– ¿Por qué en China, nada menos? -inquirió Brunetti.
Esto la hizo detenerse. Se paró delante del comedor de los bomberos, cuyas ventanas estaban oscuras a esta hora y del que no salía a la calle olor a comida. Brunetti estaba realmente intrigado.
– ¿Por qué en China? -repitió.
Ella meneó la cabeza en señal de total perplejidad y miró en derredor, como buscando a quién poner por testigo.
– ¿Alguien tendrá la bondad de decirme quién es este señor? Creo recordar que, a veces, por la mañana, lo veo a mi lado en la cama; pero no puede ser mi marido.
– Oh, basta ya, Paola, y contesta -dijo él con impaciencia.
– ¿Cómo es posible que leas dos periódicos al día y no tengas idea de por qué una persona puede querer invertir en China?
Él la tomó del brazo y la encaminó hacia casa. No tenía sentido pararse en medio de la calle para hablar de esto, pudiendo hacerlo mientras caminaban o, incluso, en la cama.
– Pues claro que lo sé -dijo-. Economía emergente, posibilidades de hacer grandes negocios, una Bolsa pujante, crecimiento ilimitado. Pero, ¿qué falta le hace nada de esto a tu padre?
Notó que ella aflojaba el paso. Temiendo otra parada para más floreos retóricos, él mantuvo el ritmo, obligándola a seguirle.
– Porque a mi padre le corre por las venas el veneno del capitalismo, Guido. Porque, durante siglos, ser Falier ha sido ser comerciante, y ser comerciante es dedicarse a hacer dinero.
– Así habla una profesora de literatura que asegura que no le interesa el dinero.
– Es que yo, Guido, soy la última de la estirpe. Soy la última de la familia que lleva el apellido. Nuestros hijos llevan el tuyo -ella se puso a caminar, sin dejar de hablar, aunque más despacio-: Mi padre ha dedicado toda su vida a hacer dinero, con lo que nos ha permitido a mí y a nuestros hijos el lujo de no tener que preocuparnos por ganarlo.
Brunetti, que había jugado tal vez miles de partidas de Monopoly con sus hijos, estaba seguro de que ellos habían heredado el gen del capitalismo, que tenían interés por el dinero y hasta quizá su veneno.
– ¿Y él piensa que allí se puede hacer dinero? -preguntó Brunetti, y se apresuró a añadir, para impedir que ella pudiera asombrarse de que él hiciera semejante pregunta-: ¿Dinero seguro?
Ella lo miró.
– ¿Seguro?
– Bueno -dijo él, dándose cuenta de lo inocente de la pregunta-. Dinero limpio.
– Reconoces, por lo menos, que existe una diferencia -dijo ella, con la causticidad de quien lleva años votando a los comunistas.
Él no dijo nada. Al cabo de un rato, se detuvo y preguntó:
– ¿A qué ha venido eso de…, cómo lo ha llamado tu madre, las «peculiaridades dietéticas» y esa tontería de lo que los chicos no quieren comer?
– La esposa de Cataldo es vegetariana -dijo Paola-. Y mi madre no quería ponerla en evidencia, de modo que me ha parecido oportuno ser yo la que cargara con el sambenito, como se suele decir. -Le oprimió el brazo.
– ¿Y de ahí la fábula de mi insaciable apetito? -dijo él sin poder contenerse.
¿Había vacilado ella un instante? Fuera como fuere, repitió, tirándole del brazo y sonriéndole:
– Sí. La fábula de tu apetito.
De no haber simpatizado Brunetti con Franca Marinello a causa de su conversación, quizá habría comentado que ella no precisaba de peculiaridades dietéticas para llamar la atención. Pero, merced a la intervención de Cicerón, él había cambiado de opinión, y ahora se daba cuenta de que se inclinaba a defenderla.
Pasaron por delante de la casa de Goldoni, torcieron a la izquierda y, enseguida, a la derecha, hacia San Polo. Al salir al campo, Paola se detuvo a contemplar aquel espacio abierto.
– Qué extraño, verlo tan vacío.
