Los establos estaban relativamente tranquilos. A más de las cuatro, entró en el despacho de Brunetti la comisaria Griffoni, quejándose de que el teniente Scarpa se negaba a entregar unas carpetas relacionadas con un asesinato cometido dos años antes en San Leonardo.
– No comprendo por qué -decía Claudia Griffoni, que no llevaba en la questura más que seis meses y todavía no estaba familiarizada con el teniente y sus maneras.
Aunque napolitana, su aspecto desafiaba todos los estereotipos étnicos: alta, delgada, rubia, ojos azules y cutis blanco, que requería protección antisolar. Podría haber servido de modelo para el anuncio de un crucero por los países nórdicos, aunque, de haber trabajado en el barco, su doctorado en Oceanografía la habría capacitado para ocupar un cargo más relevante que el de azafata. Lo mismo que el uniforme que ahora vestía, uno de los tres que se había mandado hacer a medida para celebrar su ascenso a comisaria. Estaba sentada frente a él, con el tronco erguido y una larga pierna encima de la otra. Él observó el corte de la chaqueta, corta y ajustada y las solapas, cosidas a mano. El pantalón, de un largo que a Brunetti le parecía correcto, le ceñía el tobillo.
– ¿Es porque no le encargaron del caso por lo que trata de obstaculizar el trabajo y hacernos aún más difícil encontrar al asesino? -preguntó Griffoni-. ¿O existe algo personal entre él y yo, que ignoro? ¿O no le gustan las mujeres? ¿O las mujeres policía?
– ¿O las mujeres policía de grado superior? -agregó Brunetti, curioso por ver su reacción, pero convencido de que ésta era la razón de los constantes intentos de Scarpa por desautorizarla.
– ¡Por los clavos de Cristo! -exclamó ella y alzó la cabeza, como interpelando al techo-. Por si no fuera bastante tener que soportar esto de asesinos y violadores, ahora he de aguantarlo de la gente con la que trabajo.
– No creo que sea la primera vez -dijo Brunetti. Le habría gustado ver cómo le sentaría aquel uniforme a la signorina Elettra.
Ella volvió a mirar a Brunetti al responder:
– Es cierto. Todas hemos de soportar esas cosas.
– ¿Qué hacen en estos casos? -preguntó Brunetti.
– A veces tratamos de salir del paso con coquetería. Lo habrá visto, estoy segura. Les pides que te acompañen para ayudar a resolver una pelea doméstica y ellos hacen como si les hubieras dado una cita.
Algo de esto había visto Brunetti.
– O nos ponemos duras y tratamos de ser más groseras y más violentas que los hombres.
Brunetti asintió apreciativamente. En vista de que la mujer no mencionaba una tercera opción, preguntó:
– ¿O si no?
– No dejamos que eso nos amargue la vida y nos limitamos a tratar de hacer nuestro trabajo.
– ¿Y cuando nada da resultado?
– Bien, siempre queda el recurso de pegar un tiro a los muy cerdos.
Brunetti soltó una carcajada. En todo el tiempo que la había tratado, nunca le había sugerido, ni por asomo, cómo debía manejar a Scarpa; él era reacio a dar esta clase de consejos. Con los años, había aprendido que la mayoría de las situaciones profesionales y sociales eran como el agua sobre un terreno desigual, que siempre se nivela. Con el tiempo, la gente suele decidir quién es el Alfa y quién el Beta. A veces el grado ayuda a determinarlo, pero no siempre. Él estaba seguro de que, al fin, la comisaria Griffoni descubriría cómo controlar al teniente Scarpa, pero no dudaba de que el teniente hallaría la manera de hacérselo pagar.
– Él lleva aquí tanto tiempo como el vicequestore, ¿no? -preguntó ella.
– Sí. Vinieron juntos.
