La Fincantieri trabajaba tres turnos construyendo cruceros, por lo que el flujo de gente que entraba y salía de la zona petroquímica e industrial era constante. Cuando, a las nueve y media de la noche, llegaron tres hombres en un sedán sin distintivos, el guarda no se molestó en salir de la garita sino que se limitó a agitar una mano amistosamente dándoles paso.
– ¿Recuerdas el camino? -preguntó Vianello a Brunetti, que iba delante, al lado de Pucetti. El inspector miraba por las ventanillas a uno y otro lado-. Todo parece diferente.
Brunetti recordaba las indicaciones que el guarda les había dado la vez anterior y las repitió a Pucetti. A los pocos minutos, llegaban al edificio rojo. Brunetti propuso dejar el coche allí y seguir a pie. Vianello, un tanto cohibido, les preguntó si no querían beber algo antes de empezar a andar, y explicó que su esposa había insistido en que se llevara un termo de té con limón y azúcar. Cuando ellos rehusaron, él añadió, dando unas palmadas en el bolsillo de su parka de plumón, que él, por su cuenta, le había añadido whisky.
La luna era casi llena, y no necesitaban la linterna de Vianello, que él guardó en el otro bolsillo. Era difícil determinar la fuente de la fantasmagórica claridad que los alumbraba: parecía venir tanto de la llama de la combustión de gas que ondeaba en lo alto de una torre cercana como del reverbero en la laguna de las luces de Venecia, la ciudad que había vencido a la oscuridad.
Brunetti se volvió a mirar el edificio rojo que, de noche, ya no era rojo. Su noción de la distancia y la proporción se había alterado: tanto podían estar en el lugar en el que había sido hallado el cadáver de Guarino como a cien metros. Brunetti veía ante sí la silueta de los depósitos, torres que se alzaban en el vasto damero de la explanada. Pucetti preguntó, en voz baja:
– Si hay puertas nuevas, ¿cómo entramos?
Por toda respuesta, Vianello se golpeó el bolsillo de la chaqueta, y Brunetti comprendió que traía su juego de ganzúas, causa de escándalo en un funcionario de policía. Y más escandalosa aún era la habilidad con la que el ispettore las manejaba.
La humedad dejaba en sus ropas gotitas de agua y, de pronto, los tres hombres notaron el olor. No era ácido ni era el olor penetrante del hierro sino una combinación de sustancia química y gas que se pegaba a la piel e irritaba ligeramente la nariz y los ojos. Mejor sería no respirar ni andar mucho por aquí.
Llegaron frente al primer depósito y lo rodearon hasta encontrar una puerta practicada toscamente en el metal con un soplete. Se pararon a pocos metros y Vianello iluminó con la linterna el terreno de delante de la puerta. El barro estaba helado, liso y reluciente, intacto desde las últimas lluvias de semanas atrás.
– Ahí no ha entrado nadie -dijo Vianello innecesariamente, y apagó la linterna.
Lo mismo observaron frente a otro depósito: no había en el barro más huellas que las de un animal: perro, gato o rata, que ninguno de ellos supo identificar.
Retrocedieron a la pista de tierra y siguieron hacia el tercer depósito que, con sus más de veinte metros de altura, parecía una mole amenazadora, recortándose sobre las luces del lejano puerto de San Basilio. A derecha e izquierda se veían los miles de luces de los tres grandes cruceros amarrados en la ciudad, al otro lado de la laguna.
A su espalda oyeron el zumbido sordo de un motor que se acercaba, y se desviaron hacia los lados del camino, en busca de camuflaje. Mientras el ruido crecía y crecía, corrieron hacia el tercer depósito y se pegaron a su corroído costado.
El avión pasó sobre ellos, envolviéndolos en su estruendo. Brunetti y Vianello se taparon los oídos; Pucetti no se tomó esa molestia. Cuando el avión se alejó dejándolos aturdidos, se apartaron del depósito y empezaron a caminar alrededor de él, en busca de la puerta.