A Brunetti le gustaba este campo, le había gustado desde niño, por sus árboles y su amplitud: SS Giovanni e Paolo era muy pequeño, la estatua estorbaba, y las pelotas de fútbol solían acabar en el canal; Santa Margherita tenía forma irregular, y siempre le había parecido muy ruidoso, y más ahora, que se había puesto de moda. Quizá era el escaso comercio la causa de su predilección por Campo San Polo, que sólo tenía tiendas en dos de sus lados, ya que los otros habían resistido la atracción de mammón. La iglesia, cómo no, había sucumbido a ella y ahora cobraba entrada, después de descubrir que la belleza rinde más beneficio que la gracia. Y tampoco había tanto que ver en su interior: unos cuantos Tintorettos, el viacrucis de Tiépolo, etcétera.
Sintió que Paola le tiraba del brazo.
– Vamos, Guido, es casi la una.
Él aceptó la tregua que ella le ofrecía con estas palabras, y siguieron hasta casa.
Sorprendentemente, al día siguiente, el suegro llamó a Brunetti a la questura. Después de dar las gracias por la cena, Brunetti esperó a oír el motivo de la llamada.
– Bien, ¿qué te pareció?
– ¿El qué? -preguntó Brunetti.
– Ella.
– ¿Franca Marinello? -preguntó Brunetti, disimulando la sorpresa.
– Naturalmente. La tuviste delante toda la noche.
– No imaginé que tuviera la misión de interrogarla -protestó Brunetti.
– Pero lo hiciste -replicó el conte secamente.
– Sólo acerca de Cicerón, lo siento -explicó Brunetti.
– Sí, lo sé -dijo el conte, y a Brunetti le pareció detectar una nota de envidia en su voz.
– ¿De qué hablaste tú con el marido? -preguntó Brunetti.
– De maquinaria para el movimiento de tierras -respondió el conte con singular falta de entusiasmo-. Y de otras cosas -tras una brevísima pausa, agregó-: Es mucho más interesante Cicerón.
Brunetti recordó que su ejemplar de los discursos era un regalo de Navidad del conte, quien había escrito en la dedicatoria que éste era uno de sus libros favoritos.
– ¿Pero…? -preguntó Brunetti, en respuesta al tono de su suegro.
– Pero hoy en día Cicerón no goza de gran predicamento entre los empresarios chinos -se detuvo a meditar su propia observación y agregó con un suspiro teatral-: seguramente, porque tenía muy poco que decir sobre maquinaria para el movimiento de tierras.
– ¿Y los empresarios chinos tienen más que decir? -inquirió Brunetti.
El conte se rió.
– No puedes sustraerte al hábito de interrogar, ¿eh, Guido? -antes de que Brunetti pudiera protestar, el conte prosiguió-: sí, los pocos que conozco están muy interesados, especialmente, en excavadoras. Lo mismo que Cataldo y que su hijo, de su primer matrimonio, que dirige la fábrica de maquinaria pesada. China vive una fiebre de la construcción, y su empresa tiene más pedidos de los que puede atender, de modo que me ha propuesto una asociación limitada.
Con los años, Brunetti había aprendido que la circunspección era la respuesta más apropiada a lo que su suegro pudiera divulgar acerca de sus negocios, por lo que sólo se permitió un atento:
– Ah.
– Pero a ti esto no te interesa -dijo el conte, muy acertadamente, desde luego-. ¿Qué te pareció ella?
– ¿Puedo preguntar el porqué de tu curiosidad? -inquirió Brunetti.
– Porque hace varios meses me sentaron a su lado en una cena y me ocurrió lo mismo que a ti. Aunque hacía años que la conocía, en realidad, no había hablado mucho con ella. Empezamos comentando una noticia que aquel día venía en el periódico y, de pronto, estábamos hablando de las Metamorfosis. No sé cómo ocurrió, pero fue una delicia. Tantos años, y aún no habíamos hablado, quiero decir hablado de algo real. Así que sugerí a Donatella que te sentara frente a ella, para que pudierais conversar mientras yo hablaba con el marido -y entonces, con sorprendente realismo, el conte añadió-: has tenido que sentarte al lado de tantos aburridos amigos nuestros que me pareció que merecías una compensación.
– Fue muy interesante. Ha leído hasta la acusación contra Verres.
– Bravo -casi canturreó el conte.
– ¿La conocías de antes? -preguntó Brunetti.
– ¿Antes de su matrimonio o antes de la estética? -preguntó el conte con voz neutra.
– Antes de su matrimonio -dijo Brunetti.
