Oyó una voz y, durante un momento, pensó que era su madre que estaba rezando. Se quedó quieto, contento de poder escucharla, aunque sabía que ella se había ido y que nunca más la vería ni la oiría. Pero se aferraba a la ilusión, consciente de que le haría bien.
Siguió sonando la voz un momento y entonces sintió un beso en la frente, donde solía besarle su madre al acostarlo. Pero el olor era distinto.
– ¿Grappa antes de la cena? -preguntó ella-. ¿Es que vas a empezar a pegarnos, y acabar en el arroyo?
– ¿No tenías una cena? -repuso él.
– Me he excusado en el último minuto. No soportaba la idea. He ido con ellos hasta el restaurante y allí les he dicho que no me sentía bien, lo cual era verdad, y he venido a casa.
Invadió a Brunetti una cálida sensación de bienestar provocada por la sola presencia física de su mujer. Notó el peso de su cuerpo en el borde del sofá. Abrió los ojos y dijo:
– Me parece que tu padre se siente solo y tiene miedo a la vejez.
Con voz serena, ella dijo:
– A su edad, es natural.
– Pues no debería -protestó Brunetti.
Ella se echó a reír.
– Las emociones no responden a lo que «debería» o «no debería» ser, Guido. Así lo demuestran a diario los asesinatos por impulso que se cometen en el mundo -al ver la reacción de él, dijo-: Perdona, debí buscar mejor ejemplo. ¿Los matrimonios por impulso?
– Pero ¿a ti también te lo parece? -preguntó Brunetti-. Lo conoces mejor que yo, deberías saber lo que piensa. O lo que siente.
– ¿De verdad lo crees así? -preguntó ella. Se deslizó hasta el extremo del sofá, le dio una palmada en los pies y los oprimió con la cadera.
– Claro que sí. Eres su hija.
– ¿Crees que Chiara te comprende a ti mejor que nadie? -replicó ella.
– Es distinto. Chiara aún es una adolescente.
– ¿Entonces la edad marca la diferencia?
– Deja ya de dártelas de Sócrates -espetó él, y preguntó-: ¿No crees que es verdad?
– ¿Que se siente viejo y solo?
Paola le puso una mano en el tobillo, desprendió una pequeña costra de barro de la vuelta del pantalón y dejó pasar un rato antes de decir:
– Sí, creo que sí -le frotó la pierna-. Pero, por si te sirve de consuelo, te diré que, desde que tengo uso de razón, me ha parecido que se sentía solo.
– ¿Por qué?
– Porque es inteligente y culto, y en su trabajo pasa la mayor parte del tiempo en compañía de personas que no lo son. No -dijo dándole dos palmaditas en la pierna para atajar sus protestas-; antes de que me contradigas, reconozco que muchas de esas personas son inteligentes, pero no como lo es él. Mi padre piensa en abstracto, y esa gente se guía sólo por el criterio de pérdidas y ganancias.
– ¿Y él no? -preguntó Brunetti, con una voz limpia de escepticismo.
– Por supuesto que quiere hacer dinero. Ya te lo he dicho, es cosa de familia. Pero siempre le ha resultado demasiado fácil. Lo que él quiere realmente es llegar al fondo de las cosas, ver el cuadro completo y comprenderlo.
– ¿Un filósofo frustrado?
Ella le lanzó una mirada agria.
– No seas mezquino, Guido. Ya sé que no me explico bien. Me parece que lo que le aflige, ahora que ya no puede negar que es viejo, es que cree que su vida ha sido un fracaso.
– Pero… -Brunetti no sabía por dónde empezar su lista de objeciones: un matrimonio feliz, una hija maravillosa, dos nietos muy presentables, riqueza, éxito en los negocios, posición social. Movió los dedos de los pies, para llamar la atención de Paola-: Sinceramente, no lo entiendo.
– Respeto. Él quiere el respeto de la gente. Creo que eso es todo.
– La gente lo respeta.
– Tú no -dijo Paola con tanta vehemencia que, de pronto, Brunetti sospechó que su mujer había esperado años, quizá décadas, para decirle esto.
Él retiró los pies de debajo de ella y se incorporó.
– Hoy me he dado cuenta de que le quiero -dijo.
– No es lo mismo -repuso ella secamente.
Algo saltó dentro de Brunetti. Aquel día había visto el cadáver de un hombre más joven que él, muerto de un balazo en la cabeza. Y sospechaba que el asesinato estaba siendo, o iba a ser, tapado por hombres como el padre de ella: ricos, poderosos y bien relacionados con los políticos. ¿Y él debía tenerle respeto, además?
Brunetti dijo con frialdad:
– Tu padre me ha dicho hoy que piensa invertir en China. No le he preguntado qué clase de inversión sería, pero durante la conversación ha mencionado, de pasada, que cree que los chinos envían residuos tóxicos al Tíbet y que para eso han construido el ferrocarril.
Él calló y esperó hasta que, finalmente, Paola preguntó:
– ¿Y tu argumento es?
– Que él va a invertir allí y que nada de eso parece preocuparle ni lo más mínimo.
Ella se volvió a mirarlo como si la asombrara encontrar a este desconocido sentado a su lado.
– ¿Quién lo emplea a usted, comisario Brunetti?
– La Polizia di Stato.
– ¿Y a ellos quién?
– El Ministerio del Interior.
– ¿Y a ellos?
– ¿Vamos a seguir la cadena alimentaria hasta llegar al jefe del Gobierno?
– Me parece que ya hemos llegado.
Ninguno de los dos habló durante un rato: el silencio iba condensándose hacia la recriminación. Paola dio un paso más en esta dirección al decir:
– ¿Y, trabajando para este gobierno, te atreves a criticar a mi padre por invertir en China?
