Capítulo 14

Griffoni salía de la questura cuando llegaba Brunetti. Al verla, él apretó el paso, alzando la mano en amistoso saludo, pero, al acercarse, vio que algo andaba mal.

– ¿Qué ocurre?

– Patta quiere verle. Me ha llamado preguntando dónde estaba. Me ha dicho que no encontraba a Vianello y me ha pedido que le buscara a usted.

– ¿De qué se trata?

– No me lo ha dicho.

– ¿Cómo estaba?

– Sonaba peor que nunca.

– ¿Enfadado?

– No; no precisamente enfadado -respondió la mujer, como si ello le sorprendiera-. Es decir, en cierta manera, pero daba la impresión de que sabía que no debía enfadarse. Parecía asustado, más que enfadado.

Brunetti fue hacia la puerta, y Griffoni entró con él. Al comisario no se le ocurría qué preguntar. Patta era mucho más peligroso asustado que enfadado, ambos lo sabían. Generalmente, los enfados de Patta estaban provocados por la incompetencia ajena, pero sólo lo asustaba la idea de que el fallo pudiera serle atribuido a él, lo cual suponía una amenaza para cualquier otra persona que pudiera estar involucrada.

Juntos subieron el primer tramo de la escalera, y Brunetti preguntó:

– ¿También quiere verla a usted?

Griffoni movió la cabeza negativamente y, con expresión de franco alivio, entró en su despacho mientras Brunetti iba hacia el de Patta.

No se veía a la signorina Elettra, que probablemente ya se habría ido a almorzar, por lo que Brunetti llamó a la puerta con los nudillos y entró.

Patta tenía el gesto adusto, los antebrazos apoyados en la mesa y los puños apretados.

– ¿Dónde estaba usted? -inquirió al ver a Brunetti.

– Interrogando a un testigo, vicequestore -mintió Brunetti-. La comisaria Griffoni me ha dicho que quería usted verme. ¿De qué se trata? -imprimía en su voz un tono en el que la ansiedad y la diligencia se mezclaban a partes iguales.

– Siéntese, siéntese. No se quede ahí plantado.

Brunetti tomó asiento frente al vicequestore, pero no dijo nada.

– He recibido una llamada telefónica -empezó Patta. Miró a Brunetti, quien procuró adoptar una expresión de ávida atención, y prosiguió-: Acerca del hombre que estuvo aquí el otro día.

– ¿Se refiere al maggiore Guarino?

– Sí; Guarino o como se llame -la voz de Patta se hizo más estridente después de pronunciar el nombre: Guarino, el causante de su enojo-. Estúpido hijo de puta -masculló Patta, sorprendiendo a Brunetti con esta palabra malsonante, insólita en su jefe, que no aclaró si la aplicaba a Guarino o a la persona que le había llamado para hablarle de él.

Quizá Guarino no había dicho toda la verdad, pero no tenía nada de estúpido, ni Brunetti lo consideraba un hijo de puta, pero se reservó la opinión, limitándose a preguntar, con voz átona:

– ¿Qué ha ocurrido, vicequestore?

– Que se ha hecho matar, eso ha ocurrido. De un tiro en la cabeza -dijo Patta sin suavizar el tono, aunque ahora parecía que su furor estaba dirigido a Guarino, por haberse dejado matar. Asesinar.

Varias hipótesis reclamaban atención a gritos, pero Brunetti las dejó en suspenso, mientras esperaba que Patta explicara lo ocurrido. Mantenía la expresión atenta, mirando a su superior sin pestañear. El vicequestore levantó el puño y lo dejó caer sobre la mesa.

– Esta mañana me ha llamado un capitán de carabinieri preguntando si la semana pasada había tenido una visita. Hablaba con mucha reserva, no ha dado el nombre del visitante, sólo ha preguntado si había venido a verme un oficial de fuera de la ciudad. Le he dicho que yo recibo muchas visitas. ¿Creía que iba a acordarme de todas? -Brunetti no tenía nada que responder a esto, y Patta prosiguió-: Al principio no sabía de qué me hablaba. Luego sospeché que se refería a Guarino. No es que yo reciba muchas visitas -al advertir la expresión de extrañeza de Brunetti ante esta contradicción, Patta se dignó explicar-: Él fue la única persona a la que yo no conocía, de todas las que estuvieron aquí la semana pasada. Tenía que ser él -Bruscamente, el vicequestore se levantó, se apartó un paso de la mesa, dio media vuelta y volvió a sentarse-. Me ha preguntado si podía enviarme una foto -ahora Brunetti no tuvo que esforzarse para denotar su extrañeza-. Imagine -prosiguió Patta-, me han enviado una foto tomada con un telefonino. Como si pudiera reconocerlo por lo que quedaba de la cara.