– Sí y no. Verás, siempre ha sido más amiga de Donatella que mía. Una pariente de Donatella le pidió que estuviera al cuidado de la muchacha cuando vino a estudiar. Una historia un tanto bizantina, desde luego. Pero al cabo de dos años tuvo que marcharse. Problemas familiares. El padre murió y ella se vio obligada a volver a casa y buscar empleo, porque la madre no había trabajado en su vida -añadió vagamente-: No recuerdo los detalles. Habría que preguntar a Donatella -el conte carraspeó y, en tono de disculpa, dijo-: Parece el argumentó de un culebrón de la tele. ¿Estás seguro de que quieres oírlo?
– No acostumbro a ver televisión -dijo Brunetti virtuosamente-. Por eso me parece interesante.
– De acuerdo entonces -dijo el conte, y prosiguió-: Por lo que yo sé, y no recuerdo si me lo contó Donatella u otra persona, Franca conoció a Cataldo siendo modelo, de peletería si mal no recuerdo, y el resto, como tiene la cargante costumbre de decir mi nieta, es historia.
– ¿El divorcio forma parte de la historia? -preguntó Brunetti.
– Sí, en efecto -respondió el conte, contrariado-. Hace mucho tiempo que conozco a Maurizio, y no se distingue por su paciencia. Ofreció un trato a su esposa, y ella aceptó.
El instinto desarrollado a lo largo de décadas de sonsacar a testigos recalcitrantes, indicó a Brunetti que su interlocutor se callaba algo, y preguntó:
– ¿Y qué más?
El conte tardó en responder:
– Ha sido mi invitado y se ha sentado a mi mesa, por lo que no me gusta decir esto de él, pero Maurizio tiene fama de vengativo, lo que quizá indujo a su esposa a aceptar sus condiciones.
– No es la primera vez que oigo esa historia, por desgracia -dijo Brunetti.
– ¿Qué historia? -preguntó el conte ásperamente.
– La misma que habrás oído tú, Orazio: hombre mayor conoce a una bonita muchacha, deja a la esposa, se casa con la otra infretta e furia y después quizá no viven siempre felices -a Brunetti no le gustó el tono de su propia voz.
– Nada de eso, Guido. En absoluto.
– ¿Por qué?
– Porque ellos viven felices -se percibía en la voz del conte el mismo anhelo que cuando aludía a la posibilidad de pasar la velada hablando de Cicerón-. O, por lo menos, es lo que dice Donatella -en vista de que Brunetti no respondía, preguntó-: ¿Te intriga su aspecto?
– Ésa es una delicada forma de expresarlo.
– No lo comprendo -dijo el conte-. Era una muchacha preciosa. No tenía necesidad de hacerse eso, pero hoy las mujeres tienen ideas diferentes acerca de… -y no terminó la frase-. Fue hace años. Se marcharon, aparentemente de vacaciones, pero estuvieron fuera mucho tiempo, meses. No recuerdo quién me lo dijo -hizo una pausa y añadió-: Donatella no, desde luego -Brunetti se alegró al oírlo-. Lo cierto es que, cuando regresaron, ella estaba así. Australia: creo que allí estuvieron. Pero una persona no se va a Australia para hacerse la cirugía estética, por Dios.
– ¿Por qué lo haría? -preguntó Brunetti impulsivamente.
– Guido -dijo el conte al cabo de un momento-, hace tiempo que he renunciado.
– ¿Renunciado a qué?
– A tratar de comprender por qué la gente hace lo que hace. Por mucho que nos esforcemos, nunca lo conseguiremos. El chófer de mi madre solía decir: «Como sólo tenemos una cabeza, sólo podemos pensar en las cosas de una manera.» -el conte rió y dijo con súbita vivacidad-: Basta de cotilleo. Lo que quería saber es si te causó buena impresión.
– ¿Sólo eso?
– No pensé que fueras a fugarte con ella, Guido -rió el conte.
– Orazio, créeme, con una mujer amante de la lectura tengo más que suficiente.
– Te comprendo, te comprendo -y, en tono más serio-: Pero no has contestado a mi pregunta.
– Muy buena impresión.
– ¿Te pareció una persona digna de confianza?
– Absolutamente -respondió Brunetti al instante, sin necesidad de pensarlo. Pero, después de meditar un momento, dijo-: ¿No es curioso? No sé casi nada de ella, pero me parece de fiar porque le gusta Cicerón.
El conte volvió a reír, pero ahora con más suavidad.
– Para mí tiene sentido.
