Capítulo 8

A la mañana siguiente, Brunetti llamó desde el despacho a los carabinieri de Marghera, preguntó por el maggiore Guarino y fue informado de que éste no se hallaba en el puesto, donde no se le esperaba hasta el final de la semana. Brunetti dejó de pensar en Guarino y volvió a la idea de solicitar un ordenador. Si lo conseguía, ¿podría seguir pidiendo a la signorina Elettra que encontrara lo imposible? ¿Esperaría ella que él hiciera lo más básico como… como encontrar números de teléfono y horarios de los vaporetti? Una vez pudiera hacer estas cosas, probablemente ella supondría que también era capaz de encontrar el historial médico de los sospechosos y localizar transferencias de fondos a y de cuentas numeradas. Por otra parte, además de buscar información, él podría leer periódicos online: tanto el del día de la fecha como los atrasados. Pero ¿y la sensación de tener en la mano II Gazzettino, y el olor a tinta, y el tizne que dejaba en el bolsillo derecho de todas sus americanas?

¿Y ese punto de orgullo, la conciencia le obligó a confesar, que sentía al abrir este diario en el vapporetto, con lo que manifestaba su pertenencia a este tranquilo pequeño mundo? ¿Qué persona que estuviera en su sano juicio leería Il Gazzettino, salvo un veneciano? Il Giornale delle Serve, el diario de las criadas, sí, ¿y qué? No estaban mejor escritos muchos diarios de circulación nacional, ni contenían menos inexactitudes, erratas y fotos con el pie cambiado.

La signorina Elettra eligió este momento para aparecer en la puerta del despacho. Él la miró y dijo:

– Adoro Il Gazzettino.

– Siempre tiene a su disposición el Palazzo Boldu, dottore -dijo ella aludiendo al centro psiquiátrico-. Quizá le prescriban descanso y nada de lecturas, desde luego.

– Gracias, signorina -dijo él cortésmente, y fue a lo que le interesaba, sobre lo que había reflexionado durante la noche-. Me gustaría tener un ordenador en mi despacho.

Ella no trató de disimular la sorpresa.

– ¿Usted? -preguntó-. Comisario -añadió, recordando los buenos modales.

– Sí, uno de esos planos, como el que tiene usted.

Esta explicación la hizo reflexionar.

– Son carísimos, comisario -objetó.

– No lo dudo -respondió él-. Pero estoy seguro de que habrá alguna manera de incluirlo en el presupuesto de material de oficina -cuanto más hablaba y más lo pensaba, mayor era su deseo de tener un ordenador, y uno como el de ella, no aquella antigualla con la que tenían que arreglárselas los agentes.

– Comisario, tendría que darme unos cuantos días para pensarlo. Y ver si hay manera de arreglarlo.

Brunetti intuyó victoria en su tono dubitativo.

– Desde luego -dijo sonriendo, expansivo-. ¿Qué deseaba?

– Se trata del signor Cataldo -dijo ella, levantando una carpeta azul.

– Ah, sí -dijo él, invitándola a acercarse con un ademán y levantándose a medias-. ¿Qué ha encontrado? -no dijo nada de su propia búsqueda.

– Verá, comisario -empezó ella acercándose a la silla. Con una soltura nacida de la práctica, tiró de la falda hacia un lado al sentarse. Puso la carpeta en la mesa y prosiguió-: Es muy rico, pero eso usted ya debe de saberlo -Brunetti sospechaba que eso lo sabía toda la ciudad, pero asintió para animarla a continuar-: Heredó una fortuna de su padre, que murió antes de que Cataldo cumpliera cuarenta años. De eso hace más de treinta, en pleno auge económico. Él se dedicó a hacer inversiones y ampliar sus negocios.

– ¿Qué negocios?

Ella se acercó la carpeta y la abrió.

– Tiene una fábrica en las afueras de Longarone que hace paneles de madera. Al parecer, en Europa sólo hay dos empresas que los fabrican. Y, en la misma zona, posee una fábrica de cemento que, poco a poco, se va comiendo una montaña. En Trieste tiene una flota de barcos mercantes; y una empresa de transportes nacionales e internacionales. Una concesionaria de excavadoras y maquinaria pesada. Y también dragas. Grúas -como Brunetti no dijera nada, añadió-: En realidad, lo único que tengo es una lista de sus empresas; aún no he visto sus finanzas.

Brunetti levantó la mano derecha.

– Sólo si no es demasiado difícil, signorina -al verla sonreír ante tan improbable eventualidad, prosiguió-: ¿Y aquí, en la ciudad?

Ella volvió una hoja y dijo:

– Posee cuatro tiendas en Calle dei Fabbri y dos edificios en Strada Nuova. Dos restaurantes ocupan los bajos y encima hay cuatro apartamentos.

– ¿Todo está alquilado?

– Desde luego. Una de las tiendas cambió de manos hace un año y corre el rumor de que el nuevo titular tuvo que pagar una buonuscita de un cuarto de millón de euros.

