasmo sobre el insípido e inerte arte de la sección soviética. Pensé que si volvía a utilizar los términos «mensaje social», «simplicidad poética» o «el pueblo del movimiento revolucionario», me iban a dar ganas de irme del museo. Pero, por supuesto, no podía hacerlo. Había demasiado en juego que dependía de mi buen comportamiento. A pesar de todo, descubrí que, cuanto más paseaba por las salas, más cuadros encontraba que me hacían dejar de lado mis prejuicios y reconocer los que, en mi opinión, eran buenos. Había una pintura titulada Estudiantes, de Konstantin Istomin, que me llamó la atención. Dos finas mujeres jóvenes, envueltas en el atardecer de un día de invierno, miraban a la luz crepuscular desde la ventana de su apartamento.

Vera se colocó detrás de mí. ¿Era yo la que me confundía o acababa de cuadrarse?

– Le gustan las obras que muestran femineidad. Y parece tener preferencia por las mujeres de pelo oscuro -comentó-. Venga por aquí, señora Nickham, creo que hay algo en la siguiente sala que le gustará.

La seguí, con los ojos bajos en el suelo, preguntándome si me habría delatado. Esperaba ser capaz de expresar un interés más adecuado la próxima vez que me enseñara otra obra de propaganda soviética.

– Ya hemos llegado -dijo Vera, colocándome frente a un lienzo. Levanté la mirada y me quedé boquiabierta. Me encontré cara a cara con el retrato en primer plano de una madre sosteniendo a su hijo. Lo primero que me llamó la atención fueron sus tonos cálidos y dorados. La delicada frente de la mujer retratada, la manera en la que llevaba arreglado el cabello en un moño bajo y sus facciones cinceladas eran las de mi madre. Tenía un aspecto amable, pero también fuerte y valiente. El bebé en sus brazos tenía el pelo rojizo y estaba haciendo un puchero. Era yo, de pequeña.

Me volví para mirar a Vera a los ojos, con preguntas demasiado obvias para ser pronunciadas. ¿Cuál es el significado de todo esto? ¿Qué estás tratando de decirme?


Si Vera estaba tratando de plantearnos una especie de rompecabezas, las piezas no se estaban colocando en su lugar lo suficientemente deprisa. Me tumbé en la cama del hotel con la espalda ovillada y contemplé el reloj de pared. Las cinco en punto. El dos de febrero casi había terminado, y aún no teníamos ninguna noticia de mi madre o del general. Observé como la luz perdía intensidad hasta convertirse en oscuridad a través de la mugrienta ventana. «Si no veo a mi madre en el ballet esta noche, todo habrá terminado -pensé-, mi última esperanza habrá desaparecido.»

Sentí un hormigueo en la garganta. Alcancé la jarra que estaba en la mesilla de noche y me serví un vaso de agua con sabor metálico. Lily estaba enroscada a mi lado, con los puñitos cerrados a un lado de la cabeza como si se estuviera aferrando a algo invisible. Cuando Vera nos dejó en el hotel después de la visita a la galería, me preguntó si tenía algo para «mantener tranquila a Lily» durante el espectáculo de aquella noche. Le dije que llevaría su chupete y que le daría una dosis de Panadol infantil para ayudarla a dormir, aunque no tenía intención de hacer ninguna de las dos cosas. Le daría de comer, eso era lo único que haría. Si Lily se echaba a llorar, me sentaría en el vestíbulo con ella. El modo en el que Vera insistía sobre la representación de ballet de aquella noche me incomodaba mucho.

Iván estaba sentado junto a la ventana, garabateando en su cuaderno de notas. Abrí el cajón de la mesilla de noche y saqué la carpeta de huéspedes. Un folleto descolorido de un balneario cerca del mar Caspio me cayó sobre el regazo, junto con un arrugado sobre con el logotipo del hotel. Cogí el lápiz unido a la carpeta por un cordel y escribí en el sobre: «Vera ha esperado demasiado para darme noticias sobre mi madre. No tiene corazón si no puede entender por lo que estoy pasando. No creo que esté de nuestro lado».

Me aparté el pelo de la cara, me levanté sobre mis temblorosas piernas y le entregué la nota a Iván. La cogió y, mientras la estaba leyendo, miré de soslayo lo que había estado escribiendo en su cuaderno de notas. «Pensaba que era ruso, pero, en este país, no sé lo que soy. Si hace un día me hubieran preguntado cuáles eran las características típicas de los rusos, habría respondido que su pasión y su buen corazón. Pero no hay sociabilidad ni camaradería en este lugar. Sólo hay gente acobardada y encogida con los ojos llenos de miedo. ¿Quiénes son esos fantasmas que me rodean…?»