El conte raramente mostraba tanto interés por una persona, lo que indujo a Brunetti a preguntar:
– ¿Por qué esa curiosidad por saber si es digna de confianza?
– Porque, si ella se fía de su marido, tal vez él sea fiable.
– ¿Y te parece que ella se fía?
– Anoche estuve observándolos y no vi falsedad en ellos. Se aman.
– Pero no es lo mismo amar que confiar, ¿verdad?
– Ah, qué bien me hace percibir el tono ecuánime de tu escepticismo, Guido. Vivimos en una época que da tanta importancia al sentimentalismo que a veces me olvido de mi instinto.
– ¿Y qué te dice el instinto?
– Que un hombre puede sonreír y sonreír, y ser un bellaco.
– ¿ La Biblia?
– Shakespeare, me parece -dijo el conte.
Brunetti creía que la conversación había terminado, pero su suegro dijo entonces:
– Quizá puedas hacerme un favor, Guido. Discretamente.
– ¿Sí?
– Tú dispones de información mucho mejor de la que pueda tener yo sobre ciertos asuntos, y me pregunto si no podrías hacer que alguien se informara de si Cataldo es persona en la que yo pudiera…
– ¿Confiar? -preguntó Brunetti provocativamente.
– No tanto como eso, Guido -dijo el conte Falier con firmeza-. Más bien si es alguien con quien yo pudiera asociarme en una inversión. Él tiene mucha prisa en que tome una decisión, y no sé si mi propia gente podría averiguar… -la voz del conte se extinguió, como si él no encontrara las palabras apropiadas para expresar con exactitud la naturaleza de su interés.
– Veré lo que puedo hacer -dijo Brunetti, advirtiendo que sentía curiosidad acerca de Cataldo, pero, en este momento, no deseaba descubrir por qué.
Él y el conte intercambiaron unas frases joviales que pusieron fin a la conversación.
Brunetti miró el reloj y vio que aún tenía tiempo para hablar con la signorina Elettra, la secretaria de su superior, antes de ir a casa a almorzar. Si alguien podía atisbar discretamente en las transacciones de Cataldo era ella, sin duda. Durante un momento, pensó en pedirle que, de paso, viera qué podía descubrir acerca de la esposa del magnate, pero lo avergonzaba un poco aquel deseo de ver una foto suya de antes de… antes de su matrimonio.
No tenías más que entrar en el despacho de la signorina Elettra para recordar que hoy era martes: un gran ramo de tulipanes color de rosa presidía una mesa situada delante de la ventana. El ordenador que ella había permitido que una generosa y agradecida questura le proporcionara meses atrás -consistente tan sólo en un anoréxico monitor y un teclado negro- dejaba en su escritorio espacio suficiente para un no menos espléndido ramo de rosas blancas. El envoltorio, pulcramente doblado, estaba en el recipiente destinado exclusivamente a papel, y ay del que, por distracción, echara papel, cartón, metal o plástico donde no correspondía. Brunetti la había oído hablar por teléfono con el presidente de Vesta, la empresa privada a la que había sido concedido el contrato para la recogida de residuos de la ciudad -en este momento, el comisario prefería no pensar en los factores que habían contribuido a tal concesión-, y recordaba la exquisita cortesía con que la joven llamaba la atención de su interlocutor sobre las maneras en que una investigación de la policía o, lo que era peor, de la Guardia di Finanza, podía complicar el funcionamiento de su empresa y lo onerosos y molestos que podían ser los inesperados descubrimientos a los que podía dar lugar tal inspección.
Luego de aquella conversación -aunque no a consecuencia de ella, por supuesto-, los basureros habían modificado su ruta y empezado a amarrar su «barca ecológica» frente a la questura todos los martes y viernes por la mañana, después de recoger el papel y el cartón de los residentes de la zona de SS Giovanni e Paolo. El segundo martes, el vicequestore Giuseppe Patta les había ordenado marcharse de allí, escandalizado por la brutta figura que presentaban unos agentes de policía que transportaban bolsas de papel de la questura a la barcaza de la basura.