– Comprendo que no debería decir esto, pero siempre he recelado de los sicilianos -en casa de Claudia Griffoni, al igual que en la de muchos napolitanos de clase alta, se hablaba italiano en lugar del dialecto, que ella había aprendido de las amigas y en la escuela. A veces, utilizaba expresiones napolitanas, pero siempre separándolas, con un entrecomillado de ironía, del italiano más exquisito que había oído Brunetti. Quien no la conociera supondría que ese recelo de los meridionales procedía de una persona del Norte, alguien de Florencia para arriba. Brunetti comprendía que, con esta observación, ella lo ponía a prueba: si se mostraba de acuerdo, ella lo clasificaría en una categoría y, si disentía, en otra. Como él no se identificaba con ninguna de las dos -o con ambas-, Brunetti optó por responder con una pregunta:
– ¿Quiere decir con eso que piensa afiliarse a la Lega?
Ahora fue ella la que se rió y luego preguntó, como si no hubiera advertido su evasiva:
– ¿Él tiene amigos aquí?
– Trabajaba con Alvise en cierto proyecto europeo, pero se suprimió la asignación antes de que hicieran gran cosa y antes de que alguien pudiera formarse una idea de qué era lo que debían hacer -Brunetti meditó un momento antes de añadir-: En cuanto a amigos, no estoy seguro. Es poco lo que se sabe de él. Lo que me consta es que prefiere no tratarse socialmente con nadie de aquí.
– Tampoco es que ustedes, los venecianos sean los seres más hospitalarios del mundo -dijo ella, sonriendo para quitar hierro a la observación.
Brunetti, sorprendiéndose a sí mismo, respondió en un tono más defensivo de lo que pretendía:
– Aquí no todos son venecianos.
– Lo sé, lo sé -dijo ella, alzando una mano en ademán conciliador-. Todo el mundo es muy amable y simpático, pero eso se acaba en la puerta cuando nos vamos a casa.
De no ser un hombre casado, Brunetti se habría mostrado a la altura de las circunstancias invitándola a cenar inmediatamente. Pero aquellos tiempos habían pasado, y todavía tenía muy fresca en la memoria la reacción de Paola a su actitud para con Franca Marinello como para pensar en invitar a algo a esta atractiva mujer.
Cortó las reflexiones de Brunetti la llegada de Vianello.
– Ah, estás aquí -dijo dirigiéndose al comisario al tiempo que acusaba la presencia de la mujer con un movimiento de la cabeza y un ademán que, en una vida anterior, podía haber sido un saludo. El inspector se detuvo a mitad de camino de la mesa de Brunetti-. Al entrar he visto a la signorina Elettra y me ha pedido que te diga que ha hablado con los médicos de San Marcuola y que ahora vendrá a informarte -Brunetti asintió en señal de agradecimiento y Vianello prosiguió-: Los hombres me han dicho que habías hablado con ellos -terminado el mensaje, Vianello separó los pies y cruzó los brazos, dando a entender que no tenía intención de salir del despacho de su superior hasta que le fuera revelado el significado del mensaje.
No menos evidente era la curiosidad de Griffoni, y Brunetti se sintió obligado a ofrecer asiento a Vianello.
– Esta mañana ha estado aquí un carabiniere -empezó, y les habló de la visita de Guarino, del asesinato de Ranzato y del hombre que vivía cerca de San Marcuola.
Sus oyentes se quedaron en silencio hasta que Griffoni exclamó:
– ¡Por todos los santos! Por si no teníamos ya bastantes problemas con nuestra propia basura, ¿nos van a traer ahora la de otros países?
Los hombres se quedaron atónitos ante este exabrupto. Normalmente, Griffoni hablaba de la conducta criminal con ecuanimidad. El silencio se prolongó hasta que ella dijo, con una voz totalmente distinta:
– El año pasado, dos primas mías murieron de cáncer. Una tenía tres años menos que yo. Grazia vivía a menos de un kilómetro de la incineradora de Tarento.
– Lo lamento -dijo Brunetti con voz mesurada.
Ella alzó una mano y dijo:
– Yo trabajaba en eso antes de venir a Venecia. No puedes trabajar en Nápoles sin saber lo que pasa con la basura. Se amontona en las calles o tenemos que buscar vertederos ilegales: en el campo de los alrededores de Nápoles ves basura por todas partes.
Dirigiéndose a ella, Vianello dijo:
– He leído cosas sobre Tarento. He visto fotos de los corderos en el campo.
– Parece que también los corderos mueren de cáncer -dijo Griffoni con su voz habitual. Brunetti la vio menear la cabeza y mirarle-. ¿Hemos de ocuparnos de esto o es competencia de los carabinieri?