Iván escribió bajo mis palabras en el sobre: «Llevo todo el día tratando de comprenderla. Creo que aquel cuadro fue su manera de tratar de decírtelo. Probablemente no puede hablar porque estamos vigilados. Pero no creo que esté colaborando con la KGB».

– ¿Por qué? -musité.

Se señaló el corazón.

– Sí, ya lo sé -respondí-. Sé que tienes una gran capacidad para juzgar el carácter de la gente.

– Me he casado contigo -añadió sonriendo.

Arrancó del cuaderno de notas la página que había estado escribiendo y, junto con el sobre, la rompió en trocitos minúsculos que echó por el inodoro. Luego tiró de la cadena.

– Ésta no es manera de vivir -comentó, en parte hacia mí y en parte hacia la cisterna siseante-. No es de extrañar que parezcan tan infelices.


Vera nos estaba esperando en el vestíbulo del hotel. Se puso en pie cuando nos vio salir del ascensor. Tenía el abrigo a un lado, pero se había dejado la bufanda de color rosa sobre la cabeza. Su aroma a manzana había dado paso a una fragancia más fuerte, de lirio del valle, y me percaté de que se había aplicado un toque de pintalabios que le brillaba cuando sonreía. Traté de devolverle la sonrisa, pero sólo conseguí hacerle una mueca molesta. No podía seguir manteniendo aquella farsa. «Esto es ridículo -me dije a mí misma-, si no veo a mi madre en el Bolshoi, me enfrentaré a ella.»

Vera debió de notar que yo estaba irritable porque dejó de mirarme y se dirigió a Iván.

– Creo que usted y la señora Nickham van a disfrutar mucho del espectáculo de esta noche -le dijo-. Es El lago de los cisnes, dirigido por Yuri Grigorovich. Ekaterina Maximova es la primera bailarina. La gente está deseando ver esta actuación, por eso es por lo que tuve que asegurarme de que no se la perdieran. Su agente de viajes estuvo muy acertado al reservarles las entradas con tres meses de antelación.

Una alarma sonó dentro de mi cabeza. Iván y yo no nos miramos, pero hubiera jurado que ambos estábamos pensando lo mismo. «No fuimos a ver al agente de viajes hasta después de recibir los visados. Nos reunimos con él apenas un mes antes de venir y sólo le pedimos que reservara los billetes de avión. El resto, lo organizamos por nuestra cuenta.» ¿El agente de viajes al que Vera se estaba refiriendo era el general? ¿O todo el asunto de la visita ciliada había sido una estratagema para mantenernos alejados de él? Miré a mi alrededor en el vestíbulo en su busca, pero no estaba por ninguna parte entre la gente que charlaba cerca del mostrador de recepción o que esperaba en la zona de asientos. Cuando nos dirigimos al exterior, hacia el taxi que Vera había detenido, sólo tenía un pensamiento en mente: o bien esa noche terminaría cuando yo me encontrara con mi madre, o bien acabaríamos todos entre los muros de la Lubyanka, el cuartel general de la KGB.

Nuestro taxi se detuvo en una plaza frente al Teatro Bolshoi. Cuando salimos del vehículo, me sorprendí al percibir que el aire era fresco en lugar de gélido, una versión suave del invierno ruso. Una nevada ligera, con copos tan frágiles como pétalos, revoloteaba contra mis mejillas. Miré hacia el teatro y contuve la respiración, porque, al tenerlo ante mí, conseguí olvidar toda la fealdad de la arquitectura moscovita que habíamos visto el día anterior. Recorrí con la mirada las gigantescas columnas hasta el Apolo en su cuadriga envuelto en nieve sobre el frontispicio. Bajo la columnata, había grupos dispersos de hombres y mujeres envueltos en abrigos y gorros de piel, charlando y fumando. Algunas mujeres llevaban manguitos de piel. Era como si hubiéramos vuelto atrás en el tiempo, y, cuando Iván me cogió de la mano y nos encaminamos hacia la escalinata, me sentí como si yo fuera mi padre de joven, acompañado por sus elegantes hermanas, corriendo escaleras arriba para llegar a tiempo al ballet. ¿Qué habrían visto entonces? ¿Giselle o Salambó? ¿O incluso, quizás, El lago de los cisnes coreografiado por el tristemente célebre Gorki? Sabía que mi padre había visto bailar a Sofía Fedorova II antes de que se volviera loca, y a Anna Pavlova actuar por última vez antes de que dejara Rusia para siempre, y esta última le había impresionado tanto que me había puesto su nombre. Tenía la sensación de estar elevándome en el aire y se me ocurrió que, quizás durante un momento, podría vislumbrar los tiempos pasados a través de los ojos de mi padre, como un niño que contemplara extasiado el escaparate suntuosamente decorado de una tienda.

