Capítulo 17

A pesar de que Brunetti había tenido el tiempo de toda una generación para acostumbrarse a la ética financiera del conte, no dejó de sorprenderle la respuesta. Desvió la mirada, como si de pronto le interesara el retrato de la mujer, pero enseguida la volvió hacia el conte.

– ¿Y si se arruina?

– Ah, Guido, las personas como Cataldo nunca se arruinan. He dicho que sufriría una pérdida, no que se arruinaría. Hace mucho tiempo que se dedica a los negocios y cuenta con buenas relaciones en los medios políticos: sus amigos cuidarán de él -sonrió el conte Falier-. No pierdas el tiempo compadeciéndolo. Si quieres, compadécete de su esposa.

– Ya lo hago.

– Lo sé -dijo el conte secamente-. Pero ¿por qué? ¿Porque te inspira simpatía una persona aficionada a la lectura? -preguntó, aunque sin asomo de sarcasmo. También al conte le gustaba la lectura, por lo que la pregunta podía considerarse normal-. Cuando Cataldo me cortejaba, porque eso era lo que hacía, fuimos a cenar a su casa. Me sentaron al lado de la esposa, no al de él, y ella me habló de lo que estaba leyendo. Lo mismo que a ti la otra noche. Mientras me hablaba de las Metamorfosis, daba la impresión de que se sentía muy sola. O muy desgraciada.

– ¿Por qué? -preguntó Brunetti, sorprendido por la manera en que el título de la obra le hacía pensar en la cara de la mujer y en los cambios que debía de haber sufrido.

– Bien, por un lado está lo que lee, pero por otro está esa cara. La gente enseguida piensa de ella lo que se le antoja, por tanto lifting.

– ¿Y tú qué crees que piensa la gente?

El conte se volvió hacia el retrato de la mujer y lo miró largamente.

– A nosotros esa cara nos parece extraña -observó señalando el cuadro con ademán negligente-. Pero en su época, probablemente, se la consideraba aceptable, quizá incluso atractiva. Mientras que, para nosotros, es una foca sebosa -y, sin poder resistir la tentación, añadió-: No muy diferente de las esposas de muchos de mis asociados -Brunetti vio la similitud, pero no hizo comentarios-. En nuestra época, Franca Marinello no resulta aceptable por su aspecto. Lo que ha hecho con su cara es muy extraño como para que no suscite comentarios -hizo una pausa. Brunetti esperaba. El conte cerró los ojos y suspiró-. Sabe Dios cuántas de las esposas de mis amigos han hecho eso: los ojos, el mentón y luego toda la cara -Abrió los ojos y miró al retrato, no a Brunetti-. Ella hace lo mismo, pero con una exageración que resulta grotesca. Miró a Brunetti-. Me pregunto si cuando otras mujeres hablan de ella piensan en sí mismas y si, hablando de ella como de una excéntrica, tratan de convencerse a sí mismas de que ellas nunca harían algo así, que renunciarían a llegar tan lejos.

– De todos modos, eso no explica por qué lo hizo -dijo Brunetti, recordando aquel rostro extraño, artificial.

– Sabe Dios -dijo el conte. Y, al cabo de un momento-: Quizá se lo haya contado a Donatella.

– ¿A ella? -preguntó Brunetti, sorprendido de que Franca Marinello pudiera explicar tal cosa a alguien, y menos a la contessa.

– Pues claro que se lo habrá dicho. Son amigas desde que Franca iba a la universidad. Donatella tiene un primo cura que es pariente de Franca y, cuando la muchacha iba a venir a Venecia, donde no conocía a nadie, le dio el nombre de Donatella. Se hicieron muy amigas -antes de que Brunetti pudiera decir algo, el conte agregó levantando una mano-: No me preguntes. No sé cómo. Sólo sé que Donatella la tiene en gran estima -con una amplia sonrisa entre infantil y maliciosa, preguntó-: ¿No te intrigaba que la hubiera sentado frente a ti?