– Oficialmente, es cosa de ellos -respondió Brunetti-. Pero, si se busca a ese hombre, entramos nosotros.
– ¿Tiene que autorizarlo el vicequestore? -preguntó Griffoni con voz neutra.
Antes de que Brunetti pudiera contestar, entró en el despacho la signorina Elettra. Saludó a Brunetti, sonrió a Vianello e inclinó la cabeza en dirección a Griffoni. Brunetti recordó entonces a uno de los personajes de Dickens que Paola solía mencionar, el cual analizaba las situaciones según de dónde soplara el viento. Del Norte, supuso Brunetti.
– He hablado con uno de los médicos del barrio, comisario -dijo la joven con exagerada formalidad-. Pero no recuerda a nadie. Me ha dicho que preguntará a su compañero cuando llegue -era una suerte, pensó Brunetti, que siguieran llamándose de usted al cabo de los años: era el tratamiento más apropiado para esta glacial conversación.
– Gracias, signorina. Le agradeceré que, cuando él le diga algo, me lo comunique -dijo Brunetti.
Ella miró, uno a uno, a los tres y respondió:
– Por supuesto, comisario. Confío en que nada se me haya pasado por alto -lanzó una rápida mirada a la comisaria Griffoni, como desafiándola a contemplar tal posibilidad.
– Gracias, signorina -dijo Brunetti. Sonrió y miró su nuevo calendario de sobremesa mientras esperaba, y luego oyó el sonido de los pasos de ella que se alejaban y el de la puerta que se cerraba.
Tardó en levantar la mirada lo suficiente como para evitar toda complicidad en el gesto que intercambiaron Griffoni y Vianello. La comisaria se levantó diciendo:
– Me parece que volveré al aeropuerto -antes de que alguno de ellos pudiera preguntar, aclaró-: El caso, no el sitio.
– ¿El personal de equipajes? -preguntó, con un suspiro de cansancio, Brunetti, que se había encargado de las investigaciones anteriores.
– Interrogar al personal de asistencia es como escuchar los Grandes Éxitos de Elvis: los has oído todos mil veces, en distintas versiones, y preferirías no volver a oírlos -dijo ella con gesto de resignación. Fue hasta la puerta, desde donde los miró y terminó-: Pero sabes que no podrás evitarlo.
Cuando ella se fue, Brunetti descubrió que aquel día, pasado escuchando a gente que le contaba cosas y trabajando poco en realidad, lo había fatigado. Dijo a Vianello que se hacía tarde y propuso volver a casa. Vianello, aunque miró el reloj, se levantó y dijo que le parecía una idea excelente. Cuando el ispettore se fue, Brunetti decidió bajar a la oficina de los agentes antes de irse a casa, para ver qué podía averiguar él sobre Cataldo. Los hombres estaban acostumbrados a estas visitas, en las que procuraban que uno de los agentes jóvenes permaneciera en la oficina mientras el comisario estaba allí, por si tenía que ayudar. Pero esta vez la búsqueda resultó relativamente fácil, y Brunetti no tardó en encontrar varios links con artículos de prensa.
Muy pocos contenían algo que no le hubiera dicho el conte. En un número de Chi encontró una foto de Cataldo dando el brazo a Franca Marinello antes de su matrimonio. Estaban en un balcón o una terraza, de espaldas al mar, Cataldo con la cara seria y la ancha figura vestida con traje de lino gris claro, y ella, con pantalón blanco y camiseta negra de manga corta y expresión de felicidad. La definición de la imagen era lo bastante nítida como para que Brunetti pudiera apreciar lo bonita que había sido: frisando los treinta, rubia y más alta que su futuro marido. Su cara parecía… -Brunetti tuvo que pensar un momento antes de encontrar la expresión-… sin complicaciones. La sonrisa era tímida; las facciones, regulares; y los ojos, tan azules como el mar que estaba a su espalda.
– Una chica bonita -dijo entre dientes. Pulsó una tecla para hacer avanzar el texto y la pantalla se borró.
Esto fue la última gota: él necesitaba su propio ordenador. Se levantó, dijo al hombre que estaba más cerca que la máquina no funcionaba y se fue a casa.