Vianello paseó por delante de la puerta el haz luminoso de la linterna, que aquí reveló una imagen muy distinta: huellas de neumáticos y de pasos que iban y venían. Además, esta puerta no era un burdo boquete rectangular abierto con un soplete y tapado con tablas, para impedir la entrada. Era una puerta corredera curva, como de un garaje, pero no garaje de casa particular sino de terminal de autobuses. O de un almacén.
Vianello se adelantó a examinar la cerradura. La linterna reveló otra cerradura situada más arriba y un candado sujeto a unas anillas soldadas a la puerta y a la pared del depósito.
– No soy lo bastante bueno para abrir la cerradura de arriba -dijo dando media vuelta.
– ¿Y qué hacemos? -preguntó Brunetti.
Pucetti fue hacia la izquierda, manteniéndose pegado al depósito. Después de dar varios pasos, retrocedió en busca de la linterna de Vianello y volvió a alejarse. Brunetti y Vianello oían sus pasos camino de la parte posterior del depósito y percibieron un extraño aldabonazo cuando el agente golpeó la pared metálica. De pronto, el sonido de los pasos de Pucetti quedó ahogado por la llegada de otro avión que llenó el ambiente de ruido y de luz y se alejó.
Transcurrió un minuto hasta que se hizo algo parecido al silencio, porque aún se oían motores a lo lejos y en los alrededores zumbaban cables eléctricos en el aire nocturno. Entonces oyeron regresar a Pucetti, que hacía crujir el barro helado con las suelas de los zapatos.
– Hay una escala en el costado -dijo el joven agente, sin poder contener la excitación: policías y ladrones, una aventura nocturna con los muchachos-. Vengan a ver.
Desapareció tras la curva de la pared metálica. Ellos le siguieron y lo encontraron cerca del depósito, apuntando hacia arriba con la linterna. Siguieron con la mirada el haz luminoso y vieron, a unos dos metros del suelo, una serie de travesanos metálicos tubulares que llegaban hasta lo alto del depósito.
– ¿Qué habrá ahí arriba? -preguntó Vianello.
Pucetti retrocedió, iluminando la parte superior de la escala.
– No lo sé. No veo nada -los otros dos se pusieron a su lado, pero tampoco veían nada más que el último travesaño, a un palmo del borde.
– Sólo hay una manera de averiguarlo -dijo Brunetti, sintiéndose intrépido. Se acercó al depósito y levantó la mano hacia el primer travesano.
– Un momento, comisario -dijo Pucetti. Se acercó a Brunetti, le metió la linterna en el bolsillo y se puso de rodillas, a modo de taburete-. Ponga el pie en mi hombro, señor. Le será más fácil.
Cinco años atrás, Brunetti habría desdeñado el ofrecimiento; ahora levantó el pie derecho sin vacilar, pero, al sentir la tensión de la ropa en el pecho, bajó el pie y se desabrochó el abrigo, luego apoyó el pie en el hombro de Pucetti y agarró el segundo travesaño. Trepando e izándose al mismo tiempo con soltura, puso los dos pies en el primer travesaño de la escala. Al empezar a subir oyó hablar a Pucetti y luego a Vianello. El roce de suelas en metal que sonaba debajo de él lo impulsaba a seguir subiendo. Un zapato golpeó el costado del tanque con un tañido bronco.
Brunetti había disfrutado con la primera película de SpiderMan, que había visto con los chicos. Ahora tenía la sensación de que también él trepaba por el costado de un edificio, agarrándose a la pared gracias a sus poderes especiales. Subió otros diez travesaños, se paró y fue a mirar a los hombres que tenía debajo, pero lo pensó mejor y siguió subiendo.
La escala terminaba en una plataforma del tamaño de una puerta. Afortunadamente, tenía barandilla. Una vez arriba, Brunetti se situó en un extremo, para dejar espacio a los otros. Sacó la linterna e iluminó la plataforma a la que se encaramaron, primero, Vianello y, después, Pucetti. Vianello se puso en pie y miró hacia la luz con gesto de fatiga. Brunetti enfocó rápidamente a Pucetti, que estaba radiante. Qué emoción, qué emoción.