Al entrar por las puertas del teatro, las acomodadoras, vestidas con uniformes rojos, instaban a la gente a que se dirigiera a sus asientos, porque, si había algo en Moscú que comenzara con una puntualidad absoluta, ese algo era el Ballet Bolshoi. Seguimos a Vera escaleras arriba hacia el guardarropa y nos encontramos que había más de un centenar de personas agolpándose contra el mostrador, todas ellas abriéndose paso para dejar sus abrigos. El ruido era más ensordecedor que en un estadio de fútbol, y me quedé boquiabierta al ver a un hombre empujando a una mujer mayor para pasar antes que ella. La respuesta de la mujer fue golpearle con los puños en la espalda al hombre.

– Coge tú a Lily -me dijo Iván-. Yo dejaré vuestros abrigos. Las damas no debéis entrar en ese tumulto.

– Si te metes ahí, vas a salir con un ojo morado -le advertí-. Llevémonoslo todo con nosotros a la sala.

– ¿Cómo? ¿Y quedar como paletos? -me dijo, sonriendo abiertamente y señalando a Lily-. Recuerda que ya vamos a meter a escondidas más de lo que deberíamos.

Iván desapareció entre la masa abarrotada de codos y brazos. Saqué el programa de mi bolso y leí la introducción.


Después de la Revolución de Octubre, la música clásica y la danza han pasado a ser accesibles para millones de trabajadores, y, en este escenario, se han forjado los mejores personajes revolucionarios basados en héroes de nuestra historia.


Más propaganda. Iván regresó veinte minutos después, con el pelo revuelto y la corbata ladeada.

– Tienes el mismo aspecto que en Tubabao -le dije, peinándole el cabello con la mano y poniéndole recta la chaqueta.

Me colocó unos prismáticos de ópera en la palma de la mano.

– No los necesitarán -comentó Vera-. Tienen unos asientos excelentes. En el lado derecho, cerca del escenario.

– Simplemente, los quería por la novedad -le respondí, mintiéndole. Lo que pretendía era mirar mejor al público, no al escenario.

Vera me pasó el brazo por los hombros, pero no era una muestra de cariño, sólo estaba tratando de esconder a Lily mientras me guiaba hacia la zona en donde estaban nuestros asientos. La acomodadora que andaba desgarbadamente por nuestro palco parecía estar esperándonos. Vera deslizó algo en el hueco de su mano, y ella abrió la puerta, dejando escapar hacia el pasillo el alboroto de los violines afinando y el murmullo de la charla del público antes de la función.

– ¡Rápido! ¡Deprisa! ¡Entren ahora! -siseó la acomodadora-. ¡Que no les vea nadie!

Corrimos hacia los asientos cerca de la parte delantera del palco, y yo tumbé a Lily en mi regazo. Iván y Vera se colocaron en las butacas a ambos lados de la mía.

La acomodadora me señaló con el dedo y me advirtió:

– En el momento en el que llore, tendrá que marcharse.

El exterior del teatro me había parecido precioso, pero el interior me dejó sin aliento. Me incliné por la barandilla, tratando de ver todas las tonalidades de oro y rojo de una sola vez. Había cinco pisos de galerías, todas ellas adornadas de dorado, hasta llegar a una lámpara de araña de cristal que colgaba del techo, decorado con frescos bizantinos. Se respiraba en el ambiente una fragancia a madera antigua y a terciopelo. El enorme telón que cubría por completo el escenario estaba formado por una resplandeciente mezcla de hoces y martillos, pergaminos de partituras, estrellas y borlas.

– La acústica de este teatro es la mejor del mundo -nos dijo Vera, alisándose el vestido y sonriendo con tal orgullo que cualquiera nos había perdonado si hubiéramos pensado que ella también había participado en la construcción del teatro.

Desde donde estábamos sentados, teníamos una buena vista del público en la parte delantera del auditorio, pero no de los palcos que estaban sobre el nuestro o de los que se encontraban en la parte posterior de la sala. Aun así, busqué a mi madre y al general entre la gente que estaba abriéndose paso hacia sus asientos, pero no vi a nadie parecido a ellos en ninguna parte. Por el rabillo del ojo, vi que Vera miraba fijamente algo al otro lado de la sala. Traté de ser sutil y dirigí lentamente la mirada hacia el punto que ella estaba observando en el palco frente al nuestro. En el momento en que las luces comenzaron a atenuarse, alcancé a ver brevemente a un hombre mayor sentado en la primera fila. No era el general, pero, por alguna razón, me resultaba familiar. Resonaron unas toses y unos susurros apresurados antes de que la orquesta entonara la primera nota.

Vera me tocó el brazo.

– ¿Sabe usted cómo va a terminar, señora Nickham? -me susurró-. ¿O va a intentar adivinarlo?