Esta última frase aturdió a Brunetti, que tardó un momento en preguntar:

– ¿Y lo reconoció?

– Sí. Desde luego. La bala entró en ángulo, de manera que sólo dañó la mandíbula, y pude reconocerlo.

– ¿Cómo lo mataron? -preguntó Brunetti.

– Acabo de decírselo -Patta alzó la voz-: ¿Es que no presta atención? De un disparo en la cabeza. Eso basta para matar a la mayoría de la gente, ¿no cree?

Brunetti alzó una mano.

– Quizá no me he expresado claramente. ¿El que ha llamado ha dicho algo acerca de las circunstancias de la muerte?

– Nada. Sólo quería saber si lo reconocía o no.

– ¿Y usted qué le ha dicho?

– Que no estaba seguro -respondió Patta, mirando a Brunetti fijamente -Brunetti contuvo el impulso de preguntar a su superior por qué había dicho eso-. No he querido darles información hasta saber más.

Brunetti no tardó en traducir esto del lenguaje de Patta al italiano vulgar: Patta quería endosar la responsabilidad a otro. De ahí esta conversación.

– ¿Le ha dicho por qué le llamaba a usted? -preguntó Brunetti.

– Al parecer, sabían que él tenía una cita en la questura de Venecia, y han llamado preguntando por la persona que estaba al frente, para enterarse de si había venido.

Vaya, pensó Brunetti, ni siquiera una bala en la cabeza de un hombre impedía a Patta darse aires con su «persona que estaba al frente».

– ¿Cuándo ha llamado?

– Hace media hora -sin disimular la irritación, Patta añadió-: Desde entonces trato de localizarlo, pero usted no estaba en su despacho -como hablando consigo mismo, murmuró-: Interrogando a un testigo.

Sin darse por enterado, Brunetti preguntó:

– ¿Cuándo ocurrió?

– No lo ha dicho -respondió Patta vagamente, como si no viera por qué había de importar eso.

Haciendo un esfuerzo, Brunetti eliminó de su expresión toda muestra de interés, al tiempo que daba rienda suelta al pensamiento.

– ¿Ha dicho desde dónde llamaba?

– Desde allí -respondió Patta con la voz que utilizaba para dirigirse a los débiles mentales y pusilánimes-. Donde lo han encontrado.

– Ah, y entonces le ha mandado la foto.

– Muy perspicaz, Brunetti -dijo Patta secamente-. Naturalmente que entonces me ha mandado la foto.

– Comprendo -dijo Brunetti, para ganar tiempo.

– He llamado al teniente -dijo Patta y, nuevamente, Brunetti borró de su cara toda expresión-. Pero ha ido a Chioggia y no podrá estar allí hasta esta tarde.

Brunetti sintió un peso en el estómago al pensar que Patta hiciera intervenir en esto a Scarpa.

– Una idea excelente -dijo y, mitigando el entusiasmo de su voz, añadió-: Sólo que… -dejó la frase sin terminar y repitió-: Una idea excelente.

– ¿Qué inconveniente le ve, Brunetti? -inquirió Patta. Ahora Brunetti adoptó un gesto de confusión y no respondió-. Diga, Brunetti -apremió Patta con una voz que tendía a la amenaza.

– Verá, señor, en realidad, es cuestión de graduación -dijo Brunetti, titubeando, como si hablara sólo para evitar que le clavaran palitos de bambú debajo de las uñas. Antes de que Patta pudiera preguntar, explicó-: Usted ha dicho que le ha llamado un capitán. Lo único que me preocupa es la impresión que causará que nos represente una persona de graduación inferior -observaba la actitud de Patta y detectó la crispación de los músculos-. No es que dude de la capacidad del teniente. Pero ya hemos tenido problemas de competencias con los carabinieri, y enviar a una persona de grado superior eliminaría esa posibilidad.

A los ojos de Patta asomó la sombra de la desconfianza.

– ¿En quién está pensando, Brunetti?

Aparentando toda la sorpresa de que era capaz, Brunetti dijo:

– Pues en usted, señor. Desde luego. Usted es la persona que debería representarnos. Como usted mismo ha dicho, vicequestore, es la persona que está al frente -con esto marginaba al questore, pero Brunetti estaba seguro de que Patta no lo advertiría.

La mirada de Patta era aguda, cargada de mudas sospechas; probablemente, sospechas que ni el mismo Patta habría podido definir.

– No había pensado en eso -dijo.

Brunetti se encogió de hombros, como sugiriendo que era sólo cuestión de tiempo que lo pensara. Patta dedicó a Brunetti su mirada más solemne y preguntó:

– ¿Usted cree que es importante?