– ¿Sólo por las llaves?

– Sí, y el alquiler son diez mil.

– ¡¿Al mes?! -preguntó Brunetti.

– Está en Calle dei Fabbri, comisario -dijo ella, haciéndose la ofendida porque él pusiera en duda el precio, o la exactitud de su información. Cerró la carpeta y se recostó en el respaldo de la silla.

Si él interpretaba bien su expresión, ella tenía algo más que decir, y preguntó:

– ¿Y?

– Corren rumores, comisario.

– ¿Rumores?

– Acerca de ella.

– ¿La esposa?

– Sí.

– ¿Qué rumores?

Ella cruzó las piernas.

– Quizá exagero y todo se reduzca a insinuaciones y silencios cuando se menciona su nombre.

– Yo diría que lo mismo ocurre con mucha gente de esta ciudad -dijo Brunetti, procurando no aparecer remilgado.

– Sin duda, comisario.

Brunetti decidió desentenderse de las simples habladurías y se acercó la carpeta y preguntó levantándola:

– ¿Ha tenido tiempo de hacerse una idea de su valor total?

En lugar de responder, ella lo miró ladeando la cabeza como si el comisario le hubiera planteado una interesante adivinanza.

– ¿Sí, signorina? -insistió Brunetti. En vista de que ella seguía sin responder, preguntó-: ¿Qué ocurre?

– Esa frase, comisario.

– ¿Qué frase?

– «Valor total.»

Desconcertado, Brunetti sólo supo decir:

– Es el total de su activo, ¿no?

– Sí, señor, en sentido fiscal.

– ¿Hay otro sentido? -preguntó Brunetti, francamente intrigado.

– El de su «valor total» como persona, marido, empresario, amigo -al ver la expresión de Brunetti, dijo-: Sí, ya sé que usted no se refería a eso, pero resulta interesante que, a veces, utilicemos el término refiriéndonos sólo al patrimonio material de una persona -dio a Brunetti la oportunidad de hacer un comentario o una pregunta y, en vista de que no los hacía, añadió-: Es una expresión reductora, como si lo único de nosotros que cuenta es el dinero que tenemos…

En una persona menos imaginativa que la signorina Elettra, esta especulación habría podido interpretarse como una alambicada admisión de su incapacidad para descubrir el activo de Cataldo. Pero Brunetti, que estaba familiarizado con las vías secundarias de su mente, se limitó a comentar:

– Mi esposa dijo de él que «le corre por las venas el veneno del capitalismo». Quizá eso nos ocurra a todos -dejó la carpeta en la mesa y la apartó.

– Sí -convino ella, como si no le gustara admitirlo-. Nos ocurre a todos.

– ¿Qué más ha averiguado? -preguntó Brunetti, haciéndola volver al tema.

– Que estuvo casado con Giulia Vasari durante más de treinta años y se divorció -dijo la joven, pasando de nuevo al terreno de lo personal.

Brunetti decidió esperar a ver qué más podía decirle. Le parecía poco apropiado demostrar interés por Franca Marinello o revelar que ya había averiguado algo sobre ella.

– Su actual esposa es mucho más joven, como usted ya sabe, más de treinta años. Se dice que la conoció cuando acompañaba a su esposa a un desfile de moda y Franca exhibía las pieles -lanzó una mirada a Brunetti, pero él permaneció impasible-. Comoquiera que se conocieran, al parecer, él perdió la cabeza -prosiguió ella-. Antes de un mes, había dejado a su esposa y se había mudado a un apartamento -aquí hizo una pausa y explicó-: Mi padre lo conocía, y me ha contado algo de esto.

– ¿Lo conocía o lo conoce? -preguntó Brunetti.

– Lo conoce, creo. Pero no son amigos, sólo conocidos.

– ¿Qué más le ha dicho su padre?

– Que el divorcio no fue agradable.

– Pocos lo son.

Ella asintió.

– Mi padre oyó decir que Cataldo había despedido a su abogado porque se había reunido con el de su esposa.

– Creí que así es como se hacen esas cosas -dijo Brunetti-. Entre abogados.

– En general. Sólo me dijo que Cataldo actuó mal, pero no me explicó de qué manera.

– Comprendo.

Al ver que ella iba a levantarse, Brunetti preguntó:

– ¿Ha averiguado algo más acerca de la esposa?

¿Estudió ella su expresión antes de responder?

– No mucho, comisario, aparte de lo dicho. No aparece en público con frecuencia, a pesar de que él es muy conocido -y, como si acabara de ocurrírsele, agregó-: Antes se la consideraba muy tímida.

Aunque la frase lo intrigaba, Brunetti sólo dijo:

– Entiendo -volvió a mirar la carpeta, pero no la abrió. Oyó que la signorina Elettra se ponía de pie. Levantó la mirada y sonrió-. Muchas gracias.

– Espero que disfrute con la lectura, comisario -dijo ella, y añadió-: por más que la información carezca del rigor intelectual de Il Gazzettino -y salió del despacho.

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