Contuve el aliento. Sus ojos parecían de color rosáceo por el resplandor procedente del escenario, como los de un zorro sorprendido bajo un foco de luz.

– ¿Qué ha dicho?

– ¿Cómo acabará? ¿Bien o mal?

Se me nubló la mente y, un instante después, volví a centrarme. Estaba hablando sobre el ballet. El lago de los cisnes podía tener dos finales. Uno en el que el príncipe era capaz de romper el hechizo que el malvado mago había conjurado y de salvar a la princesa cisne, y el otro en el que no lo conseguía, de manera que los dos amantes sólo podían volverse a encontrar después de la muerte. Apreté el puño con tal fuerza que partí los prismáticos de ópera.

Se abrió el telón para mostrar a seis cornetas con capas rojas. Las bailarinas ataviadas con trajes de fiesta, acompañadas por cazadores, se deslizaron por el escenario, con el príncipe Sigfrido saltando delante de todos ellos. No había visto un ballet en directo desde Harbin, y, por un breve instante, olvidé lo que estaba haciendo en aquel teatro y me quedé extasiada contemplando a los bailarines y las gráciles siluetas que formaban con sus cuerpos y pies. «Esto es Rusia», me dije a mí misma. Lo que llevaba tanto tiempo deseando conocer.

Miré a Lily. Sus ojos brillaban bajo la luz centelleante. Dejé de recibir clases de ballet en cuanto los japoneses llegaron a Harbin. Pero ¿y Lily? Ella era una niña en un país en paz y podía hacer todo lo que quisiera. Nunca se vería forzada a huir de su hogar. Cuando seas mayor, Lily, le dije con los ojos, podrás hacer ballet, piano, canto o cualquier otra cosa que te haga feliz. Quería que tuviera todo lo que a mí me había faltado. Y, más que cualquiera de aquellas cosas, quería que Lily tuviera una abuela.

Oí las primeras notas del tema de los cisnes y volví a prestar atención al escenario. El decorado había cambiado, y ahora se veía una escarpada montaña y un lago azul. El príncipe Sigfrido estaba bailando, y el mago malvado, disfrazado de búho, imitaba los pasos del príncipe tras él. El búho era una sombra aterradora, siempre cerca, merodeando con perversas intenciones, tirando del príncipe cuando él pensaba que estaba avanzando. Miré hacia el hombre al que Vera había estado observando en el palco opuesto. Bajo la luz azulada parecía un ser sobrenatural. La sangre se me heló en las venas y apreté los dientes, convencida por un instante de que estaba contemplando a Tang. Pero el teatro se iluminó de repente, y me di cuenta de que no era posible. Aquel hombre era blanco.

Incluso cuando terminó el segundo acto y volvieron las luces para el intermedio, no pude recuperar los sentidos. Le entregué Lily a Ivan.

– Tengo que ir al lavabo -le dije.

– Iré con usted -dijo Vera, levantándose de su asiento. Asentí, aunque no era mi intención vaciar la vejiga. Quería ir en busca de mi madre.

Nos abrimos paso por el abarrotado pasillo hacia los aseos. Eran tan caóticos como el guardarropa. No había cola para esperar a entrar en los cubículos. Las mujeres se apiñaban hacia la puerta en grupo y se empujaban para adelantarse cuando un cubículo se quedaba libre. Vera me puso un pañuelo tan rígido como una cartulina en la mano.

– Gracias -le dije, recordando que no había ni rastro de papel en ninguno de los aseos públicos de Moscú. Los inodoros de la Galería Tretyakov ni siquiera tenían asiento.

Una mujer salió de un cubículo frente a nosotras y Vera me empujó hacia delante.

– Después de usted -me dijo-. La esperaré fuera.

Cerré el pestillo de la puerta detrás de mí. El servicio apestaba a orina y a lejía. Miré a través de una rendija de la puerta para ver a Vera entrar en otro cubículo y, tan pronto como lo hizo, tiré de la cadena del inodoro y me apresuré a salir de los aseos al pasillo.

Corrí a toda prisa entre los grupos de gente que charlaba en las escaleras y descendí al primer piso. Había menos aglomeración allí, y examiné el rostro de todas las mujeres en busca de alguien que pudiera parecerse a mi madre. Tendría el pelo canoso, me dije a mí misma, y arrugas. Pero, entre la confusión de rostros, no logré encontrar el que estaba deseando ver. Empujé las pesadas puertas de la entrada y corrí al exterior bajo la columnata, pensando que, por alguna razón, ella me estaría esperando allí fuera. La temperatura había descendido, y el aire me congeló la piel, atravesándome la blusa. Dos soldados estaban de pie en la escalinata, respirando nubes de vaho hacia la negrura de la noche. Había una fila de taxis en el exterior, pero no había nadie más a la vista en la plaza.