– ¿Que vaya usted, señor? -preguntó Brunetti, en alerta.

– Que vaya alguien con grado superior al de capitán.

– Usted cumple ese requisito, ampliamente, señor.

– No pensaba en mí, Brunetti -dijo Patta con aspereza.

Brunetti, sin disimular su incomprensión, dijo ingenuamente:

– Pues debe usted ir, dottore -Brunetti suponía que un caso de esta índole tendría resonancia a escala nacional, pero prefería que Patta no lo advirtiera.

– ¿Cree que la investigación será larga? -preguntó Patta.

Brunetti se permitió encogerse de hombros muy ligeramente.

– No sabría decirle, señor; pero estos casos suelen prolongarse -mientras hablaba, Brunetti no tenía ni idea de a qué se refería con «estos casos», pero bastaría la perspectiva de un esfuerzo sostenido para disuadir a Patta.

El vicequestore se inclinó hacia adelante enarbolando una sonrisa.

– Opino, Brunetti, que, puesto que usted actuó de enlace, debe ser usted quien nos represente -Brunetti trataba de encontrar el tono justo de moderada resistencia cuando Patta añadió-: Lo han matado en Marghera, Brunetti. En nuestra demarcación. Nuestra jurisdicción. Es la llamada que atendería un comisario, por lo que procede que vaya usted a investigar -Brunetti fue a protestar, pero Patta atajó-: Llévese a Griffoni. Así serán dos comisarios -Patta sonrió con lúgubre satisfacción, como el que acaba de hacer una jugada maestra de ajedrez. O de damas-. Quiero que vayan los dos y vean qué pueden averiguar.

Brunetti se puso en pie, haciendo lo posible por mostrarse contrariado y remiso.

– Está bien, vicequestore, pero pienso que…

– Lo que usted piense no importa, comisario. He dicho que quiero que vayan ustedes dos. Y allí su deber es hacer que ese capitán se entere de quién está al mando.

El buen juicio impidió a Brunetti seguir poniendo objeciones: a veces, hasta Patta era capaz de advertir lo evidente.

– Bien -se limitó a decir. Y, ya en tono resuelto, preguntó-: ¿Desde dónde llamaba ese hombre exactamente?

– Ha dicho que estaba en el complejo petroquímico de Marghera.

– Le daré su número y usted le llama y pregunta el sitio -dijo Patta. Tomó el telefonino que estaba junto al calendario de sobremesa y que Brunetti no había visto hasta aquel momento. Lo abrió con indolente soltura. Patta, por supuesto, poseía el modelo más reciente y estilizado. El vicequestore se negaba a utilizar el BlackBerry que le había entregado el Ministerio del Interior, aduciendo que no quería convertirse en esclavo de la tecnología, aunque Brunetti sospechaba que la verdadera razón era que temía que le deformara la americana.

Patta oprimió varias teclas y, bruscamente, sin decir nada, tendió el móvil a Brunetti. La cara de Guarino ocupaba la pequeña pantalla. Tenía los hundidos ojos abiertos, pero vueltos hacia un lado, como si lo violentara que alguien pudiera verlo allí tendido, tan indiferente a la vida. Patta había dicho que tenía la mandíbula dañada; habría sido más exacto decir destrozada. Pero la cara angulosa y las sienes grises eran inconfundibles. Ya no encanecería más, pensó Brunetti de pronto, ni llegaría a llamar a la signorina Elettra, si tal era su intención.

– ¿Y bien? -preguntó Patta, y poco faltó para que Brunetti le contestara a gritos, porque le parecía ociosa la pregunta siendo la víctima tan fácilmente reconocible.

– Yo diría que es él -se limitó a responder el comisario. Cerró el móvil y lo devolvió a Patta. Pasó un largo momento, durante el cual Brunetti observó cómo Patta borraba de su cara todo lo que no fuera afabilidad y noble afán de colaboración. Similar transformación advirtió en su voz cuando su superior empezó a hablar.

– He decidido que lo más pertinente será decirles que él estuvo aquí.

Como un atleta olímpico en una carrera de relevos, Brunetti trataba de acercarse al hombre que iba delante y extendía la mano para tomar el testigo, mientras ambos corrían a toda velocidad, a fin de que el otro frenara la marcha y, finalmente, dejara la carrera.

Brunetti temía que Patta pulsara «responder» y le pasara el móvil: no estaba seguro de ser dueño de sí. Quizá Patta se dio cuenta. Lo cierto es que el vicequestore volvió a abrir el teléfono, se acercó una hoja de papel, anotó el número de la llamada y pasó el papel a Brunetti.

– No recuerdo el nombre, pero es capitán.