La signorina Elettra no necesitó mucho tiempo para hacer comprender al vicequestore la excelente publicidad que supondría la introducción de una ecoiniziativa, fruto, evidentemente, del firme compromiso del dottor Patta con la salud ecológica de su ciudad de adopción. A la semana siguiente, La Nuova envió a la questura no sólo a un reportero sino también a un fotógrafo, y al día siguiente publicaba en primera plana una larga entrevista con Patta y, lo que es más, una gran foto. Aunque el vicequestore no aparecía en ella llevando una bolsa a la barcaza sino sentado ante su mesa, con una mano descansando en un montón de papeles, en una pose que sugería su capacidad para resolver los casos en ellos documentados por pura fuerza de voluntad y disponer después con máxima diligencia que los papeles se depositaran en el receptáculo pertinente.
Cuando entró Brunetti, la signorina Elettra salía del despacho de su superior.
– Ah, qué bien -dijo al ver a Brunetti en la puerta-. El vicequestore desea verlo.
– ¿Sobre? -preguntó él, olvidándose momentáneamente de Cataldo y de su esposa.
– Tiene una visita. Un carabiniere. De Lombardía – la Serenísima República había dejado de existir hacía más de dos siglos, pero los que hablaban su lengua aún podían expresar con una sola palabra su recelo respecto a esos voceras arribistas de lombardos.
– Ya puede entrar -dijo ella, acercándose a su mesa, para dejarle paso hacia la puerta de Patta.
Él le dio las gracias, llamó con los nudillos y, al grito de Patta, entró.
Patta estaba sentado a su escritorio. Tenía a un lado el mismo montón de papeles utilizado en la escenografía de la foto de los periódicos: para Patta, un montón de papeles no podía tener otra utilidad que la meramente decorativa. Brunetti vio a un hombre sentado frente al escritorio de Patta que, al oír entrar al comisario, se puso de pie.
– Ah, Brunetti -dijo Patta con jovialidad-, le presento al maggiore Guarino, de los carabinieri de Marghera -el aludido era alto, unos diez años más joven que Brunetti y muy delgado. Tenía la sonrisa fácil y franca y una cabellera espesa, que empezaba a encanecer en las sienes. Los ojos, oscuros y muy hundidos, le daban el aspecto del hombre que prefiere observar los acontecimientos desde lugar seguro y semioculto.
Se estrecharon la mano, intercambiaron frases afables y Guarino se hizo a un lado para dejar pasar a Brunetti hacia la otra silla situada delante del escritorio.
– Brunetti -empezó Patta-, quería que conociera al maggiore, que ha venido a ver si podemos ayudarle -antes de que Brunetti pudiera preguntar, el vicequestore prosiguió-: Desde hace algún tiempo, se acumulan los indicios, especialmente en el Noreste, de la presencia de ciertas organizaciones ilegales -lanzó una mirada a Brunetti, que no tuvo necesidad de preguntar: todo el que leyera el periódico, incluso todo el que hubiera mantenido una conversación en un bar, estaba al corriente. Pero para contentar a Patta, Brunetti arqueó las cejas en lo que esperaba que fuera una señal de inquisitivo interés, y Patta explicó-: Y, lo que es peor, y éste es el motivo de la visita del maggiore, existen pruebas de que están siendo adquiridas empresas legales, concretamente, en el sector del transporte -¿cómo era aquel cuento de un escritor norteamericano del hombre que se quedó dormido y despertó al cabo de décadas? ¿Acaso Patta había estado hibernando en alguna cueva mientras la Camorra se extendía hacia el Norte, y no lo había descubierto hasta esta mañana al despertarse?
Brunetti mantenía los ojos fijos en Patta, fingiéndose ajeno a la reacción del carabiniere, que había carraspeado.
– El maggiore Guarino lleva algún tiempo ocupándose de este problema, y sus investigaciones lo han traído al Véneto. Como comprenderá, Brunetti, esto ahora nos concierne a todos -prosiguió Patta, en un tono en el que vibraba el horror ante una amenaza recién descubierta. Mientras hablaba Patta, Brunetti trataba de explicarse por qué había sido requerida su presencia. El transporte, al menos, por carretera o por ferrocarril, nunca había sido de la incumbencia de la policía en Venecia. Él apenas tenía experiencia directa de asuntos relacionados con el transporte terrestre, criminales o de otra índole, ni recordaba que la tuviera alguno de los hombres a sus órdenes-,… por consiguiente, me ha parecido que, estableciendo contacto entre ustedes dos, podríamos crear una cierta sinergia -concluyó Patta, con su pedantería habitual.
Guarino fue a responder, pero al observar la no muy discreta mirada de Patta al reloj, pareció cambiar de idea.