Los soldados se volvieron. Uno de ellos arqueó las cejas hacia mí.

– Va usted a coger un resfriado aquí fuera -me dijo.

Su piel era blanca como la leche, y sus ojos, como dos ópalos azules. Volví a retroceder hacia el interior del teatro, sintiendo como el calor de la calefacción central se elevaba en torno a mí. La imagen del soldado se me quedó grabada en la mente como una mancha solar, y rememoré la estación de Harbin el día en el que se llevaron a mi madre. Me recordaba al joven soldado soviético que me había dejado escapar.

Para cuando traté de apiñarme con la multitud para volver a subir las concurridas escaleras, el auditorio se había quedado vacío y el vestíbulo estaba atestado de gente. Logré avanzar palmo a palmo casi hasta arriba del todo y, de repente, localicé a Vera inclinándose sobre la balaustrada. Se volvió y vi que estaba hablando con alguien. No podía ver a la otra persona, porque me bloqueaba la vista un macetero con una planta. No era Iván, porque podía verle en el otro extremo del vestíbulo con Lily arrebujada entre sus brazos, mirando por la ventana hacia la plaza. Estiré el cuello para ver al otro lado del macetero y alcancé a atisbar por un instante a un hombre de pelo blanco con una chaqueta de color granate. La ropa del hombre estaba limpia y planchada, pero la parte de atrás del cuello de su camisa estaba deshilachada y sus pantalones tenían un aspecto desgastado. Estaba de pie, con los brazos cruzados a la altura del pecho y, de vez en cuando, gesticulaba con la barbilla hacia la ventana junto a la que estaba Iván. No podía oír lo que él y Vera estaban discutiendo por encima del alboroto de la muchedumbre. Entonces, el hombre giró sobre sí mismo mostrándome su perfil. Alcancé a ver las bolsas que tenía bajo los ojos. Sabía que había visto antes aquella cara. Era el vendedor de recuerdos del hotel. Me apreté contra la balaustrada y aguce el oído para tratar de escuchar lo que estaban diciendo. Durante un instante, hubo una pausa en las conversaciones circundantes y oí que el hombre decía: «No son simples turistas, camarada Otova. Su ruso es demasiado perfecto. El bebé es una tapadera. Puede que ni siquiera sea suyo. Por eso creo que deberían ser interrogados».

Se me ahogó la respiración en la garganta. Había adivinado que aquel anciano era un espía, pero no se me había ocurrido que pudiera haber sospechado de nosotros. Di un paso atrás para apartarme de la balaustrada, con las piernas temblando. Sólo había creído a medias que Vera trabajaba para la KGB, pero estaba en lo cierto. Nos estaba tendiendo una trampa.

Corrí escaleras arriba, apartando a la gente para abrirme paso y llegar hasta Iván. Pero el gentío parecía estar atascado hombro con hombro. Me rodeó una multitud de trajes confeccionados con tejidos baratos y vestidos que debían de tener veinte años. Todo el mundo parecía apestar a alcanfor o a madreselva, el perfume más común de aquel año.

Izvinite. Izvinite. Disculpen. Disculpen -decía, tratando de que me dejaran pasar.

Iván se había sentado discretamente junto a la ventana y estaba meciendo a Lily en su regazo, mientras jugaba con sus deditos. Traté de atraer su mirada, pero Lily y él estaban muy absortos en el juego. «Ve a la embajada australiana -me dije a mí misma-, llévate a Iván y a Lily hasta allí.»

Miré a mis espaldas. En ese mismo momento, Vera giró sobre sus talones y sus ojos se encontraron con los míos. Frunció el ceño y miró hacia las escaleras. Pude ver que su mente trabajaba a toda velocidad. Se volvió hacia el hombre y le dijo algo antes de abrirse paso entre la multitud hacia mí.

Empecé a sentir un latido dentro de la cabeza. Todo parecía ir a cámara lenta. Ya me había sentido así en otra ocasión, ¿cuándo fue? Recordé de nuevo el día en la estación de Harbin. Tang avanzando lentamente hacia mí a través de la multitud. Aparté a la gente que tenía cerca y me abrí camino entre ellos. Una campana repicó para indicar que iba a comenzar el siguiente acto y, de repente, la muchedumbre comenzó a aflojarse y a apartarse, como manzanas cayéndose de un saco lleno a reventar. Iván se volvió y me vio. Su rostro empalideció.

– ¡Anya! -gritó.

Mi blusa estaba empapada. Me toqué el rostro, tenía las manos resbaladizas por el sudor.

– Tenemos que salir de aquí -le dije, resollando.

Sentía una sensación de opresión en el pecho tan violenta que pensé que iba a sufrir un ataque al corazón.