Brunetti iluminó la pared del depósito y vio, en el extremo de la plataforma más próximo a él, una puerta. Hizo girar el picaporte y la puerta cedió suavemente. Al otro lado había una plataforma idéntica. Él entró y dirigió la luz a su espalda, para que ellos pudieran seguirle.
Brunetti hizo chasquear los dedos: al cabo de un momento, el sonido reverberó repitiéndose hasta diluirse. Él golpeó la barandilla con la gruesa carcasa de plástico de la linterna y, al cabo de un momento, repercutió un eco más hondo y potente.
Iluminó entonces una escalera que bajaba por el interior de la pared hasta el fondo del depósito. La luz no llegaba al final de la escalera; sólo podían ver parte de ella y la oscuridad circundante impedía calcular la distancia hasta la base.
– ¿Bien? -preguntó Vianello.
– Bajemos -dijo Brunetti.
Para reafirmarse en su intuición, apagó la linterna. Los otros contuvieron la respiración: oscuridad visible. Los pueblos de la Antigüedad conocían esta oscuridad, que las gentes de hoy sólo pueden fabricar artificialmente, para sentir el escalofrío del miedo. La oscuridad era esto: esto y nada más.
Brunetti encendió la linterna y sintió que sus compañeros se relajaban mínimamente.
– Vianello -dijo-. Daré la linterna a Pucetti y tú y yo bajaremos delante, cogidos del brazo -pasó la linterna a Pucetti diciendo-: Usted síganos y vaya iluminando el camino.
– Sí, señor -dijo Pucetti.
Vianello ladeó el cuerpo y tomó del brazo al comisario.
– En marcha -dijo Brunetti.
Vianello, en la parte exterior, apoyaba una mano en la barandilla y daba el brazo a Brunetti: una pareja de jubilados a los que, inesperadamente, se les había complicado el paseo de la tarde. Pucetti les alumbraba enfocando con la linterna el peldaño que habían de pisar y los seguía guiándose más por el instinto que por la vista.
En los peldaños se amontonaba la herrumbre, y Brunetti, que bajaba pegado a la pared, notaba cómo ésta se descascarillaba con el roce de la manga, y hasta le parecía percibir el olor de la corrosión. Descendían hacia la estigia negrura y, a cada paso, a medida que se acercaban al fondo, se hacía más intenso el tufo a petróleo, óxido, metal, a no ser que la sensación de sumirse en la total oscuridad les aguzara los sentidos.
Aunque sabía que ello era imposible, a Brunetti le parecía que el depósito estaba más oscuro ahora que cuando habían entrado.
– Voy a pararme, Pucetti -dijo, para que el joven no chocara con ellos. Se detuvo y Vianello, bien sincronizado, hizo otro tanto-. Ilumine el fondo -dijo a Pucetti, que se asomó a la barandilla dirigiendo la luz hacia la oscuridad.
Brunetti miró hacia arriba y vio una mancha grisácea que debía de ser la puerta por la que habían entrado. Lo sorprendió observar que habían dado más de media vuelta al depósito. Se volvió y siguió con la mirada el haz luminoso: aún estaban a cuatro o cinco metros del fondo. A la luz de la linterna, el suelo relucía y centelleaba con brillo incandescente. No era líquido porque, al igual que el barro del exterior, la superficie se rizaba en sólidas ondulaciones y remolinos a la luz de linterna, como un mar inmóvil de un vino oscuro.
Un escalofrío recorrió el brazo de Vianello, y, de pronto, Brunetti notó el frío.