Naturalmente que le intrigaba.

– Pues no -dijo Brunetti.

– Es que Donatella sabe lo mucho que Franca echa de menos poder hablar de sus lecturas. Y tú también. Así que, cuando comenté que te gustaría hablar con ella, estuvo de acuerdo.

– Y me gustó.

– Bien. Donatella se alegrará de saberlo.

– ¿Y a ella?

– ¿A quién?

– A la signora Marinello -respondió Brunetti-. Si le gustó.

El conte lo miró con extrañeza, como sorprendido tanto por la pregunta como por la formalidad del tratamiento, pero sólo respondió:

– No tengo ni idea -entonces, como fatigado por esta conversación acerca de una mujer viva, señaló la pintura y dijo-: Pero estábamos hablando de la belleza. Esa mujer debió de parecer a alguien lo bastante hermosa como para pintarla o encargar su retrato, ¿no?

Brunetti reflexionó sobre la pregunta, miró el cuadro y, a regañadientes, dijo:

– Sí.

– Así pues, alguien, quizá la misma Franca, puede pensar que lo que ha hecho con su cara es hermoso -dijo el conte y añadió, en tono más grave-: He oído decir que alguien más lo cree así. Tú ya sabes lo que es esta ciudad, Guido, y cómo habla la gente.

– ¿Quieres decir que se la relaciona con otro hombre?

El conte asintió.

– La otra noche Donatella insinuó algo, pero cuando pregunté debió de pensar que había dicho demasiado y puso punto en boca -no pudo resistir la tentación de añadir-: Supongo que Paola ya te habrá dado ocasión de familiarizarte con estas actitudes.

– Que si me la ha dado -repuso Brunetti. Después de reflexionar un momento, preguntó-: ¿Qué más sabes?

– Nada. La gente no suele hablarme de esas cosas.

Brunetti, sintiéndose de pronto reacio a prolongar la conversación sobre Franca Marinello, preguntó bruscamente:

– ¿De qué querías hablarme?

El conte tuvo un gesto de decepción, o, acaso de agravio, y Brunetti le vio preparar la respuesta.

– No había un motivo especial, Guido -dijo al fin-. Sencillamente, me gusta charlar contigo. Y, entre unas cosas y otras, tenemos pocas ocasiones -se sacudio una mota de la manga, miró a Brunetti y dijo-: Confío en que no te moleste.

Brunetti se inclinó y puso la mano en el antebrazo del conte.

– Encantado, Orazio -dijo, incapaz de expresar cómo lo habían conmovido las palabras de su suegro. Y fijó otra vez la atención en el retrato de la mujer-. Probablemente, Paola diría que es el retrato de una mujer, no de una dama.

El conte rió:

– No; desde luego, no es aceptable -se levantó y fue hacia el retrato del joven mientras decía-: Pero este otro sí me gustaría tenerlo -salió a la sala exterior a hablar con el galerista, dejando a Brunetti contemplando los dos cuadros, las dos caras, los dos conceptos de la belleza.


* * *

Cuando llegaron al Palazzo Falier -Brunetti, con el cuadro, bien envuelto, bajo el brazo- y hubieron decidido dónde había que colgarlo, ya eran más de las nueve.

Brunetti se llevó una decepción al saber que la contessa había salido. Durante los últimos años, había llegado a apreciar su integridad y su buen juicio, y estaba casi decidido a pedir que le hablara de Franca Marinello. Pero no pudo hacer más que despedirse de un conte insólitamente callado, reconfortado por la conversación y contento de que su suegro hallara placer en algo tan simple como la compra de un cuadro.

Caminaba lentamente, molesto por la humedad y por el frío que desde la mañana había ido en aumento. Al pie del puente en el que había visto a Franca Marinello y a su marido por primera vez, se detuvo y se apoyó en el pretil, sorprendido de lo mucho que había averiguado en, ¿cuánto tiempo?, menos de una semana.