– ¿¿Qué dices??

– Tenemos que… -Pero no pude pronunciar las siguientes palabras lo suficientemente deprisa. El temor me había cerrado la garganta.

– Dios mío, Anya -dijo Iván, agarrándome-, ¿qué ha sucedido?

– Señora Nickham -los dedos de Vera se enroscaron alrededor de mi codo como víboras-, debemos llevarla de vuelta al hotel en seguida. Parece que su gripe ha empeorado. Mírese la cara. Tiene usted fiebre.

Cuando me tocó, me sentí enferma. Apenas podía mantenerme erguida. Era todo demasiado surrealista. Estaban a punto de llevarme para ser interrogada por la KGB. Contemplé a la gente que se apresuraba a entrar por las puertas hacia el auditorio y tuve que resistir el impulso de ponerme a gritar. No creía que nadie fuera a acudir a ayudarnos. Estábamos atrapados. Lo mejor que podíamos hacer era cooperar, pero darme cuenta de aquello no me hizo sentir más tranquila. Apreté los dedos de los pies, tratando de prepararme para lo que vendría a continuación.

– ¿Tu gripe? -exclamó Iván. Tocó mi blusa húmeda y se volvió hacia Vera-. Iré a buscar nuestros abrigos. ¿Podrán llamar a un médico desde el hotel?

«De modo que es así como lo hacen -pensé-, así es como hacen las detenciones en público y te secuestran en mitad de todo el mundo.»

– Deme la niña a mí -le dijo Vera a Iván. Su rostro estaba imperturbable. No la conocía bastante bien como para saber lo que era capaz de hacer.

– ¡No! -grité.

– Debería usted pensar en lo que es mejor para la cría -replicó Vera de forma brusca, con un tono de voz que no le había oído hasta ese momento-. La gripe puede ser muy contagiosa.

Iván le pasó Lily a Vera. En el momento en el que vi sus brazos cerrándose en torno a Lily, noté un chasquido en mi interior. Se me ocurrió por un instante, mientras las miraba, que tratando de encontrar a mi madre podría perder a mi hija. «Que pase lo que tenga que pasar -recé-, pero que Lily permanezca sana y salva.»

Contemplé al hombre de pelo blanco. Me estaba mirando fijamente, con las manos al pecho, como si estuviera presenciando algo desagradable.

– Éste es el camarada Gorin -me dijo Vera-. ¿Le reconoce usted de su hotel?

– La gripe puede llegar a ser muy grave en Moscú en invierno -me dijo, desplazando los pies de un lado a otro-. Debe usted quedarse en cama y descansar hasta que se encuentre mejor.

Mantenía las extremidades firmes contra su cuerpo, y la manera en la que desplazaba su peso hacia uno de sus pies, más atrasado que el otro, me hubiera parecido cómica en otras circunstancias. Era casi como si yo le asustara. Supuse que debía de ser su odio hacia los extranjeros lo que le hacía adoptar aquella postura.

Iván regresó con nuestros abrigos y me ayudó a ponerme el mío. Vera colocó su bufanda suelta sobre la boca de Lily, como si fuera una máscara. Gorin la contempló, abriendo aún más los ojos. Dio otro paso atrás, alejándose de nosotros y dijo:

– Debo volver a mi asiento o me perderé el siguiente acto.

«Como una araña escondiéndose en su agujero -pensé-, le deja todo el trabajo sucio a Vera.»

– Coge a Lily -le susurré a Iván-. Coge a Lily, por favor.

Iván me miró de reojo, pero hizo lo que le pedía. Cuando vi que levantaba a Lily de los brazos de Vera, y que mi hija volvía a los de su padre, logré pensar con más claridad. Vera simulaba ayudarme a bajar las escaleras, pero, en su lugar, me estaba apretando contra la balaustrada para que no pudiera escabullirme. Procuré seguir hacia delante, mirándome los pies a cada paso. «No se enterarán de nada que yo no les cuente», pensé. Entonces, recordé todas aquellas historias que había oído de que la KGB ponía a niños dentro de tinajas de agua hirviendo para hacer confesar a sus madres, y se me aflojaron las piernas de nuevo.

Los soldados que estaban en el exterior del teatro se habían marchado. Sólo seguía allí la fila de taxis. Iván caminaba delante de nosotras con la cabeza metida hacia el pecho y los brazos envolviendo a Lily. Uno de los taxistas arrojó el cigarrillo que estaba fumando al suelo y lo pisó para apagarlo cuando vio que nos estábamos dirigiendo hacia él. Estaba a punto de subir al interior de su vehículo cuando Vera negó con la cabeza y me empujó hacia un Lada negro que estaba esperando cerca del bordillo. El conductor estaba sentado demasiado bajo en su asiento, con el cuello del abrigo levantado alrededor del rostro. Proferí un grito y clavé las botas en la nieve.