Brunetti tomó el papel y leyó varias veces el número. En vista de que el vicequestore no tenía nada que añadir, se levantó y fue hacia la puerta diciendo:

– Le llamaré.

– Bien. Manténgame informado -dijo Patta con una voz en la que se percibía el alivio por haber pasado la papeleta a Brunetti con tanta habilidad.

Una vez arriba, Brunetti marcó el número. Después de sólo dos señales, contestó una voz de hombre.

– ¿Sí?

– Respondo su llamada al vicequestore Patta -dijo Brunetti con voz neutra, decidiendo mencionar la categoría de Patta por si acaso-. Alguien ha llamado desde ese número al vicequestore y ha enviado una foto -hizo una pausa, pero no le llegó de la otra parte señal de confirmación o curiosidad-. El vicequestore Patta me ha mostrado la foto del cadáver de un hombre al que, por lo que me ha dicho él, han matado en nuestra demarcación -prosiguió Brunetti con su voz más oficiosa-. El vicequestore me ha encargado que me persone ahí y le informe.

– No es necesario -dijo el otro hombre fríamente.

– No estoy de acuerdo -respondió Brunetti con igual frialdad-. Por eso voy.

Tratando de adoptar el tono del que sólo pretende cumplir con su obligación, el hombre dijo:

– Tenemos una identificación positiva. Hemos reconocido en el hombre a un compañero que trabajaba en uno de los casos que estamos investigando.

Como si el otro hombre no hubiera hablado, Brunetti dijo:

– Si me dice dónde están, iremos ahora mismo.

– No es necesario. Ya le he dicho que el cadáver ha sido identificado -esperó un momento y añadió-: Me temo que el caso es nuestro.

– ¿Y quiénes son ustedes?

– Los carabinieri, comisario. Guarino estaba en la ÑAS, lo cual considero que duplica nuestra autoridad para investigar.

Brunetti dijo tan sólo:

– Esto podemos preguntarlo a un magistrado.

Tablas.

Brunetti esperó, seguro de que el otro hacía lo mismo. La espera era la táctica que había empleado con Guarino y con Patta, y entonces pensó en el mucho tiempo que en su vida profesional había invertido en sus esperas.

Seguía sin llegar sonido alguno desde el otro lado. Brunetti cortó la comunicación. Naturalmente que Guarino tenía que estar en la ÑAS, ¿y quién podía acordarse del significado de tantas siglas? Nuclei Antisofisticazione, sección de los carabinieri encargada de hacer cumplir las leyes medioambientales. Brunetti pensó en las imágenes de las calles de Nápoles llenas de basura, a las que enseguida se superpuso el recuerdo de la foto de Guarino.

Marcó el número de Vianello, y le contestó un agente que dijo que el inspector había salido. Brunetti lo llamó al telefonino, pero estaba apagado. Entonces marcó el número de la comisaria Griffoni y le dijo que tenían que ir a la escena de un crimen en Marghera, y que por el camino le explicaría. Al bajar, entró en el despacho de la signorina Elettra.

– ¿Sí, comisario? -preguntó ella.

No parecía buen momento para decirle lo de Guarino, pero nunca es buen momento para dar la noticia de una muerte.

– Me han dado una mala noticia, signorina -dijo.

La sonrisa de la joven tembló.

– Esta mañana, el vicequestore Parta ha recibido una llamada -empezó. Brunetti espió la reacción de ella a su empleo del título de Patta, señal de mal agüero-. Un capitán de carabinieri le ha comunicado que el hombre que estuvo aquí esta semana, el maggiore Guarino, ha muerto. De un disparo.

Ella cerró los ojos un momento, tiempo suficiente para ocultar la emoción que ello pudiera causarle, pero no para impedir que se notara que la había sentido.

Antes de que la joven pudiera preguntar, él prosiguió:

– Han enviado una foto, y querían saber si él había venido a hablar con nosotros.

– ¿Era él realmente?

– Sí -la verdad era lo más piadoso.

– Lo siento mucho -fue todo lo que pudo decir.

– Yo también. Parecía un hombre honrado, y Avisani respondió por él.

– ¿Tuvo que buscar a alguien que respondiera por él? -preguntó ella en un tono que parecía buscar la ocasión de descargar la cólera.

– Si había de fiarme de él, sí. Yo ignoraba en qué estaba involucrado ni qué buscaba -quizá irritado por la actitud de ella, añadió-: Y todavía lo ignoro.

– ¿Qué quiere decir?

– Quiero decir que no sé si la historia que me contó es cierta o no, y eso significa que no sé por qué el hombre que ha llamado estaba interesado en averiguar por qué había venido aquí el maggiore.

– ¿Pero ha muerto?

– Sí.

– Gracias por decírmelo.

Brunetti fue en busca de Griffoni.

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