– ¿Qué hacemos ahora, señor? -preguntó Pucetti haciendo oscilar la linterna para abarcar mayor campo de visión. A unos treinta metros, la luz incidió en una superficie vertical, y él la hizo subir lentamente, como obligándola a trepar por la ladera de una montaña. Pero el obstáculo no tenía más de cinco o seis metros de alto, y la superficie iluminada estaba formada por barriles y recipientes de plástico, unos negros, otros grises y otros amarillos. No estaban apilados con gran esmero. Algunos de la parte alta se habían ladeado, apoyándose unos en otros fatigosamente y los de las hileras exteriores se inclinaban hacia el interior, como pingüinos acurrucados unos contra otros en la noche antartica.
Sin necesidad de que se lo ordenaran, Pucetti enfocó con la linterna un extremo del montón y, lentamente, lo dirigió hacia el otro extremo, para que pudieran contar los barriles de la primera fila. Cuando la luz llegó al extremo, Vianello dijo en voz baja:
– Veinticuatro.
Brunetti había leído que los barriles tenían una capacidad de ciento cincuenta litros, o quizá era más. O menos. Más de cien, desde luego. Trató de hacer un cálculo mental, pero sin saber el volumen exacto ni cuántas hileras había detrás de las que podían ver, era imposible calcular el total; sólo, que cada hilera representaba, por lo menos, doce mil litros.
De todos modos, sin conocer el contenido, la cantidad no significaba nada. Cuando lo supieran podrían deducir la magnitud del peligro. Todos estos pensamientos y cálculos le pasaron por la cabeza mientras la luz se deslizaba por la superficie de los barriles.
– Echemos un vistazo -dijo Brunetti en voz baja -él y Vianello bajaron hasta el último peldaño-. Déme la linterna, Pucetti.
Brunetti se desasió del brazo de Vianello y bajó al suelo del depósito. Pucetti pasó junto al ispettore y se reunió con Brunetti.
– Voy con usted, comisario -dijo el agente, iluminando el lodo que estaban pisando.
Vianello levantó un pie, pero Brunetti lo frenó poniéndole la mano en el brazo.
– Antes quiero ver cómo podemos salir de aquí -advirtió que todos hablaban en voz baja, como si fuera peligroso despertar eco.
En lugar de responder, Pucetti resiguió con la luz toda la escalera hasta arriba.
– Por si tenemos que movernos con rapidez -añadió Brunetti. Tomó la linterna de la mano de Pucetti, que lo estaba iluminando-. Esperen aquí -ordenó, y se alejó, deslizando la mano izquierda por la pared del depósito. Avanzó lentamente hasta encontrar la puerta y los ojos de las dos cerraduras.
Un poco más allá, descubrió lo que esperaba encontrar: el cerrojo de una pequeña salida de emergencia practicada en la puerta.
No vio señal de que el cerrojo estuviera conectado a una alarma. Descorrió el cerrojo y la puerta se abrió hacia afuera girando sobre unos goznes bien engrasados. Le dio en la cara un aire cargado de olores, que hizo aún más perceptible la pestilencia del interior. Pensó en dejar la puerta abierta, pero renunció a la idea. La cerró y volvieron el frío y el hedor.
Brunetti regresó junto a los otros. Antes de que pudiera decir algo, Pucetti se acercó y lo tomó del brazo, gesto que le pareció conmovedor por lo que tenía de protector. Cogidos del brazo, avanzaron pisando con cautela la helada superficie y parándose a cada paso, para asegurarse de que tenían los pies bien asentados sobre aquel suelo desigual, de manera que tardaron algún tiempo en llegar al centro de la primera fila de barriles.
Brunetti los recorrió con la luz, en busca de indicios de su contenido u origen. Los tres primeros no los mostraban, aunque la marca de la calavera y las tibias hacía superfluos tales detalles. El siguiente barril tenía restos de una etiqueta arrancada, en los que se veían dos pálidas letras cirílicas. El recipiente que venía a continuación estaba limpio, lo mismo que los tres siguientes. Un barril situado cerca del extremo de la fila tenía un reguero de una sustancia de un verde sulfuroso que salía por debajo de la tapa y había formado una costra en el suelo. Pucetti soltó el brazo de Brunetti y fue más allá del último barril. Brunetti dobló la esquina e iluminó el lateral de la estiba.