Brunetti fue a hablar, pero en aquel momento Chiara y Raffi irrumpieron en el apartamento. El ruido y los pateos hicieron levantar a Paola y salir al corredor, donde los chicos se sacudían la nieve de los zapatos y de los abrigos.
– ¿Qué tal el festival de cine de terror? -preguntó Paola.
– Te-rri-ble -dijo Chiara-. Han empezado con Godzilla, que tiene unos cien años y los efectos especiales más espantosos que has visto en tu vida.
Raffi interrumpió a su hermana para preguntar:
– ¿Nos hemos perdido la cena?
– No -dijo Paola con patente alivio-. Ahora mismo iba a preparar algo. ¿Media hora? -preguntó.
Ellos asintieron, patearon un poco más, recordaron que debían dejar los zapatos fuera y se fueron cada uno a su cuarto. Paola entró en la cocina.
Por pura casualidad, aquella noche Paola preparó de primero insalata di polipi, pero Brunetti no pudo menos que ver los hábitos huidizos y defensivos de estas tímidas criaturas marinas reflejados en la cautela con que sus hijos trataban a su silenciosa madre, una vez se sentaron a la mesa y leyeron la expresión de su cara. Si el pulpo extiende un tentáculo para tocar y examinar lo que ve, a fin de averiguar su posible peligrosidad, los chicos, criaturas verbales, utilizaban el lenguaje para tantear el peligro. Y Brunetti tuvo que escuchar el falso entusiasmo con que ambos se ofrecían a fregar los cacharros y la docilidad de sus respuestas a las formularias preguntas de Paola sobre la escuela.
Después de su discusión de antes de la cena, Paola se mostraba tranquila, limitándose a preguntar quién quería más lasaña de la que había estado esperando a Brunetti en el horno. Él observó que la cautela de los chicos abarcaba sus modales en la mesa: había que preguntar dos veces antes de que aceptaran una segunda ración, y Chiara se abstenía de apartar los guisantes a un lado del plato, hábito que irritaba a su madre. Afortunadamente, las manzanas asadas con crema levantaron el ánimo de todos y cuando Brunetti empezó a tomar su café ya se había restablecido una cierta calma.
Renunciando a la grappa, Brunetti fue al dormitorio en busca de su ejemplar de los casos judiciales de Cicerón, obra que su conversación con Franca Marinello le había impulsado a releer. Buscó, y encontró, el tomo de las obras menores de Ovidio, que no había abierto en décadas: cuando terminara el Cicerón, podría pasar a la otra obra que ella había recomendado.
Cuando volvió a la sala, Paola estaba sentándose en su butaca favorita. Él se paró a su lado lo justo para ladear el libro que ella tenía en el regazo, aún sin abrir, a fin de leer el título de la tapa:
– ¿Así que sigues fiel al Maestro? -preguntó.
– Nunca abandonaré al señor James -prometió ella, y abrió el libro. Brunetti respiró. Afortunadamente, eran una familia en la que no tenía cabida el rencor, y no parecía que fueran a reanudarse las hostilidades.
Brunetti primero se sentó y luego se tumbó en el sofá. Después de pasar un rato enfrascado en la defensa de Sexto Rucio, dejó caer el libro sobre el estómago y doblando el cuello para mirar a Paola dijo:
– Es raro que los romanos fueran tan reacios a meter en la cárcel a la gente.
– ¿Aunque fueran culpables?
– Especialmente si eran culpables.
Ella levantó la mirada de su libro, intrigada.
– ¿Y qué hacían con ellos?
– Les dejaban escapar una vez convictos. Tras dictarse sentencia, existía un período de gracia, y la mayoría aprovechaba la oportunidad para exiliarse.
– ¿Como Craxi?
– Exactamente.
– ¿Existe algún país que haya tenido en sus gobiernos a tantos convictos como hemos tenido nosotros? -preguntó Paola.
– Dicen que también los indios tienen a unos cuantos -respondió Brunetti, volviendo a la lectura.
Al cabo de un tiempo, Paola le oyó reír entre dientes y luego soltar una carcajada, y dijo levantando la cabeza:
– Reconozco que, a veces, el Maestro me ha hecho sonreír, pero nunca reír de ese modo.
– Pues escucha esto -dijo Brunetti, volviendo al pasaje que acababa de leer-: «Los filósofos declaran, acertadamente, que hasta una simple expresión facial puede ser incumplimiento del deber filial». ¿Lo copiamos y lo pegamos a la nevera? -preguntó ella.
– Un momento. -Brunetti retrocedió al principio del libro-. Por aquí tengo otro mejor -dijo hojeando con rapidez.
– ¿Para la nevera?
– No -dijo Brunetti, interrumpiendo la búsqueda del pasaje-. Éste habría que ponerlo sobre todos los edificios públicos de la ciudad, tallado en piedra, quizá.
Paola agitó una mano, con apremio.
Pasaron unos momentos mientras él buscaba, yendo adelante y atrás, y al fin dio con el texto. Sosteniendo el libro con los brazos extendidos, volvió la cabeza hacia ella y dijo:
– Según Cicerón, éste es el deber del buen cónsul, pero yo lo haría extensivo a todos los políticos. -Ella movió la cabeza de arriba abajo y Brunetti volvió al texto, que leyó con voz declamatoria-: «Debe proteger las vidas e intereses del pueblo, apelar a los sentimientos patrióticos de sus conciudadanos y, en general, anteponer el bien común al suyo propio.» -Paola se quedó en silencio, reflexionando sobre lo que él acababa de leer. Luego cerró el libro y lo arrojó sobre la mesa que tenía delante.
– ¡Y pensar que yo creía que mi libro era una obra de ficción!