– Esto no es un taxi -traté de decirle a Iván, pero mis palabras brotaron de mi boca como si estuviera borracha.

– Es un taxi privado -murmuró Vera en voz baja.

– Somos australianos -le dije, aferrándome a su hombro-. Puedo llamar a la embajada, ya lo sabe. No puede tocarnos.

– Usted es tan australiana como yo paquistaní -replicó Vera, abriendo la portezuela del coche y dándome un empellón para introducirme en el asiento trasero del automóvil, detrás del conductor. Iván se subió por el otro lado con Lily. Le dediqué a Vera una mirada desafiante, y ella se agachó tan deprisa que me acobardé, pensando que me iba a abofetear. En cambio, me metió el pliegue de mi propio abrigo entre las piernas para que no se quedara atrapado en la puerta. Aquel gesto fue tan maternal que me quedé estupefacta por el asombro. Me abrazó, dejando escapar una risa que parecía una mezcla de júbilo y sufrida paciencia.

– Anna Victorovna Kozlova, nunca te olvidaré -me dijo-. Te pareces a tu madre por los cuatro costados, y os voy a echar de menos a las dos. Es bueno que ese informador de la KGB les tenga un terror mortal a los gérmenes o habría sido difícil que no cayerais en sus garras.

Volvió a echarse a reír y cerró la portezuela de un golpe. El Lada aceleró a toda máquina internándose en la oscuridad de la noche. Me giré para mirar por la ventanilla trasera. Vera se dirigía al teatro con su rígida manera de andar. Me agarré la cabeza con las manos. ¿Qué demonios estaba sucediendo?

Iván se inclinó hacia delante y le dio al conductor el nombre y la dirección de nuestro hotel. El conductor no contestó, y nos dirigimos en dirección contraria a la Prospekt Marksa y hacia la Lubyanka. Iván también debió de darse cuenta de que estábamos yendo por un camino equivocado, porque se pasó los dedos por el pelo y le repitió el nombre del hotel al conductor.

– Mi esposa está enferma -le rogó-. Tenemos que buscar un médico.

– Me encuentro bien, Iván -le dije. Estaba tan asustada que no lograba reconocer mi propia voz.

Iván me miró fijamente.

– Anya, ¿qué era todo eso que ha sucedido con Vera? ¿Qué está pasando?

La cabeza me daba vueltas. Sentí un cosquilleo donde Vera me había abrazado, pero no había interiorizado aquel gesto porque me había sorprendido demasiado.

– Nos llevan a interrogarnos, pero no lo pueden hacer hasta que nos hayamos puesto en contacto con la embajada.

– Pensé que te estaba llevando a que vieras a tu madre.

Aquella voz proveniente de la oscuridad me produjo un hormigueo por todo el cuerpo. No necesité inclinarme hacia delante para saber quién era el conductor.

– ¡General! -exclamó Iván-. ¡Nos preguntábamos cuándo aparecería usted!

– Probablemente hubiera tardado todavía un día más -contestó-. Pero hemos tenido que cambiar de planes.

– Lily -farfulló Iván-. Lo siento. No pensamos que…

– No -replicó el general, tratando de no echarse a reír-. Fue por Anya. Vera dijo que su comportamiento estaba siendo muy difícil, y que llamaba demasiado la atención.

Me sentí abochornada. Hubiera tenido que avergonzarme de mi estúpida paranoia, pero lo único que pude hacer fue reír y atragantarme con mis propias lágrimas al mismo tiempo.

– ¿Quién es Vera? -preguntó Iván, sacudiendo la cabeza mientras me miraba.

– Vera es la mejor amiga de la madre de Anya -respondió el general-. Haría cualquier cosa para ayudarla. Perdió dos hermanos durante el régimen estalinista.

Me apreté las manos contra los ojos. El mundo estaba dando vueltas a mi alrededor. Yo estaba cambiando, transformándome en otra persona diferente a la que había sido toda mi vida. Un hueco se estaba abriendo en mi interior. Aquel vacío, enterrado por todas las cosas con las que había estado intentando llenarlo, emergió a la superficie. Pero, en lugar de causarme dolor, me estaba desbordando de alegría.

– Esperaba que hubierais podido ver todo el ballet -comentó el general-. Pero no importa.

Las lágrimas me resbalaban por las mejillas.

– Era la versión con el final feliz, ¿verdad? -le dije.


A unos quince minutos de distancia del Teatro Bolshoi, el general aparca el coche fuera de un edificio de apartamentos de cinco pisos. Se me forma un nudo en la garganta, sólido como una piedra. ¿Qué voy a decirle? Después de veintitrés años, ¿cuáles serán nuestras primeras palabras?