– No abusaré más de su tiempo, vicequestore -dijo, acompañando sus palabras de una amplia sonrisa a la que Patta correspondió afablemente-. Quizá sea preferible que el comisario y yo cambiemos impresiones -inclinó la cabeza hacia Brunetti al decir esto- y después volvamos para solicitar su input -cuando Guarino utilizó la palabra inglesa, sonó como si conociera su significado.
Brunetti estaba asombrado de la rapidez con la que Guarino había acertado con el tono perfecto para dirigirse a Patta y de la sutileza que reflejaba su sugerencia. Se solicitaría la opinión de Patta, pero no antes de que otros hubieran hecho el trabajo, con lo que se le evitaría esfuerzo y responsabilidad y, no obstante, podría atribuirse el mérito de cualesquiera progresos que se lograran. Esto, para Patta, era el desiderátum.
– Sí, sí -dijo Patta, como si las palabras del maggiore le hubieran recordado las grandes responsabilidades de su cargo.
Guarino se puso en pie y Brunetti le imitó. El maggiore hizo varias observaciones más; Brunetti fue hasta la puerta y esperó a que terminara, y los dos hombres salieron del despacho juntos.
La signorina Elettra se volvió hacia ellos.
– Confío en que la reunión haya sido un éxito, signori -dijo afablemente.
– Con una inspiración como la aportada por el vicequestore, no podía ser de otro modo, signora -dijo Guarino con voz neutra.
Brunetti la vio fijar la atención en el hombre que acababa de hablar.
– Desde luego -respondió ella, con ojos brillantes-. Es grato conocer a otra persona que valora su inspiración.
– ¿Cómo no iba a valorarla, signorai ¿O es signorina? -preguntó Guarino imprimiendo en su voz curiosidad o quizá asombro porque ella aún pudiera permanecer soltera.
– El vicequestore Patta es, después de nuestro actual jefe del Gobierno, el hombre más inspirador que conozco -sonrió ella, respondiendo sólo a la primera pregunta.
– Lo creo, desde luego -convino Guarino-. Carismáticos, cada uno a su manera -sax e volvió hacia Brunetti-. ¿Algún sitio en el que podamos hablar?
Brunetti, que no estaba seguro de poder mantener la seriedad si abría la boca, se limitó a mover la cabeza de arriba abajo, y los dos hombres salieron del despacho. Mientras subían la escalera, Guarino preguntó:
– ¿Hace tiempo que ella trabaja para el vicequestore?
– El tiempo suficiente para haber caído bajo su hechizo -respondió Brunetti. Y, al ver la mirada de Guarino-: No estoy seguro. Años. Es como si hubiera estado aquí desde siempre, aunque no es así.
– ¿Las cosas no marcharían si no fuera por ella? -preguntó Guarino.
– Eso me temo.
– Nosotros tenemos a una persona como ella en el puesto -dijo el maggiore-: La signorina Landi, la formidable Gilda. ¿Su signorina Landi es funcionaria civil?
– Sí -respondió Brunetti, sorprendido de que Guarino no se hubiera fijado en la chaqueta colgada, descuidadamente, desde luego, del respaldo de la silla. Brunetti entendía poco de moda, pero podía distinguir un forro Etro a veinte pasos, y sabía que el Ministerio del Interior no lo utilizaba en las chaquetas de uniforme. Evidentemente, Guarino había pasado por alto el indicio.
– ¿Casada?
– No -respondió Brunetti, y sorprendiéndose a sí mismo, preguntó-: ¿Y usted? -Brunetti caminaba delante del otro hombre, y no oyó la respuesta-. ¿Cómo dice?
– En realidad, no.
¿Qué podía significar eso?, se preguntó Brunetti.
– Perdón, pero no entiendo -dijo cortésmente.
– Separado.
– Oh.
Una vez en el despacho de Brunetti, éste llevó a su visitante a la ventana para mostrarle la vista: la iglesia perpetuamente en vísperas de restauración y el geriátrico totalmente restaurado.
– ¿Adonde va el canal? -preguntó Guarino inclinándose para mirar hacia la derecha.
– A la Riva degli Schiavoni y el hacino.
– ¿Se refiere a la laguna?
– Más bien las aguas por las que se sale a la laguna.
– Lo siento, debo de parecerle un pueblerino. Ya sé que es una ciudad, pero a mí no me lo parece.