– Dieciocho -dijo Pucetti al cabo de un momento. Brunetti, que había contado diecinueve, asintió y retrocedió para examinar el barril de la esquina. Vio una etiqueta de color naranja justo debajo de la tapa. No sabía alemán, pero ésta era una de las lenguas que podía reconocer. «Achtung!» Esto estaba bastante claro. «Vorsicht Lebensgefahr». También este barril tenía una fuga en la parte superior y una mancha verde oscuro al pie, en el barro.
– Me parece que ya hemos visto bastante, Pucetti -dijo y volvió hacia donde creía que esperaba Vianello.
– Bien, comisario -dijo Pucetti, y empezó a andar hacia él.
Brunetti se detuvo a cierta distancia de Pucetti, llamó a Vianello y, cuando éste contestó, dirigió la linterna hacia la voz. Ninguno de los dos vio lo que ocurría. Brunetti sólo oyó que, a su espalda, Pucetti ahogaba una exclamación -de sorpresa, no de miedo- seguida de un largo chirrido que después identificó como el sonido que hizo el pie de Pucetti al resbalar en el barro helado.
Algo le golpeó en la espalda y, durante un momento, Brunetti sintió terror al imaginar que era uno de aquellos barriles. Luego se oyó un ruido sordo, seguido de silencio y de un grito de Pucetti.
Brunetti se volvió lentamente, moviendo los pies con precaución y apuntó con la linterna en dirección a la voz de Pucetti. El agente estaba de rodillas y gemía suavemente mientras se enjugaba la mano izquierda frotándola en la pechera de la chaqueta. Luego introdujo la mano entre las rodillas sin dejar de frotar contra la tela del pantalón.
– Oddio, oddio -murmuraba el joven, y Brunetti vio con asombro que se escupía en la mano antes de volver a enjugarla. Luego se puso en pie tambaleándose.
– Vianello, el té -gritó Brunetti haciendo girar la linterna furiosamente, sin saber ya dónde estaban Vianello y la puerta.
– Estoy aquí -dijo el ispettore, y al momento Brunetti lo captó con la luz, termo en mano. Brunetti empujó a Pucetti hacia adelante y lo asió del antebrazo acercando la mano del agente a Vianello. En la palma y parte del dorso había restos de una sustancia negra que había enjugado en la ropa. La piel que asomaba entre lo negro estaba roja, tenía ampollas y sangraba.
– Esto va a doler, Roberto -dijo Vianello. Situó el termo a bastante altura de la mano del joven. Al principio, Brunetti no entendía por qué lo levantaba tanto, pero cuando vio cómo humeaba el líquido dedujo que el ispettore pretendía que se enfriara por lo menos un poco antes de llegar a las quemaduras de Pucetti.
Brunetti oprimió con más fuerza el antebrazo del agente, pero no era necesario. Pucetti comprendió y se mantuvo inmóvil mientras el té le resbalaba por la mano, Brunetti echó el cuerpo hacia atrás, a fin de mantener la luz más firme. El vapor se elevaba del líquido que iba cayendo. El tiempo parecía haberse detenido.
– Bien -dijo Vianello finalmente, dando el termo a Brunetti.
El ispettore se quitó la parka y arrancó una tira del forro polar. Dejó caer la chaqueta en el barro y pasó la tela entre los dedos del joven con el cuidado y la delicadeza de una madre. Cuando hubo limpiado la mayor parte de la sustancia negra, recuperó el termo y vertió más té en la mano de Pucetti, dándole la vuelta cuidadosamente, para asegurarse de que el líquido llegaba a todas partes antes de caer al suelo.
Cuando el termo estuvo vacío, Vianello lo tiró y dijo a Brunetti:
– Dame tu pañuelo -Brunetti se lo dio y Vianello envolvió con él la mano de Pucetti, anudándolo en el dorso. Recogió el termo, rodeó los hombros del joven con un brazo y dijo a Brunetti:
– Vamos al hospital.