– Bajad aquí en media hora -nos dice el general-. Vishnevski ha preparado una escolta y tenéis que iros esta misma noche.

Cerramos las portezuelas del automóvil y vemos como desaparece el Lada por el final de la calle. Me doy cuenta de qué tonto fue por mi parte pensar que el general era un hombre normal y corriente. En realidad, es un ángel de la guarda.

Iván y yo nos dirigimos hacia la arcada, el terreno bajo nuestros pies está empapado por la nieve y nos encontramos en un patio débilmente iluminado.

– Dijo que era el último piso, ¿verdad? -me pregunta Iván, mientras abre una puerta de metal que se cierra con un ruido estridente detrás de nosotros.

Alguien ha clavado una manta alrededor de la jamba de la puerta, en un intento por aislarla. En el vestíbulo hace casi tanto frío como en el exterior y también está igual de oscuro. Hay dos palas apoyadas contra la pared, y el hielo derretido forma dos charcos alrededor de sus extremos. Subimos andando los cinco tramos de escaleras hasta el piso superior porque el ascensor está roto. Los escalones están cubiertos de polvo y el hueco de la escalera huele a arcilla. Nuestros pesados ropajes nos hacen sudar y jadear. Recuerdo que el general me ha dicho que mi madre tiene problemas en las piernas y me estremezco al pensar que no puede abandonar el apartamento sin ayuda. Entrecierro los ojos bajo la pálida luz y veo que las paredes están pintadas de gris, pero que las molduras ornamentadas de los techos y los marcos de las puertas muestran descoloridos relieves de pájaros y flores. Esa decoración sugiere que el edificio era anteriormente una gran mansión. Todos los rellanos de las escaleras tienen una ventana de vidriera en la esquina, pero, en la mayoría de los casos, los vidrios han sido sustituidos por barato cristal esmerilado o pedazos de madera.

Llegamos al rellano del último piso, y la puerta cruje al abrirse. Una mujer que lleva un vestido negro cruza el umbral. Mantiene el equilibrio gracias a un bastón y entorna la mirada hacia nosotros. Al principio, no la reconozco. Su cabello es del color del peltre y lo lleva recogido bajo un pañuelo. Sus recias piernas, torcidas y varicosas, están cubiertas por unas medias ortopédicas de color carne. Pero, entonces, yergue la espalda, y nuestras miradas se encuentran. La veo como era cuando estaba en Harbin, con su elegante vestido de muselina, de pie junto a la verja, esperándome cuando yo volvía de la escuela.

– ¡Anya! -exclama. Su voz me rompe el corazón. Es la de una mujer anciana, no la de mi madre. Levanta una mano temblorosa hacia mí y luego se la aprieta contra el pecho, como si estuviera teniendo visiones. Tiene manchas de edad en el dorso de las manos y profundos surcos alrededor de la boca. Aparenta más edad de la que en realidad tiene. Eso es una señal de la vida tan dura que ha pasado, mientras que yo parezco más joven de lo que soy. Pero sus ojos son tan bellos como siempre lo han sido. Brillan como diamantes.

– ¡Anya! ¡Anya! ¡Mi niña querida! ¡Mi niña preciosa! -me dice, con los ojos enrojecidos por las lágrimas.

Me adelanto hacia ella, pero me echo a temblar. Se me agota la valentía y rompo a llorar. Iván me pone la mano en el hombro. Su afectuosa voz en mi oído es el único vínculo que tengo con la realidad.

– Enséñale a Lily -me susurra, empujándome hacia delante-. Enséñale a su nieta.

Me coge los brazos y me coloca a Lily sobre ellos. Al apartarle la manta de la carita, Lily abre los ojos y me mira asombrada. Tiene los mismos ojos que la mujer que está extendiendo sus brazos hacia mí. Ambarinos y preciosos. Sabios y amables. Balbucea y patalea y, de repente, se vuelve hacia esa mujer y se inclina con todas sus fuerzas hacia ella, apartándose de mí.

Estoy en China de nuevo y vuelvo a tener doce años. Me he caído y me he hecho daño, y mi madre quiere curarme. Cada paso hacia ella es difícil, pero me recibe con los brazos abiertos de par en par. Cuando llego hasta ella, me aprieta contra el pecho. Su calidez me recorre como el vapor de un baño de agua caliente.

– ¡Mi hija querida! ¡Mi niña pequeña! -murmura, mirándome con tal ternura que creo que voy a estallar.

Acunamos a Lily entre las dos mirándonos a los ojos, recordando lo que hemos pasado durante todos estos años. Lo que habíamos perdido ya lo hemos encontrado. Lo que terminó comienza de nuevo. Mi madre y yo volvemos a casa.

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