– ¿Porque no hay coches?
Guarino sonrió y rejuveneció.
– En parte es eso. Pero lo más raro es el silencio -al cabo de un momento, vio que Brunetti iba a decir algo, y añadió-: Ya sé, ya sé, la mayoría de los que viven en una ciudad detestan el tráfico y la contaminación, pero lo peor es el ruido, créame. No cesa, ni a última hora de la noche ni a primera de la mañana. Siempre hay una máquina que funciona en algún sitio: un autobús, un coche, un avión que va a aterrizar, la alarma de un coche.
– Aquí todo lo más es alguien que pasa por debajo de tu ventana hablando por la noche.
– Tendría que hablar muy alto para molestarme a mí -dijo Guarino riendo.
– ¿Por qué?
– Vivo en un séptimo.
– Ah -fue lo único que se le ocurrió a Brunetti, a quien se le hacía difícil imaginar tal cosa. En abstracto, él sabía que en las ciudades la gente vivía en edificios altos, pero le parecía inconcebible que pudieran oír ruidos desde un séptimo piso.
Indicó una silla a Guarino y se sentó a su vez.
– ¿Qué desea del vicequestorei -preguntó, pensando que ya habían dedicado tiempo suficiente a los preliminares. Abrió el segundo cajón con el pie y apoyó en él ambos pies, cruzados a la altura del tobillo.
Ante esta actitud informal, Guarino pareció relajarse y dijo:
– Hace poco menos de un año, nos llamó la atención una empresa de transporte por carretera de Tessera, cercana al aeropuerto -Brunetti se puso alerta: hacía un mes, una empresa de transporte por carretera de Tessera había llamado la atención de toda la región-. Empezamos a interesarnos cuando, en el curso de otra investigación, apareció el nombre de la empresa -prosiguió Guarino. Ésta era una excusa rutinaria que el propio Brunetti había utilizado infinidad de veces, pero se reservó el comentario. Guarino estiró las piernas y volvió la cabeza para mirar por la ventana, como si la vista de la fachada de la iglesia pudiera ayudarle a exponer el caso con más claridad-. Cuando nos llamó la atención la empresa, fuimos a hablar con el dueño. El negocio pertenecía a la familia desde hacía más de cincuenta años; él lo había heredado de su padre. Resultó que había tenido problemas: subidas del precio del combustible, competencia de transportistas extranjeros, trabajadores que hacían huelga cuando no conseguían lo que pedían, necesidad de renovación de la flota de camiones… Lo de siempre -Brunetti asintió. Si se trataba de la misma empresa de Tessera, el final no había sido lo de siempre. Con una franqueza y una resignación que sorprendieron a Brunetti, Guarino dijo-: Entonces el hombre hizo lo que habría hecho cualquiera: falsear los libros -casi con pesar, añadió-: Pero no supo hacerlo. Él sabía conducir y reparar un camión y trazar una ruta de recogidas y entregas, pero no era contable, y la Guardia di Finanza se olió el fraude a la primera inspección de los libros.
– ¿Por qué le hicieron la inspección? -preguntó Brunetti. Guarino levantó la mano en un ademán que podía significar cualquier cosa-. ¿Lo arrestaron?
El maggiore se miró los pies y se sacudió de la rodilla una mota invisible para Brunetti.
– Me temo que la cosa es más complicada.
A Brunetti esto le parecía evidente: ¿por qué, si no, estaría ahora Guarino hablando con él?
Despacio y de mala gana, Guarino dijo:
– La persona que nos habló de él dijo que transportaba mercancías de interés para nosotros.
Brunetti interrumpió:
– Se transportan por ahí muchas cosas en las que todos estamos interesados. ¿No puede concretar?
Como si no le hubiera oído, Guarino prosiguió:
– Un amigo mío de la Guardia me dijo lo que habían descubierto y fui a hablar con el transportista -Guarino lanzó a Brunetti una mirada fugaz-. Le ofrecí un trato.
– ¿A cambio de no arrestarlo? -preguntó Brunetti innecesariamente.
La mirada de Guarino fue tan súbita como iracunda.
– Eso se hace continuamente. Usted lo sabe -Brunetti observó cómo el maggiore decidía callar algo que luego le pesaría haber dicho-. Estoy seguro de que ustedes lo hacen -la mirada de Guarino se suavizó de pronto.