De pronto, Brunetti recordó la expresión que observó en el conte cuando le preguntó por qué quería hablar con él, dando a entender que sólo podía moverle el interés. En un primer momento, Brunetti temió que la pregunta pudiera haber ofendido a su suegro, sin darse cuenta de que su gesto había sido de dolor. Era el dolor del anciano que teme el rechazo de su familia, la expresión que había visto en las caras de la gente mayor que temían haber dejado de ser amados, o no haberlo sido nunca. Le vino a la memoria la imagen de aquel lúgubre campo de Marghera.

Sta bene, signore? -preguntó un joven parándose a su lado.

Brunetti lo miró, trató de sonreír y asintió.

– Sí, gracias. Es sólo que me he acordado de algo.

El muchacho llevaba una parka de esquí de color rojo, y el ribete de piel de la capucha le enmarcaba la cara, una cara que, de pronto, empezó a desdibujarse a los ojos de Brunetti, quien se preguntó si te ocurría esto cuando ibas a desmayarte. Se volvió a mirar el agua, buscando la orilla opuesta del Gran Canal, donde vio la misma neblina. Puso la otra mano en el pretil. Parpadeó, tratando de aclarar la vista, volvió a parpadear.

– Nieva -dijo volviéndose hacia el chico con una sonrisa.

El chico lo miró largamente y se alejó por el puente hacia la universidad.

En lo alto del puente, Brunetti vio que la nieve empezaba a cuajar, preservada por el pavimento más frío. Manteniendo la mano en el pretil, Brunetti bajó cautelosamente por el otro lado. El suelo estaba mojado y la nieve no era todavía tan abundante como para hacerlo resbaladizo. Recordó los libros que leía de niño, de exploradores del Ártico que marchaban hacia la muerte caminando pesadamente por la inmensidad nevada. Recordó las descripciones de cómo avanzaban contra el viento con la cabeza inclinada, sin pensar más que en poner un pie delante del otro, con denuedo, para seguir andando. Así pisaba Brunetti, con el único afán de encontrar un lugar abrigado donde pararse a descansar, aunque sólo fuera un rato, interrumpir la brega por alcanzar una meta cada vez más lejana.

El espíritu del capitán Scott lo llevó por la escalera arriba hasta el apartamento. Tan identificado se sentía con el explorador que poco faltó para que se agachara a quitarse las botas de piel de foca, y arrojara al suelo la parka forrada de piel. Lo que hizo fue quitarse los zapatos y colgar el abrigo de uno de los ganchos que estaban al lado de la puerta.

Comprobó que aún le quedaban fuerzas para entrar en la cocina, abrir un armario y destapar la grappa. Se sirvió una generosa dosis y la llevó a la sala, donde le aguardaba la oscuridad. Encendió la luz, pero ésta le impedía ver la nieve que batía los cristales del balcón de la terraza, y apagó.

Se sentó en el sofá, ahuecó dos cojines, se tumbó, tomó un sorbo de grappa y después otro. Contempló la nevada, pensando en la expresión de cansancio que tenía Guarino cuando dijo aquello de que todos trabajaban para Patta.

En momentos de apuro, su difunta madre solía acudir a los santos de su devoción: san Gennaro, protector de los huérfanos; san Mauro, que velaba por los tullidos, ayudado por san Egidio; y santa Rosalía, a la que solía pedirse protección contra la peste, y a la que la madre rezaba en tiempos de sarampiones, paperas y gripes.

Echado en el sofá, bebiendo grappa a sorbitos y esperando a Paola, Brunetti pensaba en santa Rita de Casia, que protegía de la soledad.

– Santa Rita, aiutateci -murmuró. Pero, ¿a quién pedía a la santa que ayudara? Dejó el vasito vacío en la mesa y cerró los ojos.

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