– Lo hacemos, sí -dijo Brunetti tranquilamente, y añadió, para ver cómo reaccionaba su interlocutor-: Pero no siempre resulta como se había previsto.
– ¿Qué sabe de este asunto? -preguntó el otro secamente.
– Nada más que lo que usted me ha contado, maggiore -como Guarino no respondiera, preguntó-: ¿Y qué sucedió entonces?
Guarino fue a sacudirse la rodilla otra vez, olvidó su intención y dejó allí la mano.
– El hombre resultó muerto durante un robo -dijo finalmente.
A la memoria de Brunetti empezaban a acudir los detalles. El caso fue asignado a Mestre, más próxima a Tessera que Venecia. Patta había procurado por todos los medios que la policía de Venecia no interviniera en la investigación, aduciendo falta de personal y jurisdicción dudosa. Brunetti había hablado del caso con policías de Mestre amigos suyos, que le dijeron que parecía tratarse de un simple atraco chapucero, sin pistas.
– Él siempre llegaba temprano -prosiguió Guarino, sin mencionar todavía el nombre de la víctima, omisión que irritaba a Brunetti-. Una hora por lo menos antes que los conductores y demás empleados. Aquel día sorprendió a los intrusos y ellos le dispararon. Tres veces -Guarino le miró-. Usted ya debe de saberlo, desde luego. La noticia salió en todos los periódicos.
– Sí -dijo Brunetti-; pero sólo sé lo que decían los periódicos.
– Esa gente ya había registrado el despacho -prosiguió Guarino-, o lo hizo después de matarlo. Trataron de abrir la caja fuerte de la pared, no pudieron, le registraron los bolsillos y se quedaron con el dinero que llevaba encima y el reloj.
– ¿Para que pareciera un robo? -preguntó Brunetti.
– Sí.
– ¿Algún sospechoso?
– Ninguno.
– ¿Familia?
– Esposa y dos hijos mayores.
– ¿Trabajaban en la empresa?
Guarino movió negativamente la cabeza.
– El hijo es médico y ejerce en Vicenza. La hija es contable y trabaja en Roma. La esposa es maestra y se jubila dentro de un par de años. Muerto él, la empresa se hundió. No duró ni una semana -vio cómo Brunetti arqueaba las cejas-. Ya lo sé, parece increíble, en la era de la informática, pero no pudimos encontrar registro de pedidos, rutas ni albaranes, ni siquiera la lista de los conductores. Debía de tenerlo todo en la cabeza. Los archivos eran un caos.
– ¿Y qué hizo la viuda? -preguntó Brunetti con suavidad.
– Cerrar la empresa. No tenía alternativa.
– ¿Así, sin más?
– ¿Qué más podía hacer? -preguntó Guarino, casi como instando a Brunetti a disculpar la inexperiencia de la mujer-. Ya se lo he dicho, es maestra. De primaria. No sabía nada del negocio. Era una de esas empresas de un hombre solo que con tanta destreza gestionamos en este país.
– Hasta que el hombre solo se muere -dijo Brunetti tristemente.
– Sí -convino Guarino, y suspiró-. Ella quiere vender, pero nadie se interesa. Los camiones son viejos, y ya no hay clientes. Lo más que puede esperar es conseguir que otra empresa le compre los camiones y traspasar el local, pero acabará malvendiéndolo todo -Guarino calló, como si no tuviera nada que añadir. Brunetti era consciente de que no había dicho nada acerca de lo que hubiera entre ellos dos durante el tiempo en los que habían estado en relación y, en cierto modo, habían colaborado.
– ¿Me equivoco al suponer que hablaron ustedes de algo más que fraude fiscal? -Si no era así, no había motivo para la visita de Guarino, y eso no necesitaba decirlo.
Guarino respondió con un lacónico:
– Sí.
– ¿Y que él le informaba de algo más que de su declaración de impuestos? -Brunetti notó que se le tensaba la voz. Por todos los santos, ¿por qué no podía este hombre decirle claramente lo que ocurría y qué quería? Porque, desde luego, no había venido a conversar sobre el plácido silencio de la ciudad ni las virtudes de la signorina Landi.
Guarino no parecía dispuesto a decir más. Finalmente, sin tratar de disimular su irritación, Brunetti preguntó:
– ¿No podría dejar de hacerme perder el tiempo y explicarme por qué ha venido?